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miércoles, 16 de junio de 2010

No nuestra gloria, sino la gloria del Señor

2Rey. 2, 1.6-14;
Sal. 30;
Mt. 6, 1-6.16-18

Tenemos que dar testimonio con nuestra vida y nuestras obras de nuestra fe y de las maravillas que Dios hace en nosotros, pero lo que tenemos que buscar siempre es la gloria de Dios y no nuestra gloria. Jesús nos manda que seamos luz, lo hemos escuchado estos días, y que la luz tiene que ponerse en alto, en el candelero para que ilumine a todos; pero la luz que tenemos que trasmitir no es la de nuestros orgullos personales por aquello que hagamos, sino siempre la luz del Señor.
Sin embargo sentimos la tentación de querer el halago o la alabanza, buscando nuestra gloria. Cuando actuamos así oscurecemos las obras buenas que podamos realizar, y más bien convertirnos en pantalla que trata de ocultar la verdadera gloria del Señor. Es bueno que nos sintamos valorados, alimentar en cierto modo la autoestima porque veamos que somos capaces de hacer lo bueno. Pero hemos de cuidar evitar el orgullo y la vanidad. No nos puede faltar en la vida una buena dosis de humildad.
De todo esto nos previene Jesús hoy en el evangelio. De entrada nos está diciendo: ‘Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre del cielo’.
Jesús se fija en tres aspectos que eran muy importantes en la espiritualidad y en la práctica religiosa de todo buen judío, y que son también importantes en nuestro camino espiritual: la limosna, la oración y el ayuno.
Pero nos dice y nos repite. ‘No seáis como los hipócritas… como los farsantes…’ las gentes de doble cara, los que se dejan llevar por las apariencias, pues mientras quieren aparecer de una manera su corazón está torcido o lleno de malos deseos. Que no vayamos haciendo sonar la trompeta delante de nosotros cuando vayamos a hacer una cosa buena, a dar limosna o a compartir con los demás. ‘Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha’, nos dice.
En tu oración no puedes andar disipado, atendiendo más a la gente que te rodea que a Dios que te habla allá en lo secreto de tu corazón. Hace falta un recogimiento interior, un silencio no sólo en lo externo, sino en lo más interior de nosotros mismos. Sólo así podemos escuchar a Dios y entrar en diálogo de vida y de amor con El.
Y nos habla también del ayuno, que no puede ser sólo una cosa externa y formal. Esa renuncia a lo bueno que hacemos como signo de penitencia tiene que ser algo auténtico, surgido y realizado allá en lo más hondo de nosotros mismos. Como nos dice Jesús, ese ayuno no lo tiene que notar la gente sino que quien tiene que verlo es el Señor. Como nos dice ‘cuando ayunéis no andéis cabizbajos como los farsantes que desfiguran su cara para hacer ver a la gente que ayunan…’ Fijaos en lo que dice ‘perfúmate la cabeza y lávate la cara’, porque no buscas que te alaben porque hagas una cosa buena, sino que lo que quieres es la gloria del Señor.
Que no es cuestión solo de renunciar a unos alimentos, sino de doblar en lo más hondo de nosotros mismos tantas apetencias que muchas veces nos hacen sentirnos inquietos y nos hacen perder la paz. En otro lugar el Señor nos dice que no ayunemos dando golpes y puñetazos, que no es ése el ayuno que el Señor quiere. Decimos que nos sacrificamos, pero no somos quizá de dominar nuestras violencias, decimos que queremos hacer penitencias, pero no tenemos amor en el corazón para con los demás, renunciamos a unos alimentos o a unas cosas, pero luego no sabemos compartir con los otros.
Que sea la auténtica conversión del corazón que se doble ante el Señor para reconocer su soberanía y su amor eterno.

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