Las lágrimas de Jesús sobre Jerusalén son las lágrimas que nos envuelven a nosotros con la ternura y la misericordia de Dios
2Macabeos
2, 15.29; Sal 49; Lucas 19, 41-44
Se acercaba Jesús a Jerusalén; bajaba por el Monte de
los Olivos; enfrente la ciudad santa desde una panorámica muy hermosa; Jesús
contempla su ciudad, Jesús llora por aquella ciudad que tanto amaba. La mirada
de Jesús sobre Jerusalén. ¿Cómo era aquella mirada que conmueve su corazón y le
hace brotar lágrimas de sus ojos por aquella ciudad?
A lo largo del evangelio, si también nosotros vamos con
mirada atenta y con el corazón bien abierto, podremos ir contemplando la
mirada, las miradas de Jesús. A aquellos primeros discípulos que le preguntan
donde vive, al joven rico que quiere seguirle pero no se decide, a la mujer
pecadora postrada a sus pies, a Judas en la cena cuando le dice que haga cuanto
tiene que hacer o luego en Getsemaní tras el beso de la contraseña, a Pedro
después de su negación o luego en el lago cuando le pregunta si le ama más que
el resto de los discípulos… muchas miradas de Jesús donde se va destilando
continuamente su ternura y su misericordia, la ternura y la misericordia del
Dios siempre compasivo y misericordioso.
Hoy mira desde aquella panorámica de la ladera del Monte
de los Olivos y ve mucho más que la majestuosidad del templo que se eleva en
primer término. Jesús mira y contempla a los moradores de aquella ciudad, a los
que caminaban de un lado para otro en medio de las ocupaciones de la vida
diaria, a los que se ganaban la vida ofreciendo a los peregrinos lo necesario
para cumplir sus votos con el templo, a los que se arremolinaban en las
explanadas del templo para escuchar a los maestros de la ley o para hacer sus
ofrendas al Señor, a los que moraban y habitaban permanentemente en aquella
ciudad o a los peregrinos venían desde lejos para cumplir con la pascua en las
cercanías del templo.
En medio de ellos había enseñado, había anunciado el
Reino, había tenido sus controversias con fariseos, saduceos, maestros de la ley,
sacerdotes del templo, realizado milagros curando al paralítico de la piscina o
al ciego de nacimiento de las calles de Jerusalén. Pero no habían querido
escucharle. Algunos le aclamarían en su entrada en la ciudad entre los hosannas
de los niños y de los sencillos, mientras otros iban a gritar contra él
pidiendo que fuera crucificado. Allí pronto se iba a realizar el sacrificio
supremo de la nueva pascua. Pero aun, una vez más, su mirada se extendía llena
de amor y de misericordia para con todos ellos como rogando que por fin
escucharan el anuncio de la Palabra y aceptaran el nuevo Reino. La ternura de
su corazón se derramaba una vez más sobre aquella ciudad con sus lágrimas.
Muchas consideraciones podríamos hacernos sobre la no
acogida de aquella ciudad a la palabra y al mensaje de Jesús. Pero como siempre
que escuchamos la Palabra no nos vamos a quedar en juzgar a otros o echarles en
cara lo que hicieran o no hicieran para acoger a Jesús, sino que tenemos que
escuchar esa Palabra que ahora el Señor nos está dirigiendo a nosotros, a ti y
a mi.
Esa mirada de
Jesús, con la ternura de su corazón que se derrama con sus lágrimas, es para
nosotros, es para ti y es para mí. Somos nosotros, tú y yo, los que tenemos que
preguntar por qué llora Jesús, cómo acogemos o no acogemos esa Palabra que nos
dirige, cómo nos dejamos inundar por su presencia y por su gracia. Simplemente quedémonos
en silencio ante las lágrimas de Jesús y sentiremos lo que El hoy y ahora
quiere decirnos allá en lo más hondo del corazón.
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