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sábado, 21 de noviembre de 2015

En la fe y la esperanza de la resurrección llenemos de trascendencia nuestra vida que alcanzará su plenitud en Dios

En la fe y la esperanza de la resurrección llenemos de trascendencia nuestra vida que alcanzará su plenitud en Dios

1Macabeos 6,1-13; Sal 9; Lucas 20,27-40

Hoy comienza diciéndonos el evangelio que ‘se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección…’ a hacerle unas preguntas. Conocido es que ese grupo o secta de los saduceos negaban la existencia de los espíritus, de los ángeles y entre otras cosas más la resurrección. En varias ocasiones en el evangelio le veremos enfrentarse a Jesús desde sus planteamientos. Y conocemos también cómo Pablo cuando estaba siendo juzgado como nos narran los Hechos de los Apóstoles provocó una controversia delante del tribunal donde estaban presentes fariseos y saduceos acusándolo proclamando la resurrección de Jesús y la resurrección de los  muertos.
Más que entretenernos en resolver la cuestión que plantean a partir de la ley del Levítico que mandaba casarse con la mujer del hermano si éste había muerto sin descendencia, creo que más bien la pregunta que tendríamos que hacernos es si en verdad nosotros creemos en la resurrección. Es algo fundamental porque atañe a algo que es esencial en nuestra fe.
Escuchamos muchas veces una mezcolanza de ideas en este sentido en la gente porque quizá no están tan seguros de creer en la resurrección pero vendrán luego hablándonos de la reencarnación porque han oído hablar quizá de esas doctrinas de las espiritualidades o religiones orientales, muchas veces más bien por el prurito de la novedad y de lo distinto que porque hayan entendido lo que realmente significa.
Pero la pregunta está ahí sobre nuestra fe en la resurrección y quizá tendríamos que mirar nuestra forma de vivir. Y digo mirar nuestra forma de vivir porque cuando nos quedamos en lo material de la vida como si no hubiera nada más, estaríamos negando la existencia de una vida espiritual y por ende estaríamos negando también la resurrección. Por otra parte muchas veces ponemos mucha imaginación y queremos ver cómo será exactamente eso y ya se nos comienzan a complicar las cosas. Hay algo que entra en el misterio de Dios y que nos cuesta comprender en su totalidad, y es donde tiene que entrar en juego nuestra fe para aceptar ese misterio que solo en Dios y en la plenitud de la eternidad podremos descifrar y en consecuencia querer confiarnos a su Palabra y a su revelación.
Podríamos recordar aquí lo que nos enseña san Pablo en la carta a los Corintios, porque si negamos la resurrección de los muertos, negaríamos la resurrección de Jesús y si negamos la resurrección de Jesús vana sería nuestra fe. Es el eje y fundamento de nuestra fe cristiana el proclamar nuestra fe en la resurrección de Jesús, que con su resurrección venció la muerte y nos hace a nosotros también con El triunfadores de la vida.
Hoy nos dice Jesús en el evangelio que ‘Dios no es un Dios de muertos sino de vivos, porque para El todos están vivos’. Como decíamos antes, esto tiene sus consecuencias en nuestra vida, porque así nuestra vida adquiere una nueva trascendencia. La muerte no es un final definitivo, sino que es abrirnos a una nueva vida, una vida eterna que podemos vivir en Dios. Estamos llamados a la resurrección y a la vida eterna; pero queremos que esa vida sea dichosa y feliz; lo alcanzaremos si ahora en el camino de este mundo hemos vivido siendo fieles, hemos vivido con fe y con esperanza, le hemos dado un verdadero sentido a nuestra vida, un sentido que en el amor alcanzará su plenitud. Si desde esa fe y esa esperanza hemos sabido poner amor en nuestra vida, en la hora de la resurrección resucitaremos para la plenitud de Dios, para la plenitud del amor en Dios para siempre.
Terminemos recordando las palabras de Jesús a Marta cuando la resurrección de Lázaro, ‘el que cree en mi, aunque haya muerto vivirá, porque yo soy la resurrección y la vida… y lo resucitaré en el último día’. Llenemos nuestra vida de trascendencia que en la resurrección alcanzará su plenitud.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Encontremos y vivamos la presencia de Dios no solo en nuestros templos sino en nuestro corazón y en el seno de nuestro hogar

