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sábado, 25 de agosto de 2012


Frente a un mundo de apariencias y vanidad el servicio humilde y el amor desinteresado

Ez. 43, 1-7; Sal. 84; Mt. 23, 1-12
Qué distinto se seguir el estilo de vida que Jesús nos propone a lo que estamos acostumbrados a ver a nuestro alrededor y que en cierto modo se convierte en una tentación para nosotros. Si observamos bien vivimos en un mundo de mucha vanidad y de apariencia en el que se pretende dar una cara bien distinta a lo que llevamos dentro de nosotros. Aunque nos parezca lo contrario, esos caminos de vanidad no son caminos que nos lleven a una verdadera felicidad. Los oropeles de la vanidad nos encandilan pero nos dejan ciegos lo que es verdaderamente valioso en la persona. La vanidad siempre será algo ilusioro y pasajero que cuando pasa su brillo nos veremos en la más completa fealdad-
Jesús, como escuchamos hoy en el evangelio lo denuncia duramente de los que eran los dirigentes del pueblo entonces y los que en cierto modo tenían que orientar las conductas de la gente, los escribas y maestros de la ley. No vivian una vida acorde con lo que pretendían imponer a la gente. Jesús denunciará su hipocresia y falsedad. Y no quiere que de ninguna manera sea ese el estilo de los que son sus seguidores. Lo malo sería que después de veinte siglos y en unos lugares y paises que nos llamamos cristianos sigamos la misma pauta de vanidad, de apariencia, de hipocresía en la sociedad en la que vivimos.
‘Haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen… todo lo hacen para que los vea la gente… les gustan los primeros puestos y los lugares de honor… ser reconocidos, les hagan reverencias por la calle y la gente los llame maestros…’
Es una tentación que podemos sufrir, porque también nos gustan los halagos y que reconozcan lo que hacemos. La vanidad infla nuestro ego creando falsas ilusiones en nuestra vida. Cómo nos sentimos heridos en nuestro amor propio cuando no reconocen lo que nosotros hayamos hecho u otros se cuelguen medallas con lo que quiza nosotros hicimos.
Se habla mucho hoy de autoestima y de valoración de la persona. Está bien porque tenemos que sacar a flote todos nuestros valores, pero eso no tiene que significar que vayamos por la vida buscando esos halagos y reconocimientos. Si hacemos las cosas solo por eso realmente las estamos desvalorizando, porque el bien tenemos que hacerlo con naturalidad y sencillez simplemente porque es el bien y podemos ayudar a los demás con lo que hagamos. Los valores que Dios ha puesto en nuestra vida no son solo para una ganancia personal sino que están también en bien de los otros. Realmente, tenemos que reconocer, cuando vamos buscando pedestales en los que subirnos fácilmente andamos al empujón porque si el otro también quiere subirse al pedestal enseguida nacerá la guerra.
No quiere Jesús que ni nos consideremos maestros en una autosuficiencia en la que nos pongamos siempre por encima de los demás, ni avasallemos a nadie por conseguir nosotros méritos. Nuestro estilo ha de partir de la sencillez y de la humildad de quien ama y porque ama simplemente siempre querrá hacer el bien a los demás y eso es lo que realmente le importa. Pero ahí tenemos constante la tentación.
Una vez más Jesús nos dirá que seremos primeros y verdaderamente importantes cuando sepamos hacernos servidores de los demás no importándonos ser los últimos. ‘El primero entre vosotros sea vuestro servidor. El que se enaltece será  humillado y el que se humilla será enaltecido’. Y no hemos de buscar ser enaltecidos por los hombres, sino sólo a los ojos de Dios que es lo verdaderamente importante. Es el Señor el que ve la sinceridad de nuestro corazón.

viernes, 24 de agosto de 2012


Afianzarnos en la fe con que san Bartolomé se entregó sinceramente a Cristo
Apoc. 21, 10-14; Sal. 144; Jn. 1, 45-51

Bartolomé - el hijo de Tolmai, bar-Tolmai - forma parte del grupo de los Doce a los que Jesús llamó de manera especial para hacerlos apóstoles. Así aparece en las listas de los apóstoles que los sinopticos nos presentan en esa elección de Jesús. Pero probablemente es de los primeros discípulos que siguieron a Jesús según nos narra el evangelista Juan si lo hacemos coincidir con el Natanael cuyo relato de la vocación hemos escuchado hoy en el evangelio. Es natural de Caná de Galilea, pues así lo refiere Juan cuando menciona de nuevo a Natanael entre los apóstoles que están en el lago de Tiberíades cuando la aparición de Cristo resucitado y la pesca milagrosa.

