La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará…
Miqueas, 2, 1-5; Sal. 10; Mt. 12, 14-21
‘Mirad a mi
siervo, mi elegido, mi amado, mi
predilecto. Sobre él he puesto mi espíritu…’ Lo había anunciado el profeta Isaías. Ahora el
evangelista nos dice que ‘en Jesús se
cumplió lo que dijo el profeta Isaías’.
Podemos recordar muchos momentos del Evangelio. Lo
proclamado por Jesús en la sinagoga de Nazaret, cuando también lee al profeta
Isaías, y será Jesús el que diga: ‘Hoy se
cumple esta escritura que acabáis de oír’. Y allí el profeta anunciaba
claramente las señales del Reino de Dios que en Jesús se estaban realizando.
También nos dice: ‘El Espíritu del Señor
está sobre mi, porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar la Buena Noticia
a los pobres… y el año de gracia del Señor’. Y nos da la señales por los
ciegos ven, los inválidos caminan, los leprosos son curados y los muertos
resucitan, como le respondería Jesús mismo a los enviados del Bautista.
Pero podemos recordar también la voz venida desde el
cielo allá junto al Jordán cuando el Bautismo de Jesús, que se repetiría en lo
alto del Tabor: ‘Este es mi Hijo amado, mí
elegido, en quien me complazco; escuchadlo’.
Ahora el evangelista nos ha traído a colación este
texto de Isaías que hemos escuchado, tras la reacción de los fariseos que se
ven desenmascarados en sus torcidas intenciones y ahora están planeando ‘el
modo de acabar con Jesús’. Pero al mismo tiempo el evangelista nos dice que
‘Jesús se marchó de allí pero muchos lo siguieron. El los curó a todos,
mandándoles que no lo descubrieran’.
Sigue anunciando Jesús el mensaje del Reino y sigue
realizando las señales de que el Reino de Dios está cerca, está en medio de
ellos. Pero no quiere Jesús imponerlo por la fuerza, sino calladamente seguirá
anunciando y construyendo el Reino. El Reino es como una semilla, en la imagen
que repetidamente Jesús nos presentará en sus parábolas. La semilla ha de
enterrarse y en el silencio de la tierra germinará. Así va sembrando Jesús el
Reino de Dios para que vaya brotando en el corazón de los hombres.
Sentimos, es cierto, la urgencia del anuncio del Reino
y no podemos callar sino que tenemos que proclamarlo, como diría san Pablo, a
tiempo y a destiempo, pero no imponemos; pero tampoco lo hemos de callar. Hemos
de aprovechar la más mínima señal que podamos encontrar de que puede ser
acogido y allí hemos de estar haciendo la siembra. Por eso, al mismo tiempo, es
fuego en nuestro corazón, el fuego del amor que hemos de prender en nuestro
mundo para ir logrando hacer ese mundo nuevo.
Muchas veces no
nos damos cuenta, o no queremos reconocerlo, pero nos encontramos muchas
semillas del Reino de Dios en muchas cosas buenas que hacen quienes están a
nuestro alrededor. Con ojos positivos hemos de saber mirar y vemos gente buena
que es generosa y que comparte; ahora mismo en los tiempos difíciles y de
crisis en que nos encontramos podemos descubrir cómo se va despertando la
solidaridad en muchos corazones y hay mucha gente que se sacrifica por los
demás.
Hay gente que va despertando ilusión y esperanza con la
alegría que llevan en su corazón y de la que tratan de contagiar ese mundo
nuestro muchas veces tan pesimista. Cuántos voluntarios que se apuntan allí
donde ven que hay una necesidad que resolver o que se agrupan en organizaciones
cuya única finalidad es hacer el bien a los demás.
Es esa mecha humeante, ese pábilo vacilante, de los que
nos habla el profeta, que no podemos dejar apagar, sino que más bien es una
llama que tenemos que avivar. Y ahí está nuestra tarea de cristianos que
avivemos con la luz de la fe, con los valores del evangelio, con el sentido
trascendente que nosotros le damos a nuestra vida, esas pequeñas llamitas de
cosas buenas que vemos en nuestro entorno para que también esas personas buenas
se dejen iluminar por la luz del Evangelio y con la fe rebrotada en sus
corazones le den un sentido grande de trascendencia a todo lo que hacen.
Es lo que hoy nos está enseñando Jesús en el evangelio.