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sábado, 27 de noviembre de 2010

Allí en medio crecía el árbol de la vida y gritamos ¡Marana tha!

Apoc. 22, 1-7;
Sal. 94;
Lc. 21, 34-36

Las primeras páginas de la Biblia nos hablan de un paraiso donde Dios colocó a Adán; nos lo describe atravesado por un río y en medio el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Dios al crear al hombre lo quería para la felicidad y la vida aunque el hombre prefiera la muerte al dejar meter el pecado en su corazón.
Ahora en la última página de la Biblia, al finalizar el libro del Apocalipsis al hablarnos de la ‘nueva jerusalén, la ciudad santa, el nuevo cielo y la nueva tierra’ nos la describe también con imágenes semejantes a las del paraiso porque también nos habla de un río que atravesaba la ciudad y de un árbol de la vida. ‘A mitad de la calle de la ciudad, a ambos lados del río, crecía el árbol de la vida… y las hojas del árbol sirven de medicina a las naciones’.
Ahora todo será vida y será luz. Si en el paraíso el hombre sintió la tentación de ser como Dios, ahora partícipes de la vida de Dios podrá ver a Dios cara a cara. ‘En la ciudad está el trono de Dios y el del Cordero… lo verán cara a cara y llevarán su nombre en la frente’. Nos recuerda lo que el mismo Juan nos decía en su primera carta. ‘Somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos, porque cuando se manifieste seremos semejantes a El y le veremos tal cual es’.
Y todo será luz. Si al principio del evangelio Juan nos habla de que las tinieblas rechazaron la luz, no la recibieron, ahora las tinieblas han desaparecido para siempre ‘ya no habrá mas noche, ni necesitarán luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios irradiará la luz sobre ellos y reinarán por los siglos de los siglos’.
Un último grito se oirá en el Apocalipsis, que hoy hemos repetido como responsorio en el salmo. ‘¡Marana tha! Ven, Señor Jesús’. Es la súplica repetida en la liturgia de la Iglesia y que si aparece hoy en el último día y la última celebración del año litúrgico, comenzaremos el Adviento, un nuevo año, con esa misma súplica que iremos repitiendo en todo el Adviento. ‘Ven, Señor Jesús’.
Pero es la súplica de la Iglesia también en cada Eucaristía. Cuando celebramos la Pascua, cuando hacemos presente sobre el altar todo el sacrificio de Cristo de forma incruenta, también será esa nuestra suplica. ‘Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús’. Es que ‘cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas’.
Es la esperanza que nos mueve a la vigilancia y a la atención. ‘Mientras esperamos su venida gloriosa…’ Es la esperanza y la vigilancia que nos hace estar despiertos y atentos. ‘Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza…’ nos decía Jesús en el evangelio. ‘Manteneos en pie ante el Hijo del Hombre’.
Terminamos un año litúrgico para comenzar ya con las primeras vísperas de hoy un nuevo ciclo litúrgico al iniciar el Adviento que nos prepara para la navidad. No sólo vamos a celebrar su primera venida en la carne, sino que vivimos en la esperanza de su segunda venida gloriosa y en plenitud. ‘Cuando venga de nuevo en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su obra, podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar’ como vamos a decir en el prefacio del Adviento. Por eso ahora pedimos, suplicamos, gritamos ‘¡Marana Tha! Ven, Señor Jesús’

viernes, 26 de noviembre de 2010

Cielo nuevo y tierra nueva, nueva Jerusalén, morada de Dios en medio de los hombres

