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sábado, 3 de septiembre de 2011

Cimentados y estables en la fe e inamovibles en la esperanza


Col. 1, 21-23;

Sal. 53;

Lc. 6, 1-5

‘La condición es que permanezcáis cimentados y estables en la fe, e inamovibles en la esperanza que escuchásteis en el evangelio’, nos decía el apóstol en la carta a los Colosenses.

Qué gozo más grande se siente en el alma cuando la fe impregna y guía totalmente nuestra vida. Es desde la fe desde donde podemos vislumbrar y descubrir las maravillas del amor de Dios y cuando conocemos con hondura todo lo que es ese misterio de amor al mismo tiempo nuestra fe crecerá más y más y nos hará sentirnos cada día más dichosos. Sentirnos amados por Dios, vivir esa experiencia de su amor hace que nuestra vida sea diferente, la podamos vivir en mayor plenitud y hemos de reconocer que nos hace las personas más felices del mundo.

Aunque reconozcamos que quizá no somos tan buenos como deberíamos, o aunque muchas veces los problemas de cualquier tipo nos abrumen en nuestra fe en el Señor nos sentimos seguros, porque nos sentimos amados, nos sentimos perdonados, y sentimos que no nos faltará fuerza del Señor para afrontar esos problemas o dificultades que tengamos en la vida.

‘Antes también vosotros estábais alejados de Dios y considerados como enemigos por las malas obras, pero ahora en cambio, gracias a la muerte que Cristo sufrió en su cuerpo habésis sido reconciliados y Dios os tiene como un pueblo santo sin mancha y sin reproche…’

¿No es esto un motivo de gozo de lo más profundo en el alma? Nos sentimos amados, entramos a formar parte de su pueblo santo y sabemos que no nos faltará la gracia y la fortaleza del Señor. Por eso pedía el apóstol, como recordábamos al principio de esta reflexión que ‘la condición es que permanezcáis cimentados y estables en la fe, e inamovibles en la esperanza que escuchásteis en el evangelio’.

En este sentido podemos recordar lo que el Papa les decía a los jóvenes en la pasada Jornada Mundial de la Juventud en Madrid donde les decía por ejemplo que ‘las Palabras de Jesús en cambio, han de llegar al corazón, arraigar en él y fraguar toda la vida… escuchad de verdad las palabras del Señor para que sean en vosotros «espíritu y vida» (Jn 6,63), raíces que alimentan vuestro ser, pautas de conducta que nos asemejen a la persona de Cristo, siendo pobres de espíritu, hambrientos de justicia, misericordiosos, limpios de corazón, amantes de la paz’.

Por eso les invitaba a aprovechar ‘estos días para conocer mejor a Cristo y cercioraros de que, enraizados en Él, vuestro entusiasmo y alegría, vuestros deseos de ir a más, de llegar a lo más alto, hasta Dios, tienen siempre futuro cierto, porque la vida en plenitud ya se ha aposentado dentro de vuestro ser… Hacedla crecer con la gracia divina, les decía, generosamente y sin mediocridad, planteándoos seriamente la meta de la santidad. Y, ante nuestras flaquezas, que a veces abruman, contamos también con la misericordia del Señor, siempre dispuesto a darnos de nuevo la mano y que nos ofrece el perdón…’

Les decía también en este mismo sentido:sed prudentes y sabios, edificad vuestras vidas sobre el cimiento firme que es Cristo. Esta sabiduría y prudencia guiará vuestros pasos, nada os hará temblar y en vuestro corazón reinará la paz. Entonces seréis bienaventurados, dichosos, y vuestra alegría contagiará a los demás’.

Creo que estas palabras del Papa que recordamos a todos nos vienen bien. Fijémonos cómo nos dice que cuando hemos fundamentado de verdad nuestra vida en Cristo desde la que tenemos en El seremos bienaventurados, dichosos y con esa alegría contagiaremos a los demás, como ya antes reflexionábamos.

viernes, 2 de septiembre de 2011

En El quiso Dios que residiera toda la plenitud


Col. 1, 15-20;

Sal. 99;

Lc. 5, 33-39

En el evangelio mientras se nos va relatando la vida de Jesús, sus palabras y enseñanzas, sus obras y milagros, su amor y su entrega hasta la muerte y su resurrección se nos va revelando todo el misterio de Dios que se nos manifiesta en Jesús.