En la oración litúrgica de esta fiesta hemos pedido al Señor que ‘se afiance en nosotros aquella fe con la que san Bartolomé, tu apóstol, se entregó sinceramente a Cristo’. Como hemos escuchado en el evangelio, quizá por los prejuicios de las riñas pueblerinas entre pueblos vecinos, le costó en principio aceptar a Jesús. Ante la insistencia de Felipe de que habían encontrado a aquel de quien hablaban Moisés en la ley y los Profetas está su rechazo diciendo que ‘de Nazaret no puede salir nada bueno’. Pero es ejemplar el camino seguido por Felipe para convencerle, ‘ven y lo verás’. 

Qué importante es ese ir y ver, ese encuentro personal con Jesús. Tras el breve diálogo, un tanto enigmático, entre Jesús y Natanael, en que Jesús le alaba sus valores humanos y su rectitud, además de hacerle ver que Dios está por encima de todo y es capaz de ver lo más secreto de nuestro corazón, lo más secreto que suceda en nuestra vida - ‘antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te ví’ - bastará para que Natanael haga una hermosa confesión de fe en Jesús. ‘Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel’. Lo reconoce como Maestro, como Dios, como Mesías Salvador. 

La fe se nos pone a prueba en ocasiones y nos llenamos de dudas y de prejuicios. Pero hemos de dejarnos encontrar. Dejarnos encontrar por la fe que nos ilumina; dejarnos encontrar por Dios que nos busca; dejarnos encontrar por Cristo que viene a nosotros con su salvación. 

Andamos a veces como prevenidos, con nuestros prejuicios, con nuestras oscuridades que tenemos miedo de iluminar; tantas veces tenemos la tentación de huir de esa fe que puede comprometer mi vida, porque me hará ver las cosas de otra manera y quizá en mi orgullo no quiero bajarme de mi torre, de mi caballo. Pongamos en duda nuestras dudas para atisbar que puede haber una luz que nos ilumine de forma distinta. No nos cerremos a la luz de la fe.

Esa fe que cuando nos lleva a descubrir a Cristo nos hará descubrir también la Iglesia en la que vamos a vivir esa fe, en la que la vamos a alimentar y fortalecer y con la que haremos más presente en medio del mundo la salvación que Jesús nos ha venido a traer. ‘Que la Iglesia se presente ante el mundo como sacramento universal de salvación’, hemos pedido con la intercesión de san Bartolomé. 

Siempre que celebramos la fiesta de un apóstol hacemos incapié en las caracteríticas de la Iglesia una de la cuales es su apostolicidad. En los textos de la Palabra que nos ha ofrecido hoy la liturgia de esta fiesta está ese hermoso texto del Apocalipsis en que se nos describe a la Iglesia como ‘la nueva Jerusalén que descendía del cielo’ con su muralla, sus doce puertas y ‘doce cimientos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero’.

Es esa Iglesia depositaria de la fe recibida de los apóstoles, por eso sus cimientos son los nombres de los apóstoles, y que se presenta ante el mundo como signo y cauce de la salvación que Jesús nos ha venido a ofrecer. ‘Sacramento universal de salvación’, como hemos expresado en la oración litúrgica y que manifiesta lo que es la fe de la Iglesia y que tan maravillosamente nos exponía el Vaticano II. Es la tarea de santificación del pueblo de Dios que realiza la Iglesia en los sacramentos y en el culto que le damos a Dios, pero es también el signo de santidad que la Iglesia ha de manifestar en la santidad de sus miembros, en la santidad con la que hemos de resplandecer todos los creyentes en Jesús .

