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sábado, 19 de junio de 2010

Confiadle vuestras preocupaciones que El se preocupa de vosotros

2Cron. 24, 17-25;
Sal. 88;
Mt. 6, 24-34

Todos sabemos muy bien que el primer mandamiento de la ley de Dios es ‘amarás a Dios sobre todas las cosas’, o como nos dice el Deuteronomio ‘con todo el corazón, con toda la mente, con toda el alma, con todo tu ser’. Ya sabemos que es quizá el mandamiento que a la hora de hacer un examen de conciencia es en el que menos nos detenemos porque damos por sentado que amamos a Dios así, sobre todas las cosas. Pero ¿es en realidad así?
Si amamos a Dios sobre todas las cosas, no habrá nada en el mundo que pongamos por encima de ese amor a Dios. Pero ¿no nos sucederá que en la práctica de nuestras vidas hay cosas que anteponemos al amor a Dios? En realidad tenemos que decir que nuestro pecado a la larga no ha sido otra cosa que anteponer otras cosas a ese amor de Dios, ya sean nuestros gustos o apetencias, ya sean nuestras pasiones o nuestros caprichos, ya sea el prurito de quedar bien ante los ojos de los hombres, o nuestro propio orgullo o amor propio.
Hoy nos dice Jesús que no podemos servir a la vez a dos señores, ‘porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo’. Por eso terminará diciéndonos Jesús, - y es continuación de lo que ayer escuchábamos de ‘donde está nuestro tesoro, está nuestro corazón’ – y nos lo dice de una forma muy firme: ‘No podéis servir a Dios y al dinero’.
Quiere enseñarnos Jesús cómo hemos de poner todo nuestro amor y toda nuestra confianza en Dios que es nuestro Padre, que nos ama y que nos cuida. Y nos habla Jesús de nuestras preocupaciones por la comida, por el vestido y por todas esas necesidades materiales y humanas que tenemos cada día. Dios es un Padre providente que nos cuida y se preocupa por nosotros. Nos hace la comparación de las aves del cielo o las flores del campo a quienes Dios cuida y llena de belleza y encanto. ‘¿No valéis vosotros más que ellos?’
No significa que no tengamos que atender a nuestras responsabilidades, que tengamos que trabajar para ganarnos el sustento y para atender a los que están a nuestro cargo. En la parábola de los talentos nos habla de esa responsabilidad y es bien duro con quien no la ha sabido cumplir. Pero quiere el Señor que no andemos con agobios y desesperanzas. Que confiemos más en el Señor. Que busquemos lo que es verdaderamente importante. ‘Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso. Sobre todo buscad el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura’.
En este sentido Pedro en su primera carta nos dice algo hermoso: ‘Así pues, humillaos bajo la mano poderosa de Dios… confiadle todas vuestras preocupaciones, puesto que El se preocupa de vosotros’. Hermoso mensaje para poner siempre toda nuestra confianza en Dios.
El amor de Dios y la confianza en El que es nuestro Padre siempre por encima de todo. Que nada nos pueda apartar de ese amor de Dios. Que no pongamos nada en la vida en el lugar de Dios que para nosotros siempre ha de ser el primero en todo. Porque además tendríamos que recordar aquello de ‘no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios’.

viernes, 18 de junio de 2010

¿En qué tesoro hemos puesto nuestro corazón?