No nos quedamos en contemplar la vida de un hombre, por así decirlo, ejemplar; si nos quedáramos sólo en eso sería muy pobre el conocimiento que tuviéramos de Jesús y a poca vivencia de fe podríamos llegar; a quien estamos verdaderamente contemplando cuando vemos a Jesús, cuando lo escuchamos y vemos sus obras es al Hijo de Dios que se ha encarnado; por eso contemplamos a Jesús verdadero Dios, - es el Hijo de Dios - y verdadero hombre. En Jesús se nos revela Dios.

No por nosotros mismos sino por la fuerza del Espíritu que El nos ha dado podemos ir descubriendo todo ese misterio que se nos manifiesta en Jesús y podemos comprender sus palabras en su más hondo sentido y revelación, podemos entender sus obras, podemos descubrir el Reino de Dios que se nos hace presente en Jesús. Tenemos, sí, que invocar al Espíritu Santo que nos llene de su ciencia y de su sabiduría para conocer más plenamente a Jesús.

Por eso, además, la lectura que hacemos de los evangelios no es como la lectura de un libro cualquiera por muy interesante que nos pudiera parecer, sino que ha de ser realmente una lectura en oración, una lectura orante, porque realmente es Dios mismo quien nos va hablando y se nos va revelando. De Santo Tomás de Aquino se decía que estudiaba la teología de rodillas para expresar así la veneración y adoración con que se acercaba al misterio de Dios para mejor comprenderlo y mejor explicarnoslo a nosotros, que es la función de los teólogos.

¿Por qué me estoy haciendo esta reflexión? Porque es sublime lo que se nos revela hoy en la Palabra de Dios sobre todo en el texto que hemos escuchado de la carta a los Colosenses. Nos encontramos aquí uno de los pasajes cristológicos más importantes y sublimes de las cartas de san Pablo. Cristo, imagen de Dios, centro de toda la creación, cabeza de la Iglesia y plenitud de la divinidad. Todo el misterio de Dios escondido desde todos los siglos se nos revela en Jesús. ‘Quien me ve a mi, ve al Padre’, nos ha dicho en el evangelio cuando los discípulos le piden que les enseñe, les dé a conocer al Padre. ‘Yo y el Padre somos uno’, nos dirá en otra ocasión manifestándosenos así la Divinidad de Jesús.

Ahora nos dice el apóstol que ‘en El quiso Dios que residiera toda la plenitud, porque El es el principio, el primogenito de entre los muertos y así es el primero en todo’. Efectivamente cuando contemplamos la resurrección de Jesús lo estamos contemplando a El como primicia, como principio de esa resurrección, de esa vida de la que todos hemos de participar. Es Cristo, pues, quien nos revela el misterio del hombre, como nos enseñaba el Beato Juan Pablo II. Y es que en Cristo es donde el hombre va a encontrar todo el sentido de su vida y toda su plenitud.

‘El es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia’, se nos dice resonando aquí lo que san Pablo nos dirá en la carta a los Corintios del Cuerpo Místico de Cristo que formamos todos como miembros pero cuya cabeza es Cristo. Se significa así esa misma vida de Cristo que hay en nosotros de la que El por la fuerza del Espíritu nos hace partícipes, pero que nos hace necesario que siempre vivamos unidos a El como el sarmiento a la vid, como los miembros unidos formando un solo cuerpo cuya cabeza es Cristo.

Y termina este texto diciéndonos algo hermoso. ‘Y por El quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz’. Cristo, nuestra reconciliación y nuestra paz. Para eso derramó su sangre, para traernos el perdón de los pecados – por vosotros y por todos los hombres, como decimos con las palabras de la consagración – y al darnos el perdón reconciliarnos, unirnos, hacernos vivir en una nueva comunión con Dios y con los hermanos.

