Llenos del Espíritu somos testigos
de esperanza y vida para la Iglesia y para el mundo
Hechos, 2, 1-11; Sal. 103; 1Cor. 12, 3-7.12-13; Jn. 20, 19-23
‘Estaban todos
reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento
recio, resonó en toda la casa donde se encontraban’. Son los signos con los que se
manifiesta el Espíritu. Vendrán luego las llamaradas, como lenguas de fuego,
que se posaban encima de cada uno, el comenzar a hablar de manera que todos los
entendían fuera la que fuera la lengua que hablaran o el lugar de donde
procedían, el ardor de los apóstoles que antes estaban encerrados y que ahora
salen a la calle y comienzan valientemente a hablar de Jesús.
El aire o el viento no se ve ni se puede palpar, pero
sí se puede sentir, nos puede mover y arrastrarnos o hacernos estremecer; no
sabemos donde está ni de donde viene pero sí podemos sentir sus efectos. Es el
primer signo que sienten y experimentan de la presencia del Espíritu; tampoco
lo vemos, pero si lo podemos sentir; nos cuesta entender de donde nos puede
venir pero sí podremos experimentar sus efectos en nuestra vida; no es algo
físico o palpable porque no es corporal ni material, pero sí puede transformar
nuestra vida. Es Dios mismo que envuelve nuestra vida y moverá nuestro corazón
hasta transformarlo. Estamos hablando del Espíritu Santo, tercera persona de la
Santísima Trinidad.
Fue una experiencia grande la que vivieron los
apóstoles que estaban esperando el cumplimiento de la promesa de Jesús y sus
vidas se vieron transformadas. Sus vidas a partir de aquel momento parecía que
estaban inflamadas por un fuego divino y se convirtieron en señales atronadoras
para todos los hombres. Hoy vemos como la gente se arremolina en la calle en
torno a los apóstoles; no habían visto nada, pero sí habían sentido todos las
señales; ahora las señales están palpables en la manera de hablar de los
apóstoles de modo que ya no había miedos que los encerrasen ni nada los podía
paralizar y un lenguaje nuevo comenzaba a utilizarse de manera que todos los
podían entender.
Estamos celebrando Pentecostés; estamos celebrando el
gran milagro de la presencia del Espíritu ya no solo que vino sobre los
apóstoles sino que fundaba la Iglesia que se sentía inundada de ese Espíritu de
Jesús para anunciar su nombre a todos los hombres. Estamos celebrando
Pentecostés, pero no solo el que sucedió cincuenta días después de la Pascua en
que Cristo se entregó, sino el Pentecostés de todos los días y de todos los
tiempos en que el Espíritu Santo se sigue manifestando en su Iglesia, sigue
llenando el corazón de los fieles e inflamándolos del amor divino. Estamos
celebrando Pentecostés hoy porque hoy se sigue manifestando el Espíritu y
llenando también nuestros corazones. El Espíritu del Señor se sigue
manifestando en nuestra vida. Hay un perenne Pentecostés del Espíritu sobre la
vida de la Iglesia. Hemos de descubrirlo y sentirlo con fe.
Estaban reunidos nos dice el relator de los Hechos de
los Apóstoles y nos dice también el evangelista. Algo muy significativo y que
ha de movernos al compromiso. Estaban reunidos y se manifestó el Espíritu; se
manifestó el Espíritu y comenzó a sentirse una comunión nueva porque nacía la
Iglesia y llenos del Espíritu del amor ahora comenzaba un estilo nuevo de vida
para los creyentes en Jesús que se convertirían en testigos de ese amor de Dios
que se había manifestado en Jesús y que tendría que comenzar a manifestarse
también a través de la vida los creyentes. En la unidad y para la unidad se
manifiesta el Espíritu, se derrama el Espíritu Santo sobre la Iglesia, sobre
todos los cristianos.
Es el Espíritu que se manifiesta para el bien común,
como nos dice san Pablo. Somos diferentes, cada uno con sus carismas, con sus
valores, con lo que es su vida, pero todos llamados a la comunión y a poner en común
todo eso que es nuestra vida con la fuerza y la gracia del Espíritu. Lo
expresamos también en la celebración cuando en la plegaria eucarística ‘pedimos humildemente que el Espíritu Santo
nos congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y de la Sangre de
Cristo… llenos de su Espíritu Santo formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo
espíritu’.
Es el Espíritu que nos santifica y nos transforma, nos llena de gracia y nos
hace partícipes de la vida de Dios, haciéndonos hijos de Dios.