Encontremos y vivamos la presencia de Dios no solo en nuestros templos sino en nuestro corazón y en el seno de nuestro hogar

1Macabeos 4,36-37,52-59; Sal.: 1Cro 29,10-12; Lucas 19,45-48

‘Escrito está: Mi casa es casa de oración; pero vosotros la habéis convertido en una cueva de bandidos’. Fue la reacción de Jesús ante lo que habían convertido el templo de Jerusalén. Dice el evangelista Lucas que ‘entró Jesús en el templo y se puso a echar a los vendedores’ mientras en los lugares paralelos en los otros evangelistas nos habla de que hizo un azote con unas cuerdas.
Quizá por las necesidades de tener a mano los animales para los sacrificios, la moneda en curso en el templo - no se podían utilizar monedas extranjeras - para las ofrendas y todo lo necesario para los holocaustos lo habían convertido en un mercado con todos los trapicheos inherentes.
Pero este hecho es todo un signo. Nos habla de la dignidad del templo, lugar del culto, casa de oración y espacio sagrado para la oración, el encuentro del Señor y la escucha de su Palabra. Claro que la dignidad no significa la ostentosidad, como fácilmente caemos en esa tentación llenando nuestros templos de adornos, cosas artísticas y valiosas.
Somos herederos, es cierto, de unos templos que se han ido enriqueciendo con el paso de los años y siglos por nuestros antepasados y lo que sirvió en su momento quizá como una catequesis en imágenes para aquellos que no tenían otro medio que lo que se les ofreciera en imágenes para acercarse al mensaje de la Palabra del Señor, hoy quizá lo hemos convertido en objetos de museo y exposición haciéndoles perder quizá todo su sentido original. No podemos, es verdad, en convertirnos en iconoclastas que todo lo antiguo lo destruyen sino que hemos de saber encontrar su verdadero sentido y hacer que sigan teniendo verdadero significado hoy.
Pero también el texto sagrado que comentamos es signo de mucho más, porque somos nosotros los que hemos de convertirnos en verdaderos y santos templos de Dios que habita en nosotros. ‘Mi Padre y yo le amaremos y vendremos y pondremos nuestra morada en él’, nos enseña Jesús en un momento determinado en el evangelio. Dios quiere morar en nosotros y somos por nuestra consagración bautismal verdaderos templos del Espíritu Santo. Entonces cuando hablamos de la dignidad del templo, pensemos en la dignidad y santidad que tendría que resplandecer en nuestra vida.
Dejémonos inundar por la presencia de Dios. Vivamos la presencia de Dios allá por donde vamos. Si fuéramos en verdad conscientes de esa presencia de Dios en nuestra vida cómo alejaríamos de nosotros todo lo que nos puede manchar, todo lo que nos puede llevar al pecado. No solo es la presencia de Dios que en su inmensidad llena el universo y en todo momento allá donde estemos hemos de sentir y vivir en su presencia, sino es el darnos cuenta de cómo por la fuerza del Espíritu Dios mora de una manera especial en nuestros corazones.
Es en consecuencia también la dignidad y el respeto con que hemos de acercarnos a nuestros hermanos que han de convertirse para nosotros en signos de esa presencia de Dios. Por algo Jesús nos dirá que cuanto hagamos al hermano a El se lo estamos haciendo.
Y finalmente un breve pensamiento. Nos habla el evangelio en referencia al templo como casa de oración. Pienso en nuestro hogar, verdadera iglesia doméstica como la llamamos también con el concilio; cómo hemos de saber hacer también de nuestro hogar esa casa de oración, ese lugar de nuestro encuentro con Dios viviendo el amor familiar.
Pero aun más creo que hemos de saber encontrar en nuestros hogares -aun con la dificultad de la estrechez con que se vive en nuestras casas - ese espacio que nos recuerde y nos ayude a vivir esa presencia del Señor; ese espacio reservado para encontrar esos momentos de silencio para la reflexión, para la oración, para la lectura de la Biblia. Un rincón especialmente habilitado con una imagen y con la Biblia que venga a ser ese remanso de paz que tanto necesitamos.


