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sábado, 26 de enero de 2013


Decían que no estaba en sus cabales y lo decimos también de los demás

Hebreos, 9, 2-3.11-14; Sal. 46; Mc. 3, 20-21
Es bien breve el texto del evangelio de hoy, apenas dos versículos, pero creo, sin embargo que nos puede decir muchas cosas. Nunca hemos de considerar de poca importancia la Palabra que se nos proclama sea cual sea la cantidad de versículos que se  nos ofrezcan. Siempre con un corazón lleno de fe hemos de saber acoger la Palabra que el Señor quiere decirnos. Siempre tendrá un mensaje para nuestra vida.
Por el temor respetuoso con que nos acercamos a Jesús, por la fe que hemos puesto en El y por el amor que tenemos nos puede resultar incomprensible o chocante lo que nos dice el evangelio que ‘la familia de Jesús vino para llevárselo porque decían que no estaba en sus cabales’.
En cierto modo, humanamente hablando, puede resultar una reacción normal por parte de la familia. Jesús había dejado todo para ponerse a anunciar el Reino de Dios y, aunque había mucha gente que lo seguía o que venía hasta él con sus enfermedades y dolencias para que los curara, también iba apareciendo cierta oposición por parte de las personas importantes e influyentes de la sociedad de entonces. A nadie le gusta que un familiar suyo sea vejado por parte de los demás o se encuentre con fuertes oposiciones, porque ya hemos escuchado cómo ‘los fariseos se pusieron a planear con los herodianos el modo de acabar con El’.
Como iremos viendo a lo largo del Evangelio Jesús no tiene ningún temor, se siente totalmente libre quien ha venido a darnos la libertad verdadera, y seguirá adelante en su misión de anunciar el Reino, traernos el Evangelio y alcanzarnos la salvación porque su amor es tan grande que le llevará a dar su vida, en el acto de amor más sublime, por aquellos a los que ama, por nosotros. Ojalá tuviéramos nosotros siempre esa libertad de espíritu para actuar sin ningún temor y mostrarnos en verdad como verdaderos testigos del evangelio.
Tenemos la experiencia muchas veces bien cercana a nosotros de escuchar reacciones semejantes a estas que nos cuenta hoy el evangelio en nuestro entorno cuando vemos a una persona entregada por los demás, por hacer el bien, por vivir un compromiso serio por la sociedad en la que vive. ‘Ese está loco’, habremos escuchado decir o le habremos dicho a alguien en alguna ocasión. Es la reacción que tienen muchas familias por ejemplo cuando un  hijo o una hija dice que quiere ser sacerdote, que quiere ser religiosa. Cuántas cosas se dicen, cuanta oposición y cuantos sufrimientos. Es lo que hoy estamos viendo en el evangelio que sucede con Jesús.
Jesús tiene clara su misión. Es lo que nosotros también hemos de tener claro cuando recibimos una llamada en el corazón y lo que necesitamos es generosidad y disponibilidad para responder. Pero también hemos de aprender la lección en relación a los demás. No podemos juzgar, tenemos que saber aceptar, valorar la entrega de los otros, a saber apoyar también lo bueno que hagan o quieran hacer los demás. Cuántas vocaciones se frustran en muchas ocasiones porque no las hemos apoyado lo suficiente, tanto en el aspecto de la vida religiosa, como de compromiso social.
Creo que esto que estamos reflexionando puede ser un bueno motivo de oración para nosotros. Oración para sentir en nosotros la fuerza del Espíritu del Señor cuando hay una llamada en nuestro corazón y tengamos la gracia y la fortaleza de seguir adelante respondiendo a lo que nos pida el Señor. Oración también por los demás, por los que sienten esa inquietud en el corazón por lo bueno, por luchar por un mundo mejor, por vivir un compromiso social o por los que sienten la llamada del Señor en su corazón para seguirle con total radicalidad entregándose al Sacerdocio, o a la vida religiosa o misionera. Pidamos que no les falte nunca la gracia del Señor que fortalezca sus voluntades y les dé generosidad en su corazón.