2Reyes, 11, 1-4.9-18.20;
Sal. 131;
Mt. 6, 19-23

‘Porque donde está tu tesoro, allí está tu corazón’. A aquella persona le habían regalado una joya muy valiosa, un hermoso anillo, por ejemplo, engarzado de brillantes. No sabía que hacer con él. Se lo ponía, lo guardaba, se lo enseñaba a sus amigos, buscaba continuamente donde esconderlo para que no se lo robasen; no hacía sino pensar en ello, eran todos sus sueños; en sus nervios algunas veces hasta dejaba de lado alguna de sus responsabilidades porque no lo podía quitar de su mente, era lo más preciado para su vida. Era su tesoro. Y todo parecía girar ahora en su vida en torno a aquel tesoro. ¿Será ése el único tesoro importante en la vida?
‘Porque donde está tu tesoro, allí está tu corazón’, nos dice Jesús. ¿Cuál es nuestro tesoro? ¿Quizá podemos pensar en esas cosas o bienes materiales, en esas riquezas humanas, por las que algunas veces luchamos tanto, esa joya preciosa que un día nos regalaron o nosotros adquirimos? ¿Será quizá el saber o la sabiduría, la riqueza de nuestros conocimientos o de las ciencias? ¿Cuáles serán otros tesoros que podemos obtener en la vida?
¿Dónde está nuestro tesoro? ¿Dónde tenemos nuestro corazón? Jesús habla en otro lugar del evangelio de la perla preciosa o del tesoro escondido por el que lo damos todo. El hombre que vende todo lo que tiene por obtener aquella perla preciosa, por conseguir aquel tesoro escondido.
¿Cuál será ese tesoro por el que nosotros somos capaces de dar todo lo que tenemos? Jesús nos dice hoy en el evangelio que guardemos ese tesoro donde la polilla y la carcoma no lo puedan roer, o los ladrones robar. Y nos dice: ‘Amontonad tesoros en el cielo donde no hay polilla ni carcoma que se los roan, ni ladrones que abran boquetes y roben…’
Podemos pensar en nuestra fe, el hermoso tesoro de nuestra fe en Jesús. Podemos pensar, en consecuencia, en todo lo que es nuestra vida cristiana de seguimiento de Jesús que tenemos que cuidar, en lo que tenemos que empeñarnos seriamente. Podemos pensar en ese tesoro de la vida de la gracia que hemos recibido por los méritos de Cristo en nuestro Bautismo y que tanta grandeza nos ha dado, tanta dignidad excelsa que nos ha hecho hijos de Dios. Podemos pensar en ese hermoso tesoro de nuestro amor y nuestra buenas obras, verdadera riqueza que podemos guardar junto a Dios en el cielo y que tenemos que hacer crecer más y más. Podemos pensar, por supuesto, en tantos valores humanos y espirituales que enriquecen nuestra vida por dentro, que nos ayudan a relacionarnos debidamente los unos con los otros, que nos hacen felices y que hacen felices a los demás.
¿Valoraremos así nosotros nuestra vida cristiana como un hermoso tesoro que tenemos que cuidar, del que tenemos que estar orgullosos y con la que podemos presentarnos como buenos testigos ante el mundo que nos rodea? Es algo que no podemos ocultar; algo que no podemos perder; algo que tenemos que cuidar como la mayor de nuestras riquezas.
Pueden acercarse ladrones a nuestra vida que quieran arrancar de nosotros ese don de la fe; pueden aparecer polillas y carcomas que nos puedan debilitar esa vida de la gracia cuando vamos dejando introducir en nosotros todo aquello que nos puede poner en peligro nuestra vida cristiana; pueden aparecer dudas que nos cieguen para conocer la verdad, cuestionamientos que nos hacen tambalear en nuestros principios y valores, tentaciones que nos ponen en peligro, que si no estamos bien fortalecidos debiliten nuestra vida y nuestra fe, y nos conduzcan a la muerte llevándonos al pecado que arranca la gracia divina de nuestro corazón.
Cuidemos ese verdadero tesoro de nuestra vida, nuestra fe, nuestra vida cristiana, la gracia que Dios nos ha regalado, las obras del amor.