jueves, 19 de noviembre de 2015

Las lágrimas de Jesús sobre Jerusalén son las lágrimas que nos envuelven a nosotros con la ternura y la misericordia de Dios

Las lágrimas de Jesús sobre Jerusalén son las lágrimas que nos envuelven a nosotros con la ternura y la misericordia de Dios

2Macabeos 2, 15.29; Sal 49; Lucas 19, 41-44

Se acercaba Jesús a Jerusalén; bajaba por el Monte de los Olivos; enfrente la ciudad santa desde una panorámica muy hermosa; Jesús contempla su ciudad, Jesús llora por aquella ciudad que tanto amaba. La mirada de Jesús sobre Jerusalén. ¿Cómo era aquella mirada que conmueve su corazón y le hace brotar lágrimas de sus ojos por aquella ciudad?
A lo largo del evangelio, si también nosotros vamos con mirada atenta y con el corazón bien abierto, podremos ir contemplando la mirada, las miradas de Jesús. A aquellos primeros discípulos que le preguntan donde vive, al joven rico que quiere seguirle pero no se decide, a la mujer pecadora postrada a sus pies, a Judas en la cena cuando le dice que haga cuanto tiene que hacer o luego en Getsemaní tras el beso de la contraseña, a Pedro después de su negación o luego en el lago cuando le pregunta si le ama más que el resto de los discípulos… muchas miradas de Jesús donde se va destilando continuamente su ternura y su misericordia, la ternura y la misericordia del Dios siempre compasivo y misericordioso.
Hoy mira desde aquella panorámica de la ladera del Monte de los Olivos y ve mucho más que la majestuosidad del templo que se eleva en primer término. Jesús mira y contempla a los moradores de aquella ciudad, a los que caminaban de un lado para otro en medio de las ocupaciones de la vida diaria, a los que se ganaban la vida ofreciendo a los peregrinos lo necesario para cumplir sus votos con el templo, a los que se arremolinaban en las explanadas del templo para escuchar a los maestros de la ley o para hacer sus ofrendas al Señor, a los que moraban y habitaban permanentemente en aquella ciudad o a los peregrinos venían desde lejos para cumplir con la pascua en las cercanías del templo.
En medio de ellos había enseñado, había anunciado el Reino, había tenido sus controversias con fariseos, saduceos, maestros de la ley, sacerdotes del templo, realizado milagros curando al paralítico de la piscina o al ciego de nacimiento de las calles de Jerusalén. Pero no habían querido escucharle. Algunos le aclamarían en su entrada en la ciudad entre los hosannas de los niños y de los sencillos, mientras otros iban a gritar contra él pidiendo que fuera crucificado. Allí pronto se iba a realizar el sacrificio supremo de la nueva pascua. Pero aun, una vez más, su mirada se extendía llena de amor y de misericordia para con todos ellos como rogando que por fin escucharan el anuncio de la Palabra y aceptaran el nuevo Reino. La ternura de su corazón se derramaba una vez más sobre aquella ciudad con sus lágrimas.
Muchas consideraciones podríamos hacernos sobre la no acogida de aquella ciudad a la palabra y al mensaje de Jesús. Pero como siempre que escuchamos la Palabra no nos vamos a quedar en juzgar a otros o echarles en cara lo que hicieran o no hicieran para acoger a Jesús, sino que tenemos que escuchar esa Palabra que ahora el Señor nos está dirigiendo a nosotros, a ti y a mi.
Esa mirada  de Jesús, con la ternura de su corazón que se derrama con sus lágrimas, es para nosotros, es para ti y es para mí. Somos nosotros, tú y yo, los que tenemos que preguntar por qué llora Jesús, cómo acogemos o no acogemos esa Palabra que nos dirige, cómo nos dejamos inundar por su presencia y por su gracia. Simplemente quedémonos en silencio ante las lágrimas de Jesús y sentiremos lo que El hoy y ahora quiere decirnos allá en lo más hondo del corazón.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Esa onza de oro puesta en tus manos es todo eso que puedes hacer cada día para que sean más felices los que están a tu lado y el mundo sea mejor