Apoc. 20, 1-4.11 - 21, 2; Sal. 83; Lc. 21, 29-33

El lenguaje del Apocalipsis es un lenguaje simbólico, muy rico en imágenes y comparaciones que hemos de saber leer e interpretar debidamente. Imágenes, símbolos, comparaciones que muchos de ellos habían aparecido ya también en los profetas, sobre todo en los de género apocalíptico, y que ahora todo tienen, podríamos decir, una referencia a la Iglesia, en las circunstancias concretas que vive en su propio tiempo, y que todo se dirige y confluye en el triunfo final de Cristo y su salvación para todos los hombres.
Por eso me gusta decir que es un libro de esperanza para la iglesia, para los cristianos inmersos en luchas y persecusiones. Tenemos la certeza final de la victoria de Cristo. Tenemos la esperanza de un día nosotros poder participar de su victoria y para nosotros nos está reservado ese cielo nuevo y esa tierra nueva de la que nos habla, por ejemplo hoy, el texto sagrado.
Se nos habla de la derrota del ‘dragón, que es la antigua serpiente, el diablo o satanás’. Encandenado fue arrojado al abismo. Quien quiere con sus tentaciones encadenarnos a nosotros al pecado, tenemos la esperanza cierta de que va a ser vencido y encadenado. Por eso nos habla a continuación de los mártires que salieron victoriosos en el combate, ‘las almas de los decapitados por el testimonio de Jesús y el mensaje de Dios y que no habían recibido su señal en la frente ni en la mano’. Para ellos es la victoria y la vida. ‘Volvieron a la vida y reinaron con Cristo…’ nos dice.
Nos habla de resurrección. Y nos habla del juicio de Dios que conduce a la vida a los que estaban inscritos en el libro de la vida. ‘Venid, benditos de mi Padre, a heredar el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo’, que nos dice Jesús en el Evangelio cuando nos habla del juicio final.
Termina el texto de hoy con una visión apoteósica. Estamos llegando al final del Apocalipsis y por eso todo nos habla de ese triunfo del Cordero. Nos habla ahora del ‘cielo nuevo y la tierra nueva, porque que el primer cielo y la primera tierra han pasado y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo’. Es la imagen de la Iglesia, pero ya de la Iglesia triunfante, de la Iglesia del cielo, pero de la que ya participamos como en primicias aquí en la tierra formando parte de la Iglesia peregrina.
‘Esta es la morada de Dios con los hombres’, ha sido nuestra réplica y respuesta en el salmo responsorial. Esa morada de Dios que es la Iglesia en la que se hace presente Dios con su gracia, en la que nos hace partícipes de su vida divina a través de los sacramentos. Es la Iglesia en la que sentimos presente a Dios y que quiere ser signo de esa presencia de Dios y salvación para todos los hombres.
Esa morada de Dios que hemos de ser nosotros también, porque cuando creemos en El y le amamos, como nos dice Jesús, ‘vendremos a él y haremos morada en él’. Nosotros pues que hemos de vivir una santidad especial no dejándonos seducir por el mal ni por el pecado, para que resplandeciendo la gracia en nosotros seamos también para el mundo esa señal de Dios en medio de los hombres. Cuánto nos exige todo esto para nuestra santidad personal. Para esa lucha contra el mal y el pecado y para esa superación que hemos de vivir cada día. Cuánto nos exige en tanto que hemos de ayudar a los demás a vivir también esas ansias de Dios, de santidad, de gracia. Nuestra vida tiene que ser testimonio que despierte en los demás esos deseos de Dios.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Se acerca vuestra liberación… dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero

Apoc. 18, 1-2.21-23: 19, 1-3.9;
Sal. 99;
Lc. 21, 20-28

‘Entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube con gran poder y gloria… levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación’. Nos habla Jesús de su segunda venida, al final de los tiempos.
Nos recuerda su respuesta ante el Sanedrín a preguntas del Sumo Sacerdote. ‘Desde ahora el Hijo del Hombre estará sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso que viene entre las nubes del cielo’. O también la descripción que nos hace del juicio final. ‘Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria con todos los ángeles, se sentará en su trono de gloria’.
Es parte de nuestra fe y de nuestra esperanza. Así lo hacemos oración también en la celebración litúrgica, ‘mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo’. Por eso pedimos vernos libres de toda pertubación, que no nos falta nunca la paz del Señor en nuestro corazón, que no nos veamos turbados por los acontecimientos de lo que nos sucede o sucede a nuestro alrededor.
Esas imágenes que nos aparecen hoy en el evangelio en esas descripciones que nos hace Jesús tanto de la destrucción de Jerusalén como de los últimos tiempos, de eso nos quieren hablar. Pero el Señor no quiere que perdamos la paz. Los incrédulos, los que han perdido su fe en el Señor, ante esos acontecimientos se llenan de turbación y de temor. ‘Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad de lo que se le viene encima al mundo…’ dice Jesús. Nosotros, como decíamos, no podemos perder la paz. El Señor está con nosotros; el Señor viene con su salvación. Es la confianza que ponemos en Dios. El Señor nos acompaña con su fuerza, con la fuerza de su Espíritu.
Que todos esos acontecimientos sepamos ver la presencia del Señor que llega a nuestra vida con su salvación. Es la invitación que nos hace. ‘Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación’. Una invitación a la vigilancia, a estar despiertos, como escucharemos repetidamente estos días.
Por eso son también tan consoladoras las descripciones que nos hace el libro del Apocalipsis, como las escuchadas hoy. ‘Ha caído, ha caído Babilonia la grande’. Expresa la derrota del maligno – es la descripción que se nos hace - para ser anuncio de victoria e invitación de que vayamos a sentarnos a la mesa del banquete del reino de los cielos. Primero nos dice que oyó ‘en el cielo algo que recordaba el griterío de una gran muchedumbre que cantaban: Aleluya. La victoria, la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios, porque sus sentencias son rectas y justas…’ para terminar diciendo: ‘Escribe: Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero’.
Dichosos nosotros porque podemos vivir esa salvación que Cristo viene a traernos. Dichosos nosotros que estamos invitados al banquete de bodas del Cordero. Ahora, cada día, cuando celebramos la Eucaristía, escuchamos esa invitación: ‘Dichosos los invitados a la cena del Señor’, se nos dice para que nos acerquemos a comulgar, a comer a Cristo Eucaristía que ‘se nos da en prenda de la gloria futura’. Ahora comemos a Cristo que así se nos da en la Eucaristía como viático, como alimento para nuestro camino, como vida de nuestra vida. Un día podremos sentarnos en la plenitud de la mesa del banquete del Reino de los cielos cuando gocemos de Dios para siempre en el cielo.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Dar testimonio del nombre de Jesús para cantar el cántico de victoria de los vencedores

