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sábado, 11 de octubre de 2008

Tus pensamientos y tus deseos son vida para mí

Gál. 3, 22-29
Sal. 104
Lc. 11, 27-28

‘¡Dichoso el vientre que te llevó los pechos que te criaron!’ Fue la exclamación entusiasta de una mujer anónima en medio del gentío al escuchar a Jesús y ver sus obras. La voz popular suele tener esas expresiones espontáneas cuando ve algo en alguien que le entusiasma. Pero fue una alabanza a María, la Madre de Jesús.
Ella proféticamente ya lo había cantado en su visita a su prima Isabel. ‘Dichosa me llamarán todas las generaciones’ cuando reconocía las maravillas que el Señor había hecho en su pequeñez y humildad. Y allí estaba ese primer grito espontáneo, aunque ya antes María había recibido algunas felicitaciones.
Dichosa la había llamado también el ángel de la Anunciación en Nazaret. ‘Alégrate, la llena de gracia’, alégrate, llénate de alegría, sé dichosa porque estás llena de la gracia del Señor. Dichosa porque Dios está contigo. Dichosa porque Dios ha puesto en ti sus ojos. Dichosa porque el Hijo que va a nacer de ti, ‘será grande, será el Hijo del Altísimo’.
También la había llamado dichosa su prima cuando la recibió en su casa. Dichosa se sentía ella y dichosa la llamaba porque era la Madre de su Señor. ‘¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá’. Dichosa por tu fe, porque dijiste sí y se van a realizar cosas grandes en ti.
Pero ahora será su propio Hijo Jesús el que la va a llamar dichosa. ‘¡Dichosa porque escucha la Palabra de Dios y la cumple!’ Dichosa porque plantó la Palabra de Dios en su corazón. Allí estaba en sus entrañas se plantó la Palabra de Dios, el Verbo de Dios, para hacerse carne. Dichosa María, porque no sólo en aquel momento ella supo acoger la Palabra de Dios en su vida, sino que era una constante de su existir. Ella rumiaba en su corazón todo lo que el Señor le había ido manifestando. Por eso ella es dichosa también.
Pero estas palabras de Jesús que perfectamente fueron dichas por su madre, fueron dichas también por todos aquellos que acogen la Palabra de Dios en su vida y la llevan a la práctica. ‘Mejor, diría Jesús como réplica a la mujer anónima y espontánea, ¡dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!’. Esa dicha, esa bienaventuranza de Jesús es para todos lo que la escuchan.
Cuando un día vinieron a decirle que allí estaban su madre y sus hermanos, Jesús se pregunta ‘¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica’. Lo hemos reflexionado muchas veces. Somos la familia de Jesús porque acogemos en nuestro corazón su Palabra. Como María. También cuando decimos sí a la Palabra, estamos siendo llamados dichosos. Dichosos también nosotros por nuestra fe. Dichosos porque también Dios ha vuelto su rostro sobre nosotros y nos ha llenado de su gracia.
Por el bautismo nosotros nos hemos unido a Cristo. Nos hemos hecho una sola cosa con Cristo, porque nos hemos llenado de su vida para en El ser también hijos de Dios. Nos lo ha dicho hoy también san Pablo. ‘Porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Los que os habéis incorporado a Cristo por el Bautismo, os habéis revestido de Cristo’. Revestidos de Cristo, llenos de la vida de Cristo, para ser otros Cristos. Por eso nos continuará diciendo ‘ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús’. Unidos a Jesús en su propia vida. Plantando así en nosotros su Palabra de vida para dar fruto. Acogiendo así su Palabra y haciéndola vida de nuestra vida.
¿Qué es lo que se dicen dos enamorados? Tus pensamientos y deseos son órdenes para mí. Nosotros queremos darle también nuestro sí y nuestro amor al Señor. Sus pensamientos, sus deseos, su voluntad son para nosotros órdenes, mandatos que vamos a cumplir en nuestra vida. No a regañadientes, sino brotando de la voluntad y el querer libre de nuestro amor. Queremos que su Palabra sea nuestra vida, nuestro norte, nuestra razón de ser.
Gocémonos en esa dicha de la fe, de ser cristiano, de vivir la vida de Cristo, de estar así revestidos de Cristo. A eso nos lleva la Palabra de Dios escuchada y plantada en nuestro corazón.

