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domingo, 20 de diciembre de 2009

Ojalá pudiéramos ir a la casa de la montaña para aprender a recibir a Dios

Miq. 5, 2-5
Sal. 79
Heb. 10, 5-10
Lc. 1, 39-45


Ojalá pudiera ir a la casa de la montaña – a casa de Isabel – para aprender de ella y de María a recibir a Dios. Es lo que siento en estos momentos al escuchar el evangelio de la visita de María a su prima Isabel en estos días previos a la Navidad. Lo que nos narra hoy el evangelio es grande y hermoso. Las actitudes que descubrimos en ambas mujeres, María e Isabel, son las mejores para acoger al Señor que viene a nosotros.
‘María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá, entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel’. Un primer detalle, ‘se puso en camino y fue aprisa a la montaña’, corriendo casi, podríamos decir. La carrera y la prisa del amor. Como la del padre que corrió al encuentro del hijo que volvía, como Zaqueo que corre adelante para poder ver al Señor, como los discípulos Pedro y Juan hasta el sepulcro para comprobar que estaba vacío y que Cristo había resucitado. ¿Correremos nosotros al encuentro del Señor que viene? ¿Correremos con el mismo amor de María?
Si grande era la fe, el amor, la humildad de María – no es necesario que recordemos de nuevo la escena de la Anunciación para destacar toda esa fe, amor y humildad en María – en la montaña nos vamos a encontrar a una mujer de fe, una mujer humilde, una mujer que tiene la visión de Dios, una mujer que se va a dejar inundar por la presencia del Espíritu.
‘¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?’ es la pregunta que se hace Isabel. ‘Se llenó del Espíritu Santo’, dice el evangelista y se puso a gritar. Es capaz de descubrir quién es María, no sólo la prima que ha venido de la lejana Nazaret para ayudarla en estos días, sino que es ‘la madre de mi Señor’. ¿Cómo pudo descubrirlo? Podía tener esa visión de fe porque estaba llena del Espíritu. Pero nos encontramos también con su humildad. Serán los humildes y los sencillos los que verán a Dios, de los que es el Reino de Dios; será a los humildes y a los sencillos a los que se revele Dios.
Será en lo pequeño y en lo humilde donde se nos manifieste Dios y donde Dios quiere venir a nosotros. El profeta nos ha hablado de Belén, ‘pequeña entre las aldeas de Judá’ para señalarnos el lugar donde había de nacer el Mesías. Este texto es el que consultarán los entendidos de Jerusalén cuando vengan aquellos magos de oriente preguntando por el lugar donde había de nacer el Rey de los judíos. ‘De ti saldrá el jefe de Israel’, continuaba diciendo la profecía. Y en Belén, pobre entre los pobres y en el lugar más humilde dentro de pocos vamos a contemplar el nacimiento de Jesús, Dios hecho hombre para nuestra salvación.
Todo serán bendiciones y alabanzas. ‘¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!’, es la primera exclamación y alabanza. ‘Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá’, continúa con sus bendiciones para María. La Palabra del Señor es fiel y siempre se cumplirá nos viene a enseñar también Isabel. Todo es alegría y gozo. Hasta la criatura saltará de gozo en el seno de Isabel. ‘En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de gozo en mi vientre’, reconocerá Isabel.
Con María llegaba la gracia de Dios y el Señor iba realizando maravillas como las realiza El siempre en los pequeños, los pobres y los humildes. María es la portadora de Dios a quien lleva en su seno encarnado para hacerse hombre y para ser Dios con nosotros. Por eso, en esos milagros de Dios, aquel que iba a ser el precursor, el que preparase los caminos del Señor, allá en el seno de su madre mostraba también su alegría porque aquel a quien él anunciaría ya estaba en medio de nosotros aunque no todos aún pudieran reconocerlo. ‘En medio de vosotros está y no lo reconocéis’, nos diría más tarde allá en la orilla del Jordán.
La liturgia de este último domingo de Adviento toda ella es una invitación ‘a prepararnos con tanto mayor fervor el nacimiento de Jesús cuanto más se acerca la fiesta de la Navidad’. Nos ayudan las oraciones, la Palabra de Dios proclamada, todo el sentido de la liturgia. En el prefacio diremos que ‘el Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al misterio de su nacimiento para encontrarnos así, cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza’.
Corramos, pues, como Zaqueo y los discípulos porque queremos conocer y descubrir al Señor que llega a nosotros en esta Navidad. Porque el Señor corre también a nuestro encuentro para ofrecernos el abrazo de su amor y su gracia salvadora. Pues bien, imitemos los valores y las virtudes que hoy hemos descubierto en la montaña, tanto en María como en Isabel. Que resplandezca así nuestra fe y nuestro amor. Que nos abramos en verdad al misterio de Dios que vamos a celebrar. Que estemos atentos a su llegada. Que nos dejemos conducir por su Espíritu y como María y como Isabel nos dejemos inundar por El. Que nos encuentre el Señor vigilantes y en oración porque sólo así podremos descubrirle y conocerle, conocer también cuál es su voluntad para nosotros.
‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’. Es lo que nos pide el Señor. No son ofrendas de cosas, holocaustos ni sacrificios lo que Dios nos pide. Eso quizá sería fácil. La ofrenda de nuestro yo, de nuestra voluntad para pensar sólo en lo que es la voluntad de Dios es más costosa. Pero es la ofrenda verdadera de nuestro corazón que será acepta a Dios. Y esa voluntad de Dios pasa por los caminos de la fe y del amor. De la fe para reconocerle y aceptarle. Del amor porque es nuestro corazón lo que el Señor nos pide y en esos caminos del amor verdadero vamos a encontrarle.
María cuando se llenó de Dios, cuando se dejó inundar por el Espíritu Santo para que en ella naciera Dios hecho hombre, ya no pudo estarse quieta y se puso a correr por los caminos para llevar amor, para buscar donde amar y servir, para llevar así a Dios a los demás. Son las carreras – ‘fue deprisa a la montaña’ – que hoy vemos hacer a María para llegar pronto a casa de Isabel para servir, para mostrar su amor y, repito, para llevar a Dios.
Nos queremos preparar con fervor al próximo nacimiento de nuestro redentor. Ya sabemos, pues, donde tenemos que poner nuestro fervor. Hemos purificado nuestro corazón o vamos a hacerlo próximamente en el sacramento de la Penitencia para que sea digna morada de Cristo que quiere nacer en nosotros, pero ahora tenemos que llenarlo con las obras de nuestro amor, con nuestro servicio, con nuestras buenas actitudes de acogida, de perdón y de comprensión para con los otros, con la generosidad de nuestro compartir y nadie pase necesidad ni tristeza, y así para todos, como María, seamos también portadores de Dios.
Vayamos, pues, a la casa de la montaña, como decíamos al principio de nuestra reflexión, para aprender de María y de Isabel la mejor manera de prepararnos para recibir al Señor.

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