Apoc. 15, 1-4;
Sal. 97;
Lc. 21, 12-19

Los versículos anteriores (los que escuchamos y comentamos ayer) nos hablaban de los tiempos difíciles que nos invitaban a la conversión y a la solidaridad, los que hoy escuchamos nos invitan a la perseverancia en la fidelidad, de la que hemos de dar testimonio que nos conduce a la salvación y que será testimonio también que ayude a los demás a encontrarse con esa salvación.
‘Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a los tribunales y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre, así tendréis ocasión de dar testimonio… con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas’. Así nos lo anuncia Jesús. Así nos prepara Jesús.
Tiempos difíciles también, pero ocasión de dar testimonio. Es la historia de los creyentes de todos los tiempos. Es la historia de los cristianos ayer y hoy. Sigue siendo hoy. Pero recordemos una cosa: Jesús nos llama dichosos por ser perseguidos. Recordemos las bienaventuranzas. Y de los que son perseguidos es el Reino de los cielos.
Pero, qué confianza nos da Jesús. Las palabras de Jesús no son para el temor, sino para la confianza y la esperanza. Nos podría parecer que nos llenamos de miedo cuando sabemos esto que nos anuncia Jesús que nos puede suceder. Las palabras de Jesús nos hacen sentirnos fuertes. Nos dice que no es ni siquiera necesario preparar nuestra defensa. ‘Yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningun adversario vuestro…’ Recordemos la valentía de tantos mártires a través de los tiempos. Es que Jesús nos promete la asistencia de su Espíritu.
Hoy mismo seguimos viendo el testimonio de tantos cristianos en tantos lugares del mundo que siguen arriesgando su vida por su fe. No suelen ser noticias de portada de los telediarios, pero las podemos encontrar cada día. Y sería bueno que las encontráramos y las conociéramos, no para llenarnos de temor por lo que también a nosotros nos pudiera pasar, sino para sentirnos más fortalecidos en el Espíritu.
¿No hemos oído estos días la noticia de la mujer que en Pakistán había sido condenada a muerte, dicen que por blasfemia, pero que lo único que ella había hecho era confesar su fe en Jesús como su único Salvador. Es cierto que ya ayer salían noticias de que se le había condonado su pena a muerte y quedaría en libertad. Pero son tantos los que siguen muriendo, teniendo que abandonar sus tierras, o poniendo su vida en peligro, solamente por eso, por ser cristianos y confesar su fe.
‘Con vuestra perseverancia, salvaréis vuestras almas’, termina diciéndonos Jesús. Quería unir en esta reflexión que nos estamos haciendo el libro del Apocalipsis. Hoy nos ha hablado de aquellos ‘que han vencido a la bestia… tenían en sus manos las arpas que Dios les había dado y cantaban el cántico de Moisés y el cántico del Cordero: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios soberano de todo… ¿quién no dará gloria a tu nombre…? Todas las naciones vendrán y se postrarán ante Ti…’
Es el cántico de los salvados, de los vencedores. Es el cántico triunfal que pueden cantar aquellos que ‘han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero… aquellos que vienen de la gran tribulación’, como nos dice en otro lugar el Apocalipsis y que muchas veces ya hemos escuchado.
Tenemos ocasión de dar testimonio. Que un día podamos cantar ese cántico del Cordero porque seamos también del grupo de los vencedores, de los que participemos de la victoria y de la gloria de Cristo para siempre.

martes, 23 de noviembre de 2010

Señales que nos invitan a la conversión y a la solidaridad