jueves, 17 de junio de 2010

Hagamos profesión de nuestra condición de hijos al rezar el Padrenuestro

Eclesiástico, 48, 1-15;
Sal. 96;
Mt. 6, 7-15

‘Cuando recéis no uséis muchas palabras… vosotros rezad así…’ Y nos propone Jesús como modelo de nuestra oración el Padrenuestro. Ya en lo que escuchábamos ayer nos decía cómo habíamos de interiorizar dentro de lo secreto de nuestro corazón para orar a Dios, para sentir su presencia y escuchar a Dios. Hoy nos propone el modelo de nuestra oración. Mucho tendríamos que meditar sobre ello para aprender a orar de verdad tal como Jesús quiere que sea nuestra oración.
San Cipriano, Obispo y mártir de la Iglesia primitiva y gran doctor de la Iglesia hace una hermosa explicación del padrenuestro que quienes rezamos la Liturgia de las Horas tenemos oportunidad en estos días de leerlo en el Oficio de lectura. Entresaco algún párrafo que nos ayude en esta breve reflexión en nuestra celebración.
‘¡Cuán importantes, nos dice, cuántos y cuán grandes son los misterios que encierra la oración del Señor, tan breve en palabras y tan rica en eficacia espiritual! Ella, a manera de compendio, nos ofrece una enseñanza completa de todo lo que hemos de pedir en nuestras oraciones. Vosotros – dice el Señor – rezad así: Padre nuestro que estás en los cielos…
El hombre nuevo,
continúa diciéndonos, nacido de nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar: Padre, porque ya ha empezado a ser hijo. La Palabra vino a su casa – dice el Evangelio – y los suyos no la recibieron. Pero a cuántos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Por esto, el que ha creído en su nombre y ha llegado a ser hijo de Dios debe comenzar por hacer profesión, lleno de gratitud, de su condición de hijo de Dios, llamando Padre suyo al Dios que está en los cielos’.
Muchos más párrafos podríamos entresacar de los comentarios de san Cipriano, pero bástenos este breve párrafo. Creo que si consideráramos bien la dicha que tenemos de poder llamar a Dios Padre seguro que nuestra oración y nuestra vida toda sería bien distinta. Es algo que no hemos de cansarnos de considerar. Dios es mi Padre que me ama. Es nuestro Padre que nos ama. Con cuánta confianza hemos de acudir a El no sólo en nuestras necesidades, sino en cada momento de nuestra vida para gozarnos en su amor.
Por ahí tendríamos que comenzar cada vez que rezamos el Padrenuestro, saborear esa palabra, saborear que podamos llamarlo Padre y podemos sentirnos sus hijos. De ahí fluiría nuestra oración de una forma hermosa. De esa dicha vivida en lo hondo de nuestro corazón nuestra actitud hacia Dios sería bien distinta. ¿Cómo no vamos a querer glorificarle en todo momento? ¿Cómo no vamos a reconocerle en verdad como nuestro Rey y Señor, el verdadero centro y motor de toda nuestra vida? ¿Cómo no vamos a mostrarle todo nuestro amor buscando siempre y en todo lo que es su voluntad?
Sabiendo cuánto nos ama, como nos dice hoy, ya no necesitaríamos muchas palabras para presentarle nuestros deseos o las peticiones por aquellas cosas que nos preocupan, porque sabemos que siempre están en su presencia. Sabiéndonos amados así de Dios que es nuestro Padre sentiremos al mismo tiempo su fuerza y su gracia que nos libera del mal, nos hace fuertes en la tentación, nos hace amar de una manera nueva a los demás incluyendo siempre el perdón.
Aprendamos a saborear la oración del Padrenuestro. Meditémosla muchas veces, diciéndola pausadamente, deteniéndonos en cada palabra, en cada invocación. Evitemos toda rutina al hacer nuestra oración. Pensemos siempre cómo estamos en la presencia de Dios que nos ama y con cuánto amor tenemos que amarle.