Esa onza de oro puesta en tus manos es todo eso que puedes hacer cada día para que sean más felices los que están a tu lado y el mundo sea mejor

2Macabeos 7,1.20-31; Sal 16; Lucas 19,11-28

‘Estaban cerca de Jerusalén y pensaban que el Reino de Dios iba a despuntar de un momento a otro…’ No terminaban de entender. Jesús lo iba anunciando constantemente. No terminaban de comprender las señales que se iban manifestando. Ahora Jesús iba anunciando que aquella subida a Jerusalén tenía una trascendencia especial. Hablaba de pascua, de pasión, de muerte y no les cabía en la cabeza. Pero, ¿llegaba o no llegaba el Reino de Dios? ¿Acaso serían momentos de revueltas y de revoluciones para que todo cambiara? Muchas ansias en sus corazones aunque no sabían bien cómo enfocarlas. Muchos interrogantes también que se quedaban sin respuesta.
Y como dice el evangelista esto motivo la parábola que Jesús les propone. Es la parábola paralela a la que nos ofrece Mateo en su evangelio de los talentos. San Lucas nos habla de onzas de oro, pero el significado viene a ser el mismo. Aquel personaje noble se va a buscar el título de rey y es cuando les deja las onzas de oro a sus servidores. Pero está también el detalle de que algunos no querían que aquel personaje obtuviera el título de rey. Y está la misión que Jesús les confía a sus servidores de administrar, negociar, hacer fructificar aquellas onzas de oro, aunque no con igual resultado porque alguno la guardará bien guardada para que no se pierda pero no hace nada con ella.
¿Qué nos quiere decir Jesús? ¿Qué puede significar aquella onza de oro puesta en las manos de sus servidores? ¿Podrán significar ese Reino que todos buscaban y en el que Jesús en verdad se va a proclamar Rey y Señor? ¿Podría significarnos que no tenemos que buscarlo fuera de nosotros ni en cosas espectaculares sino que lo que tenemos en nuestras manos, porque a nosotros se nos ha confiado el irlo construyendo día a día? ¿Qué hacemos? ¿Qué estamos haciendo por ese Reino de Dios?
miramos la vida, miramos la Iglesia, miramos nuestro mundo y tantas veces lo que hacemos son quejas y lamentos porque el mundo marcha mal, porque hay problemas en la Iglesia, porque en la vida tenemos tantos problemas, porque la gente hace o no hace caso y no vemos que en verdad nuestro mundo vaya cambiando. Muchas veces parece que estamos esperando a lo que hagan otros, que los problemas se resuelvan por si solos, que el mundo encuentre paz porque otros, los gobernantes o los dirigentes, tienen que hacer no sé cuantas cosas. ¿Cuándo en verdad nuestro mundo va a ser ese Reino de Dios en plenitud?
Y quizá no nos damos cuenta de las onzas de oro que Dios ha puesto en nuestras manos, de las posibilidades que nosotros tenemos de comenzar a hacer más presente el Reino de Dios en nuestro mundo, de que en verdad nuestro mundo, nuestra sociedad vaya siendo mejor cada día. Nos olvidamos de que ese Reino de Dios está en nuestras manos, que nosotros hemos de ir poniendo nuestro granito de arena, si solo es eso lo que tenemos, pero que podemos ir haciendo con nuestro amor, con nuestra responsabilidad, con nuestros deseos de paz, con nuestro trabajo por la justicia que el mundo sea mejor cada día. No se transforma nuestro mundo desde grandes decisiones que se tomen y nos impongan, sino de esas pequeñas cosas que cada uno puede ir haciendo cada día. Y tenemos muchas oportunidades, muchas posibilidades.
Piensa, por ejemplo, qué hiciste ayer de bueno desde tu responsabilidad por hacer que las cosas marchen bien. Piensa qué bueno has hecho hoy para hacer  más felices a los que están a tu lado, a tus familiares cercanos, a tus compañeros de trabajo, a tus amigos. Si viviste o estás viviendo encerrado en ti mismo sin sentir ninguna preocupación por los demás eres como aquel que guardó la onza en el pañuelo para que no se le perdiera. Pero piensa cuantas cosas positivas puedes hacer cada día, empezando por vivir con total responsabilidad tus obligaciones y no perdiendo el tiempo tontamente.
En muchas cosas prácticas que hacemos o podemos hacer cada día hemos de traducir esto que estamos reflexionando. Así iremos construyendo un mundo con más paz, un mundo más solidario, un mundo donde nos sintamos amigos y hermanos, un mundo donde brille una felicidad profunda en los corazones; estaremos construyendo el Reino de Dios.