Nos está hablando todo esto de un compromiso de vida que nace de esa fe y de esa pertenencia a la Iglesia. Que el ejemplo de los apóstoles, el ejemplo de san Bartolomé a quien hoy celebramos, nos impulse a proclamar con valentía esa fe en medio de nuestros hermanos los hombres para así convertirnos nosotros en signos, para así atraer a todos los hombres por los caminos de la salvación. Pero el ejemplo de santidad que nos ofrecen también los apóstoles nos tiene que impulsar también a esa santidad, a esa fidelidad en el seguimiento de Jesús, a esa vida nueva que hemos de vivir como hombres nuevos renacidos por el evangelio en el bautismo que hemos recibido.

Que san Bartolomé nos proteja de todo mal, nos traiga la gracia del Señor que nos arranque de las garras del maligno, como él supo vencer todas las tentaciones y acechanzas del demonio que queria apartarle del camino de Cristo y del Evangelio que él predicaba. 

jueves, 23 de agosto de 2012


El Señor nos invita a su banquete, vistamos el verdadero traje de fiesta
Ez. 36, 23-28; Sal. 50; Mt. 22, 1-14

Grande era el empeño y la insistencia de aquel rey en su intención de celebrar la boda de su hijo. ‘Los invitados no quisieron ir’, pero él seguía enviado ‘a sus criados que les dijeran: tengo preparado el banquete… todo está a punto. Venid a la boda’. Y aunque aquellos invitados siguieron rechazando, y de qué manera, él seguía queriendo celebrar la boda de su hijo. ‘Id ahora a los cruces de caminos y a todos los que encontréis invitadlos a la boda’.

Creo que ya nos está hablando mucho esta imagen para que caigamos en la cuenta de la insistencia del amor de Dios que nos llama una y otra vez, a pesar de nuestras negaciones y rechazos, queriendo a todos ofrecernos este hermoso banquete de su amor.

Es fácil que en nuestra reacción en la escucha del relato de la parábola digamos que nosotros no somos así. Pero mirando con sinceridad nuestro corazón, como hemos de hacerlo cuando estamos ante el amor infinito de Dios y de su sabiduría divina a la que no podemos engañar hemos de reconocer cuánta gracia se ha perdido en nuestra vida por nuestras respuestas negativas y también por cuantas veces hemos preferido otros banquetes que nos ofrece la vida y hemos rechazado lo que Dios nos ofrece.

Jesús ofreció esta parábola dirigiéndose de manera especial a los que eran de una forma o de otra los dirigentes del pueblo en aquel  momento. Como dice el evangelista ‘volvió Jesús a hablar en parábolas a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo’. Una primera lectura e interpretación que hacemos es fijarnos en las circunstancias concretas en que fue pronunciada la parábola y ahí se refleja lo que fue la historia de Israel tan llena de infidelidades al Señor con tantos rechazos a las invitaciones que les hacia y ahora de manera más plena precisamente en Jesús. 

Cuando hoy nosotros escuchamos esta parábola la estamos escuchando como Palabra que el Señor nos dirige a nosotros y somos nosotros los que tenemos que saber leer tantas cosas negativas y tantos rechazos a la gracia de Dios como hay en nuestra vida. Es la palabra que el Señor me dirige a mí, nos dirige a cada uno de nosotros y así hemos de escucharla sabiendo descubrir ese mensaje que el Señor nos quiere trasmitir.

Pero la parábola no termina aquí sino que está ese vestido de fiesta que uno no llevaba en el banquete y por lo que fue excluido de aquella boda. ‘Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?’ ¿Qué nos querrá decir el Señor con el traje de fiesta? Podrán ser actitudes de nuestro corazón que habremos de corregir o podrán comportamientos indignos que nos manchan el traje de la gracia que hemos de vestir para acercarnos a la fiesta del Señor. 

En un banquete que se convierte en fiesta será necesario por parte de los asistentes unas actitudes y una forma de comportarse para no aguar aquella fiesta. No tiene sentido que vayamos a participar en algo que a la larga es comunitario y vayamos llenos de posturas egoístas e insolidarias que crean tensiones o discriminaciones entre los asistentes rompiendo el verdadero ambiente de fiesta que tendría que reinar. No vamos para incordiar y molestar a los que con nosotros están participando de esa fiesta de la vida sino a poner todos de nuestra parte cada uno su granito de arena para lograr esa armonía y esa paz. 