viernes, 25 de enero de 2013


Vas a ser testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído

Hechos, 22, 3-16; Sal. 116; Mc. 16, 15-18
‘No pierdas tiempo, levántate… El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conozcas su voluntad, para que vieras al justo y oyeras su voz, porque vas a ser testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído…’ Son las palabras de Ananías, enviado del Señor, para recibir y bautizar a Pablo. ‘Recibe el bautismo que por la invocación de su nombre lavará tus pecados’.
Ya lo hemos escuchado relatado por el mismo Pablo. Marchaba a Damasco con cartas de los sumos pontífices de Jerusalén para llevar presos a todos los que encontrara que hicieran el camino de Jesús. El mismo nos lo ha relatado; la saña con que perseguía a la Iglesia de Dios. Pero el Señor le había salido al paso en el camino y lo había elegido. ‘Yo os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure’, recordamos las palabras de Jesús a los apóstoles en la última cena. El Señor había elegido a Saulo - ese era su nombre que más tarde cambiaría por el de Pablo - y le había salido al encuentro.
‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?... ¿Quién eres, Señor?... Yo soy Jesús Nazareno, a quien tu persigues’. El resplandor de la luz de Cristo lo había tirado al suelo y le había cegado hasta que encontrara y aceptara la verdadera luz. Creía ver, pero estaba ciego. Tenía celo de Dios y por Dios quería luchar, pero no lo había conocido. Ahora ha sido el momento. Tendrán que llevarlo de la mano hasta que encuentre quien le imponga las manos y en el nombre del Señor se encuentre con la luz de Jesús para siempre.
Va a ser testigo ante todos los hombres de lo que había visto y oído, de la luz con la que se había encontrado, del Señor Jesús en quien  había encontrado la salvación. Será el apóstol que recorra tierras y mares para llevar el nombre de Jesús a todas partes. Para él también fueron las palabras de Jesús antes de su Ascensión al cielo que hemos escuchado en el evangelio. ‘Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará…’
No es necesario decir ahora muchas cosas del apostolado de Pablo en sus continuos viajes por aquel mundo en torno al mediterráneo. Ya en el tiempo de Pascua escuchamos en el relato de los Hechos de los Apóstoles el relato de sus primeros viajes y continuamente estamos leyendo sus cartas a las distintas Iglesias que han quedado para nosotros como Palabra de Dios en el canon de los libros canónicos inspirados que la Iglesia reconoce. De una forma o de otra muchas cosas conocemos de él y también de su mensaje que recibimos en sus cartas apostólicas. Es el apóstol de los gentiles - así lo reconoce la Iglesia - porque de manera especial a ellos se dedicó anunciándoles el evangelio.
Para nosotros ha de quedar un mensaje en esta fiesta de la conversión de san Pablo que estamos celebrando hoy. Que nuestros ojos también se abran a la luz; que nuestro corazón se encuentre también de manera viva con el Señor; que seamos capaces de abajarnos de nuestros orgullos y autosuficiencias porque es el mejor camino que nos conduce hasta Jesús; que seamos capaces de dejarnos impregnar también por el espíritu del Evangelio y al mismo tiempo seamos conscientes de que hemos de ser testigos de ese evangelio ante el mundo que nos rodea.
Somos también llamados y elegidos del Señor; sobre nosotros se derrama y se manifiesta su amor de forma continua y hemos de saber dar respuesta a su llamada y a la riqueza de la gracia que continuamente nos regala. Que en nuestra vida se vaya reflejando ese fruto, porque cada día seamos mejores, porque cada día nos impregnemos más del espíritu del Evangelio, y con nuestro buen testimonio nos hagamos evangelizadores de nuestros hermanos.
‘Concédenos a cuantos celebramos hoy su conversión, pedíamos en la oración litúrgica, ser, como él lo ha sido, testigos de tu verdad ante el mundo’. Bien necesita nuestro mundo conocer esa verdad de Cristo. Bien es necesario que se anuncie el evangelio. Bien importante es que llevemos esa luz de Cristo y su verdad a tantos que andan en las tinieblas de la duda y del error.
Aunque sea brevemente, no podemos dejar de mencionar la semana de oración por la unidad de las Iglesias que hoy culmina. Es el grito y la súplica de Jesús en la última cena: ‘que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti’. Para que el mundo crea es necesario que todos los que creemos en Jesús manifestemos esa unidad. No podemos anunciar a un Cristo dividido. El vino a reconciliar a todos los hombres derribando el muro que los separaba con su sangre derramada en la cruz. Que alcancemos esa tan ansiada unidad.
Pasos se han ido dando en los últimos tiempos, pero grandes pasos quedan aun por dar. Son muchas las cosas que nos unen porque una es la fe en Jesús, pero el egoísmo y el orgullo de los creyentes todavía pone trabas a esa unidad, por eso son grandes los pasos que aún se han de dar. Pero todo eso es obra del Espíritu que es el que mueve los corazones. De ahí nuestra oración intensa pidiendo por la unidad de las Iglesias.

