Superficialidad, inconstancia, dureza de corazón impedirán que la semilla brote y llegue a dar fruto
Is. 55, 10-1; Sal. 64; Rm. 8, 18-23; Mt. 13, 1-23
Nos encontramos hoy ante una de las parábolas quizá más
bella de todas las parábolas del Evangelio y también hemos de decir quizá una
de las más conocidas. ¿Quién no la ha escuchado más de una vez y también
reflexionado y meditado? Pero por eso mismo, me atrevo a decir, puede surgir
dentro de nosotros la postura y la actitud más peligrosa que podamos tener no solo ante esta parábola que ya la
damos por sabida sino al mismo tiempo ante toda la Palabra de Dios.
Porque nos la sabemos y hasta somos capaces de darle
una explicación ante su sentido nos puede suceder lo que Jesús denuncia con
palabras de Isaías y que es lo que le motiva a hablar en parábolas. La propia
parábola podría desenmascarnos esas posturas peligrosas que podemos tener ante
la propia Palabra de Dios, que cuando la escuchamos la damos ya por sabida y
casi pasamos por alto su más profundo sentido.
Nos sucede tantas veces cuando escuchamos el evangelio,
que decimos que ya eso lo sabemos y que nos están repitiendo lo mismo. Se nos
repite lo mismo, pero ¿damos señales de cambio en nuestra vida? ¿No
necesitaremos escucharlo una y otra vez hasta que penetre profundamente en
nosotros y nos transforme?
Hoy Jesús nos dice, como decíamos, recordando a Isaías
al responder a la pregunta de los discípulos de por qué habla en parábolas. ‘Oiréis con los oídos sin entender; mirareis con los ojos sin ver; porque está
embotado el corazón de este pueblo, son
duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con los
oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure’.
Sí, conocemos la parábola y la acabamos de escuchar
ahora en su proclamación. Fijémonos bien donde está el mensaje, porque Jesús ya
nos da una explicación, aunque en nuestra superficialidad tenemos la tentación
de quedarnos en la anécdota y pasar de largo. Pero eso es lo primero que Jesús
nos denuncia, la superficialidad. La primera tentación que ahora mismo nosotros
podemos tener al escucharla una vez más pudiera ser esa. Como la semilla que se
queda sobre la tierra repisada y endurecida del camino que no penetra dentro de
la tierra donde tendría que germinar.
Pasamos por alto ante la parábola o ante la Palabra del
Señor y no nos detenemos a hacernos una reflexión profunda. Fuera la
superficialidad, quedarnos por fuera, en lo exterior. La semilla tiene que
penetrar en la tierra, la Palabra tiene que penetrar dentro de nosotros. ¿Cómo?
Detengámonos ante la Palabra, mastiquémosla, rumiémosla, reflexionemos tratando
de encontrar su sentido pero tratando de confrontarla de verdad con nuestra
vida.
Miremos bien nuestra vida y sin miedos dejándonos
iluminar, dejándonos enseñar. Es una actitud humilde la que hemos de tener. Y
humilde viene de ‘humus’, palabra latina que significa tierra, suelo; bajémonos
hasta el suelo en esa actitud humilde para poder abrirnos de verdad a esa
Palabra que el Señor nos dice.
Y casi como una consecuencia o una continuación viene a
lo que se refiere el segundo tipo de tierra en el que cae la semilla; lo
sembrado en terreno pedregoso tampoco podrá dar fruto porque aunque en
principio pueda brotar no tiene la tierra suficiente ni la humedad necesaria
para que esa planta pueda permanecer. Son los que no son capaces de echar raíces
por su inconstancia, que pronto se cansan, que se agostan con las dificultades
y no saben permanecer en el camino emprendido.
Cuantas promesas nos hacemos tras un momento de fervor,
pero eso, se quedan en promesas y propósitos que nunca se cumplirán, que no
llevaremos a término. Necesaria la constancia, importante la perseverancia.
¿Por qué tantas veces tiramos la toalla ante la primera dificultad o cuando se
nos exige esfuerzo? Porque quizá solo estamos contando con nosotros mismos.
La raíces que no penetran hondo en la
tierra no tienen la humedad necesaria y pronto la planta se secará; los que son
inconstantes y pronto olvidan sus buenos propósitos quizá no han sabido contar
con el Señor, no han alimentado su vida de verdad en la oración y en la gracia
de los sacramentos.
Pero tenemos otras dificultades. Se nos habla de lo
sembrado entre zarzas y abrojos que ahogarán pronto la planta que se quedará
sin dar fruto. Cuántas corazas cubren nuestra vida. La coraza es dura para que
no pueda penetrar nada a través de ella. Sí, corazas impenetrables son esas
cosas que se convierten en nuestras primeras preocupaciones e intereses que nos
impedirán descubrir otros valores por los que luchar, otras metas en la vida de
mayor altura y profundidad, otros ideales que nos hagan mirar a lo alto o que
llenen de verdadera espiritualidad nuestra vida.
Cuando nuestros intereses estén en el dinero o las
ganancias materiales, en las satisfacciones prontas y egoístas que nos puedan
satisfacer prontamente, en las vanidades mundanas que nos halagan o nos hagan
creernos superiores a todos, cuando lo que buscamos es un pronto placer o satisfacción,
una rápida ganancia o el orgullo del poder o del tener, nuestros oídos se hacen
sordos a valores espirituales, no dejamos sitio para Dios en nuestro corazón,
vivimos embrutecidos encerrados solo en lo material. Es el corazón embotado que
decía el profeta, el corazón endurecido que no será capaz ni de ver ni de oír
lo que el Señor quiere decirnos, el corazón insensibilizado que no será capaz
de entender de un verdadero amor.
Solo la tierra cultivada y trabajada podrá recibir la
semilla que producirá grandes frutos. ¿Qué tenemos que hacer para ser esa tierra
buena? Ya la parábola y el comentario que hemos ido haciendo nos dan pistas
para ello.
No nos quedemos en lo superficial sino abramos nuestro
corazón desde lo más profundo y no nos parapetemos después de nuestros egoísmos,
orgullos o vanidades. Reguemos esa tierra de nuestra vida con la gracia del
Señor en el cultivo del espíritu de oración que nos haga en verdad sintonizar
con Dios y no perder nunca esa sintonía. Rompamos esas corazas que nos
encierran en nosotros mismos para tener ojos que miren hacia lo alto y un
corazón sensible al verdadero amor que alimentamos en Dios.
Que el Señor nos ayude a ser esa tierra buena, porque
solo lo podemos ser con su gracia, pero dejándonos nosotros hacer por el Señor.
Que la lluvia de su gracia empape la tierra de nuestra vida y daremos fruto.
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