El traje de fiesta de la cordialidad, de la comunión, de la alegría contagiosa, de la paz y de los deseos de unidad que muchas veces en la vida no vestimos porque nos hemos puesto quizá el traje del orgullo, de la apariencia y la vanidad, de la superioridad llena de soberbia, o quizá hasta de la violencia. No son los trajes adecuados para participar en esa fiesta de la vida a la que Jesús nos llama.

Mucho nos haría pensar este detalle del traje de fiesta que algunas veces nos cuesta interpretar pero que de forma muy concreta tendríamos que saber vestir.

El Señor nos llama y nos invita, insiste a tiempo y a destiempo que vayamos a su banquete; vistamos el verdadero traje de fiesta y celebremos la alegría de nuestra fe.

miércoles, 22 de agosto de 2012


La humilde esclava del Señor fue exaltada como Reina del universo
Is. 9, 1-6; Sal. 112; Lc. 1, 26-38

Esta fiesta de María Reina del Universo fue introducida en la liturgia romana por el Papa Pío XII en 1954, el año mariano, celebrándose el 31 de mayo como culminación del mes mariano que era el mes de mayo. Fue el papa Pablo VI tras la reforma conciliar de la liturgia y del calendario de fiestas de la Iglesia el que traslado la fiesta de María Reina al 22 de agosto, en medio de las fiestas de la glorificación de María celebrada el 15 de Agosto y siendo así casi como una octava de la fiesta de la Asunción.

Hemos de ver, pues, esta fiesta en el marco de las celebraciones en que contemplamos a María glorificada participando ya plenamente de la gloria del cielo llevada por su Hijo Jesús. ‘La Virgen Inmaculada, enseña el concilio Vaticano II, terminad el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial y ensalzada como Reina del Universo, para que se asemeje más a su Hijo, Señor de señores, y vencedor del pecado y de la muerte’.

Reina gloriosa podemos llamar y contemplar a María, desde su humildad exaltada a la gloria del cielo. En la tierra fue la humilde esclava del Señor. Y si Jesús nos diría que sería grande e importante, sería el primero en el reino de los cielos el que se hiciera el último y el servidor de todos, qué podemos decir de María, la que se llamó a sí mismo la humilde esclava del Señor - lo escuchamos en el evangelio -, para ser la servidora fiel y humilde que buscaba siempre el bien y siempre la gloria del Señor. Siendo la última la podemos contemplar como la primera, siendo la servidora la podemos contemplar entonces como la Reina.

Reina madre la podemos llamar también porque dio a luz al Rey de cielo y tierra, el rey mesiánico que se sienta sobre el trono de David y su reino. Por eso en la liturgia hoy así la invocamos y ese fue el sentido de la oración litúrgica de esta fiesta; ‘nos has dado como madre y como reina a la madre de tu Unigénito’.

María es también la reina suplicante ya que ‘exaltada sobre los ángeles, reina gloriosa con su Hijo, intercediendo por todos los hombres como abogada de gracia y reina del universo’, como la cantamos en el prefacio. Recordamos a la reina Esther, figura de María la reina suplicante, que se atreve a acercarse hasta el trono del rey para interceder por su pueblo. Así María, es la madre y es la reina intercesora que como abogada nuestra está siempre intercediendo por sus hijos.

Finalmente decir que la podemos contemplar como reina tipo de la gloria futura de la Iglesia. Ya en la fiesta de la Asunción reconocíamos que se convertía en esperanza para el pueblo aún peregrino en la tierra, y podemos decir hoy al verla así glorificada como reina en el cielo que es imagen de la plenitud que un día la Iglesia vivirá.

Somos un pueblo de reyes, como nos enseña san Pedro en sus cartas, y en María reina contemplamos lo que es la plenitud de ese Reino de Dios que a todos nos hace reyes por nuestra configuración con Cristo. Cómo no verlo realizado en plenitud en María y en ella ver la imagen de la plenitud que un día la Iglesia alcanzará.