martes, 17 de noviembre de 2015

Bajemos de nuestras higueras, saltemos las barreras que nos imponemos o con las que discriminamos a los demás para ir de verdad al encuentro con Jesús

Bajemos de nuestras higueras, saltemos las barreras que nos imponemos o con las que discriminamos a los demás para ir de verdad al encuentro con Jesús

2Macabeos 6,18-31; Sal 3; Lucas 19, 1-10
Jesús sigue caminando por Jericó. En las afueras, junto al borde del camino se había encontrado con un invidente que quería recobrar la luz de sus ojos. Ahora mientras camina por la ciudad hay alguien también que quiere ver a Jesús; sus ojos no tienen ninguna limitación pero hay otras cosas que impiden que pueda verlo con claridad, aunque en este caso también su voluntad es tan fuerte que llegará a subirse a una higuera para al menos desde allí verlo pasar.
¿Podríamos decir que un marginado? Esa palabra nos podría recordar en primer lugar a los que por carecer de medios económicos viven al margen de los demás, pero ahora éste no es el caso. Hay limitaciones, sí en su vida, aunque lo de menos fuera que era bajo de estatura como destaca el evangelista. Era discriminado por su profesión y quizá por las riquezas que de mala manera había conseguido; se había ganado el desprecio de la gente. Seguro que no querían verlo en medio de ellos y eso fuera también un impedimento para ver pasar a Jesús desde el lugar normal a pie de calle y en medio de la gente. Se tuvo que subir a una higuera.
Hay cosas que nos marginan; nos marginamos quizá a nosotros mismos por nuestra manera de actuar que nos puede hacer merecedores del desprecio de las gentes; nos marginamos porque quizá somos nosotros los que no queremos mezclarnos con toda clase de gente; en este caso no solo el marginado era Zaqueo sino también aquellos que juzgaban y condenaban a los demás por situarse en planos de superioridad eran también marginados porque se marginaban a sí mismos.
Nos puede dar ocasión para hablar de muchas cosas, de muchas discriminaciones que nos vamos haciendo en la vida, que vamos haciendo en la vida de los demás. Mas tarde en el texto veremos cómo los fariseos y letrados critican a Jesús porque se mezcla con publicanos y pecadores y como con ellos.
Pero si Zaqueo tiene firme voluntad de ver a Jesús aunque solo fuera por curiosidad, será Jesús el que da pasos hacia Zaqueo porque se detendrá al pie de la higuera para auto invitarse a su casa. ‘Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa’.  Y se realiza el encuentro. Bajará Zaqueo de la higuera contento de poder recibir a su casa atendiéndolo con todas las mejores costumbres de la hospitalidad oriental. Le ofreció un banquete. Pero el encuentro será profundo, porque Jesús terminará manifestando que la salvación ha llegado aquel día a aquella casa.
Ya conocemos todo lo que paso en el corazón de Zaqueo para que su vida cambiara totalmente. El encuentro con Jesús había realizado el milagro. Ahora no son cosas físicas las que se curan sino el corazón de Zaqueo que se transforma. Es el verdadero milagro. Es la verdadera gracia. Muchas barreras se rompieron en aquel momento y ya nada podría separar los corazones.
Creo que no es necesario seguir comentando muchas mas cosas. Busquemos el encuentro con Jesús saltando todas las barreras que nos hayamos puesto o nos quieran poner. Sabemos que Jesús también viene a nuestro encuentro y ya nada podrá separarnos de El si en verdad le abrimos nuestras puertas. Pero abrir las puertas a Jesús significará destruir barreras; las barreras que nosotros vamos interponiendo en nuestra vida; las barreras con las que nosotros nos separamos de los demás y en consecuencia nos separamos de Cristo; las barreras que con nuestros prejuicios, nuestras sospechas, nuestras desconfianzas, nuestros orgullos, nuestra insolidaridad y hasta con nuestras condenas ponemos nosotros a los demás.
Cuando vamos al encuentro con el Señor no caben esas barreras en nuestra vida. Cuando vamos al encuentro con el Señor de muchas cosas tenemos que desprendernos porque son rémoras fuertes que nos atan o que nos arrastran en otros sentidos. Cuando vamos al encuentro de Jesús iremos encontrando la verdadera libertad de nuestro espíritu, la libertad que nos da el amor, la libertad que nos llena de paz.
Bajemos de nuestras higueras, saltemos todas las barreras.