miércoles, 16 de junio de 2010

No nuestra gloria, sino la gloria del Señor

2Rey. 2, 1.6-14;
Sal. 30;
Mt. 6, 1-6.16-18

Tenemos que dar testimonio con nuestra vida y nuestras obras de nuestra fe y de las maravillas que Dios hace en nosotros, pero lo que tenemos que buscar siempre es la gloria de Dios y no nuestra gloria. Jesús nos manda que seamos luz, lo hemos escuchado estos días, y que la luz tiene que ponerse en alto, en el candelero para que ilumine a todos; pero la luz que tenemos que trasmitir no es la de nuestros orgullos personales por aquello que hagamos, sino siempre la luz del Señor.
Sin embargo sentimos la tentación de querer el halago o la alabanza, buscando nuestra gloria. Cuando actuamos así oscurecemos las obras buenas que podamos realizar, y más bien convertirnos en pantalla que trata de ocultar la verdadera gloria del Señor. Es bueno que nos sintamos valorados, alimentar en cierto modo la autoestima porque veamos que somos capaces de hacer lo bueno. Pero hemos de cuidar evitar el orgullo y la vanidad. No nos puede faltar en la vida una buena dosis de humildad.
De todo esto nos previene Jesús hoy en el evangelio. De entrada nos está diciendo: ‘Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre del cielo’.
Jesús se fija en tres aspectos que eran muy importantes en la espiritualidad y en la práctica religiosa de todo buen judío, y que son también importantes en nuestro camino espiritual: la limosna, la oración y el ayuno.
Pero nos dice y nos repite. ‘No seáis como los hipócritas… como los farsantes…’ las gentes de doble cara, los que se dejan llevar por las apariencias, pues mientras quieren aparecer de una manera su corazón está torcido o lleno de malos deseos. Que no vayamos haciendo sonar la trompeta delante de nosotros cuando vayamos a hacer una cosa buena, a dar limosna o a compartir con los demás. ‘Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha’, nos dice.
En tu oración no puedes andar disipado, atendiendo más a la gente que te rodea que a Dios que te habla allá en lo secreto de tu corazón. Hace falta un recogimiento interior, un silencio no sólo en lo externo, sino en lo más interior de nosotros mismos. Sólo así podemos escuchar a Dios y entrar en diálogo de vida y de amor con El.
Y nos habla también del ayuno, que no puede ser sólo una cosa externa y formal. Esa renuncia a lo bueno que hacemos como signo de penitencia tiene que ser algo auténtico, surgido y realizado allá en lo más hondo de nosotros mismos. Como nos dice Jesús, ese ayuno no lo tiene que notar la gente sino que quien tiene que verlo es el Señor. Como nos dice ‘cuando ayunéis no andéis cabizbajos como los farsantes que desfiguran su cara para hacer ver a la gente que ayunan…’ Fijaos en lo que dice ‘perfúmate la cabeza y lávate la cara’, porque no buscas que te alaben porque hagas una cosa buena, sino que lo que quieres es la gloria del Señor.
Que no es cuestión solo de renunciar a unos alimentos, sino de doblar en lo más hondo de nosotros mismos tantas apetencias que muchas veces nos hacen sentirnos inquietos y nos hacen perder la paz. En otro lugar el Señor nos dice que no ayunemos dando golpes y puñetazos, que no es ése el ayuno que el Señor quiere. Decimos que nos sacrificamos, pero no somos quizá de dominar nuestras violencias, decimos que queremos hacer penitencias, pero no tenemos amor en el corazón para con los demás, renunciamos a unos alimentos o a unas cosas, pero luego no sabemos compartir con los otros.
Que sea la auténtica conversión del corazón que se doble ante el Señor para reconocer su soberanía y su amor eterno.

martes, 15 de junio de 2010

Actitudes y acciones de muerte, arrepentimiento y actitudes nuevas de vida y amor

