Vistiéndonos de María llegaremos a Dios, nos llenaremos de Dios
Is. 7, 1-9; Sal. 47; Mt. 11, 25-27
La advocación de la Virgen del Carmen es quizá una de
las más repetidas y que evoca una intenso devoción del pueblo cristiano a la
Virgen María, la madre del Señor que también nos la ha dejado como madre. Serán
los marinos y todos los que realizan sus tareas en el mar los que la invoquen
con devoción sintiendo que María es el ancla segura de su salvación, porque
apoyados en María sienten seguras sus vidas en la duras tareas de la vida.
Pero no será solo en los pueblos marinos o a las
orillas del mar los que la invoquen con tan dulce nombre porque también
queremos sentir la protección de la Virgen del Carmen en la hora de nuestra
muerte para que quienes vistamos su santo Escapulario nos veamos pronto
liberados de las penas del purgatorio para gozar con María de la gloria del
cielo. Es muy habitual en nuestras parroquias que el altar de la Virgen del
Carmen vaya adornado con el cuadro de las almas del Purgatorio que con la
poderosa intercesión de María son liberadas de sus penas.
Pero además, al menos en nuestra tierra, pocos serán
los pueblos que no tengan dedicada alguna iglesia o santuario a la Virgen del
Carmen o en nuestros templos parroquiales haya también un retablo dedicado en
su honor. De la misma manera que son muchas las personas que llevan este nombre
de la Virgen.
Y es que desde que Jesús nos la dejó como madre desde
la cruz como hermoso testamento de amor, siempre queremos sentir esa presencia
de María a nuestro lado. En ella todos los hijos sentimos el amor y la
protección de la Madre; en ella encontramos el ejemplo y el estímulo para
nuestro caminar cristiano, porque sus virtudes están diáfanas ante nuestros
ojos para que la imitemos y las copiemos en nuestra vida.
Precisamente la devoción del Escapulario del Carmen eso
de alguna manera viene a enseñarnos, porque querer vestir el escapulario es
querer vestirnos de María, es querer copiar en nuestra vida todas sus virtudes
y todo su amor, porque además María es ese molde perfecto que nos configura
totalmente con Cristo; es como meternos en María para que María nos envuelva
con sus virtudes, pero no de una forma exterior, sino transformando desde lo
más hondo nuestro corazón.
Qué mejor modelo podemos tener que María para hacernos
ese hombre nuevo de la gracia. Ella fue la llena de gracia porque se dejó
inundar de la presencia de Dios en su vida. Son las palabras con las que la
saluda el ángel de la anunciación, ‘la llena de gracia por el Señor está contigo’,
pero que además va a ser luego cubierta y envuelta por el Espíritu Santo para
que el Hijo de Dios se hiciera hombre en sus entrañas.
El texto del evangelio que hoy hemos escuchado, y que
repetidamente hemos escuchado en estas ultimas semanas, nos está señalando
también el camino de María para ir a Dios, para conocer el misterio de Dios.
‘Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, dice Jesús,. Porque has
escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la
gente sencilla’.
¿No nos estará hablando Jesús en cierto modo de cómo en
María se ha revelado el misterio de Dios? Ella es la que se llama a si misma la
humilde esclava del Señor dispuesta siempre al sí, a la disponibilidad, al
servicio, a la fe y al amor. En María Dios se manifiesta y se revela de manera
especial. Si antes decíamos que tenemos que imitar a María, que tenemos que
vestirnos de María, miremos de su humildad y sencillez, miremos de su pequeñez
pero de la grandeza de su amor, y haciendo como ella abramos nuestro corazón a
Dios que también a nosotros se nos manifestará y nos llenará de su gracia.
Siguiendo siempre los caminos de María estamos seguros
que llegaremos a Dios, que nos llenaremos de Dios.
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