No tiene sentido que los que seguimos a Jesús andemos divididos y enfrentados, que entre nosotros no haya comunión verdadera cuando Cristo ya nos ha reconciliado en su sangre. Cuánto tendría esto que hacernos pensar para superar todas esas piedrecillas del camino que nos hacen tropezar tantas veces en el desamor y el egoísmo, para buscar siempre esos caminos de reconciliación y de comunión, de amor y de paz.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Nos agolpamos nosotros también alrededor de Jesús


Col. 1, 9-14;

Sal. 97;

Lc. 5, 1-11

‘La gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios…’ Tienen deseos de estar con Jesús y escucharle. Muchas esperanzas se iban despertando en su corazón. Algo nuevo estaba sucediendo y se aviva la fe de aquellas gentes. Jesús les habla del Reino de Dios y están sintiendo que algo nuevo está surgiendo. Por eso se agolpan a su alrededor a orillas del lago porque no quieren perder una palabra.

Como nos dice el evangelista había allí unas barcas en la orilla porque los pescadores están lavando las redes después de una noche de pesca que no había sido muy fructuosa y Jesús aprovecha para subirse en ellas y, como si desde un púlpito se tratara, desde allí poder dirigirse a todos. ‘Subió a una de las barcas, la de Simón, le pidió que la apartara un poco de la orilla, para que todos le vieran y pudieran escucharle y desde la barca, sentado, enseñaba a la gente’. Hermosa imagen hemos de reconocer.

Poniendo toda nuestra fe en estos momentos hemos de sentirnos como aquella gente que se agolpaba alrededor de Jesús allá en la orilla del lago. En torno a Jesús estamos reunidos en nuestra celebración. Hasta El venimos con fe también con deseos de escucharle, de escuchar su Palabra. Algunas veces necesitamos detenernos un poco para hacernos como una composición de lugar y situarnos nosotros en medio de la escena para escuchar esa Palabra que se nos proclama. Un poco de imaginación no nos vendría mal para trasladar la escena del evangelio a este momento en que estamos reunidos y, como si hubiéramos estado allí en el lago, escuchar esa Palabra de Jesús como dirigida de verdad a nosotros.

Podemos detenernos aquí o podemos seguir meditando todo el texto del evangelio proclamado. Jesús que le pide a Simón que reme hacia el centro del lago para echar las redes para pescar. Como hemos escuchado la noche había sido infructuosa porque habían intentado pescar pero no habían cogido nada, sin embargo en todo aquello nuevo que está surgiendo en el corazón de los discípulos con la palabra y la presencia de Jesús hará que Simón con toda su fe puesta en Jesús eche de nuevo las redes. ‘Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada, pero, por tu palabra, echaré las redes’.

El milagro fue aquella pesca maravillosa, pero el milagro había sido la pesca que Jesús había hecho en el corazón de Pedro que se había abierto a la fe. La red reventaba, fue necesario llamar a otros compañeros que ayudaran, pero lo importante es lo que Pedro estaba sintiendo en su corazón. Fe, para reconocer a Jesús. Humildad, para reconocerse a si mismo como pecador. ‘Al ver esto Simón Pedro se arrojó a sus pies, diciendo: Apártate de mí, Señor, que soy un pecador’.

Pongámonos también nosotros en la barca con todos estos acontecimientos. Como Pedro intentemos poner también toda nuestra fe y nuestra confianza en Jesús para que en todo momento de nuestra vida podamos decir lo mismo: ‘En tu nombre, por tu palabra, echaré las redes’, quiero seguir caminando, quiero seguir buscando tu voluntad.

Seamos capaces también de abrir los ojos y asombrarnos de las maravillas que el Señor sigue haciendo en nuestra vida o a través de nosotros también en los demás. Con humildad sintámonos, sí, pequeños en su presencia, pero al tiempo que le damos gracias por tantas maravillas pidámosle que siga junto a nosotros, que no nos deje, que nos dé siempre la fuerza de su gracia, la fuerza de su Espíritu.

