Deseemos y aprendamos la Sabiduría de Dios que nos llena de paz
Eclesiástico, 4, 12-22; Sal. 118; Mc. 9, 37-39
Todos ansiamos el ser capaces de saborear el verdadero
sentido de la vida que nos llene de felicidad y de plenitud. Todo ser humano
que tiene ansias de madurez y de plenitud se hace muchas preguntas en su
interior sobre el sentido de su vida, sobre el para qué y el por qué de su
vida, de su existencia queriendo encontrar respuestas a esos interrogantes
profundos.
El hombre maduro no simplemente se deja arrastrar por
el correr de la vida sino que de alguna manera quiere ser dueño de sus actos,
saber lo que hace y por qué lo hace, saber el camino que va recorriendo y
hacerlo con toda conciencia y sentido. Y eso en todas las etapas de la vida.
Es, por así decirlo, encontrar la sabiduría de la vida; es buscar la sabiduría
de la vida. Esto nos hace ser reflexivos como para ir rumiando cuanto nos
sucede y cuanto vivimos y de ahí ir sacando esas lecciones que nos enseñen para
los caminos de la vida y nos hagan madurar de verdad.
En esas preguntas e interrogantes se pregunta también
por Dios y quiere en Dios encontrar esa respuesta y ese sentido. Es la pregunta
y la respuesta del creyente que busca en Dios esa sabiduría de su existir,
porque ¿a quién mejor ha de preguntar sobre el sentido de su existencia sino a
Aquel que lo ha creado? Pedimos y ansiamos esa Sabiduría de Dios. Pedimos y
deseamos llenarnos del Espíritu de Sabiduría que nos haga saborear el verdadero
y más hondo sentido de nuestra vida.
Cuando cada mañana venimos a la Eucaristía y a la
escucha de la Palabra del Señor venimos buscando esa sabiduría de Dios; de Dios
queremos llenarnos y queremos que su Palabra sea en verdad esa luz que ilumine
hasta lo más hondo nuestra vida queriendo encontrar esa orientación que
necesitamos al mismo tiempo que esa fuerza de la gracia que nos ayude a
recorrer esos caminos.
Del Evangelio, de la Palabra de Dios queremos
impregnarnos porque es así como nos
vamos llenando de Dios y cómo podemos recorrer sin error sus caminos. Con
verdaderas ansias, con verdadera hambre de Dios venimos hasta El y escuchamos
su Palabra. Por eso, como tantas veces hemos reflexionado, con cuánta atención
tenemos que acogerla para no perdernos nada de toda esa inmensa riqueza de
gracia que el Señor cada día nos ofrece.
‘La sabiduría instruye
a sus hijos, escuchábamos hoy en el libro del Eclesiástico, estimula a los que
la comprenden. Los que la aman, aman la vida, los que la buscan alcanzarán el
favor del Señor… consiguen la gloria del Señor y el Señor bendecirá su morada…’
Esa sabiduría de Dios que vamos encontrando esa Palabra
que cada día se nos proclama y que vamos reflexionando nos enseña y nos
estimula; para nosotros es una bendición del Señor que cada día podamos
escuchar su Palabra. Algunas veces no terminamos de ser conscientes de toda la
riqueza que vamos recibiendo y cómo poco a poco si nos vamos dejando guiar por
el Espíritu del Señor nuestra vida se va enriqueciendo más y más. Por decirlo
de una manera fácil y que todos entendamos, caigamos en la cuenta de cuántas
cosas vamos aprendiendo día a día y cómo espiritualmente nos vamos
enriqueciendo para sentirnos fuertes en ese esfuerzo que vamos haciendo por
superarnos y ser cada día mejores.
Cuántas cosas habremos cambiado en nuestras costumbres,
cuántas actitudes nuevas y mejores vamos teniendo en nuestra relación y en
nuestro trato con los que nos rodean, cuánto amor vamos poniendo en nuestro
corazón que nos hará ir amándonos más, si con toda atención vamos escuchando
esa riqueza de la Palabra del Señor que cada día escuchamos. ‘Mucha paz tienen, Señor, los que aman tus
leyes’, hemos repetido en el salmo. Efectivamente mucha paz vamos sintiendo
en nuestro corazón en la medida en que nos sentimos enriquecidos con la
Sabiduría de Dios.
Por eso, como tantas veces decimos, lejos de nosotros
rutinas, desganas, frialdad, indiferencia ante la Palabra de Dios que se nos
proclama. Creo que tenemos que aprender a dar gracias a Dios por toda esa
riqueza de gracia que cada día nos ofrece, por esa sabiduría de Dios de la que
vamos impregnando nuestra vida.
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