lunes, 16 de noviembre de 2015

El ciego al borde del camino nos está hablando de ese mundo que está más allá y sufre y no nos queremos enterar

1Macabeos 1,10-15.41-43.54-57.62-64; Sal 118; Lucas 18,35-43

Pregunta el ciego que está al borde del camino y pregunta Jesús. Responden a las preguntas del ciego anunciando a Jesús los que le acompañan, pero pronto se ven incomodados por los gritos insistentes del ciego; pero ante aquellas preguntas y ante las súplicas insistentes será Jesús el que querrá acercarse al hombre que sufre interesándose de verdad por la necesidad de aquel hombre. ‘¿Qué quieres que haga por ti?’
Muchas cosas se entremezclan en este breve pasaje del evangelio. Hay un mundo que grita, que hemos dejado quizá al borde del camino, que se nos presentará quizá en una realidad cruenta que nos duele y que quizá queremos dejar a un lado mientras nosotros miramos para otro sitio muy centrados quizá en las cosas que nos gustan; hay un mundo al que quizá en un momento determinado hacemos caso porque en aquel momento quizá nos toca muy cerca, pero que cuando vemos que los problemas continúan, o que quizá se multiplican alrededor en tantos otros sitios en los que no nos habíamos fijado quizá ya nos molestan porque están tirando de nuestra conciencia. Un mundo múltiple que puede convertirse en un interrogante doloroso para nuestra manera de vivir o para nuestra insensibilidad mientras no sea algo que nos toque muy cerca.
Cuando voy reflexionando sobre todo esto pienso en lo que nos ha sucedido en estos días en nuestro mundo, pero quiero mirar mas allá porque en otro mundo quizá no tan distante suceden cosas semejantes a las que nos hemos acostumbrado o de las que no queremos enterarnos. Nos ha tocado muy cerca el terrorismo porque tocó en el corazón de Europa muy cerca de nosotros y nos sentimos solidarios, es cierto, con tantas victimas inocentes. Pero muchos otros atentados han sucedido recientemente en lugares no tan lejanos, pero que nos parecía que a nosotros no nos tocaba; otras muchas victimas inocentes siguen muriendo bajo la explosión de las bombas, o atenazadas por la miseria y el hambre. De esas quizá no queremos saber, los colores de sus banderas no tiñen nuestras imágenes. Las miramos desde lejos. Cualquiera puede verlo repasando los medios de comunicación o las redes sociales.
Jesús le está preguntando a ese mundo que sufre también como a aquel ciego ‘¿qué quieres que haga por ti?’. Pero quizá Jesús nos está preguntando a nosotros, a ti y a mi, ‘¿qué quieres que haga por ti?’ Porque hay algo quizá en nosotros también que nos inmoviliza, como la ceguera inmovilizaba a aquel hombre; hay quizá insensibilidad, parálisis de nuestro corazón, ceguera de nuestro espíritu, porque solo vemos lo que nos interesa, solo nos sentimos movidos por lo que está más cerca de nosotros y nos puede afectar.
¿No tendríamos nosotros que decirle a Jesús como aquel ciego ‘¡Señor, que vea otra vez!’, que se abran mis ojos, que vuelva la sensibilidad a mi corazón, que comience a mirar a nuestro mundo con una mirada distinta? Pon, Señor, el colirio del amor en los ojos de mi alma; que me envuelva, Señor, con los colores de la bandera de la pobreza, del dolor, del sufrimiento, de la soledad de mis hermanos.
¿Podremos al fin salir como aquel hombre de la presencia del Señor alabando a Dios porque mis ojos se han abierto, porque mi corazón ha cambiado, porque comenzaré de verdad a hacer que el mundo sea mejor con el compromiso de mi vida?
El ciego estaba al borde del camino fuera de Jericó; no nos quedemos en Jericó o en los caminos de cada día, no nos quedemos en París, fuera también hay muchos inocentes que sufren.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Un sentido de trascendencia nos hará encontrar sentido y valor a la vida que ahora vivimos y sufrimos confiados en la Palabra de Jesús