A Simón Pedro Jesús le dijo ‘no temas, desde ahora serás pescador de hombres’. Escuchemos allá en lo hondo de corazón lo que el Señor ahora nos estará pidiendo, o la misión que nos está confiando. Seamos capaces también de ponernos en camino para seguirle, para vivir nuestra fe, para conocerle cada vez más, para llevar su anuncio de paz a los demás. Como le decia san Pablo a los Colosenses que consigamos ‘un conocimiento perfecto de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual’.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Comprendisteis de verdad lo generoso que es Dios


Col. 1, 1-8;

Sal. 51;

Lc. 4, 38-44

Vamos a fijarnos de manera especial en este inicio de la Carta de San Pablo a los cristianos de Colosas, ‘el pueblo santo que vive en Colosas’, como señala Pablo que dice de sí mismo ‘apóstol de Cristo Jesús por designio de Dios’.

Pablo no fue el que evangelizó Colosas y es probable que nunca estuviera allí. Ciudad de Frigia, cercana a Hiérápolis y Licaonia, fue evangelizada por Epafras, un colaborador de Pablo, problablemente cuando él estaba en Efeso. Pero se manifiesta también el respeto y el cariño que aquella comunidad siente por Pablo, como se lo comunicará el mismo Epafras en la visita que le hace a Roma y que motivará esta carta. De Colosas era también Filemón a quien, como sabemos dirige una breve carta cuando le reenvía a Onésimo que habia sido esclavo de Filemón del que se había escapado, pero que ahora volverá ya como cristiano, evangelizado y bautizado por Pablo.

Se llama a sí mismo apóstol, pero fijémonos que dice ‘por designio de Dios’. Nadie se ha arrogado este honor, sino que todo ha de partir siempre de la llamada del Señor. No soy apóstol simplemente porque yo quiera, sino porque el Señor me ha elegido y me ha llamado. Una vocación a la que he de responder desde mi libertad, pero también desde la generosidad del corazón fortalecido siempre con la gracia del Señor. Por eso, por ejemplo, oramos por las vocaciones, para que sean muchos los que el Señor elija y llame, y los llamados se sientan fortalecidos con la gracia para dar respuesta a esa invitación que nos hace el Señor.

Lo llama pueblo santo que es una fórmula que emplea Pablo para dirigirse a los cristianos. Y en verdad tenemos que ser pueblo santo, como santos hemos de ser nosotros, que hemos sido consagrados en el bautismo y llamados estamos a glorificar al Señor con nuestra vida santa. Una consecuencia de nuestro bautismo y una exigencia para nuestra vida. Tenemos que ser santos. Con nuestra vida santa hemos de glorificar al Señor. Muchas consecuencias podríamos sacar.

Pero fijémonos en lo que viene a ser como el centro del mensaje de este texto hoy proclamado. Pablo da gracias a Dios por la vivencia y por la respuesta que están dando al mensaje de salvación. ‘En nuestras oraciones damos siempre gracias por vosotros a Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, desde que nos enteramos de vuestra fe en Cristo Jesús y del amor que tenéis a todo el pueblo santo’. Da gracias por la fe y por el amor que se manifiestan en aquella comunidad. ‘Vuestra fe en Cristo Jesús y vuestro amor a todo el pueblo santo’.

Pero da gracias por la fe y por el amor pero también por su esperanza. ‘Os anima a esto la esperanza de lo que Dios os tiene reservado en los cielos’, les dice. Viven intensamente su fe desde que recibieron el mensaje de la salvación, ‘desde que conocísteis la Buena Noticia, el mensaje de la verdad’. Acogieron ese mensaje de la verdad y su vida se llenó de fe y de esperanza.

‘Comprendisteis de verdad lo generoso que es Dios’. El amor generoso de Dios que derrama su gracia sobre nosotros. Cuando nos sentimos inundados del amor de Dios, ese amor generoso, gratuito, porque es así como nos ama el Señor, damos la respuesta de la fe, la respuesta de la esperanza, nos sentimos impulsados a amar de verdad a los demás.