Apoc. 14, 14-20;
Sal. 95;
Lc. 21, 5-11

El texto del evangelio que hoy se nos ha proclamado es parte del escuchado hace un par de domingos. Es en lo que la liturgia de la Iglesia nos insiste de manera especial en estos días. Aspectos de nuestra fe y de nuestra vida cristiana que nos conviene recordar, tener muy presente, porque tenemos el peligro de perder esa trascendencia que hemos de darle a nuestra vida.
Seguiremos leyendo este capítulo 21 de san Lucas durante esta semana del final del año litúrgico desde esa perspectiva del anuncio de los tiempos finales que nos hace Jesús. Un texto, el que iremos escuchando durante toda esta semana, que invita a la perseverancia y a la vigilancia. Nunca para el temor sino siempre para la esperanza. En el fondo una invitación a la conversión, como una invitación al amor y a la solidaridad.
Parte Jesús, como ya indicábamos el otro día, del anuncio de la destrucción de la ciudad de Jerusalén y del templo. ‘Maestro, ¿cuándo va a suceder esto? ¿Cuál será la señal de que todo esto está para suceder?’ le preguntan. Pero nos invita a no dejarnos engañar. Más que de los últimos tiempos les está hablando ahora de todos esos tiempos difíciles por los que hemos de pasar a través de la historia. Guerras, revoluciones, terremotos, epidemias, catástrofes… Pero nos previene Jesús. No habrá de hacerse caso de falsos profetas que querrán ver en todo ello señales del fin del mundo. ‘Muchos vendrán usando mi nombre, diciendo “yo soy”, o bien “el momento está cerca”; no vayáis tras ellos’.
Pero sí podremos ver en esas cosas llamadas e invitaciones del Señor, por una parte a nuestra conversión personal para que vayamos mejorando nuestro mundo y no permitamos entonces que esas desgracias sean por causa humana. Jesús nos pone en camino de un mundo en paz, de un mundo donde nos sepamos entender, de un mundo en el que evitemos enfrentamientos y violencias.
Es el Reino de Dios al que El nos invita y con el que tenemos que sentirnos comprometidos desde nuestra fe y nuestro amor cristiano. Si ponemos más amor en nuestra vida, si ponemos más amor en nuestras relaciones personales con los que están a nuestro lado cada día, podemos ir haciendo ese mundo mejor, ese mundo de paz, del que desterremos odios y violencias. Tendrían, entonces, que desaparecer las guerras y los enfrentamientos.
Pero podemos ver también una llamada y una invitación en ese mismo camino de conversión a la solidaridad más auténtica. Desgracias y calamidades se suceden en nuestro mundo, muchas veces por causas naturales como puedan ser terremotos y demás violencias de la naturaleza. Y es ahí donde hemos de saber hacer resplandecer nuestra solidaridad, nuestro amor cristiano más genuino.
Al menos podemos actuar desde la misericordia y la compasión para remediar males, para consolar en las tristezas de la vida o para servir de consuelo con nuestro amor a los que sufren. Cuánto podemos hacer de eso cada día con los hermanos que están a nuestro lado en el sufrimiento de la enfermedad, de una discapacidad o de tantas limitaciones que nos pueden ir apareciendo en la vida. Ahí tenemos que expresar con toda autenticidad y con toda intensidad nuestro mejor amor, nuestro amor cristiano.
Tengamos muy presente todo esto en nuestra vida, en el camino de nuestra fe. Que no se enfríe nunca nuestra esperanza. Que no se apague la llama del amor de nuestro corazón. Convirtámonos de verdad al Señor.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Un amor que tiene una generosidad especial