Un sentido de trascendencia nos hará encontrar sentido y valor a la vida que ahora vivimos y sufrimos confiados en la Palabra de Jesús

Daniel 12, 1-3; Sal. 15; hebreos 10, 11-14. 18; Marcos 13, 24-32
Cuando leí este evangelio con toda esa serie de señales cósmicas con las que nos habla me vino a la mente el desasosiego que se nos mete por dentro cuando vemos que se nos acerca una tormenta, porque el cielo más que gris se nos pone negro cubierto de densos nubarrones, nos parece presentir el aullar del viento en fuertes tormentas y nos tememos lo peor o al menos no sabemos exactamente qué nos puede suceder. Hoy los meteorólogos nos anuncian la cercanía de ciclones o tormentas tropicales, nos previenen con alertas donde la intensidad de los colores nos quieren situar en la gravedad de lo que se avecina y de alguna manera queremos prepararnos, predisponernos, no siempre sin cierta angustia, a lo que está por venir.
En el mundo en que hoy vivimos tenemos más medios para prepararnos, aunque muchas veces nos cogen de sorpresa esos temporales, lluvias o vientos produciéndonos numerosos daños; pero pensemos en la antigüedad donde no se tenían ni las previsiones de hoy ni los medios para precaverse de ellas con cuanta angustia se recibían dichos aconteceres de la naturaleza. En lo que decimos cuando estamos envueltos en una tormenta que parece que el mundo se nos cae encima; justo es que se empleen estas señales para hablarnos de un final de los tiempos, que serán tiempos difíciles como nos señalaba el profeta Daniel con su lectura con un sentido muy apocalíptico.
La liturgia nos presenta estos textos de la Palabra de Dios en estos domingos finales del ciclo litúrgico y serán también el sentido del primer domingo del nuevo ciclo cuando comencemos el Adviento. Justo es que pensemos en esos últimos tiempos y que pensemos en los novísimos como en un lenguaje teológico se nos enseñaba en el catecismo para recordarnos el fin de nuestros días y también para hacernos pensar en la vida trascendente que más allá se nos ofrece. Creer en la vida eterna y en la resurrección son artículos de nuestra fe que algunas veces tenemos demasiado olvidados, aunque lo repitamos cada domingo al hacer la profesión de fe.
Podemos hacer una lectura y una reflexión sobre esos textos desde esa clave del final de nuestra existencia, sea el final definitivo de la existencia de este mundo creado, o sea el propio final de nuestros días, de nuestra vida concreta en este mundo terreno en el que vivimos, pero siempre con la esperanza de eternidad, de vida eterna que Jesús nos ha prometido. Esa trascendencia de nuestra vida que ha de impregnar de un valor y de un sentido nuevo todo aquello que hacemos y que vivimos porque ansiamos y caminamos hacia la plenitud que solo en Dios podemos encontrar.
No podemos olvidar el hecho de la muerte, porque un día este edificio de nuestro cuerpo terreno se derrumbará, tendrá un final, pero siempre con ese sentido de trascendencia, de vida eterna que da sentido profundo a nuestra vida y nos hace desear que un día podamos encontrarnos en esa vida de Dios viviendo en plenitud para siempre en lo que llamamos el cielo, que no es otra cosa que vivir en Dios en total plenitud. Desde ahí claro encontramos un valor y un sentido a cuanto vivimos y sufrimos en este mundo que nos hará buscar y guardar ese verdadero tesoro allí donde la polilla no lo corroe ni los ladrones lo pueden robar, como tantas  veces Jesús nos repite en el evangelio.