No me canso yo de repetir una y otra vez, de considerar una y otra vez lo bueno que es Dios con nosotros; cuánto nos ama el Señor; con qué generosidad nos ofrece su amor y su perdón confiando siempre en nosotros. ¡Cómo no vamos nosotros a poner en El toda nuestra esperanza! Tenemos que responder con nuestra fe y nuestro amor. Y sabemos lo que nos espera en el cielo si somos fieles, la gloria del Señor.

Mucho tendría que hacernos mirar nuestra vida y nuestra fe todo esto que estamos considerando. Mucho tendríamos que desgastarnos en el amor. Mucha fe y mucha confianza hemos de poner en el Señor. Mucha esperanza tiene que llenar nuestra vida.

martes, 30 de agosto de 2011

¿Qué tiene su Palabra?


1Tes. 5, 1-6.9-11;

Sal. 26;

Lc. 4, 31-37

‘¿Qué tiene su palabra?... comentaban estupefactos’ en la sinagoga de Cafarnaún tras escuchar sus enseñanzas y contemplar los signos maravillosos que hacía.

En la lectura continuada de los días feriales hemos comenzado a leer ahora el evangelio de san Lucas. Ayer, si no hubiera sido la fiesta del martirio de Juan, hubiéramos leído el texto de Jesús en la Sinagoga de Nazaret, con el que comienza la actividad pública de Jesús en este evangelio de Lucas. Ahora lo vemos que baja a ‘Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados enseñaba a la gente en la sinagoga’. Como comenta el evangelista, ‘se quedaban asombrados de su enseñanza, porque hablaba con autoridad’.

Había hambre de Dios en aquellos corazones y con la presencia y la palabra de Jesús renacía en ellos la esperanza. Muchos eran los sufrimientos que había en aquellos corazones, estaban como desorientado, como ovejas sin pastor, como se nos dirá en otros momentos del evangelio. Y llegaba Jesús con una Palabra de vida y salvación. Pero había también capacidad de asombro en sus corazones para descubrir en verdad lo que Jesús les estaba ofreciendo.

Pero aún más le vemos hacer un milagro. ‘Había en la sinagoga un hombre que tenía un demonio inmundo…’ Se rebela contra Jesús y Jesús con autoridad lo expulsa de aquel hombre. ‘Cierra la boca y sal de él’. Es lo que la gente se pregunta ‘¿qué tiene su palabra?’ No es para menos que se hagan esa pregunta.

Veían llegar la salvación a sus vidas en aquel signo que Jesús estaba realizando. Les enseñaba hablándoles del Reino de Dios, y el Reino de Dios llegaba a ellos, porque Jesús con su presencia hacía desaparecer el mal, como liberaba a aquel hombre del demonio que le poseía. La Palabra de Jesús es siempre palabra que nos salva, palabra que nos transforma, palabra que arranca el mal de nuestra vida.

Nos lo podemos preguntar nosotros también, si con fe nos acercamos a escucharle; si con fe abrimos nuestro corazón para escucharle allá en lo más hondo de nosotros mismos; si con fe nos ponemos ante El sin ningun prejuicio dejando que esa palabra cale hondo en nosotros y nos haga descubrir de verdad todo el misterio de Dios, pero al mismo tiempo nos haga descubrir lo que es la realidad de nuestra vida que necesita esa palabra que nos sane, esa palabra de salvación, esa palabra que nos llene de vida, esa palabra que nos resucita.

Algunas veces parece como que hemos perdido la capacidad de asombrarnos ante la Palabra de Dios; nos hemos acostumbrado a esa Palabra y aunque la oímos realmente no la escuchamos de verdad dentro de nosotros. Siempre la Palabra de Dios tiene que ser Buena Noticia, Evangelio, para nosotros, porque sintamos esa novedad de vida y de salvación que el Señor continuamente nos está ofreciendo. Si con esa fe nosotros escucháramos la Palabra que el Señor nos ofrece nos daríamos cuenta cómo nuestra vida va cambiando, se va transformando por la fuerza de la gracia de Dios.

