Sam. 12, 7-10.13;
Sal. 31;
Gál. 2, 16.19-21;
Lc. 7, 36-8, 3
‘El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás’, le dice el profeta Natán a David cuando éste ha reconocido que ha pecado contra el Señor. ‘Tus pecados quedan perdonados… tu fe te ha salvado, vete en paz’, le dice Jesús a la mujer pecadora que allí, a los pies del Señor, con mucho amor ha llorado sus pecados. Arrepentimiento y amor, conversión y cambio de vida, transformación del corazón, luz que disipa tinieblas. En el fondo la fe en el Señor que es el que nos perdona y nos justifica.
Dios siempre viene a buscar el corazón del hombre para transformarlo y llenarlo de vida. No quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, hemos meditado muchas veces. Y el Señor nos busca. Como Natán fue en el nombre de Dios a buscar a David para que reconociera su pecado. Como Jesús que va a casa del fariseo pero que va buscando corazones que transformar y llenar de paz.
Aunque el relato del evangelio nos dice que ‘el fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él’, podemos decir que es Jesús realmente quien va en su búsqueda. Conoce Jesús todo lo que puede pasar allí y que será ocasión para que aquella mujer pecadora acuda a Jesús. Pero, ¿no irá Jesús también buscando el corazón de aquel fariseo en el que habrá que cambiar muchas actitudes? Los caminos de las búsquedas de Dios.
Ya conocemos el relato del evangelio. Cuando Jesús estuvo sentado a la mesa aquella mujer, una mujer pecadora, se entera de que allí está Jesús. ‘Vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume’. Hará con Jesús todo lo que aquel fariseo no había hecho con Jesús como gestos de hospitalidad. Quien en verdad era la primera en recibir y acoger a Jesús era aquella mujer que se había atrevido a acercarse así hasta Jesús. los gestos que le hubieran correspondido al dueño de la casa los realiza ella.
Allí estaba el arrepentimiento y el amor; el reconocimiento de sus muchos pecados, pero un amor grande para acudir con confianza total hasta Jesús para llorar sus pecados. Había pecado mucho, pero ahora amaba mucho porque se les perdonaban sus muchos pecados. ‘Tu fe te ha salvado’, le dice Jesús.
Y en Jesús encuentra la paz, la paz más honda en su corazón como la que tenemos que sentir nosotros cuando también con humildad y con mucho amor acudimos a Jesús aunque seamos muy pecadores. Es que en Jesús nos vamos a sentir transformados. El amor nos transforma. Jesús en su amor, y un amor infinito, ha dado su vida por nosotros para darnos ese perdón y esa paz. En ese amor de Jesús nos sentimos transformados para nosotros querer amar con un amor igual, con un amor grande. Y con ese amor llevar también esa paz a los demás.
Nos sentimos transformados desde lo más hondo de nuestra vida cuando ponemos nuestra fe en El. Y queremos seguirle. Y queremos hacernos como El. Y queremos caminar a su paso. Y sentimos cómo tenemos que cambiar nuestro corazón, nuestras actitudes, lo que hacemos en nuestra vida. Es cuando vemos la miseria de nuestro pecado y comprendemos también qué grande es su amor y su misericordia.
Queremos, entonces, mostrarle nuestro amor y buscaremos los gestos que consideremos más hermosos para mostrarle nuestro amor. Como hizo aquella mujer pecadora. Con cuántos gestos de amor tenemos que aprender a acoger a Jesús. Y el reconocimiento de nuestro pecado no es para anularnos, sino para sentirnos perdonados por El y sentir esa paz tan hermosa que El nos da. ‘Tu fe te ha salvado, vete en paz’, nos dice también a nosotros. Siéntela en tu corazón y llévala también a los demás.
Nos preguntábamos antes si acaso Jesús no iba buscando también el cambio del corazón de aquel fariseo que lo había invitado. Cuando meditamos este texto del evangelio nos fijamos poco en el fariseo, si acaso con algo de conmiseración por nuestra parte porque decimos que pensaba mal en su interior. Jesús conocía lo que pensaba aquel hombre sobre el hecho de que la mujer pecadora estuviera haciendo lo que hacía.
Por eso Jesús le propone la parábola de los dos deudores. Pero es que Jesús lo que está queriendo hacer comprender a aquel hombre es que no puede pensar mal ni juzgar. Que fácil nos es hacer eso a nosotros también tantas veces. Le hizo ver Jesús que en aquella mujer, aunque fuera muy pecadora, había mucho amor. Ni se puede juzgar ni se puede condenar. ¿No estaría invitándole también a que él fuera menos duro en su vida y pusiera también más amor, compasión y misericordia en sus actitudes para con los demás? Era un cambio de actitud interior lo que necesitaba aquel hombre.
Es lo que le pide Jesús. Son muchas las actitudes interiores que también hemos de cambiar en nuestro corazón. Como decíamos somos muy fáciles a los prejuicios, a las actitudes preventivas contra los otros, a juzgar las acciones o las actitudes de los demás según nuestros pareceres, a condenar fácilmente al prójimo. Sólo Dios conoce el corazón del hombre y no somos nadie nosotros para juzgar del interior de la otra persona.
Y quien en verdad se dice seguidor de Jesús ha de llenar siempre su corazón de compasión y misericordia, porque nosotros somos deudores de la misericordia que el Señor tiene con nosotros y sólo así obtendremos también nosotros misericordia. ‘Dichosos los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia’, que nos dice la bienaventuranza.
Nuestros ojos tienen que estar llenos de luz para mirar a los demás. Y los tenemos llenos de luz cuando tenemos amor y misericordia en el corazón. Si miramos con ojos de luz seremos capaces de ver también el resplandor de luz que hay siempre en los otros. Siempre podemos encontrar algo bueno en el otro. ¿No nos gusta a nosotros que valoren lo bueno que hay en nuestra vida o lo bueno que hacemos, por muy pecadores que nos sintamos? Así tenemos que aprender nosotros a mirar a los demás.
Si sólo miramos con ojos enturbiados por las tinieblas de nuestra malicia sólo veremos sombras y tinieblas. Tenemos que aprender a tener esa nueva mirada. Quitar tinieblas de nuestros ojos y de nuestro corazón. Nos lo enseña Jesús hoy. Qué distinta era la actitud de aquel fariseo que sólo veía tinieblas y pecado en aquella mujer y la mirada de Jesús que, aunque hubiera pecado en ella, sin embargo él veía sobre todo amor. Esa mirada luminosa de Jesús llenó también de luz el corazón de aquella mujer pecadora porque salió de allí perdonada y en paz.
También nosotros necesitamos que Jesús llegue a la casa de nuestra vida. Más aún es El quien nos ha invitado a que vayamos a sentarnos a su mesa. Para eso estamos aquí en la Eucaristía. Que el Señor nos llene de su luz; que el Señor nos llene de su paz.