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jueves, 19 de noviembre de 2015

Las lágrimas de Jesús sobre Jerusalén son las lágrimas que nos envuelven a nosotros con la ternura y la misericordia de Dios

Las lágrimas de Jesús sobre Jerusalén son las lágrimas que nos envuelven a nosotros con la ternura y la misericordia de Dios

2Macabeos 2, 15.29; Sal 49; Lucas 19, 41-44

Se acercaba Jesús a Jerusalén; bajaba por el Monte de los Olivos; enfrente la ciudad santa desde una panorámica muy hermosa; Jesús contempla su ciudad, Jesús llora por aquella ciudad que tanto amaba. La mirada de Jesús sobre Jerusalén. ¿Cómo era aquella mirada que conmueve su corazón y le hace brotar lágrimas de sus ojos por aquella ciudad?
A lo largo del evangelio, si también nosotros vamos con mirada atenta y con el corazón bien abierto, podremos ir contemplando la mirada, las miradas de Jesús. A aquellos primeros discípulos que le preguntan donde vive, al joven rico que quiere seguirle pero no se decide, a la mujer pecadora postrada a sus pies, a Judas en la cena cuando le dice que haga cuanto tiene que hacer o luego en Getsemaní tras el beso de la contraseña, a Pedro después de su negación o luego en el lago cuando le pregunta si le ama más que el resto de los discípulos… muchas miradas de Jesús donde se va destilando continuamente su ternura y su misericordia, la ternura y la misericordia del Dios siempre compasivo y misericordioso.
Hoy mira desde aquella panorámica de la ladera del Monte de los Olivos y ve mucho más que la majestuosidad del templo que se eleva en primer término. Jesús mira y contempla a los moradores de aquella ciudad, a los que caminaban de un lado para otro en medio de las ocupaciones de la vida diaria, a los que se ganaban la vida ofreciendo a los peregrinos lo necesario para cumplir sus votos con el templo, a los que se arremolinaban en las explanadas del templo para escuchar a los maestros de la ley o para hacer sus ofrendas al Señor, a los que moraban y habitaban permanentemente en aquella ciudad o a los peregrinos venían desde lejos para cumplir con la pascua en las cercanías del templo.
En medio de ellos había enseñado, había anunciado el Reino, había tenido sus controversias con fariseos, saduceos, maestros de la ley, sacerdotes del templo, realizado milagros curando al paralítico de la piscina o al ciego de nacimiento de las calles de Jerusalén. Pero no habían querido escucharle. Algunos le aclamarían en su entrada en la ciudad entre los hosannas de los niños y de los sencillos, mientras otros iban a gritar contra él pidiendo que fuera crucificado. Allí pronto se iba a realizar el sacrificio supremo de la nueva pascua. Pero aun, una vez más, su mirada se extendía llena de amor y de misericordia para con todos ellos como rogando que por fin escucharan el anuncio de la Palabra y aceptaran el nuevo Reino. La ternura de su corazón se derramaba una vez más sobre aquella ciudad con sus lágrimas.
Muchas consideraciones podríamos hacernos sobre la no acogida de aquella ciudad a la palabra y al mensaje de Jesús. Pero como siempre que escuchamos la Palabra no nos vamos a quedar en juzgar a otros o echarles en cara lo que hicieran o no hicieran para acoger a Jesús, sino que tenemos que escuchar esa Palabra que ahora el Señor nos está dirigiendo a nosotros, a ti y a mi.
Esa mirada  de Jesús, con la ternura de su corazón que se derrama con sus lágrimas, es para nosotros, es para ti y es para mí. Somos nosotros, tú y yo, los que tenemos que preguntar por qué llora Jesús, cómo acogemos o no acogemos esa Palabra que nos dirige, cómo nos dejamos inundar por su presencia y por su gracia. Simplemente quedémonos en silencio ante las lágrimas de Jesús y sentiremos lo que El hoy y ahora quiere decirnos allá en lo más hondo del corazón.

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