jueves, 24 de enero de 2013


No lo fuera a estrujar la gente…

Hebreos, 7, 25-8, 6; Sal. 39; Mc. 3, 7-12
Los versículos que hoy hemos escuchado del evangelio contrastan con lo que ayer escuchábamos, inmediatamente anteriores. Ayer todo eran recelos en aquellos que estaban al acecho de lo que Jesús pudiera hacer aquel sábado en la sinagoga, hoy escuchamos cómo ‘al retirarse Jesús con sus discípulos a la orilla del lago lo siguió una muchedumbre de Galilea’.
Pero no eran solo de Galilea porque el evangelista nos da detalles de quienes vienen del norte y del sur, de un lado y de otro para confluir en Galilea donde Jesús está realizando su actividad. Judea, Jerusalén, Idumea aún más al sur, más allá del Jordán, de las cercanías de Tiro y Sidón ya metidos en el Líbano. Era tanta la gente que ‘encargó a sus discípulos que le tuvieran preparada una lancha, no lo fuera a estrujar la gente’. Los otros evangelios nos hablan de cómo sentado desde la lancha hablaba a la gente arremolinada en la orilla de la playa para escucharle. Y nos termina diciendo el evangelista que ‘como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo’.
Jesús en medio de las gentes; las muchedumbres que se reúnen venidos de todas partes; todos que quieren incluso tocarle. Ya escucharemos en otra ocasión lo de la mujer que se acerca por detrás para tocar su manto porque pensaba que solo eso era suficiente para sentirse curada. Es la cercanía de Jesús, incluso en ese contacto físico.
Queremos tocar, queremos palpar, queremos sentir ese calor especial en nuestras manos, pero que llena todo nuestro espíritu. Es la caricia de sentir el cariño, es el calor humano que se desprende de un apretón de manos, es la mano tendida que invita a la cercanía y a la amistad. Pero Jesús se deja hacer. Jesús quiere que lleguen hasta El. Queremos nosotros también estar cerca de Jesús para sentir el calor de su amor, la fuerza de su gracia, el impulso de su Espíritu que mueva nuestro corazón.
Ojalá tuviéramos el entusiasmo que aquellas gentes sentían por Jesús. Nos hace falta porque algunas veces parece que a nuestra fe le falta ese calor y ese entusiasmo. Si cuando venimos a la celebración fuéramos conscientes de que venimos al encuentro con el Señor, seguro que haríamos que nuestras celebraciones fueran más vivas, más intensas, más radiantes, más entusiasmadoras para nuestra vida con lo que contagiaríamos a los demás.
‘Te damos gracias porque nos haces dignos de estar en tu presencia’, decimos en la oración de la plegaria eucarística, pero pareciera que eso son solo palabras que repetimos una y otra vez, me atrevo a decir, casi sin sentido. ¿Queremos sentirnos en verdad en la presencia del Señor y estamos en la celebración cada uno por nuestro lado, físicamente como si diera la impresión que le tenemos miedo a estar cerca del Señor, porque cuando más atrás o más lejos nos ponemos es mejor? Y sin embargo vemos en el evangelio que la gente se apretujaba en torno a Jesús hasta el punto de preparar una barca para que no lo estrujaran.
Muchas posturas y muchas maneras de estar tendríamos que revisarnos para hacer que nuestro encuentro con el Señor sea algo vivo y nos haga expresar esa alegría del encuentro también externamente y, en consecuencia, nuestras celebraciones estén llenas de entusiasmo. Tenemos que despertar nuestra fe que parece estar aletargada y por esa frialdad o tibieza espiritual hace que nuestras celebraciones estén en muchas ocasiones llenas de rutina y con falta de vida.
Somos una familia, la familia del Señor, congregados en su presencia, como expresamos en la tercera plegaria eucarística. Así tendríamos que expresar a través de muchos signos cómo nos sentimos congregados en una unidad. Y es que no podemos olvidar que cuando con verdadera fe nos reunimos dos o tres o muchos, en el nombre del Señor, allí en medio de ellos está el Señor. En su nombre estamos congregados para la celebración de la Eucaristía; ya por eso mismo tendríamos que gozarnos en y con la presencia del Señor. Y ese gozo del corazón tenemos que expresarlo en muchos signos externos. Con qué alegría y entusiasmo tendríamos que salir siempre de nuestra celebración de la Eucaristía. Démosle vida a lo que hacemos y celebramos.