Pidámosle al Señor que nos haga descubrir y comprender la maravilla que nos ofrece en su Palabra cada día. Pidámosle que se nos abran nuestros oídos y nuestro corazón. Que se despierte esa hambre de Dios en nuestros corazones y sintamos ese deseo hondo de escuchar la Palabra de vida que nos ofrece Jesús. Que no nos acostumbremos nunca ni caigamos en rutinas a la hora de escuchar su Palabra. Démosle gracias porque cada día, cada máñana tenemos la oportunidad de escuchar su Palabra. Pidámosle que sintamos la fuerza y presencia del Espíritu en nosotros que nos la ayude a comprender, que nos la ayude a vivir, que nos ayude a plantarla en nuestro corazón y nuestra vida.

lunes, 29 de agosto de 2011

El Bautista testigo de la verdad y de la justicia con su vida y con su muerte



Jer. 1, 17-19;

Sal. 70;

Mc. 6, 17-29

‘Precursor del nacimiento y de la muerte de Jesús’, lo proclama la liturgia en este día en que celebramos el martirio de Juan Bautista, cuyo relato hemos escuchado en el evangelio. Pero aún dice más porque lo llama también ‘mártir de la verdad y de la justicia’.

El 24 de junio celebrábamos su nacimiento en una clara referencia al nacimiento de Jesús, cuya natividad celebramos seis meses después. El ángel Gabriel vino a hacer a María el anuncio de la Encarnación a los seis meses del anuncio del ángel a Zacarías en el templo. Y, por otra parte, de manera especial contemplamos la figura del Bautista en el tiempo del Adviento en la cercanía de Navidad, porque su figura de Precursor del Mesías nos ayuda en ese momento litúrgico para avivar nuestra esperanza y prepararnos para el nacimiento de Jesús.

Pero cuando ahora estamos celebrando en este día su martirio lo contemplamos también como nos dice la liturgia como ‘Precursor de la muerte de Jesús’. Juan fue con toda su vida un testigo de la verdad que anunciaba la luz que llegaba a este mundo. Y ese testimonio lo llevó hasta el final, hasta la entrega en el sacrificio y en la muerte.

Fiel a la palabra que anunciaba no tuvo temor ante los poderosos para denunciar siempre lo que era malo e invitar al camino del bien y de la justicia. Igual que le señalaba el camino de rectitud, de justicia y de amor que habían de vivir, como nos cuenta el evangelio, a todos aquellos que venían hasta él para bautizarse en el Jordán como una señal la predisposición a prepararse para la inminente llegada del Mesias que él anunciaba ya cercana, no temió denunciar la maldad del corazón de Herodes que le llevó a la prisión y luego a la muerte al ser decapitado.

Un testigo fue Juan con su vida y con su muerte. ‘Mártir – testigo, que eso significa la palabra – de la verdad y de la justicia’, como nos dice la liturgia hoy. ‘Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos’, anunciaría Jesús en las Bienaventuranzas, que además hemos recordado como antífona del Aleluya antes del Evangelio. En Juan vemos cumplida, realizada esa bienaventuranza. Vislumbraba lo que era el Reino de Dios que venía a instaurar Jesús y él mismo se preparaba con la vida de austeridad y penitencia en el desierto, lo mismo que invitaba a la conversión a los que acudían a él. Vino él a vivir en plenitud ese reino de Dios; de él fue el reino de los cielos, porque dio su vida por la causa de la justicia.

Cuando nosotros hoy celebramos esta memoria litúrgica del martirio del Bautista éste es el mensaje que hemos de aprender a llevar a nuestra vida. Escuchar la palabra de Juan que nos invita a la conversión; pero contemplar esa Palabra de Dios plantada hondamente en la vida del Bautista para aprender a llevarla nosotros de la misma manera a nuestra vida. También nosotros hemos de ser esos testigos de la verdad y de la justicia. Ese amor a la verdad, esa lucha por la justicia es algo de lo que tiene que estar impregnada nuestra vida para que lleguemos a confesar no solo de palabra sino con toda nuestra vida, con nuestras actitudes y nuestros actos esa fe que nosotros tenemos en Jesús para vivir su evangelio.

