Aprendamos a descubrir un nuevo rostro misericordioso de Dios, a mirarnos con humildad y esperanza de poder ser mejores y despertar nuevas actitudes hacia los demás
Miqueas 7, 14-15. 18-20; Salmo 102; Lucas 15, 1-3. 11-32
Que aspiremos a cosas mejores no podemos decir que es malo, pues siempre tendría que haber en nosotros un deseo de superación y de crecimiento, lo que nos haría buscar lo que sea mejor; que mejoren nuestras condiciones de trabajo entra dentro de las normales y justas reivindicaciones en cualquier situación laboral; de entrada no podemos juzgar a quien no se encuentre a gusto en un sitio y quiera cambiar, eso está dentro de nuestras inquietudes humanas que es lo que nos lleva también a una mejora en las relaciones entre unos y otros e incluso a un desarrollo de nuestro mundo y en consecuencia también de nosotros mismos. Siempre andamos inquietos, parece lo normal de la vida.
Hoy se nos presenta una parábola en el evangelio en la que se nos comienza hablando de un hijo que lo tenía todo en casa de su padre, pero que un día decide romper; no se encuentra satisfecho, aspira para su vida otra cosa y parece como que se siente coartado en el hecho de estar bajo la autoridad del padre. Quiere hacer una renuncia a todo, pero comienza con exigencias que le llevan a una ruptura y a hacer que su vida se deslice por una pendiente muy resbaladiza que le lleva finalmente a malgastar cuanto ha recibido de herencia familiar y vivir de mala manera.
No escogió buen camino ni buenas formas para emprender su nueva vida que al final se convirtió en un infierno para él. Las rupturas violentas son muy dañinas porque nos dejan muchas huellas y malos recuerdos en el alma.
Y mientras estaba en aquel infierno de carencias y necesidades, se dio cuenta de la gran carencia de su vida pero no quería reconocerlo. Aunque pueda parecer lo contrario cuando añora los tiempos de trabajo junto a su padre está añorando un cariño que ahora le falta y le parece imposible recuperar.
Cuántas veces cuando nos vemos hundidos nos parece imposible que podamos recuperar aquello que habíamos tenido y que perdimos. Cuántas veces nos cuesta dar el paso para reconocer nuestros vacíos, nuestras soledades, la basura que hemos echado sobre nosotros mismos y nos cuesta sacudirnos de esos miedos para dar un paso adelante. A lo más vamos a ver si hacemos algunos arreglos y con el disimulo de unas cosas queremos comenzar de nuevo.
Pero había un padre que estaba esperando; había quien, a pesar de todo el dolor del corazón, seguía esperando y quería seguir confiando; había un padre que no había perdido la sensibilidad del alma y era capaz de sintonizar la presencia de un hijo que volvía aunque se tratara de disimular. Allí está el padre que ve de lejos, allí el padre que siente la presencia aunque nos parezca que nos queremos introducir por la puerta de atrás pero que sin embargo nos hacemos sentir; allí está el padre que no sabe de resentimientos ni echará nunca en cara porque el que vuelve siempre es el hijo aunque antes le hubiéramos dado por perdido; allí está el padre que no solo está esperando al hijo que viene de lejos sino que sale también en búsqueda del que aparentemente aún está en la casa, pero que sin embargo también en sus resentimientos había puesto grandes abismos de por medio.
Esta parábola que hoy nos propone Jesús cuya primera finalidad es hablarnos del amor de Dios siempre misericordioso que siempre nos busca, no le importa bajar a nuestro lado aunque parezca que puede manchar la blancura intachable de su amor – no le importa a Jesús mezclarse con prostitutas y pecadores porque es el médico que viene a sanar a los que están heridos -, y que siempre estará con los brazos bien abiertos para recibirnos como hijos a pesar de que seamos tan pecadores porque para nosotros siempre tendrá una túnica nueva pura y blanca con la que revestirnos de nuevo.
Pero esta parábola puede decirnos mucho más. Siempre podemos volver a Dios, siempre podemos reemprender de nuevo del camino que nos haga encontrar la salud para nuestro espíritu, siempre podremos levantarnos de nuestros infiernos y de nuestras postraciones porque podemos tener la esperanza de un padre bueno que nos está esperando con los brazos abiertos. Grande es la misericordia del Señor.
Pero la parábola nos enseña también actitudes nuevas que nosotros hemos de tener con los demás. Ya sabemos que la motivación de la parábola fueron aquellos que criticaban y juzgaban la actitud de Jesús que buscaba a los pecadores.
Algunas veces nosotros somos así también, porque no terminamos de mirarnos con sinceridad a nosotros mismos, con nuestros juicios y condenas, con los abismos que vamos creando en la vida con tantos a nuestro alrededor, de las discriminaciones que seguimos haciendo porque aquel no me parece bueno, porque el otro quizás un día hizo algo que no me gusto, porque quizás el que estaba a mi lado se separó de mí y yo no soy capaz de dar un paso para acercarme a él para que no vuelva a haber esa distancia.
Unas actitudes nuevas, una nueva forma de mirar, una nueva prontitud para acercarme al otro sea quien sea. Muchas cosas nuevas también tendrían que haber en mí. Es algo en lo que yo también tengo que aspirar a ser mejor.