Nos alegramos y nos gozamos, festejamos a María y le queremos mostrar todo nuestro amor. Pero contemplando toda esta gloria de María, su humildad y su santidad, su amor de madre y la protección que ella realiza sobre nosotros desde el cielo, al mismo tiempo nos sentimos elevados con María; elevados para imitar sus virtudes y su santidad, para parecernos a María, para llenar nuestro corazón de humildad y de amor porque es el mejor camino para acercarnos a la gloria de Dios.

No olvidemos nunca, y para ello no dejemos de mirar a María, que la humildad es el mejor camino que nos lleva hasta Dios, que el servicio en el amor es el que nos hace verdaderamente grandes, y que en la ternura con que llenamos nuestro corazón a la manera de María hemos de hacer que todos quepan en él, porque nunca hagamos discriminación en nuestra vida y que si algunos han de ser los preferidos han de ser los pobres y los que los demás consideren los últimos porque así nos pareceremos más a María y seremos mejores hijos de Dios.

martes, 21 de agosto de 2012


Entonces, ¿quién puede salvarse?... nos tiene reservado un premio de vida eterna
Ez. 28, 1-10; Sal.: Deut. 32, 26-36; Mt. 19, 23-30

‘Entonces, ¿quién puede salvarse?’ Fue la reacción y la pregunta de los discípulos a las palabras de Jesús. Todo sucedió después del episodio del joven rico que se marchó triste porque era muy rico. No había sido capaz de dar el paso adelante que le pedía Jesús de desprendimiento y de generosidad para acumular tesoros, no aquí en la tierra donde la polilla lo corroe y los ladrones se lo roban, sino en el cielo. 

Y Jesús había seguido comentando cómo a un rico se le hacia difícil entrar en el Reino de los cielos. Los apegos del corazón de las cosas que poseemos son peores que las jorobas de los camellos que les impedían entrar por las puertas estrechas de las murallas de las ciudades antiguas. Es a lo que hace referencia Jesús con la comparación. Que también es difícil, si no imposible, introducir por una aguja un cabo de una soga bien gruesa, que es también la interpretación a las palabras de Jesús, según lo que se entienda por un camello y una aguja. Pero el mensaje es claro y les hizo reaccionar con la exclamación que mencionábamos. 

Pero, una cosa hemos de tener clara, la salvación es un regalo de Dios. Un regalo, gracia, al que tenemos que corresponder es cierto. Pero no somos nosotros los que nos salvamos por nosotros mismos, sino que la salvación viene de Dios. Es lo primero que tenemos que entender con lo que nos dice Jesús. ‘Para lo hombres es imposible, pero Dios lo puede todo’. Y la gran manifestación de la salvación la tenemos en Jesús que por nosotros se ofrece y se entrega para redimirnos del pecado y ponernos en camino de gracia y de salvación.  

Por esos apegos del corazón que son las riquezas - y recordamos todo las cosas que equiparamos a las riquezas como ayer reflexionábamos -, si no nos liberamos de ellos, no podríamos alcanzar la salvación. Y para eso ha venido Cristo, para liberarnos, para obtenernos la gracia de la salvación. 

Nuestra respuesta está en buscar esa salvación, buscar esa gracia que nos ayude a purificarnos y a liberarnos de todo ese mal que vamos metiendo en nuestro corazón. Nuestra respuesta está en aceptar y acoger esa salvación que el Señor nos ofrece fortaleciéndonos con su gracia para vivir esa salvación, para hacer resplandecer esa santidad de nuestra vida. Y con la gracia del Señor todo lo podemos. ‘Todo lo puedo en aquel que me conforta’, que decía el apóstol san Pablo.

Aprovechando el diálogo que se ha entablado con Jesús Pedro aprovechará para arrimar el ascua a su sardina, recordando que ellos lo han dejado todo para seguirle. Estaban con Jesús y lo acompañaban a todas partes desde el día que habían dejado las redes y la barca para seguir a Jesús. ‘Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué nos va a tocar?’