Algunas veces nos puede costar, hacérsenos difícil ese anuncio y ese testimonio. Pero en nosotros está la fuerza del Espíritu del Señor que es Espíritu de fortaleza. En la primera lectura hemos escuchado a Jeremías, que, como nos decía ayer, sentía arder en su corazón la Palabra del Señor que no podía callar. Hoy el profeta escucha esa palabra de Dios que le anima y le fortalece: ‘No les tengas miedo… yo te convierto en plaza fuerte, en columna de hierro… lucharán contra ti pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte…’

Así tenemos la certeza de la fortaleza del Señor en nuestra vida para ser esos testigos de la verdad, de la justicia, de la luz, del amor.

domingo, 28 de agosto de 2011

Camino de cruz que es camino de amor, de vida y de resurrección



Jer. 20, 7-9;

Sal. 62;

Rom. 12, 1-2;

Mt. 16, 21-27

¿Por qué me tenía que pasar esto a mí? Nos preguntamos a veces cuando en la vida encontramos contratiempos, problemas, sufrimiento, enfermedad. ¿Es esto un castigo? Yo tan malo no he sido; si yo he querido ser bueno y hacer las cosas bien; bueno errores siempre tiene uno, pero ¿por qué me viene ahora esta enfermedad, este problema al que no encuentro solución? Y es aquel accidente, o una muerte inocente que no entendemos, o aquel desprecio que tenemos que sufrir de los que nos rodean, o aquella ilusión que de repente se vino abajo… Y nos preguntamos muchas veces con el corazón roto y lleno de amargura.

¡Cuánto nos cuesta aceptar la cruz! ¡Cómo nos revolvemos contra ella queriendo quitárnosla de encima! Hasta nos rebelamos a causa de aquella enfermedad, aquel sufrimiento, aquel problema que nos amarga el corazón. Nos hacemos muchas preguntas y nos cuesta encontrar respuesta. Lo contemplamos hoy por partida doble en los hechos que nos narra la Palabra proclamada. Por una parte, Pedro en el evangelio ante los anuncios que hace Jesús. Pero la situación para Jeremías también era difícil.

Señor, ¿pero si yo no he hecho otra cosa que dejarme guiar por ti; si proclamo esta palabra es porque tú las pones en mis labios. ‘Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste’, yo sólo quería cumplir con la misión que me encomendaste, pero ya vez, ‘soy el hazmerreír de la gente todo el día, todos se buslan de mí… la palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día’; quise abandonarlo todo porque me sentía sin fuerzas pero ‘la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en mis huesos, intentaba contenerlo y no podía’. ¿Serán esas también nuestras quejas, nuestra súplica y oración? ¿Nos sentiremos cogidos – seducidos – así por el Señor?

Y, como hemos visto en el evangelio, cuánto le cuesta a Pedro aceptar el anuncio que Jesús hace de pasión, de cruz, de muerte, aunque también habla de resurrección pero parece que esto último es lo menos que Pedro escucha. Eso no te puede pasar, Señor. No le cabe en la cabeza el anuncio de Jesús.. ‘¡No lo permita Diois, Señor! Eso no puede pasarte’.

El Pedro a quien escuchamos el domingo pasado hacer una hermosa proclamación de fe en Jesús, que merecerá la alabanza del mismo Cristo diciéndole además que es revelación del Padre en su corazón, y a quien se le había confiado una hermosa misión, porque iba a ser Piedra sobre la que se edificara la Iglesia, ahora no entiende las Palabras de Jesús.

Pero si Pedro lo había contemplado lleno de gloria y resplandor allá en el Tabor esuchando la voz del Padre que lo señalaba como su Hijo amado a quien habíamos de escuchar; si había contemplado sus milagros, siendo testigo incluso de la resurrección de la hija de Jairo; si se entusiasmaría por Jesús diciéndole que tenía palabras de vida eterna, y que sólo a El podían acudir y sólo a El querían seguir.

Si a Jesús no le habían contemplado sino haciendo el bien, repartiendo amor, curando toda clase de enfermedades, consolando y animando, despertando fe y llenando de esperanza los corazones ¿Cómo podía pasarle eso de que iba a ser entregado, azotado y ejecutado si El era el Hijo del Dios vivo, como ya le había confesado?