viernes, 10 de octubre de 2008

No nos dejemos dormir en la pendiente de la tentación

Gál. 3, 7-14
Sal.110
Lc. 11, 15-26

Jesús pasa por el mundo haciendo el bien. Inaugura el Reino de Dios y quiere liberarnos de todas las esclavitudes, para que Dios sea nuestro único Señor. Son los signos que le vemos realizar en el evangelio. Aunque no siempre son bien entendidos, como hemos escuchado hoy. O negaban que lo que hacía lo hacía con el poder de Dios, o aún pedían más signos para creer en El.
Pero Jesús quiere prevenirnos para que en verdad esa liberación que El quiere hacer en nosotros de todo mal y de todo pecado, sea una salvación que permanezca para siempre en nuestra vida. Ya nos había enseñado a orar a Dios pidiendo que no nos dejara caer en la tentación. Pero, como decíamos, esa petición es un compromiso por nuestra parte de no ponernos en la pendiente que nos lleva a la tentación y al pecado. Es lo que quiere explicarnos hoy.
Nos habla del hombre fuerte y bien armado que nos asalta y nos hace caer para referirse a la tentación del maligno que nos quiere llevar al pecado. Pero nos previene también para que, como se suele decir, no nos durmamos en los laureles.
‘Cuando un espíritu inmundo sale de un hombre da vueltas por el desierto buscando un sitio donde descansar; pero como no lo encuentra se dice: volveré a la casa de donde salí. Al volver se la encuentra barrida y arreglada. Entonces va a coger otros siete espíritus peores que él y se mete a vivir allí’.
¿Qué nos quiere decir el Señor? en nuestra lucha contra el mal, ayudados de la gracia del Señor vamos logrando victorias y conseguimos ir superando las tentaciones y el pecado. Llevamos ya una vida más o menos buena, aunque siempre estamos sujetos a nuestras debilidades. Pero tenemos la tentación de que ya no volveremos a caer en el mismo pecado, ‘eso yo no lo volveré a hacer’, nos decimos. Y nos confiamos. Y quizá aflojamos la vigilancia espiritual. No tenemos quizá la misma intensidad de la oración por un motivo o por otro. Pero la tentación puede volver. De hecho vuelve, y cuántas veces volvemos a caer en la misma tentación y el mismo pecado que pensábamos que ya teníamos superado.
Quizá no son cosas graves en las que hemos fallado, pero como nos consentimos pequeñas cosas que decimos, bueno, eso son pecados pequeños, ya me superaré en los grandes, resulta que al final volvemos otra vez a lo malo y al pecado.
Es la vigilancia que nos pide el Señor que tenemos que tener. No nos podemos confiar, porque siempre estamos sujetos a la tentación. Por eso siempre hemos de rezar con todo sentido y con toda fuerza ‘no nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal’. Siempre tenemos que estar vigilantes para no ponernos, como decíamos en la pendiente del pecado.
Un camino de superación. Un camino de crecimiento espiritual continuo. Tengamos en cuenta que cuando no estamos esforzándonos en subir, fácilmente estamos dejándonos arrastrar por la pendiente que nos puede llevar de nuevo al pecado. En la vida espiritual no nos podemos dejar dormir nunca.
‘Vigilad y orad, que el espíritu está pronto, pero la carne es débil’, recordamos que le decía Jesús a los discípulos en el Huerto de Getsemaní. Se dejaron dormir, se dispersaron y huyeron, Pedro cayó en la tentación de la negación. Mantengamos con toda intensidad nuestra vida espiritual, nuestra oración, nuestra unión con el Señor, la escucha de Dios en nuestro corazón.
Contemos siempre con la gracia del Señor.

