La
Iglesia, los cristianos que nos sentimos comprometidos con nuestra fe, hemos de
dar respuesta al reto de descristianización que vive nuestra sociedad
Isaías 52, 7-10; Sal 95; Mateo 5, 13-19
Es fácil
escuchar ruidos de festejos en estos días de verano cualquiera de los caminos
que queramos tomar. Las pirotecnias de los fuegos artificiales iluminan la
noche de nuestros pueblos mientras con una mayor o menor insistencia y
volumetría secaremos la música que quieren alegrar y acompañar las fiestas de
nuestros pueblos. Habitualmente celebramos a nuestros santos patronos, en cuyo
honor están edificados nuestros templos, hacemos las fiestas de la Virgen en
sus diversas advocaciones que se multiplican por todos lados en estos meses, o
sobre todo en el mes de setiembre por nuestras tierras las fiestas de nuestros
‘Cristos’. Los ‘actos religiosos’ están especialmente resaltados en los
programas festeros y las procesiones serán acompañadas por esas músicas y los
sonidos y coloridos de las exhibiciones pirotécnicas. Frutos de unas
tradiciones – muy dados somos a mantener tradiciones en nuestros pueblos aunque
solo sean del año anterior – o restos que quedan de la religiosidad de nuestros
pueblos que hemos de reconocer cada día va a menos reflejado como está en
nuestros templos vacíos en las celebraciones habituales.
Confieso que
me interrogo a mí mismo, por lo que vivo o por lo que contribuyo a mantener
esas tradiciones, dónde está el evangelio y el sentido cristiano de la vida
detrás de todas esas apariencias religiosas y esas manifestaciones. Se pregunta
uno qué es lo que en verdad celebra la mayoría de nuestra gente en estas
manifestaciones festivas para los que en una inmensa mayoría solo van a
recordar el esplendor de una procesión o quizá solo el recuerdo de unos bonitos
fuegos artificiales. Como Iglesia de Jesús, ¿qué es lo que realmente estamos
haciendo?
Aunque son
interrogantes que siempre me han ronroneado en mi interior, me ha venido a la
mente con intensidad cuando me he puesto a recordar y a leer algo sobre santo Domingo
de Guzmán a quien hoy estamos celebrando. Era a principios del siglo XIII
cuando aquel sacerdote español de Burgo de Osma donde era canónigo de su
Catedral acompañó a su Obispo en un viaje por el centro y norte de Europa. Diversas
herejías asolaban la fe de muchos cristianos, pero era sobre todo la gran
ignorancia del evangelio que tenía el pueblo cristiano, lo que mantenía una
pobre religiosidad basada muchas veces sólo en vidas de santos muy llenas de
leyendas, lo que impresionó a este sacerdote que le haría cambiar totalmente su
vida. Sintió la urgencia en su corazón del anuncio del evangelio. ‘¡Ay de
mí, si no evangelizara!’, como había dicho un día san Pablo. Había que
hacer un anuncio de palabra y de obra del Evangelio. Había que llegar a todas esas
gentes – como diría hoy el Papa Francisco a la periferia – con un anuncio vivo
del Evangelio de Jesús.
Así nació la
Orden de los Predicadores, con aquellos que en torno a santo Domingo se
congregaron con la misma inquietud del anuncio del Evangelio. La sal y la luz
del evangelio habían de llegar a todos para que todos tuvieran ese nuevo sabor
y sentido para sus vidas. La sal no era para guardarla, porque si la guardamos
mucho tiempo sin darle uso apropiado lo que hará será estropearse; la luz no
puede esconderse debajo del celemín, sino que ha de poner en un alto candelero
para que ilumine toda la casa; no se puede ocultar una ciudad edificada en lo
alto de una montaña. No podemos ocultar el evangelio, tenemos que trasmitirlo
para que se haga vida en los demás. La sal que pierde sabor no sirve sino para
tirarla y que la pise la gente.
Ante lo
primero que comenzamos a comentar me pregunto qué es lo que nosotros estamos
haciendo con el Evangelio. Nos creemos ya un pueblo cristiano y evangelizado
porque mantenemos la práctica de algunas tradiciones religiosas pero tenemos
que reconocer que necesitamos un nuevo y vivo anuncio del evangelio para que dé
sentido a lo que decimos que vivimos o a lo que decimos que somos, pero que
muchas veces para muchos de nosotros esa sal ha dejado de dar sabor.
Vamos cada
vez más en un proceso muy grave de descristianización de nuestra sociedad; son
menos los niños que se bautizan, son pocos los que hacen pareja matrimonial
recibiendo el sacramento del matrimonio, cada vez son menos los niños y jóvenes
que asisten a las catequesis de nuestras parroquias y no reciben ni los
sacramentos de la iniciación cristiana, cada vez se van sustituyendo por
ceremonias civiles lo que antes eran celebraciones cristianas, cada vez vamos
encontrando una indiferencia en nuestros jóvenes y no tan jóvenes ante el hecho
religioso y no digamos ante la Iglesia y el sentido cristiano de la vida.
¿En verdad la
Iglesia, los cristianos que nos sentimos más comprometidos con nuestra fe
estamos dando respuesta a estos retos?
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