Humano es querer saber qué les tiene reservado el Señor a ellos. Un poco de vanidad o de orgullo pudiera aparecer, pero eso no quita para que Jesús les responda valorando lo que han hecho. Si un día había respondido que los primeros puestos a la derecha o a la izquierda los tenía reservados el Padre, ahora responderá claramente: ‘Creedme, cuando llegue la renovación y el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, también vosotros, los que me habéis seguido, os sentaréis en doce tronos para regir las doce tribus de Israel… recibirá cien veces más y heredará la vida eterna’. 

De alguna manera está señalándoles la función muy concreta que los apóstoles van a tener en la Iglesia de Dios fundada en la sangre de Cristo, pero también les habla del premio de vida eterna. ‘Heredará la vida eterna…’ participará de la gloria del cielo. ‘Me voy y os preparo sitio porque donde yo estoy quiero que estéis también vosotros’, que les diría en la última cena.

¿Merece la pena desprenderse de todos los apegos de riquezas y bienes materiales? El premio que nos tiene reservado el Señor es premio de vida eterna y sí que es más valioso que todos los oros del mundo.

lunes, 20 de agosto de 2012

A cuanto más amor más generosidad y más disponibilidad y más alegría en el alma

A cuanto más amor más generosidad y más disponibilidad y más alegría en el alma
Ez. 24, 15-24; Sal.: Deut. 32, 18-21; Mt. 19, 16-22

En la medida en que crezca la intensidad del amor seremos capaces de crecer en fidelidad y en disponibilidad para el seguimiento de Jesús. Es necesario sentirse cautivado por el amor para llegar a darnos y entregarnos con un amor auténtico y verdadero en el seguimiento de Jesús. Muchas veces puede haber buenos deseos, buena voluntad y buenos propósitos pero si nos falla la intensidad de nuestro amor fácilmente decaeremos en nuestra disponibilidad y generosidad para seguir a Jesús. Por eso andamos tan renqueantes tantas veces y no terminamos de darle toda la intensidad necesaria a nuestra vida cristiana.

Hoy en el evangelio contemplamos a un joven que viene con buenos deseos hasta Jesús. Era bueno; tenía deseos de cosas grandes en su corazón; y había también rectitud en su vida en la que había tratado de ser fiel a los mandamientos del Señor. Pero no fue capaz de dar el paso decisivo, el paso adelante que le estaba pidiendo Jesús. Había ataduras en su corazón. Y aunque había buenos deseos al final se llenó de tristeza, no supo encontrar la verdadera alegría que encontraremos cuando somos capaces de darnos con generosidad.

‘Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para heredar la vida eterna?’ Y ante la respuesta de Jesús que le habla en primer lugar del cumplimiento de los mandamientos, parece que en su corazón hay deseos de más. ‘Todo eso lo he cumplido, ¿qué me falta?’

Ahora Jesús pedirá generosidad total, disponibilidad para arrancarse de todo tipo de ataduras, libertad total de espíritu en una libertad que sólo podrá nacer de un corazón lleno de amor, de un corazón enamorado. Pero no fue capaz. ‘Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres - así tendrás un tesoro en el cielo -y luego vente conmigo’. Irse con Jesús no se podía hacer sin un corazón lleno de amor y generoso, sin un corazón enamorado de verdad de Jesús.

Algunas veces nos encontramos con jóvenes o incluso mayores que parece que tiene vocación, una llamada especial del Señor, pero que luego no dan el paso adelante; querían ser buenos y ayudar en todo, pero no siempre estaban bien motivados desde el amor, desde un enamoramiento de Jesús. Así este joven: su corazón no era libre, tenía muchas ataduras. ‘Al oír esto, el joven se marchó triste, porque era rico’.

El que ama de verdad es capaz de darlo todo, no se reserva nada para si. Aquel joven tenía sus tesoros aquí en la tierra, y donde tenemos los tesoros allí tenemos el corazón. Jesús le pide que ponga sus tesoros en el cielo, siendo capaz de venderlo todo para darlo todo a los pobres. Pero siempre andamos con nuestras reservas. Y no son sólo las reservas de riquezas o dineros. Hay tantas cosas de las que no nos queremos desprender. Cosas de orden material, pero cosas también del orden de los sentimientos. Son rémoras de nuestro corazón que no nos dejan caminar libremente.