jueves, 9 de octubre de 2008

Al que llama a la puerta de Dios, siempre se le abre

Gál. 3. 1-5
Cántico de Zacarías, Lc. 1, 69-75
Lc. 11, 5, 13

Ayer escuchábamos que un discípulo le pedía a Jesús que les enseñase a orar. Y Jesús nos dejó lo que tenía que ser el modelo de nuestra oración. Ya reflexionábamos ayer sobre ello. Pero hoy, en estos versículos que son una continuación literal, Jesús nos insiste en la oración hablándonos de la perseverancia y de la confianza.
Algunas veces parece que la oración no nos dijera nada. Nos sentimos fríos, sin entusiasmo ni fervor, nos parece que no somos escuchados ni atendidos por el Señor, y hasta tenemos la tentación de dejar a un lado la oración. Pero Jesús nos dice que tenemos que ser perseverantes. Y nos propone el ejemplo del amigo que acude a su amigo para pedir ayuda. Sólo la insistencia logrará que el amigo le preste la ayuda que necesita. ‘Al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite’.
No se trata ya de la importunidad sino de la confianza. Sabemos que a quien acudimos es a Dios que es nuestro Padre, un Padre más bueno que todos los padres de la tierra juntos. Y si nuestro padre terreno nos dará lo que necesitemos, cuánto más lo hará Dios con nosotros.
Muchas veces en la oración no es que Dios no nos responda, sino que quizá nosotros no sabemos pedir o no sabemos descubrir el modo de respondernos Dios. La puerta de Dios que se abre para que entremos a estar con El algunas veces puede abrirse de una manera imperceptible que si no estamos lo suficiente atentos no nos daremos cuenta. Nada nos puede distraer para oír su voz, para sentir su presencia, para gozarnos de su amor. El nos dará siempre y nos dirá lo mejor que nosotros necesitemos.
‘Pues yo os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide, recibe, quien busca, halla, y al que llama, se le abre...’ El Señor siempre abre sus puerta para que vayamos a estar con El. El Señor siempre escucha nuestra oración. El Señor siempre quiere regalarnos con su presencia.
Dejemos a un lado apegos, intereses, preocupaciones, afectos del corazón, caprichos, cosas que nos distraigan y nos impidan escuchar a Dios. Si llenamos el corazón de muchas cosas, no le daremos cabida a Dios. Y tenemos el corazón tan ocupado, nos afanamos por tantas cosas... Es necesario vaciar el corazón para ir hasta Dios.
Muchas veces nos sucede también que una situación de debilidad o de pecado de la que nos cuesta arrancarnos y con la que queremos andar como a dos velas, nos va a impedir tener libre el corazón totalmente para Dios. Liberémonos. Arranquemos esos apegos de nuestro corazón. No tratemos de estar nadando a dos aguas. Si buscamos a Dios, que sea sólo Dios el que llene nuestro corazón. Y así podremos encontrarnos con El, y El nos escuchará.
‘Llamad y se os abrirá... porque al que llama...’ el Señor siempre le abre.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Una oración que es compromiso