miércoles, 23 de enero de 2013


Echando en torno una mirada dolido de su obstinación

Hebreos, 7, 1-3.15-17; Sal. 109; Mc. 3, 1-6
‘Echando en torno una mirada de ira y dolido de su obstinación…’ Jesús se siente dolido por la obstinación y la ceguera con que muchos lo reciben. ‘Estaban al acecho, para ver si curaba en sábado y acusarlo’, dice el evangelista. No es sólo el aceptar o no aceptar el mensaje de Jesús. ‘Estaban al acecho’. Hay malicia en el corazón de aquella gente cuando Jesús llegaba con todo su amor buscando el bien del hombre, su salvación. Ya lo reflexionábamos ayer.
Es el dolor del corazón de Cristo cuando no se ve correspondido en su amor. Pero Jesús no nos deja de amar por eso. El amor de Cristo es un amor fiel. No nos ama porque nosotros seamos buenos y le amemos a El, sino para que seamos buenos y seamos capaces de experimentar su amor. Como más tarde nos dirá el apóstol en sus cartas, ‘nos ama aún siendo nosotros pecadores’. Esa es la grandeza del amor de Dios, del que nosotros también tenemos que aprender para amar de la misma manera. El amor de Dios es siempre un amor primero, porque antes de que nosotros le amemos ya El nos está mostrando su amor ya desde toda la eternidad que ha pensado en nosotros.
Esto que estamos viendo en ese dolor del corazón de Cristo ante esas posturas negativas que tantos tenían ante su mensaje y su actuar, nos sirve también para que nosotros analicemos nuestra vida y nuestras relaciones con los demás. Podemos ser sufridores de esas posturas de los otros, o podemos ser nosotros actores que de alguna manera actuemos también así. Por eso esta reflexión que nos hacemos desde lo que vemos en la Palabra de Dios tiene que ayudarnos para nuestra vida concreta.
Esa experiencia dolorosa de no ser correspondido en el amor es una experiencia por la que pasamos también en muchas ocasiones en la vida. Personas que no nos comprenden ni nos quieren comprender. Personas cuya mirada no es limpia y siempre enturbian todo lo que miran con la malicia que llevan en el corazón. Personas que no abren su corazón y no saben tener confianza en los demás sino que siempre estarán con la sospecha. Personas que tienen el corazón lleno de maldad y no serán capaces de ver lo bueno de los demás, no sabrán apreciar lo bueno que hay en los otros y siempre estarán poniendo la pega de los intereses torcidos o de la mala voluntad que ven siempre en lo que hace el otro. ‘Estaban al acecho’, que dice el evangelista. Las personas que se ponen a la distancia para observar siempre prontos al juicio, a la crítica dañina, a la murmuración.
Estamos constatando esa experiencia dolorosa por la que podemos pasar cuando nos encontramos personas en la vida con esas posturas negativas, pero también tenemos que examinarnos nosotros porque de una forma o de otra se nos pueden pegar al corazón esas desconfianzas y esos prejuicios en nuestra relación con los demás. Nos sería fácil fijarnos en los demás y condenar, pero estaríamos cayendo por la misma pendiente y cometiendo los mismos errores; por eso, todo esto ha de servirnos para nosotros examinarnos, para que no lleguemos a tener esas actitudes tan negativas en nuestra vida en la relación que mantenemos con los demás. Son tentaciones fáciles que nosotros también podemos tener.
Pero volviendo a la respuesta que nosotros hemos de dar al amor de Dios y viendo ese dolor que Jesús siente en su corazón ante la obstinación de aquellos que no le aceptaban cuando tantas pruebas nos estaba dando de su amor, tendríamos que preguntarnos si acaso Jesús también pudiera estar dolido por nuestra insuficiente respuesta. Esto es algo para pensarlo con serenidad siendo capaces de reconocer cuántos dones y cuántas gracias ha derramado el Señor en nuestra vida. Cada uno podría repensar lo que ha sido su historia personal con momentos de fidelidad y de amor, pero también con tantos momentos en que no hemos sabido ser fieles, o le hemos la vuelta la espalda a ese amor de Dios con nuestro pecado.
También en ocasiones nos ponemos a querer masticar el mensaje de Jesús que nos llega a través de la Iglesia y nos hacemos nuestros distingos, nuestras muy personales valoraciones y ponemos un filtro en lo que aceptamos o no aceptamos del mensaje y de la gracia de Jesús. