2Sam. 5, 1-3;
Sal. 121;
Col. 1, 12-20;
Lc. 23, 35-43
Si a alguien ajeno a nuestra fe y sin tener conocimiento de nuestro sentir cristiano le dijeramos que hoy estamos celebrando a Jesucristo, Rey del Universo, y escuchara el evangelio que hemos proclamado, quizá se preguntaría cómo es que tenemos a un Rey que está colgado de un madero y entre dos malhechores condenado como un malhechor. Quizá se preguntaría si tendríamos otro evangelio mejor que nos definiera ese reinado de Cristo. ¿Qué pensamos nosotros y qué respuesta le daríamos?
Claro que para nosotros sí tiene significado este texto del evangelio y con él mejor que con ningún otro proclamamos la realeza de Cristo. Ahí lo contemplamos en su entrega suprema, en el más grande y hermoso sacrificio que podía ofrecer por nuestra redención y con el que proclama en verdad que es el único Rey y Señor de nuestra vida.
Jesús a lo largo del evangelio nos habla del Reino de Dios. Es su principal anuncio y proclamación. En el comienzo de su predicación nos anuncia la llegada del Reino y nos invitaba a convertirnos a él. Nos explica con sus parábolas las características de ese Reino y a los discípulos en concreto les señala cuales han de ser las actitudes fundamentales para vivir en el estilo de su Reino.
La gente confundida unas veces preguntan si ya ha llegado el momento de instaurarse esa soberanía de Israel o en otras ocasiones entusiasmados con las cosas que Jesús hace querrán hacerlo Rey. Cuando lo acusan ante Pilato y éste pregunta si es Rey, le dirá que su Reino no es como lo de este mundo, porque El ha venido a proclamar la verdad. El rehusa esos deseos de hacerlo rey a la manera de los reyes de este mundo porque la verdadera grandeza en su reino no va por esos caminos, como nos lo había enseñado; sólo aceptará ser aclamado a la entrada en Jerusalén, pero montado sobre una borrica, porque va a ser el anticipo de su verdadero momento de gloria que será su entrega en su muerte en la cruz.
Conociendo el evangelio, habiendo escuchado lo que Jesús nos ha ido enseñando, podremos entender muy bien que al celebrar a Jesucristo como Rey del universo, tal como es el título de esta fiesta, escuchemos el evangelio que nos lo presenta colgado del madero de la cruz. Ahí está como el último, entre los malhechores, en la muerte más ignominiosa, pero con las muestras del amor más profundo y más verdadero; el amor de quien se entrega hasta el final, hasta dar la vida que es la suprema prueba del amor.
Y contemplándolo así nosotros, hoy, con ese hermosísimo himno de la carta a los Colosenses, que ya era un himno a Cristo en aquellas primeras comunidades cristianas ‘damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz’. Con Cristo somos herederos de la más rica de las herencias, que es la gracia, que es la vida de Dios que nos regala, que es la participación en su reino.
Y ‘damos gracias… porque El nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados’. ¿Queremos más títulos y más razones para proclamarlo en verdad como Rey y Señor de nuestra vida? El nos ha redimido, nos ha rescatado, nos ha dado la salvación, nos ha hecho hijos y herederos, nos hace partícipes de su Reino.
Volviendo al texto del evangelio allí estamos viendo que, aunque quieren tentarlo y hasta burlarse de El por estar clavado en el suplicio de la cruz, sin embargo van desgranando, como si de una letanía o una lista se tratara, que es el Mesías, el Elegido de Dios – como lo había anunciado el profeta y como será proclamado también desde el cielo en el Jordán o en el Tabor -, el Hijo de Dios y el verdadero Rey de Israel. Será ese también el título que aparece en la tablilla de la sentencia, ‘Jesús Nazareno, Rey de los Judíos’. Pero será el malhechor arrepentido quien hará una verdadera confesión de fe en Jesús y en la trascendencia que espera alcanzar para su vida. ‘Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino’. A lo que Jesús responderá con ese hermosísimo ‘hoy estarás conmigo en el paraíso’. El hoy de Dios y de su Salvación que tan puntualmente llegue a nuestra vida cuando nos abrimos a Dios aunque sea desde la más honda miseria de nuestro pecado.
Sí, proclamamos a Jesús como Rey y Señor, como el primero y el principio, como el primogénito de entre los muertos, porque además le contemplamos no sólo en su muerte en la Cruz sino resucitado y glorioso. Tiene todos los derechos a que lo llamemos el Señor, el Rey de nuestra vida, porque así nos ha arrancado de las tinieblas y de la muerte, porque así quiere que vivamos para siempre en su vida. El es nuestra reconciliación y nuestra paz. ‘Por El quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su Cruz’, como nos dice san Pablo.
Pero esta proclamación que hoy nosotros hacemos en nuestra celebración no se puede quedar en palabras entusiastas, aunque por supuesto tenemos que cantar y victorear al Señor de nuestra vida. Esta proclamación para nosotros tiene que ser un compromiso, porque si queremos que El sea nuestra Rey, queremos vivir en su Reino, queremos entonces darle a nuestra vida el estilo y el sentido del Reino de Dios. Y no es otra cosa que hacer lo que El nos dice, o vivir como fue su vida.
Proclamar a Jesucristo Rey es vivir un amor generoso siempre entregado y hasta el final; es hacerse el último y el servidor de todos; es ser siempre instrumentos de reconciliación porque buscamos y ofrecemos el perdón y la amistad siempre renacida y nueva; es ser constructores de paz y de unión allí donde estemos, arrancando todo atisbo de violencia o cualquier semilla de discordia; es buscar esos caminos de plenitud, de autenticidad, de verdad, de justicia y de amor; es saber poner siempre en el centro de nuestra vida a Dios verdadero sentido de nuestro vivir y de nuestro caminar.
Cristo Jesús será ya para siempre para nosotros el mejor lugar de encuentro con Dios porque es el Emmanuel (Dios con nosotros); el verdadero templo de Dios porque en El y por El será como mejor demos culto al Padre todopoderoso; el que nos hará sentir a Dios como único Señor del hombre y de la historia. ‘El es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque porque medio de El fueron creadas todas las cosas’, como nos ha dicho san Pablo y como confesamos en el Credo.
Como dice el Apocalipsis y nos ofrecía la antífona de entrada de esta Eucaristía, ‘digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A El la gloria y el poder por los siglos de los siglos’.