Gál. 2, 1-2.7-14
Sal. 116
Lc. 11, 1-4

Enséñanos a orar, Señor, como Juan enseñó a sus discípulos...’ Jesús estaba orando en cierto lugar y un discípulo se acerca para hacerle la petición. Lo hemos meditado y reflexionado quizá muchas veces. Hoy lo hacemos con el texto de san Lucas, que tiene unas ligeras diferencias al texto paralelo de san Mateo, pero que en su contenido fundamental es el mismo.
Mucho tenemos que pedirle al Señor que nos enseñe a orar. No con oraciones aprendidas de memoria, sino para que oremos con su mismo espíritu. Porque Jesús lo que quiere darnos es un estilo y un sentido de la oración. Hubieran valido los salmos que eran la oración del pueblo creyente. Pero los discípulos quieren algo más y Jesús quiere darnos un nuevo sentido. Una mayor profundidad.
El nos concede el don del Espíritu, el Espíritu que nos hace hijos, para que podamos llamar a Dios ‘Abba’, Padre. Por ahí comienza Jesús. Es la primera palabra que nos enseña a pronunciar, como el niño pequeño que es la primera palabra que comienza a pronunciar cuando se siente hijo: ‘Abba’. Y ya con esa palabra nos está enseñando a entrar en una nueva relación con Dios. Somos hijos. Dios es nuestro Padre.
En el texto que nos ofrece san Lucas de la oración que nos enseña Jesús podemos diferenciar como tres partes, o tres momentos: los intereses de Dios, las necesidades de los hombres, y un camino de rectitud y justicia.
Los intereses de Dios: la gloria del Señor siempre y por encima de todo. A El la gloria, el honor... ‘Santificado sea tu nombre... venga tu reino...’ El nombre del Señor es santo y nosotros hemos de santificarlo y glorificarlo. Es el Señor, pertenecemos a su Reino y en su Reino queremos vivir.
Las necesidades de los hombres. ‘Danos cada día el pan del mañana...’ Ahí estamos con nuestras necesidades, el pan, la vida, todo lo necesario para subsistir. Todo nos viene de Dios. A El nos confiamos y acudimos, porque es nuestro Padre providente.
Un camino de rectitud y justicia. El Señor nos santifica para que podamos realizarlo. Sin El nada somos ni nada podemos hacer. El nos librará de todo mal, comenzado por nuestro pecado. ‘Perdónanos nuestros pecados... y no nos dejes caer en la tentación...’
Todo siempre entonces para la gloria de Dios. Gloria al Dios tres veces santo. Y santificamos el nombre del Señor con nuestra santidad. Mal diremos que queremos santificar el nombre del Señor si nosotros no queremos ser santos. Por eso esta oración al buscar la gloria del Señor nos compromete. No la podemos decir de cualquier manera. Tenemos que buscar la santidad. Tenemos que poner por nuestra parte todo lo que sea necesario para que podamos vivir esa santidad de Dios.
Decir que venga el Reino de Dios, es decir que nosotros queremos pertenecer al Reino de Dios con todas sus consecuencias. Que queremos también que todos puedan pertenecer a ese Reino de Dios, que en todos se den esas condiciones para la pertenencia al Reino de Dios. Nos compromete a vivir en sus características, en sus valores, en ese reconocimiento del Señorío de Dios en nuestra vida, en su anuncio.
Si pedimos que nos dé ‘cada día nuestro pan del mañana’, estamos comprometiéndonos a mucho. No es sólo mi pan, sino nuestro pan. Queremos el pan para todos los hombres, y pedir el pan para todos los hombres es que todos puedan vivir en dignidad, con una vida digna, con todo lo necesario no sólo para su subsistencia sino también para el desarrollo personal de cada uno pero también para el crecimiento justo de nuestro mundo. Lo pedimos no para que se nos dé milagrosamente sino de forma comprometida para hacerlo realidad para todos los hombres. De ahí nace la responsabilidad de nuestra vida y de nuestro trabajo, nuestras relaciones justas, nuestra solidaridad, que nos aleja de todo tipo de egoísmo e injusticia.
La gloria del Señor exige nuestra santidad, decíamos. Pero ya sabemos cómo somos y cuánta debilidad y pecado hay en nuestra vida. Por eso pedimos ‘perdónanos nuestros pecados’. Y el Seños nos perdona y nos purifica, que es ponernos en un camino de actitudes nuevas, de sentimientos nuevos; actitudes y sentimientos que pasan por el amor y por el perdón, por dar nosotros generosamente también nuestro perdón, por la búsqueda del bien y de la justicia, por el compromiso por crear esa civilización nueva, que Juan Pablo II llamaba ‘la civilización del amor’.
Y no lo hacemos solos, sino confiando en la fuerza y en la gracia del Señor. Nos sentimos tentados tantas veces a la vuelta atrás. Por eso pedimos que no nos falte nunca esa fuerza del Señor, ‘no nos dejes caer en la tentación’.
‘Enséñanos a orar’, le pedíamos al Señor. Y nos propone Jesús un hermoso modelo de oración, una forma comprometida de orar.

martes, 7 de octubre de 2008

Una oración como la del cenáculo, el rosario

Hechos, 1, 12-14
Cántico de María, Lc.1, 47-55
Lc. 1, 26-38

‘Todos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la madre de Jesús y con los hermanos...’ Fue después de la Ascensión de Jesús al cielo. Les había dicho que no se alejaran de Jerusalén hasta que se cumpliera la promesa que les había hecho de enviarles el Espíritu Santo. Y ahí están ‘unánimes en la oración’, y allí está ‘María, la Madre de Jesús’.
¿Cómo sería aquella oración con María? Por el corazón de María y de los Apóstoles estaría pasando todo lo sucedido. En su corazón estaría muy presente todo el misterio de Jesús que aún no habían terminado de comprender en toda su totalidad. Había de venir el Espíritu Santo ‘que les enseñaría la verdad plena’. La vida de Jesús en todos sus detalles, sus palabras, sus hechos, sus milagros, su muerte y sus manifestaciones resucitado a los apóstoles y a los discípulos, también a su Madre aunque el evangelio no lo mencione, hasta su Ascensión al cielo. Sería un rumiar una y otra vez todos aquellos acontecimientos, para tratar de ahondar más y más en el misterio de Cristo.
Creo que la oración de María junto a los Apóstoles en el Cenáculo en la espera de Pentecostés nos está enseñando lo que debe ser nuestra oración. En nuestra oración acudimos muchas veces muy preocupados por pedirle muchas cosas a Dios. vamos a la oración como quien va a despachar y lleva una lista de las cosas que tenemos que pedirle a Dios.
De María tenemos que aprender a orar, a escuchar, a contemplar, a rumiar el misterio de Dios. Saborear que nos encontramos en la presencia del Señor. Dejarnos inundar por El, por su amor, por su vida. Gozarnos en que podamos sentirnos amados de Dios. Llenarnos del misterio de Dios, de su vida, de su gracia.
Cuando nos sentimos así en su presencia, sentimos la mirada de Dios sobre nosotros, y al mismo tiempo comenzamos nosotros a mirar de distinta manera nuestra propia vida, las situaciones en que nos encontremos, los problemas que tengamos. Es la luz de Dios que nos ilumina y nos da un nuevo sentido de las cosas. Es la Palabra de Dios que escuchamos allá en lo íntimo del corazón y ya comenzaremos a actuar de distinta manera. Porque es la mirada de Di9os la que tenemos; porque será en el actuar de Dios cómo actuemos.
Esa fue la oración de María en Nazaret cuando llegó hasta ella el ángel de la Anunciación. Ante el saludo del ángel que la llamaba la ‘llena de gracia’, la inundada de la presencia del Señor, ‘el Señor está contigo’, Dios había vuelto su mirada sobre ella, se siente anonada, ‘se turbó y se preguntaba qué saludo era aquel’, que dice el evangelista. ¿Qué hacía María? Rumiaba allá en su interior, en su corazón, todo aquel Misterio de Dios que se le estaba manifestando. Se sentía pequeña, pero reconocía cómo el Señor hacía en ella cosas grandes y maravillosas. Se ponía en las manos de Dios, como la humilde esclava, y aceptaba el plan de Dios para su vida. Era su oración. Oración maravillosa que la hacía llenarse de Dios.
Derrama tu gracia en nuestro corazón, a cuantos hemos llegado a conocer el Misterio de Dios, el Misterio del Dios que se encarna, que se hace carne y presente entre nosotros. Dios que llega a nuestra vida, aunque seamos pequeños, por su gracia. Dios que viene a nosotros para darnos su salvación. Que por la Pasión y la Cruz, por su obra redentora, lleguemos a la Resurrección, a la vida nueva con la intercesión de María.
Intercesión de María, ¿para qué? Para llegar a la vida nueva de la salvación. Es lo que nos viene a ofrecer María. Lo más grande y más hermoso que nos puede dar. ¿Es lo que realmente es nuestra oración y la intercesión que invocamos de María?
Así tiene que ser nuestra oración a María. El Rosario que rezamos invocando a María tiene que ser una oración como la del Cenáculo. Mientras vamos desgranando las Avemarías como saludo a María tenemos que ir sabiendo contemplar todo el Misterio de Cristo, todo el Misterio de nuestra salvación. No es simplemente pasar las cuentas de un instrumento – el rosario – ni simplemente desgranar Avemarías. Tiene que ser algo más.
¿Qué significa el que en cada uno de sus partes vayamos recordando distintos misterios de la vida de Jesús? No es simplemente un enunciado ritual que hacemos antes de comenzar a rezar nuestro Padrenuestros y nuestras Avemarías. Es el Misterio de Cristo que hemos de contemplar, que tenemos que rumiar en ese momento de nuestra oración. Como María y los Apóstoles rumiaban el Misterio de Cristo en el Cenáculo. Y algunas veces cuando llegamos a la cuarta Avemaría ya ni nos acordamos cuál fue el Misterio que enunciamos.
Que de María aprendamos a contemplar y rumiar el Misterio de Dios que se está haciendo presente en nuestra vida. Que de María aprendamos a hacer una profunda y viva oración.

lunes, 6 de octubre de 2008

Acción de gracias, reconciliación y oración

Dt. 8, 7-18
1Cron. 29, 10-12
2Cor. 5, 17-21
Mt. 7, 7-11

Tú eres el Señor de todo el universo; a Ti, Señor, la grandeza, el poder, el honor, la majestad y la gloria’. Así queremos confesar con toda nuestra vida el reconocimiento de que Dios es el único Señor de nuestra vida. Cosa que no podemos olvidar en ningún momento, sino que siempre todo lo que hagamos sea para la gloria del Señor.
En este día, al principio del curso, la Iglesia nos invita a celebrar las témporas de Acción de gracias y de petición, y nos ofrece en la liturgia unos hermosos textos de la Palabra de Dios. Merece la pena detenernos a meditarlos, porque nos recuerdan algo que nunca hemos de olvidar.
El primero de los textos es del libro del Deuteronomio, del Antiguo Testamento. Cuando están a punto de terminar el recorrido lleno de austeridad y tentaciones de todo tipo a través del desierto para entrar ya en la tierra que el Señor les había prometido, tierra que manaba leche y miel en la expresión bíblica y en la esperanza del pueblo de Israel, Moisés en nombre del Señor les hace unas graves advertencias. Van a llegar días de prosperidad, van a tener tierras donde plantar para recoger abundantes cosechas, casas donde habitar, y muchos medios que les pueden llevar a la prosperidad y la riqueza.
Pero les advierte: ‘¡Cuidado! No te olvides del Señor, tu Dios, ni dejes de observar los mandamientos, leyes y preceptos que te prescribo... que no se engríe tu corazón ni te olvides del Señor, tu Dios. Fue El quien te sacó del país de Egipto, de aquel lugar de esclavitud, quien te ha conducido a través de ese inmenso y terrible desierto... acuérdate del Señor, tu Dios; El es quien te ha dado fuerza para adquirir esa riqueza, cumpliendo así la Alianza...’
Bueno es recordarlo en el camino de nuestra vida. Mientras vivimos momentos duros y difíciles fácil es acudir al Señor para que nos libere de nuestros males. Pero cuando nos llega la prosperidad y la vida cómoda, qué fácil nos es olvidar al Señor y querer vivir ya la vida prescindiendo de El. ‘Cuidado, no te olvides del Señor, tu Dios...’
En la segunda lectura san Pablo nos invita a la reconciliación y a la paz con nosotros mismos, con los hermanos y con Dios. Es el Señor el que viene en nuestra búsqueda para ofrecernos la reconciliación, ese reencuentro en el corazón. ‘Dios, que nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación... en nombre de Cristo os suplicamos que os dejéis reconciliar con Dios’.