‘Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida’, que confesamos en el
Credo de nuestra fe. Como el agua viva que Jesús ofreció a la samaritana junto
al pozo de Jacob; como el vino nuevo que regaló a los novios de Caná; como el
aceite que llenaba de vida y salud como usó el buen samaritano con el caído
junto al camino; como el ungüento de misericordia y de alegría con que fue
ungido Jesús como el Mesías de Dios y como somos ungidos nosotros para ser
otros Cristos en medio del mundo. El Espíritu, Señor y dador de vida.
Es el mismo Espíritu que ungió a Jesús para anunciar la
Buena Nueva a los pobre, para dar libertad a los oprimidos, para proclamar el
año de gracia del Señor y al que contemplamos a lo largo del evangelio
liberando a todos los oprimidos por el diablo, dando vida y salud a cuantos
acudían a El y alcanzándonos gracia y misericordia con su sangre redentora.
Pero es el Espíritu que nos unge a nosotros con la misma misión de Jesús para
que sigamos anunciando ese Evangelio de gracia y de salvación a todos los
hombres, y para que vayámonos repartiendo por el mundo haciendo presente por
nuestra obras el amor y la misericordia del Señor a cuantos sufren y vayamos
realizando ese mundo nuevo que es el Reino de Dios.
No caben ya en nosotros los temores ni las cobardías;
no podemos quedarnos encerrados en nosotros mismos sino que desde nuestra
comunión de amor que vivimos intensamente por la fuerza del Espíritu en medio
de la Iglesia salgamos al encuentro de nuestros hermanos para ser esos testigos
del evangelio, para ser testigos del nombre de Jesús en quien alcanzamos la
salvación, salvación que hemos de llevar a todos los hombres y de todos los
tiempos. Ya nosotros podemos hablar el lenguaje nuevo del amor y de la paz, de
la justicia y de la salvación que es para todos y todos pueden entender. Con
nosotros está ya para siempre la fuerza del Espíritu que como don especial,
como un Pentecostés especial para nuestra vida, recibimos en el Sacramento de
la Confirmación.
La fuerza del Espíritu ha removido también nuestros
corazones y nuestras vidas y ahora con nuestro testimonio tenemos que
convertirnos en señales para todos los hombres de esa gracia y de ese perdón de
Dios - recibimos el Espíritu para el perdón de los pecados, como escuchamos en
el evangelio -; tenemos que convertirnos en testigos que anuncien y construyan
ese mundo nuevo donde predomine ya para siempre el amor y la comunión, donde
reine la paz, donde florezcan con nueva y grande vitalidad todos esos valores
nacidos del evangelio que harán un mundo nuevo.
Significativo y comprometedor, decíamos antes, es el
Pentecostés que estamos celebrando. Aquellos mismos signos que se dieron
entonces tienen que seguirse dando en nosotros, tienen que seguirse
manifestando en la Iglesia. Comprometedor porque no podemos celebrar
Pentecostés de cualquier manera sino que viviéndolo intensamente nos sentiremos
llenos del Espíritu, transformados por el Espíritu y necesariamente hemos de
convertirnos en testigos de Jesús en medio de los hombres y mujeres de nuestro
tiempo.
Somos profetas y testigos que ya no podemos callar;
serán nuestras palabras, serán nuestras obras de amor y de justicia, será el
compromiso serio que vivamos en medio de nuestra iglesia y de nuestro mundo por
hacerlo mejor, por llenarlo de vitalidad, con lo que nos vamos a manifestar
como testigos, con lo que tenemos que aparecer como profetas de Cristo en medio
de nuestro mundo.
Es Pentecostés y no puede ser algo que vivamos de una
forma anodina y mediocre sino que tiene que ser algo transformador y renovador
de nuestra vida y de nuestro mundo. Es Pentecostés y hemos de sentir dentro de
nosotros toda la fuerza del Espíritu que nos pone en pie ante nuestros hermanos
para anunciar el nombre de Jesús. Es Pentecostés y llenos del Espíritu
llenaremos de esperanza y vida nueva a nuestra Iglesia y a nuestro mundo.
Lo estamos sintiendo; se nos está manifestando de forma
nueva en medio de la Iglesia. Un signo de esa presencia del Espíritu en medio
de la Iglesia hoy es el Papa Francisco que nos ha regalado para bien de la
misma Iglesia y para ser luz en medio de nuestro mundo.
Demos gracias a Dios por el gran regalo del Espíritu.