Cuesta entender la cruz; le costaba al profeta comprender su situación, como le costaba a Pedro ahora lo anunciado por Jesús que habla de cruz y de muerte, como nos cuesta a nosotros también enfrentarnos con nuestra cruz, con nuestros sufrimientos, afrontar nuestros problemas, caminar por caminos de amor y entrega que entrañan sacrificio.

Jesús le dirá a Pedro que se aleje de El que está siempre para El como el diablo tentador. Ahora le decía que no tenia que pasar por la cruz, como un día le había propuesto aplausos de la gente en la espectacularidad de tirarse del pináculo del templo sin que le pasara nada porque los ángeles de Dios cuidarían que su pie no tropezara en la piedra; también le habían ofrecido honores y todos los reinos del mundo, como también el milagro fácil que le resolviera los problemas; si tienes hambre convierte estas piedras en pan. Ahora es Pedro, a la manera del diablo tentador quiere apartarle del camino de la cruz, que es camino de la verdadera vida, porque es la señal del amor más hermoso y más grande.

Si Jesús caminaba ahora tan seguro hacia la cruz era porque sabía que no hay mayor amor que el de quien es capaz de dar la vida por el amado; y eso era lo que El iba a hacer. No busca el sufrimiento en sí mismo, sino que lo que deseaba era amar hasta el extremo, aunque eso costara sacrificio, ese amor costara cruz y esa entrega llevara hasta la muerte. Quería ofrecernos la flor más hermosa y olorosa aunque tuviera espinas, porque lo que El quería ofrecernos era vida y era amor.

Pero es que además nos está enseñando y diciendo que ese tiene que ser también nuestro camino. Nos está enseñando que no hemos de temer abrarnos a la cruz poniendo todo el amor de nuestra vida, porque eso será siempre camino de gracia y de salvación. Es el camino de su seguimiento; es el camino del sí que hemos de darle para estar con El.

‘El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga’. Así de tajante es Jesús para con sus discípulos. Es la actitud primera que nos pide. Porque ‘si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará’. Ese tesoro no lo podemos encontrar sino amando. Tenemos nuestra cruz de cada día, pues hagamos como Jesús, pongamos amor. Y en el amor todo encontrará sentido y plenitud. El amor se nos vuelve redentor en nuestra vida, como lo fue el amor de Jesús.

Por eso ahí donde nos encontramos la cruz, en nuestros sufrimientos, en los contratiempos que nos ofrece la vida, en esos problemas que nos van apareciendo y que tienen el peligro de llenarnos de amargura, pongamos amor y veremos cómo todo se vuelve más luminoso. El amor llena nuestra vida de luz aunque haya sufrimiento, porque nos enseña a entregarnos, a darnos, a vaciarnos de nosotros mismos para aprender a abrir los ojos de manera distinta y ver a los que hay a nuestro alrededor.

Son tantos los que llevan cruces y que son más pesadas que la nuestra cuando nosotros pensábamos que nuestro sufrimiento era el más grande y el más agobiador. Y es que el amor nos hará mirar con unos ojos distintos. Porque además el amor nos enseñará a saber hacer ofrenda a Dios de esa cruz de nuestros sufrimientos, de nuestras enfermedades, o de esos problemas que nos tientan para quitarnos la paz. En ese amor ofrecido nos llenaremos de luz y nos llenaremos de paz, porque estamos ganando lo que es la verdadera vida.

Sí, es Jesús, el Hijo de Dios vivo, como confesaba Pedro; es Jesús, el Hijo amado de Dios a quien hemos de escuchar; es Jesús, el pan de vida eterna que comiéndolo nos llenaremos de vida para siempre; es Jesús, que es nuestra vida y nuestra salvación, a quien vemos subir el camino del calvario hasta la cruz, que es camino de sufrimiento pero que es camino de amor y es camino de vida.

Sigamos a Jesús no temiendo cargar también con la cruz, porque sabemos que nos lleva a la resurrección. Mirándolo a El y siguiéndole encontraremos auténtica respuesta a las preguntas que nos hacíamos porque nos dolía el alma con nuestros sufrimientos.