En el Evangelio nos insiste en la confianza con que hemos de orar a Dios. ‘Pedid, y recibiréis, buscad, y encontraréis; llamad y os abrirán. Porque todo el que pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama le abren...’ Con confianza hemos de orar porque oramos a un Dios que nos ama y que es nuestro Padre, un Padre providente que cuida de nosotros y que siempre nos dará lo mejor que necesitemos.
¿Por qué nos ofrece la Iglesia en su liturgia este día de Acción de Gracias y de Petición? En nuestra cultura y en nuestro hemisferio norte ha sido el momento de la culminación de unos trabajos y del descanso veraniego, para reiniciar de nuevo la tarea. En nuestros campos se concluye la recolección de las cosechas con las últimas vendimias, y es el momento de comenzar a preparar la tierra para una nueva siembra y unos nuevos trabajos. Como decíamos, acabado el verano y su descanso, se reanudan las actividades en todos los niveles, y a nivel escolar y de la enseñanza comienza de nuevo año escolar.
Por eso la Iglesia nos invita a realizar este día de acción de gracias y de petición. Todo queremos ponerlo en las manos del Señor. Es reconocer la obra y el actuar de Dios en nuestra vida que de tantas maneras se manifiesta hasta en la hora de recoger el fruto de nuestros trabajos. Y en la abundancia y en la pobreza queremos estar siempre en las manos de Dios. Ahora mismo en nuestra sociedad a nivel de la economía se está pasando por momentos difíciles y es también el momento de saber ponernos con confianza en la manos del Señor, al tiempo que pondremos todo nuestro esfuerzo para superar dificultades.
Por otra parte en toda ocasión hemos de saber mantenernos en paz con Dios y con los hermanos. Por eso, puede ser ocasión propicia para la reconciliación, para el reencuentro con Dios y con los hermanos. Y es que además en toda situación hemos de saber contar con Dios. Es un momento para elevar nuestra oración al Señor, pero una oración verdaderamente universal en la que quepan en nuestro corazón todos los hombres y todas las situaciones que podamos vivir.
Pedimos por la Iglesia, y pedimos en este momento en que reanudan las actividades pastorales de nuestras comunidades para que el Señor bendiga nuestros trabajos y el trabajo de toda la Iglesia para realizar esa nueva evangelización que necesita nuestro mundo. A tener en cuenta también los grandes acontecimientos de la Iglesia universal, como es el Sínodo de los Obispos ayer iniciado en Roma y que durante casi todo este mes de Octubre reflexionará junto al Santo Padre sobre el tema de la Palabra de Dios.
Acción de gracias, reconciliación y oración.

