Apoc. 20, 1-4.11 - 21, 2; Sal. 83; Lc. 21, 29-33
El lenguaje del Apocalipsis es un lenguaje simbólico, muy rico en imágenes y comparaciones que hemos de saber leer e interpretar debidamente. Imágenes, símbolos, comparaciones que muchos de ellos habían aparecido ya también en los profetas, sobre todo en los de género apocalíptico, y que ahora todo tienen, podríamos decir, una referencia a la Iglesia, en las circunstancias concretas que vive en su propio tiempo, y que todo se dirige y confluye en el triunfo final de Cristo y su salvación para todos los hombres.
Por eso me gusta decir que es un libro de esperanza para la iglesia, para los cristianos inmersos en luchas y persecusiones. Tenemos la certeza final de la victoria de Cristo. Tenemos la esperanza de un día nosotros poder participar de su victoria y para nosotros nos está reservado ese cielo nuevo y esa tierra nueva de la que nos habla, por ejemplo hoy, el texto sagrado.
Se nos habla de la derrota del ‘dragón, que es la antigua serpiente, el diablo o satanás’. Encandenado fue arrojado al abismo. Quien quiere con sus tentaciones encadenarnos a nosotros al pecado, tenemos la esperanza cierta de que va a ser vencido y encadenado. Por eso nos habla a continuación de los mártires que salieron victoriosos en el combate, ‘las almas de los decapitados por el testimonio de Jesús y el mensaje de Dios y que no habían recibido su señal en la frente ni en la mano’. Para ellos es la victoria y la vida. ‘Volvieron a la vida y reinaron con Cristo…’ nos dice.
Nos habla de resurrección. Y nos habla del juicio de Dios que conduce a la vida a los que estaban inscritos en el libro de la vida. ‘Venid, benditos de mi Padre, a heredar el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo’, que nos dice Jesús en el Evangelio cuando nos habla del juicio final.
Termina el texto de hoy con una visión apoteósica. Estamos llegando al final del Apocalipsis y por eso todo nos habla de ese triunfo del Cordero. Nos habla ahora del ‘cielo nuevo y la tierra nueva, porque que el primer cielo y la primera tierra han pasado y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo’. Es la imagen de la Iglesia, pero ya de la Iglesia triunfante, de la Iglesia del cielo, pero de la que ya participamos como en primicias aquí en la tierra formando parte de la Iglesia peregrina.
‘Esta es la morada de Dios con los hombres’, ha sido nuestra réplica y respuesta en el salmo responsorial. Esa morada de Dios que es la Iglesia en la que se hace presente Dios con su gracia, en la que nos hace partícipes de su vida divina a través de los sacramentos. Es la Iglesia en la que sentimos presente a Dios y que quiere ser signo de esa presencia de Dios y salvación para todos los hombres.
Esa morada de Dios que hemos de ser nosotros también, porque cuando creemos en El y le amamos, como nos dice Jesús, ‘vendremos a él y haremos morada en él’. Nosotros pues que hemos de vivir una santidad especial no dejándonos seducir por el mal ni por el pecado, para que resplandeciendo la gracia en nosotros seamos también para el mundo esa señal de Dios en medio de los hombres. Cuánto nos exige todo esto para nuestra santidad personal. Para esa lucha contra el mal y el pecado y para esa superación que hemos de vivir cada día. Cuánto nos exige en tanto que hemos de ayudar a los demás a vivir también esas ansias de Dios, de santidad, de gracia. Nuestra vida tiene que ser testimonio que despierte en los demás esos deseos de Dios.
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