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domingo, 19 de mayo de 2013


Llenos del Espíritu somos testigos de esperanza y vida para la Iglesia y para el mundo

Hechos, 2, 1-11; Sal. 103; 1Cor. 12, 3-7.12-13; Jn. 20, 19-23
‘Estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban’. Son los signos con los que se manifiesta el Espíritu. Vendrán luego las llamaradas, como lenguas de fuego, que se posaban encima de cada uno, el comenzar a hablar de manera que todos los entendían fuera la que fuera la lengua que hablaran o el lugar de donde procedían, el ardor de los apóstoles que antes estaban encerrados y que ahora salen a la calle y comienzan valientemente a hablar de Jesús.
El aire o el viento no se ve ni se puede palpar, pero sí se puede sentir, nos puede mover y arrastrarnos o hacernos estremecer; no sabemos donde está ni de donde viene pero sí podemos sentir sus efectos. Es el primer signo que sienten y experimentan de la presencia del Espíritu; tampoco lo vemos, pero si lo podemos sentir; nos cuesta entender de donde nos puede venir pero sí podremos experimentar sus efectos en nuestra vida; no es algo físico o palpable porque no es corporal ni material, pero sí puede transformar nuestra vida. Es Dios mismo que envuelve nuestra vida y moverá nuestro corazón hasta transformarlo. Estamos hablando del Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad.
Fue una experiencia grande la que vivieron los apóstoles que estaban esperando el cumplimiento de la promesa de Jesús y sus vidas se vieron transformadas. Sus vidas a partir de aquel momento parecía que estaban inflamadas por un fuego divino y se convirtieron en señales atronadoras para todos los hombres. Hoy vemos como la gente se arremolina en la calle en torno a los apóstoles; no habían visto nada, pero sí habían sentido todos las señales; ahora las señales están palpables en la manera de hablar de los apóstoles de modo que ya no había miedos que los encerrasen ni nada los podía paralizar y un lenguaje nuevo comenzaba a utilizarse de manera que todos los podían entender.
Estamos celebrando Pentecostés; estamos celebrando el gran milagro de la presencia del Espíritu ya no solo que vino sobre los apóstoles sino que fundaba la Iglesia que se sentía inundada de ese Espíritu de Jesús para anunciar su nombre a todos los hombres. Estamos celebrando Pentecostés, pero no solo el que sucedió cincuenta días después de la Pascua en que Cristo se entregó, sino el Pentecostés de todos los días y de todos los tiempos en que el Espíritu Santo se sigue manifestando en su Iglesia, sigue llenando el corazón de los fieles e inflamándolos del amor divino. Estamos celebrando Pentecostés hoy porque hoy se sigue manifestando el Espíritu y llenando también nuestros corazones. El Espíritu del Señor se sigue manifestando en nuestra vida. Hay un perenne Pentecostés del Espíritu sobre la vida de la Iglesia. Hemos de descubrirlo y sentirlo con fe.
Estaban reunidos nos dice el relator de los Hechos de los Apóstoles y nos dice también el evangelista. Algo muy significativo y que ha de movernos al compromiso. Estaban reunidos y se manifestó el Espíritu; se manifestó el Espíritu y comenzó a sentirse una comunión nueva porque nacía la Iglesia y llenos del Espíritu del amor ahora comenzaba un estilo nuevo de vida para los creyentes en Jesús que se convertirían en testigos de ese amor de Dios que se había manifestado en Jesús y que tendría que comenzar a manifestarse también a través de la vida los creyentes. En la unidad y para la unidad se manifiesta el Espíritu, se derrama el Espíritu Santo sobre la Iglesia, sobre todos los cristianos.
Es el Espíritu que se manifiesta para el bien común, como nos dice san Pablo. Somos diferentes, cada uno con sus carismas, con sus valores, con lo que es su vida, pero todos llamados a la comunión y a poner en común todo eso que es nuestra vida con la fuerza y la gracia del Espíritu. Lo expresamos también en la celebración cuando en la plegaria eucarística ‘pedimos humildemente que el Espíritu Santo nos congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y de la Sangre de Cristo… llenos de su Espíritu Santo formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu’.