domingo, 5 de octubre de 2008

Dios quiere cantar un canto de amor a su viña

Is. 5, 1-7; Sal. 79; Filip. 4, 6-9; Mt. 21, 33-43

‘Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a mi viña’. Es el canto de amor que la Palabra de Dios quiere cantarnos a nosotros también. ‘La viña del Señor es la casa de Israel’, hemos repetido en el salmo. Pero no sólo estamos refiriéndonos a Israel, sino que esa casa de Israel somos nosotros.
Por tercera vez, en tres domingos consecutivos la Palabra del Señor nos está hablando de la viña del Señor. Nos invitaba a ir a trabajar en su viña, en distintos momentos de la vida, como escuchamos hace un par de domingos. Nos mandaba como padre a trabajar a su viña, como escuchamos el domingo pasado. Pero hoy nos está diciendo más: somos nosotros esa viña del Señor y cuánto ha hecho el Señor por nosotros.
El evangelio dice que ‘dijo Jesús a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo’ y al final directamente a ellos les dijo ‘se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos’. Pero bien sabemos que la Palabra que Dios nos dirige no son historias pasadas y dicha para otras personas, sino que es Palabra que el Señor nos dirige en el hoy y el ahora concreto de nuestra vida. Por eso decía al principio que es el canto de amor que Dios quiere decirnos a nosotros también.
La historia de la viña, podemos decir, es la historia de la salvación. Jesús con la parábola está comparando la historia de la salvación que nos ha ofrecido con los trabajos que el agricultor concienzudamente realiza en su viña. ‘Plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda y la dio en arriendo a unos labradores’.
Historia de la salvación que ha llevado un proceso progresivo que ha culminado en Cristo Jesús. Miramos la historia de la salvación en la amplitud de toda la historia desde la creación hasta el momento de la historia de hoy, y recordamos cuantas intervenciones de Dios hasta enviarnos a su propio Hijo para nuestra redención, para nuestra salvación. No es necesario detenernos a hacer su recorrido ahora, que por formación bien o sabemos. Miremos la historia de la salvación y miremos nuestra propia historia, que es también historia de salvación, de amor de Dios en nuestra vida.
Bueno es recordar nuestra historia personal y descubrir en ella todas las intervenciones de Dios. ¡Cuánto amor nos ha regalado el Señor! Con ojos de fe hemos de saber descubrir ese actuar de Dios con su gracia en nosotros, desde esa fe que recibimos en el seno de nuestra familia y que luego se ha visto enriquecida en la acción de la Iglesia y en tantos momentos de gracia que cada uno de nosotros hemos vivido.
¡Cuántas veces hemos recibido esa llamada del Señor! ¡Cuántas veces nos hemos visto libre de tantos peligros o fortalecidos en tantos momentos difíciles o de tentación! Cada uno tenemos nuestra historia personal. ‘¿Qué más podía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?’, nos pregunta el Señor con las palabras del profeta.
Una historia de luz, pero que está llena también de sombras. La historia de luz en todo el actuar de Dios, en todo el amor de Dios derrochado en nuestra vida. Es el rostro lleno de amor de Dios que nos ama, nos cuida, nos regala el don precioso de la vida y nos enriquece con su gracia. Es el Dios que a pesar de nuestras sombras sigue amándonos y, aún más, nos levanta de nuestra postración y nuestro pecado para hacernos la gracia de regalarnos su vida para hacernos hijos suyos.
Pero están nuestras sombras, las sombras de la humanidad. Porque junto a esa historia de salvación está nuestra historia de pecado, que, sin embargo, se ve siempre desbordado por la gracia del Señor. Como aquellos viñadores que se apoderaron de la viña y no quisieron rendir fruto, también nosotros queremos construir la vida a nuestra manera tantas veces al margen de Dios. Nos sentimos tan dueños de la viña que queremos olvidarnos de Dios, prescindir de Dios. Desechamos la piedra angular que es Cristo para construir con nuestros ladrillos de barro, de egoísmo y de maldad, olvidando todo lo que El nos ha dado y nos ha enseñado.
Busquemos esa piedra angular de nuestra vida que es Cristo, que es el que da fundamento de verdad a nuestra existencia. Aunque muchas sean las ambiciones que tengamos en nuestro corazón, aunque muchas sean las apetencias que cual cantos de sirena quieren distraernos para atraernos por otros caminos, busquemos a quien de verdad es el fundamento de nuestra vida y nos dará sentido y valor a todo lo somos y vivimos, Cristo el Señor.
Busquemos a Cristo para que con su gracia podamos dar los frutos que nos pide; para que hagamos de nuestro mundo, de nuestra sociedad, de nuestra iglesia la más hermosa viña que nos dé la más honda felicidad que es lo que el Señor quiere de nosotros.
Cuando logremos vivir en armonía todos juntos en esa viña en la que Dios nos ha colocado, viviendo una comunión de amor y de solidaridad entre unos y otros, porque todos caminemos juntos, porque todos nos ayudemos y porque todos miremos a quien es la meta de nuestra vida, estaremos dando las muestras, las señales verdaderas del Reino de Dios, vivo y presente en medio de nosotros.
Que podamos escuchar ese canto de amor de Dios a su viña lejos de toda sombra, y resplandecientes siempre de la más brillante luz.