Con
Pedro queremos caminar débiles como él, pero con Pedro queremos saborear el
amor de Dios que solo nos pide que amemos con toda intensidad y sigue confiando
en nosotros
Hechos 12, 1-11; Sal
33; 2Tim.
4, 6-8. 17-18;
Mt. 16, 13-19
‘Simón, ¿me amas?... ¿me amas más
que estos?’ Así hasta tres veces. Fue
allá junto al lado. Muchas cosas habían pasado desde que un día allá en Cesarea
de Filipo Pedro había hecho una hermosa confesión de fe. Si ya en el primer
encuentro, cuando su hermano Andrés se lo presentó a Jesús, le había cambiado
el nombre, diciéndole que se llamaría Cefas, Pedro, porque iba a ser la piedra
de la Iglesia, en Cesarea después de aquella confesión de fe que le había proclamado
como el Hijo de Dios, Jesús le había dicho ya definitivamente que era Pedro, y
que las fuerzas del abismo no podrían contra la Iglesia.
En medio momentos de fervor como para
decir que no había nadie más a quien acudir por solo Jesús tenia Palabras de
vida eterna; pero también le había costado aceptar los anuncios de pasión que Jesús
les iba haciendo, tratando incluso de disuadirlo de que subiera a Jerusalén si allí
había de sucederle cuanto estaba anunciando. Siempre caminando junto a Jesús,
aunque las subidas fueran costosas porque contemplaría así la gloria de Dios
que en Jesús se manifestaba. Detrás de Jesús había subido a Jerusalén, aunque
doloroso parecía ser aquel camino. Y estaba dispuesto a todo, como un día había
dejado la barca y las redes, dispuesto incluso a dar la vida por Jesús, pero había
unas sombras en el horizonte. Le costaba entender la pasión y tuvo miedo, se
acobardó ante una criada y había negado a Jesús.
A pesar de su dolor, que era ya el que
llevaba en el alma por su negación, había corrido hasta el sepulcro para
comprobar que la piedra estaba corrida y allí no estaba el cuerpo del Señor Jesús.
La Escritura nos dirá que había merecido una aparición especial de Jesús, pero
finalmente se había ido a Galilea y había cogido de nuevo las riendas de la
barca para pescar. Como en la otra ocasión en ese mismo lago no habían cogido
nada en la noche; al amanecer alguien desde la orilla les señalaba por donde habían
de echar la red y como entonces se había confiado de la palabra de Jesús ahora también
había confiado y la redada había sido también grande.
Quizás el dolor que permanecía en su corazón
le impedía vislumbrar quien era en verdad el que estaba a la orilla, pero ante
la insinuación del discípulo amado de Jesús se había tirado al agua tal como
estaba para llegar a los pies de Jesús. Y allí estaba, no había habido
reproches por sus dudas y por sus miedos, por su negación y su pecado, sino que
Jesús solamente le preguntaba por su amor. Tres veces le había preguntado y
tres veces le decía que lo amaba, que Jesús que lo sabia todo conocía bien que él
lo amaba. Y quien un día había sido prometido como piedra ahora era constituido
pastor. ‘Apaciendta mis ovejas, apacienta mis corderos’, le decía Jesús.
Quiero ver una cosa que me parece bien
hermosa. Un hombre débil y pecador que incluso había llegado a negar conocer a Jesús,
un hombre apasionado en su amor que por encima de sus debilidades seguía
prometiendo amor y prometiendo fidelidad. Y al mismo tiempo quiero ver a un
Dios que confía; sí, que confía en el hombre aunque lo sabe débil; que confía
en el hombre a pesar de que en su debilidad habría cometido muchos disparates y
locuras, pero allí estaba prometiendo amor, porfiando amor. Es el Dios que confía
en mí y en ti, que confía en nosotros a pesar de nuestras debilidades y
pecados, porque a pesar de todo sabe de nuestra capacidad de amor que Dios
mismo aumentará dándonos su Espíritu.
A los hombres nos cuesta entender esto.
No confiamos, retiramos con facilidad nuestra confianza, ya no dejamos hacer a
quien un día pudo tener un tropezón. Pero ese no es e estilo de Dios y no tendría
que ser nuestro estilo. Cuanto tenemos que aprender de Dios, de su amor, de su
confianza y su apuesta por nosotros; por una parte para que tengamos la fuerza
de levantarnos de nuestras debilidades, porque todos somos débiles, hasta el
que se cree más santo; por otra parte para que con esa misma medida de Dios,
con ese mismo talante de Dios miremos nosotros a los demás y también confiemos.
No nos dejemos contagiar por ese espíritu
del mundo – que algunas veces se nos quiere presentar como la mejor rectitud y
justicia – pero que no confía, que condena, que aparta, que discrimina para
siempre al que algún pecado haya cometido. No se debe dejar contagiar la
Iglesia por ese espíritu justiciero en muchas de sus actuaciones con los
pecadores, que se parece bien poco con el Dios compasivo y misericordioso a
quien tenemos que imitar como nos enseña y pide Jesús; pareciera a veces que la
iglesia quiere competir con el mundo en sus estilos olvidándonos del estilo y
del sentido de Dios.
Con Pedro queremos caminar porque nos
sentimos débiles como él, pero con Pedro queremos saborear ese amor de Dios que
solo nos pide que llorando, es cierto, nuestro pecado amemos con toda su
intensidad porque Dios nos pide simplemente amor para que sigamos desarrollando
la misión que quiere confiarnos.