Apoc. 14, 1-5;
Sal. 23;
Lc. 21, 1-4

Apenas tiene cuatro versículos el texto del evangelio de hoy. Suficientes para un gran mensaje. Un mensaje que también podemos resumir en pocas palabras, pero que como siempre el evangelio envuelve toda nuestra vida. Hay textos que nos hacen pensar, revisar, cambiar posturas, ver las cosas de otra manera. Textos que nos hacen preguntarnos dónde está el valor de nuestra vida, a qué le damos verdaderamente importancia, qué es lo que realmente estamos haciendo de nuestra vida. Creo que si con sinceridad nos enfrentamos a la Palabra del Señor siempre tiene que hacer surgir en nosotros una nueva inquietud.
‘Esta pobre viuda ha echado más que nadie, porque todos los demás han echado de lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’. No es nada lo que nos está diciendo Jesús. Y nosotros que nos creemos generosos y espléndidos en lo que hacemos. Pero ¿seríamos capaces de hacer como aquella mujer? Pasa necesidad y, aún así, no es que comparta partiendo lo que tiene para dar una parte y reservarse la otra para sí, para su necesidad. ‘Ha echado todo lo que tenía para vivir’. Es que no podemos ser insensibles.
Cuesta. No es fácil. Podríamos decir incluso que no es nuestra obligación. Pero aquella pobre viuda lo hizo. Es el más puro estilo del evangelio. No sé qué estaríamos dispuestos a hacer o hasta dónde llegaríamos. Me atrevo a decir no sé hasta donde nos estará pidiendo el Señor. Quizá surja mi egoísmo, mi individualismo, mis miedos y mis reservas. Podríamos decir que hasta es humano.
Pero el amor de Jesús no se quedó nunca corto. Ayer, último domingo del año litúrgico, lo proclamamos nuestro Rey y Señor. Y lo proclamamos contemplándolo clavado en una cruz ignominiosa, dando su vida. Pero así es su amor. Así entregó El su vida. No hay amor más grande. El amor en Jesús no tiene límites, ni reservas, ni distinciones, ni medidas, ni escalas. Jesús no da nunca de lo que sobra. En Jesús siempre está la generosidad sin límites. En Jesús siempre es total. Y es así cómo Jesús es el Rey y Señor de nuestra vida. Y haciendo como El hizo es como lo proclamamos nuestro Rey y podemos decir en verdad que estamos en su reino.
Y claro, El nos dijo que nosotros teníamos que amar como El nos ha amado. O sea, que nos está poniendo el listón bien alto. Esa tendría que ser nuestra meta y nuestro ideal. ¿Habría escuchado aquella mujer del templo de Jerusalén a Jesús? ¿sabría ella de evangelio? Si no lo había oído, al menos lo estaba practicando, de tal manera que Jesús nos haría fijarnos en ella, nos la pondría como ejemplo de nuestro amor.
Un corto evangelio pero que nos hace pensar mucho. Nos hace revisar nuestras medidas. Nos hace tentarnos los bolsillos, podríamos decir; o tentarnos el alma para ver hasta donde llega la generosidad de nuestro amor.
El libro del Apocalipsis, que hemos escuchado en la primera lectura, nos habla del cortejo del Cordero que lo seguirán adondequiera que vaya. Aquellos ciento cuarenta y cuatro mil que llevaban grabado en la frente el nombre del Cordero, y que eran los que podían cantar el cántico nuevo, porque son los rescatados como primicias de la humanidad para Dios y el Cordero, los que eran irreprochables porque en sus labios no se encontró mentira. Los números son simbólicos y no podemos quedarnos en la literalidad del número. Hablan realmente de una universalidad.
Quisiera formar parte de ese número, de ese cortejo, porque también lleve grabado en mi frente el nombre del Cordero. Y ¿cómo se graba en nuestra frente el nombre del Cordero? Una buena pregunta. Somos, sí, los rescatados, pero somos los marcados con el nombre del amor. Vivamos un amor como el de Jesús, como el que nos enseña hoy el evangelio, y seguro que seremos del número de los marcados, y los que podremos cantar ese cántico nuevo al Señor, nuestro Dios.