1Rey. 21, 17-29;
Sal. 50;
Mt. 5, 43-48

Algunas veces, sobre todo en el Antiguo Testamento, escuchamos historias duras llenas de maldad y de pecado. Pero normalmente después de esos relatos siempre hay una llamada del Señor invitando a la conversión y a la vuelta a El. Es lo que hemos venido escuchando ayer y hoy en el libro de los Reyes. Lo que escuchábamos ayer era una historia bien dura llena de maldad y de pecado, una historia de muerte, podríamos decir.
Ambiciones y sobornos, perjurios y testimonios falsos, homicidios y robos, idolatría… es lo que nos refleja el texto en la maldad y ambición tanto del rey Ajab como de la reina Jezabel que tanto influyó además en el reino de Israel para introducir la idolatría y el culto a los baales, como hemos venido escuchando con la historia del profeta Elías.
Pero si ayer escuchábamos esa triste historia hoy contemplamos como el profeta viene en nombre del Señor a anunciarle el castigo merecido a quien de tal manera se había portado. Quien vivía sumido en la muerte de la maldad y del pecado, sólo tendría muerte en su vida si no había conversión. Y es el arrepentimiento que surge reconociendo su culpa. ‘¿Has visto como se ha humillado Ajab ante mí? Por haberse humillado no lo castigaré…’
Nuestra respuesta fue en el salmo reconocer también nuestro pecado. ‘Misericordia, Señor, hemos pecado’, repetíamos. Lo tenemos que reconocer una y otra vez porque también somos pecadores, pero la misericordia del Señor es grande.
Por su parte en el evangelio seguimos escuchando el sermón de la montaña y lo que hoy nos dice también es una continuación de lo que ayer reflexionábamos. Vuelve a contraponer Jesús lo que decía y podía parecer totalmente normal y lo que tiene que ser el estilo nuevo de los que le seguimos. ‘Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo que hace salir su sol sobre buenos y malos y manda la lluvia a justos e injustos’.
Es claro el mensaje de Jesús. El nos ha llamado para que seamos hijos, y en consecuencia tenemos que querernos todos como hermanos. No cabe entre los hijos el odio, el resentimiento, el rencor. Como hermanos hemos de saber perdonarnos. Porque además en algo tenemos que diferenciarnos de aquellos que no tienen fe. Los paganos, nos dice, aman y saludan a los que los aman o a los que son amigos. Pero en nosotros tiene que ser distinto.
Y nos da una clave que yo considero muy importante y definitiva para que empecemos a amar también a aquellos que nos hayan podido hacer daño: rezar por ellos. Creo que cuando somos capaces de comenzar a rezar sinceramente por una persona, ya la estamos metiendo en el corazón y ya estamos comenzando a amarla, aunque nos cueste.
Os confieso que, aunque muchas veces me cuesta, es algo que una vez que lo aprendí del evangelio he intentando hacerlo siempre en mi vida. Y he encontrado mucha paz en ello, para alejar de mi corazón actitudes de muerte. Porque no amar a alguien, guardar resentimiento o rencor por lo que nos haya podido hacer, es tener actitudes de muerte en el corazón.

lunes, 14 de junio de 2010

No hagáis frente al que os agravia

1Rey. 21, 1-6;
Sal. 5;
Mt. 5, 38-42

‘No hagáis frente al que os agravia…’ Los cinco versículos que hoy hemos leído del sermón de la montaña de Jesús podríamos resumirlo en esta sentencia o principio. Jesús nos está mostrando un estilo nuevo de vivir.
En nuestras lógicas humanas, en nuestras formas habituales de reaccionar desde nuestros orgullos o desde nuestro amor propio pareciera que esa no sería la forma de actuar. Incluso desde las leyes justiciera humanas parece que si alguien nos hace algún daño tendría que pagarlo. Así surgen nuestros sentimientos vengativos – aquello de que quien me lo hace lo tiene que pagar – y la ley del talión vendría simplemente a poner, como decimos hoy entre comillas, orden a la hora de esa reacción justiciera para evitar la las venganzas que se convirtieran en una espiral inacabable.
‘Ojo por ojo y diente por diente’, dice la ley del talión. Pero frente a ello vemos lo que nos dice Jesús: ‘No hagáis frente al que os agravia’. Entramos en una órbita distinta, que es la órbita del amor y del perdón. Al mal no podemos responder sino con bien. Nos dice de presentar la otra mejilla, que es una forma de hablar, una forma de decirnos que no es con mal, actuando de la misma manera como nosotros tenemos que responder. Además, si nos damos cuenta, es una forma de desarmar al que viene con violencia y maldad a nosotros, el responder no con la misma violencia o maldad, sino con amor, generosidad y paz en el espíritu. Algo que no es fácil, pero que es realmente el estilo que Jesús quiere que le demos a nuestra vida.
Abundará más en este tema en versículos que seguiremos escuchando en los próximos días, pero lo que el Señor quiere decirnos es cómo tenemos que entrar en otra órbita, no la espiral de la violencia que responde con violencia, sino en la órbita que lo envuelve todo con el amor. De ese amor nacerá la comprensión y el perdón; de ese amor ha de nacer un corazón lleno de misericordia, porque como nos dirá Jesús en otro momento lo que tenemos que hacer es parecernos al Padre del cielo, que ya escuchábamos en el Antiguo Testamento que es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia, como dicen los salmos.
Hoy nos hablará Jesús de esa nueva relación entre unos y otros que no será una relación interesada, sino que se basará siempre en la generosidad y en el amor. ‘A quien te pide dale, y al que te pide prestado, no lo rehuyas’. Mira que nos conoce Jesús y sabe bien cuales son nuestras habituales reacciones y la forma interesada que tenemos muchas veces de actuar. Ayudo al que me ayuda, presto al que me presta, soy bueno con el que es bueno conmigo, es la forma como más espontánea y primaria de nuestro reaccionar. Pero Jesús nos está enseñando que no sólo ayudemos al que nos ayuda, o le hagamos el bien al que nos hace el bien, sino que la generosidad de nuestro corazón tiene que ir más allá, pues con todos tenemos que ser generosos y también tenemos que ayudar incluso al que se porte de una forma egoísta con nosotros y nunca nos preste un servicio.
Cosas sencillas nos está pidiendo Jesús, pero reconocemos que no siempre son fáciles, porque, como decíamos antes, parece que nos puede más el orgullo y el amor propio. Pero sí lo podemos hacer, porque para eso Jesús nos da el Espíritu del amor. Que su Espíritu en verdad llene nuestra vida y nos dé esa necesaria fortaleza para comprometernos seriamente en esa nueva civilización del amor por la que tenemos que trabajar.

