Hechos, 6, 8-10; 7, 54-59
Sal. 30
Mt. 10, 17-22
Sal. 30
Mt. 10, 17-22
En este primer día después de la celebración de la navidad del Señor, cuando estamos inmersos viviendo intensamente la octava de la Navidad la Iglesia nos ofrece hoy la celebración de la fiesta de san Esteban, protomártir, el primer mártir en derramar su sangre por el nombre de Jesús.
El fue uno de aquellos ‘siete varones de buena reputación, llenos de Espíritu Santo y sabiduría, a los cuales dedicaron al servicio de la diaconía de la comunidad’ mientras los apóstoles se dedicaban en especial a la oración y al servicio de la Palabra. De Esteban el libro de los Hechos volverá a decirnos que era ‘hombre lleno de fe y de Espíritu Santo’, y en el texto que hoy hemos escuchado se nos dice que también estaba ‘lleno de gracia y poder’.
A Esteban lo vemos ya no sólo dedicado al servicio de los huérfanos y las viudas para lo que en principio había sido elegido, sino que lo vemos pronto anunciando la Buena Nueva de Jesús en las sinagogas, pero al que ‘no podían resistir por la sabiduría y el espíritu con que hablaba’, realizando ‘grandes signos y prodigios en medio del pueblo’.
Se encontrará así la oposición que le llevará a la muerte y al martirio siendo apedreado como hoy hemos escuchado. Es el pronto cumplimiento de lo anunciado por Jesús en el evangelio. ‘Os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa; así daréis testimonio ante ellos y ante los gentiles… el Espíritu de vuestro Padre celestial hablará por vosotros’.
Ya hemos escuchado el relato de su martirio en el texto de los Hechos de los Apóstoles. Repite las palabras y los gestos de Jesús en la cruz, perdonando y disculpando a los que le apedrean y poniendo su espíritu en las manos del Señor. ‘Señor Jesús, recibe mi espíritu… no les tengas en cuenta este pecado’. Qué bien aprendió la lección de Jesús en la cruz.
Nos pudiera extrañar el por qué la liturgia nos propone concretamente en este día el martirio de san Esteban, tan cercano o tan dentro de las celebraciones de la Navidad. ¿Quizá una muestra o una señal de hasta donde tiene que llegar el testimonio que demos por el nombre de este Niño que contemplamos recién nacido en Belén?
También podría recordarnos algo más, y es que no podemos separar este misterio sacrosanto de la Encarnación de Dios y de su Nacimiento de María Virgen en Belén, del Misterio Pascual. Nunca podremos disociarlo. Ese Jesús, a quien los ángeles ya desde el primer momento llaman el Mesías y el Señor, es nuestro Salvador y Redentor, quien había de pasar por la pascua de su pasión y su muerte, y de su resurrección precisamente por nuestra salvación.
No nos quedamos en nuestra fe en un Jesús niño, en un Dios niño, sino que siempre tenemos que contemplar al Cristo de nuestra fe que es el Cristo muerto y resucitado. Demasiado algunas veces infantilizamos nuestra fe quedándonos en una fe muy pobre cuando quizá sólo nos preocupamos de celebrar al Niño nacido en Belén y no ponemos toda nuestra fe y la radicalidad de nuestro seguimiento de Jesús muerto y resucitado, contemplándolo en su misterio pascual. Un aspecto muy importante para hacer madurar nuestra fe.
Un último pensamiento que quizá ampliemos en otra ocasión y es el pensar, aunque no sean noticias que habitualmente escuchamos en los telediarios, en cuantos cristianos hoy, en pleno siglo XXI que estamos casi iniciando, siguen dando testimonio hasta la muerte por el nombre de Jesús, por la fe cristiana. En muchas partes del mundo hoy sigue habiendo mártires, testigos hasta entregar su vida por el seguimiento de Jesús.