Claro que estos textos nos hacen pensar también en esa vida nuestra de cada día en ese camino que hacemos aquí y ahora. ‘Tiempos difíciles’ que decía el profeta con aquel sentido apocalíptico que decíamos. Pero por muchas que sean las tormentas que se nos avecinen, por muchas que sean las oscuridades que nos puedan envolver hay algo en nuestra fe y en nuestra esperanza que no nos hará perder el sentido de las cosas para desesperarnos y angustiarnos.
Se nos oscurece el sol, es cierto, cuando los problemas nos abruman, cuando las luchas que tenemos que mantener en la vida nos envuelven, cuando nos parece que no encontramos una salida y todo se nos vuelve turbio en la vida; enfermedades, cosas imprevistas que nos suceden y que desestabilizan nuestra vida, errores que cometimos que nos hacen pagar las consecuencias, cosas que parece que se nos vuelven en contra y nos hace sentirnos inseguros en nuestras soledades… muchas nubes oscuras nos van apareciendo en la vida.
Pero en nuestra fe sabemos que la Palabra del Señor no pasa. No nos faltará el brillo de su luz. ‘El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán’, le hemos escuchado decir hoy a Jesús en el evangelio. Y la palabra de Jesús nos prometió su presencia para siempre - ‘yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo’ nos dijo antes de subir al cielo en la Ascensión -, nos dejó la fuerza de su Espíritu que para nosotros es luz y es vida, es salvación y es gracia, es fortaleza y es presencia de Dios en nuestra vida, allá en lo más profundo de nosotros mismos. Sepamos discernir los signos de los tiempos, como nos enseña Jesús con la imagen de la higuera de la que brotan las yemas anuncio de una primavera cercana, para saber descubrir esa presencia del Señor.
Por eso como decíamos antes, por muchas que sean las oscuridades hay algo que no nos hace olvidar lo que es nuestra fe y nuestra esperanza. Es la palabra de Jesús; es su presencia siempre junto a nosotros, es la fuerza de su Espíritu, sí, que nos impulsará a seguir caminando, a encontrar ese sentido y esa fuerza, a darle valor a cuanto hacemos, a trascendernos de este momento presente para pensar en eternidad, para pensar en vida eterna, para pensar en esa plenitud que en Dios vamos a encontrar.
Ahora pueden ser muchas las turbaciones en que nos encontremos en la vida, muchas pueden ser las soledades humanas que tengamos que sufrir, pero no estamos solos ni a oscuras para Dios está siempre con nosotros. El nos conduce y nos acompaña a una vida en plenitud. Vivamos con verdadera fe esa presencia y esa gracia del Señor en nuestra vida. Porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción’, decíamos en el salmo. Estamos llamados a la resurrección y a la vida sin fin. ‘Los que duermen en el polvo… despertarán para la vida eterna’.