domingo, 13 de junio de 2010

Una mirada de luz y de misericordia


Sam. 12, 7-10.13;
Sal. 31;
Gál. 2, 16.19-21;
Lc. 7, 36-8, 3

‘El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás’, le dice el profeta Natán a David cuando éste ha reconocido que ha pecado contra el Señor. ‘Tus pecados quedan perdonados… tu fe te ha salvado, vete en paz’, le dice Jesús a la mujer pecadora que allí, a los pies del Señor, con mucho amor ha llorado sus pecados. Arrepentimiento y amor, conversión y cambio de vida, transformación del corazón, luz que disipa tinieblas. En el fondo la fe en el Señor que es el que nos perdona y nos justifica.
Dios siempre viene a buscar el corazón del hombre para transformarlo y llenarlo de vida. No quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, hemos meditado muchas veces. Y el Señor nos busca. Como Natán fue en el nombre de Dios a buscar a David para que reconociera su pecado. Como Jesús que va a casa del fariseo pero que va buscando corazones que transformar y llenar de paz.
Aunque el relato del evangelio nos dice que ‘el fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él’, podemos decir que es Jesús realmente quien va en su búsqueda. Conoce Jesús todo lo que puede pasar allí y que será ocasión para que aquella mujer pecadora acuda a Jesús. Pero, ¿no irá Jesús también buscando el corazón de aquel fariseo en el que habrá que cambiar muchas actitudes? Los caminos de las búsquedas de Dios.
Ya conocemos el relato del evangelio. Cuando Jesús estuvo sentado a la mesa aquella mujer, una mujer pecadora, se entera de que allí está Jesús. ‘Vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume’. Hará con Jesús todo lo que aquel fariseo no había hecho con Jesús como gestos de hospitalidad. Quien en verdad era la primera en recibir y acoger a Jesús era aquella mujer que se había atrevido a acercarse así hasta Jesús. los gestos que le hubieran correspondido al dueño de la casa los realiza ella.
Allí estaba el arrepentimiento y el amor; el reconocimiento de sus muchos pecados, pero un amor grande para acudir con confianza total hasta Jesús para llorar sus pecados. Había pecado mucho, pero ahora amaba mucho porque se les perdonaban sus muchos pecados. ‘Tu fe te ha salvado’, le dice Jesús.
Y en Jesús encuentra la paz, la paz más honda en su corazón como la que tenemos que sentir nosotros cuando también con humildad y con mucho amor acudimos a Jesús aunque seamos muy pecadores. Es que en Jesús nos vamos a sentir transformados. El amor nos transforma. Jesús en su amor, y un amor infinito, ha dado su vida por nosotros para darnos ese perdón y esa paz. En ese amor de Jesús nos sentimos transformados para nosotros querer amar con un amor igual, con un amor grande. Y con ese amor llevar también esa paz a los demás.
Nos sentimos transformados desde lo más hondo de nuestra vida cuando ponemos nuestra fe en El. Y queremos seguirle. Y queremos hacernos como El. Y queremos caminar a su paso. Y sentimos cómo tenemos que cambiar nuestro corazón, nuestras actitudes, lo que hacemos en nuestra vida. Es cuando vemos la miseria de nuestro pecado y comprendemos también qué grande es su amor y su misericordia.