Es el Espíritu que nos santifica y  nos transforma, nos llena de gracia y nos hace partícipes de la vida de Dios, haciéndonos hijos  de Dios. ‘Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida’, que confesamos en el Credo de nuestra fe. Como el agua viva que Jesús ofreció a la samaritana junto al pozo de Jacob; como el vino nuevo que regaló a los novios de Caná; como el aceite que llenaba de vida y salud como usó el buen samaritano con el caído junto al camino; como el ungüento de misericordia y de alegría con que fue ungido Jesús como el Mesías de Dios y como somos ungidos nosotros para ser otros Cristos en medio del mundo. El Espíritu, Señor y dador de vida.
Es el mismo Espíritu que ungió a Jesús para anunciar la Buena Nueva a los pobre, para dar libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor y al que contemplamos a lo largo del evangelio liberando a todos los oprimidos por el diablo, dando vida y salud a cuantos acudían a El y alcanzándonos gracia y misericordia con su sangre redentora. Pero es el Espíritu que nos unge a nosotros con la misma misión de Jesús para que sigamos anunciando ese Evangelio de gracia y de salvación a todos los hombres, y para que vayámonos repartiendo por el mundo haciendo presente por nuestra obras el amor y la misericordia del Señor a cuantos sufren y vayamos realizando ese mundo nuevo que es el Reino de Dios.
No caben ya en nosotros los temores ni las cobardías; no podemos quedarnos encerrados en nosotros mismos sino que desde nuestra comunión de amor que vivimos intensamente por la fuerza del Espíritu en medio de la Iglesia salgamos al encuentro de nuestros hermanos para ser esos testigos del evangelio, para ser testigos del nombre de Jesús en quien alcanzamos la salvación, salvación que hemos de llevar a todos los hombres y de todos los tiempos. Ya nosotros podemos hablar el lenguaje nuevo del amor y de la paz, de la justicia y de la salvación que es para todos y todos pueden entender. Con nosotros está ya para siempre la fuerza del Espíritu que como don especial, como un Pentecostés especial para nuestra vida, recibimos en el Sacramento de la Confirmación.
La fuerza del Espíritu ha removido también nuestros corazones y nuestras vidas y ahora con nuestro testimonio tenemos que convertirnos en señales para todos los hombres de esa gracia y de ese perdón de Dios - recibimos el Espíritu para el perdón de los pecados, como escuchamos en el evangelio -; tenemos que convertirnos en testigos que anuncien y construyan ese mundo nuevo donde predomine ya para siempre el amor y la comunión, donde reine la paz, donde florezcan con nueva y grande vitalidad todos esos valores nacidos del evangelio que harán un mundo nuevo.
Significativo y comprometedor, decíamos antes, es el Pentecostés que estamos celebrando. Aquellos mismos signos que se dieron entonces tienen que seguirse dando en nosotros, tienen que seguirse manifestando en la Iglesia. Comprometedor porque no podemos celebrar Pentecostés de cualquier manera sino que viviéndolo intensamente nos sentiremos llenos del Espíritu, transformados por el Espíritu y necesariamente hemos de convertirnos en testigos de Jesús en medio de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Somos profetas y testigos que ya no podemos callar; serán nuestras palabras, serán nuestras obras de amor y de justicia, será el compromiso serio que vivamos en medio de nuestra iglesia y de nuestro mundo por hacerlo mejor, por llenarlo de vitalidad, con lo que nos vamos a manifestar como testigos, con lo que tenemos que aparecer como profetas de Cristo en medio de nuestro mundo.
Es Pentecostés y no puede ser algo que vivamos de una forma anodina y mediocre sino que tiene que ser algo transformador y renovador de nuestra vida y de nuestro mundo. Es Pentecostés y hemos de sentir dentro de nosotros toda la fuerza del Espíritu que nos pone en pie ante nuestros hermanos para anunciar el nombre de Jesús. Es Pentecostés y llenos del Espíritu llenaremos de esperanza y vida nueva a nuestra Iglesia y a nuestro mundo.
Lo estamos sintiendo; se nos está manifestando de forma nueva en medio de la Iglesia. Un signo de esa presencia del Espíritu en medio de la Iglesia hoy es el Papa Francisco que nos ha regalado para bien de la misma Iglesia y para ser luz en medio de nuestro mundo.
Demos gracias a Dios por el gran regalo del Espíritu.

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