domingo, 21 de noviembre de 2010

A El la gloria y el poder por los siglos de los siglos


2Sam. 5, 1-3;

Sal. 121;

Col. 1, 12-20;

Lc. 23, 35-43


Si a alguien ajeno a nuestra fe y sin tener conocimiento de nuestro sentir cristiano le dijeramos que hoy estamos celebrando a Jesucristo, Rey del Universo, y escuchara el evangelio que hemos proclamado, quizá se preguntaría cómo es que tenemos a un Rey que está colgado de un madero y entre dos malhechores condenado como un malhechor. Quizá se preguntaría si tendríamos otro evangelio mejor que nos definiera ese reinado de Cristo. ¿Qué pensamos nosotros y qué respuesta le daríamos?
Claro que para nosotros sí tiene significado este texto del evangelio y con él mejor que con ningún otro proclamamos la realeza de Cristo. Ahí lo contemplamos en su entrega suprema, en el más grande y hermoso sacrificio que podía ofrecer por nuestra redención y con el que proclama en verdad que es el único Rey y Señor de nuestra vida.
Jesús a lo largo del evangelio nos habla del Reino de Dios. Es su principal anuncio y proclamación. En el comienzo de su predicación nos anuncia la llegada del Reino y nos invitaba a convertirnos a él. Nos explica con sus parábolas las características de ese Reino y a los discípulos en concreto les señala cuales han de ser las actitudes fundamentales para vivir en el estilo de su Reino.
La gente confundida unas veces preguntan si ya ha llegado el momento de instaurarse esa soberanía de Israel o en otras ocasiones entusiasmados con las cosas que Jesús hace querrán hacerlo Rey. Cuando lo acusan ante Pilato y éste pregunta si es Rey, le dirá que su Reino no es como lo de este mundo, porque El ha venido a proclamar la verdad. El rehusa esos deseos de hacerlo rey a la manera de los reyes de este mundo porque la verdadera grandeza en su reino no va por esos caminos, como nos lo había enseñado; sólo aceptará ser aclamado a la entrada en Jerusalén, pero montado sobre una borrica, porque va a ser el anticipo de su verdadero momento de gloria que será su entrega en su muerte en la cruz.
Conociendo el evangelio, habiendo escuchado lo que Jesús nos ha ido enseñando, podremos entender muy bien que al celebrar a Jesucristo como Rey del universo, tal como es el título de esta fiesta, escuchemos el evangelio que nos lo presenta colgado del madero de la cruz. Ahí está como el último, entre los malhechores, en la muerte más ignominiosa, pero con las muestras del amor más profundo y más verdadero; el amor de quien se entrega hasta el final, hasta dar la vida que es la suprema prueba del amor.
Y contemplándolo así nosotros, hoy, con ese hermosísimo himno de la carta a los Colosenses, que ya era un himno a Cristo en aquellas primeras comunidades cristianas ‘damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz’. Con Cristo somos herederos de la más rica de las herencias, que es la gracia, que es la vida de Dios que nos regala, que es la participación en su reino.
Y ‘damos gracias… porque El nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados’. ¿Queremos más títulos y más razones para proclamarlo en verdad como Rey y Señor de nuestra vida? El nos ha redimido, nos ha rescatado, nos ha dado la salvación, nos ha hecho hijos y herederos, nos hace partícipes de su Reino.
Volviendo al texto del evangelio allí estamos viendo que, aunque quieren tentarlo y hasta burlarse de El por estar clavado en el suplicio de la cruz, sin embargo van desgranando, como si de una letanía o una lista se tratara, que es el Mesías, el Elegido de Dios – como lo había anunciado el profeta y como será proclamado también desde el cielo en el Jordán o en el Tabor -, el Hijo de Dios y el verdadero Rey de Israel. Será ese también el título que aparece en la tablilla de la sentencia, ‘Jesús Nazareno, Rey de los Judíos’. Pero será el malhechor arrepentido quien hará una verdadera confesión de fe en Jesús y en la trascendencia que espera alcanzar para su vida. ‘Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino’. A lo que Jesús responderá con ese hermosísimo ‘hoy estarás conmigo en el paraíso’. El hoy de Dios y de su Salvación que tan puntualmente llegue a nuestra vida cuando nos abrimos a Dios aunque sea desde la más honda miseria de nuestro pecado.
Sí, proclamamos a Jesús como Rey y Señor, como el primero y el principio, como el primogénito de entre los muertos, porque además le contemplamos no sólo en su muerte en la Cruz sino resucitado y glorioso. Tiene todos los derechos a que lo llamemos el Señor, el Rey de nuestra vida, porque así nos ha arrancado de las tinieblas y de la muerte, porque así quiere que vivamos para siempre en su vida. El es nuestra reconciliación y nuestra paz. ‘Por El quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su Cruz’, como nos dice san Pablo.
Pero esta proclamación que hoy nosotros hacemos en nuestra celebración no se puede quedar en palabras entusiastas, aunque por supuesto tenemos que cantar y victorear al Señor de nuestra vida. Esta proclamación para nosotros tiene que ser un compromiso, porque si queremos que El sea nuestra Rey, queremos vivir en su Reino, queremos entonces darle a nuestra vida el estilo y el sentido del Reino de Dios. Y no es otra cosa que hacer lo que El nos dice, o vivir como fue su vida.
Proclamar a Jesucristo Rey es vivir un amor generoso siempre entregado y hasta el final; es hacerse el último y el servidor de todos; es ser siempre instrumentos de reconciliación porque buscamos y ofrecemos el perdón y la amistad siempre renacida y nueva; es ser constructores de paz y de unión allí donde estemos, arrancando todo atisbo de violencia o cualquier semilla de discordia; es buscar esos caminos de plenitud, de autenticidad, de verdad, de justicia y de amor; es saber poner siempre en el centro de nuestra vida a Dios verdadero sentido de nuestro vivir y de nuestro caminar.
Cristo Jesús será ya para siempre para nosotros el mejor lugar de encuentro con Dios porque es el Emmanuel (Dios con nosotros); el verdadero templo de Dios porque en El y por El será como mejor demos culto al Padre todopoderoso; el que nos hará sentir a Dios como único Señor del hombre y de la historia. ‘El es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque porque medio de El fueron creadas todas las cosas’, como nos ha dicho san Pablo y como confesamos en el Credo.
Como dice el Apocalipsis y nos ofrecía la antífona de entrada de esta Eucaristía, ‘digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A El la gloria y el poder por los siglos de los siglos’.