Queremos, entonces, mostrarle nuestro amor y buscaremos los gestos que consideremos más hermosos para mostrarle nuestro amor. Como hizo aquella mujer pecadora. Con cuántos gestos de amor tenemos que aprender a acoger a Jesús. Y el reconocimiento de nuestro pecado no es para anularnos, sino para sentirnos perdonados por El y sentir esa paz tan hermosa que El nos da. ‘Tu fe te ha salvado, vete en paz’, nos dice también a nosotros. Siéntela en tu corazón y llévala también a los demás.
Nos preguntábamos antes si acaso Jesús no iba buscando también el cambio del corazón de aquel fariseo que lo había invitado. Cuando meditamos este texto del evangelio nos fijamos poco en el fariseo, si acaso con algo de conmiseración por nuestra parte porque decimos que pensaba mal en su interior. Jesús conocía lo que pensaba aquel hombre sobre el hecho de que la mujer pecadora estuviera haciendo lo que hacía.
Por eso Jesús le propone la parábola de los dos deudores. Pero es que Jesús lo que está queriendo hacer comprender a aquel hombre es que no puede pensar mal ni juzgar. Que fácil nos es hacer eso a nosotros también tantas veces. Le hizo ver Jesús que en aquella mujer, aunque fuera muy pecadora, había mucho amor. Ni se puede juzgar ni se puede condenar. ¿No estaría invitándole también a que él fuera menos duro en su vida y pusiera también más amor, compasión y misericordia en sus actitudes para con los demás? Era un cambio de actitud interior lo que necesitaba aquel hombre.
Es lo que le pide Jesús. Son muchas las actitudes interiores que también hemos de cambiar en nuestro corazón. Como decíamos somos muy fáciles a los prejuicios, a las actitudes preventivas contra los otros, a juzgar las acciones o las actitudes de los demás según nuestros pareceres, a condenar fácilmente al prójimo. Sólo Dios conoce el corazón del hombre y no somos nadie nosotros para juzgar del interior de la otra persona.
Y quien en verdad se dice seguidor de Jesús ha de llenar siempre su corazón de compasión y misericordia, porque nosotros somos deudores de la misericordia que el Señor tiene con nosotros y sólo así obtendremos también nosotros misericordia. ‘Dichosos los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia’, que nos dice la bienaventuranza.
Nuestros ojos tienen que estar llenos de luz para mirar a los demás. Y los tenemos llenos de luz cuando tenemos amor y misericordia en el corazón. Si miramos con ojos de luz seremos capaces de ver también el resplandor de luz que hay siempre en los otros. Siempre podemos encontrar algo bueno en el otro. ¿No nos gusta a nosotros que valoren lo bueno que hay en nuestra vida o lo bueno que hacemos, por muy pecadores que nos sintamos? Así tenemos que aprender nosotros a mirar a los demás.
Si sólo miramos con ojos enturbiados por las tinieblas de nuestra malicia sólo veremos sombras y tinieblas. Tenemos que aprender a tener esa nueva mirada. Quitar tinieblas de nuestros ojos y de nuestro corazón. Nos lo enseña Jesús hoy. Qué distinta era la actitud de aquel fariseo que sólo veía tinieblas y pecado en aquella mujer y la mirada de Jesús que, aunque hubiera pecado en ella, sin embargo él veía sobre todo amor. Esa mirada luminosa de Jesús llenó también de luz el corazón de aquella mujer pecadora porque salió de allí perdonada y en paz.
También nosotros necesitamos que Jesús llegue a la casa de nuestra vida. Más aún es El quien nos ha invitado a que vayamos a sentarnos a su mesa. Para eso estamos aquí en la Eucaristía. Que el Señor nos llene de su luz; que el Señor nos llene de su paz.