Las riquezas no son sólo el oro que brilla o el dinero que resuena en nuestros bolsillos, porque algunas veces no tenemos nada de eso, pero en nuestros sueños, en nuestras apetencias, en nuestras ambiciones andamos con más ataduras en ocasiones que los mismos que tienen mucho dinero. Y porque andamos así no llegamos a alcanzar una verdadera alegría llena de paz. Como aquel joven que se fue triste. Hay muchas tristezas que por estos motivos se nos meten en el alma.

No somos pobres de espíritu de verdad. Porque no hay ese desprendimiento en nuestro corazón, porque no tenemos esa disponibilidad en la vida, de nuestro tiempo, de nuestras cosas, de nuestra persona para ser capaces de servir, de ayudar, de olvidarnos de nosotros mismos para pensar más en los demás.

Si llenáramos de verdad nuestro corazón de amor nos veríamos purificados de todos esos apegos y seriamos libres de verdad para darnos, para ayudar y para servir, para hacer el bien, para guardar el tesoro en el cielo que es el tesoro que verdaderamente importa. Sabríamos lo que es la verdadera alegría. Que el Señor nos conceda ese amor y esa alegría.

domingo, 19 de agosto de 2012


Comulgar a Cristo para entrar en comunión total con su vida
Prov. 9, 1-6; Sal. 33; Ef. 5, 15-20; Jn. 6, 51-58

‘He preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa… venid a comer de mi pan y beber de mi vino… y viviréis’. Es la invitación de la Sabiduría de Dios que hemos escuchado en la primera lectura. Una invitación a la Sabiduría  - ‘los inexpertos que vengan aquí, quiero hablar a los faltos de juicio’ - que encontraremos en la plenitud de Cristo.

Seguimos escuchando en el evangelio el llamado discurso del pan de vida de la Sinagoga de Cafarnaún. Seguimos escuchando a Jesús que nos invita a ir hasta El y comerle porque sólo así tendremos vida y vida para siempre. El es la vida del mundo. ‘Yo soy el pan vivo bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá para siempre’.

A los judíos de Cafarnaún les cuesta entender. ‘Discutían entre sí: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?’ Pero tenemos que reflexionar nosotros bien y con mucha hondura para entender lo que Jesús quiere darnos, lo que Jesús nos está ofreciendo. Jesús es claro y tajante en sus palabras: ‘Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros’. No nos podemos tomar a la ligera las palabras de Jesús, no podemos comer y vivir la Eucaristía sin darle toda la hondura y repercusiones que ha de tener en nuestra vida.

¿Qué significa comer su carne y beber su sangre? ¿Cuál es esa vida que nos ofrece y que obtendremos cuando le comamos a El? Es algo grandioso lo que Cristo nos está ofreciendo. Es un milagro y una locura de amor. Un milagro y una locura de amor de Dios que tiene que transformar toda nuestra vida, toda nuestra manera de vivir y actuar. Tanto nos ama que así  nos quiere unidos a El; tanto nos ama que quiere ofrecernos su vida para que tengamos su vida para siempre; tanto nos ama que no puede permitir que haya más muerte en nosotros. Por eso nos lo repite una y otra vez para que nos convenzamos de verdad.

Comer a Cristo es entrar en una hondura grande y casi inimaginable por la mente humana. Porque tampoco se trata de un rito más. Tenemos que tener cuidado de ritualizar demasiado las cosas. Es todo un misterio. Lo expresamos en el Sacramento, que ya en sí la palabra sacramento significa misterio. Porque cuando comemos a Cristo es como si estuviéramos metiendo a Cristo dentro de nosotros. No es un meterlo en el orden de lo físico, aunque físicamente tengamos que comer también el pan de la Eucaristía, sino algo más profundo. Es entrar en comunión con Cristo, una nueva y profunda comunión, por eso el comer la Eucaristía lo llamamos comulgar. Esa comunión va a significar que nos hacemos uno con Cristo. 

