Cuando
vayamos con la mirada del niño y tengamos siempre las puertas abiertas
estaremos dando la señales del Reino
Ezequiel 18,1-10.13b.30-32; Sal 50; Mateo
19,13-15
Aunque hoy
nos llenamos de orgullo y se nos hace la boca agua para hablar de cuánto hemos
avanzado, del mundo mejor que hemos hecho, de cómo se van reconociendo los
derechos de todos, y sin negar niveles de progreso que se han conseguido, hemos
de reconocer que todavía nuestro mundo está lleno de etiquetas, de distinciones
que nos hacemos que si progresistas o carcas, que si proceden de este u otro
lugar o país, de esta zona o de aquella isla y también ¿por qué no? aun hacemos
distinciones por el color de la piel. Pero no solo eso luego vienen los que se
creen más importantes porque son más progresistas, vienen los que se siguen
fijando en las apariencias, que si es una persona de la calle porque no tiene
donde vivir y así no se cuentas discriminaciones más que nos seguimos haciendo.
Es la
realidad. Los que nos parecen pequeños no los tenemos en cuenta, mientras a los
que van avasallando les tenemos temor porque no sabemos qué jugarreta nos
harán. Y nos vamos contagiando con esas cosas parece que sin darnos cuenta, y
tenemos nuestras miradas y nuestras apreciaciones hacia quien nos llega quizá a
tocar a la puerta de la casa o lo vemos merodeando allí por donde vivimos. Y
surgen los recelos, las desconfianzas, las miradas a distancia, y hasta las
humillaciones porque con todos no nos mezclamos.
Jesús hoy en
el evangelio nos da una hermosa lección que podíamos decir es un gesto más de
cómo él se va acercando a todos sin distinción. Hoy es con algo tan inocente
como un niño. Por allá andan los discípulos cercanos a Jesús con sus prejuicios
por una parte pero también en un exceso de celo con las barreras que quieren
interponer, porque no se puede molestar al Maestro. Están en la plaza y los
niños se acercan a Jesús. Los niños tienen una intuición especial para saber a
quien se acercan; por otra parte las madres muy entusiasmadas con Jesús les
traen a sus hijos para que Jesús les imponga las manos y los bendiga. Pero al
Maestro no hay que molestarlo y salen por allí muy ‘fervorosos’ los discípulos.
‘Dejadlos, no impidáis a los niños
acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos’. Allí está la palabra y el gesto de Jesús. Ahí está
la hermosa lección de Jesús. Como sugeríamos antes no es sino una prolongación
de lo que Jesús habitualmente hace. A todos se acerca. Deja que todos se
acerquen a Jesús.
¿No le critican los fariseos porque como
con publicanos y prostitutas? ¿No llamó a Zaqueo el publicano porque quería
hospedarse en su casa? ¿No invitó a Leví que estaba en su mostrador de cobrador
de impuestos para que le siguiera y luego participó con él en el banquete que
ofreció en su casa? ¿Pero no había ido a comer también a casa de Simón el
fariseo, aunque en aquella ocasión hasta dejó que una mujer de la calle le
lavara los pies? ¿No recibió en la
noche en su casa a Nicodemo, hombre principal y magistrado cuando éste vino a
verle?
En la orilla
del lago permitía que todos se arremolinaran en torno a El para escuchar su
Palabra; la gente la estrujaba cuando caminaba hasta la casa de Jairo y aquella
mujer impura por sus flujos de sangre llegó hasta tocarle el manto, cuando le
hacía reconocer Pedro y El preguntaba quién lo había tocado. ¿Cómo no iba a
ahora a dejar que los niños, los pequeños, se acercaran a El?
Pero es que
Jesús quiere decirnos algo más. Hay que ser como esos niños para poder entrar
en el reino de los cielos. Bien sabido es lo poco que eran considerados los
niños en aquella sociedad de entonces, eran como personas sin valor hasta que
no llegaran a la mayoría de edad. Pero Jesús dice que hay que ser como un niño,
y lo repetirá en otras ocasiones.
¿Cómo es la
mirada del niño hasta que no se le hecho manchado con el ejemplo de nuestros
malos deseos e intenciones? Una mirada limpia, una mirada curiosa e
interrogativa, una mirada sin malicia ni maldad, una mirada que siempre se está
ofreciendo para el encuentro, una mirada que se está fijando en cuanto le rodea
para aprender, una mirada que se confía porque no piensa en la maldad de los
otros. ¿No irán por ahí las características del Reino de Dios que nos está
planteando Jesús?
Cuando en la
vida aprendamos a ir sin poner etiquetas, sin hacer distinciones, sin ningún
miedo ni temor a nadie, cuando vayamos abriendo nuestros brazos a todos y a
todos ofreciendo nuestra sonrisa, cuando no hagamos distinciones de a quien
hemos de saludar y de quien hemos de pasar de largo, cuando sepamos ponernos
todos a la misma altura y si acaso nos agachamos es para lavarle los pies al
que está a nuestro lado, cuando vayamos con la mano tendida para no desconfiar
pero también para ofrecer la paz de nuestro corazón, cuando sepamos tener
siempre abiertas nuestras puertas y sepamos mezclarnos con todos, estaremos dando las señales del Reino, nos
sentiremos hermanos, porque todos somos hijos del mismo Padre y Señor.
‘Dejadlos, no impidáis a los niños
acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos’.