Y es que aceptamos a Cristo de tal manera que ya no vamos a vivir nuestra vida sino la de Cristo. Y comulgar a Cristo es comulgar con su evangelio, con el Reino de Dios, con el plan y estilo de vida de amor que nos enseña. Es asumir totalmente todo lo que nos dice Cristo de manera que nuestro pensamiento, nuestro obrar, nuestro vivir será ya el de Cristo. San Pablo llegaría a decir que ya no vive él sino que es Cristo el que vive en él. Nuestro vivir ya será para siempre Cristo y nadie ni nada más. Y esto, claro tiene muchas consecuencias que no sé si siempre somos capaces de calibrar bien, de llegarlas a vivir en plenitud. 

Hay gente que dice, por ejemplo, ‘yo no comulgo con ruedas de molino’, para expresar que no aceptan así como así lo que el otro le dice que es o que tiene que hacer. Cojamos el sentido de la expresión. No comulgamos nosotros, es cierto, con ruedas de molino, pero sí vamos a comulgar a Cristo, de manera que ya no será mi vivir sino para siempre el vivir de Cristo. 

Y ¿cómo era la vida de Cristo? Bien lo sabemos, fue una vida de amor, de entrega y de entrega sin límites. No podemos olvidar que cuando celebramos la Eucaristía estamos celebrando todo el misterio pascual de Cristo, de su pasión, muerte y resurrección, que es celebrar todo el misterio de la entrega de su amor. ¿Seremos nosotros capaces de vivir un amor así como el de Cristo? 

Recorramos las páginas del evangelio y veamos su enseñanza pero también lo que era su actuar, lo que era su vida. Y nos va diciendo que es así como nosotros hemos de actuar. ‘Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis lo mismo’ les dice a los discípulos en la última cena después de lavarles los pies. ‘Que os lavéis los pies los unos a los otros’, nos dice. 

En otra ocasión nos dirá que ‘el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar la vida’, cuando andaban discutiendo por los primeros puestos; pues será eso también el estilo de lo que nosotros tenemos que hacer, servir, hacernos los últimos. 

En la cruz le contemplamos en la suprema entrega para nuestra salvación pero comenzará perdonando y disculpando incluso a aquellos que le están crucificando - ‘perdónalos porque no saben lo que hacen’ -; ¿no nos estará dando ejemplo de cómo ha de ser nuestro generoso perdón a los demás siendo capaces incluso de disculparlos, en lugar de estar contando cuantas veces tendré que perdonar al hermano?

Sería una incongruencia que comiéramos a Cristo en la Eucaristía sin entrar en verdadera comunión con El. Y no estaríamos entrando en verdadera comunión con Cristo a pesar de que comulgáramos si no estamos queriendo vivir una vida a la manera de Cristo, amando como Cristo ama, entregándonos al servicio como Cristo lo hizo, perdonando como El lo hizo y no enseña a serlo, viviendo en auténtica solidaridad con los demás desde el amor, trabajando seriamente por la justicia y el bien de todos.

Tenemos que comer a Cristo para tener vida, y ya estamos viendo lo que significa comulgar a Cristo, entrar en comunión con El para vivir su misma vida, que es vivir sus mismas actitudes, sus mismas posturas, su mismo actuar. Por eso decíamos que comer a Cristo es algo serio. Cuando comulguemos a Cristo así, porque le estemos dando ese sí total de nuestra vida en lo que nos va pidiendo en el Evangelio, estaremos entrando en verdadera comunión con El y estaremos entonces llenándonos de su misma vida. 

Pero, claro, cuando nosotros comemos a Cristo en la Eucaristía estamos entrando una comunión intima y profunda con El que al mismo tiempo se convierte en alimento y fuerza para nosotros poder llegar a esa comunión de amor. Nos habla de comer y de pan de vida. Le comemos para que sea, sí, nuestra fuerza y nuestro alimento. Por eso le hemos escuchado decir hoy ‘el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él’. Habitamos en Cristo, unidos a Cristo como el sarmiento a la vida, para que la vida divina de la gracia mane hacia nuestra vida llenándonos de su fuerza, llenándonos de su vida.

Mucho tenemos que reflexionar, meditar, profundizar en la comprensión de este maravilloso misterio de amor que es la Eucaristía para que cada día la vivamos con mayor intensidad y en verdad así nos llenemos de Cristo. Démosle gracias a Dios por tanto amor, y porque nos pone en camino de amor y de comunión con El cuando le comemos en la Eucaristía.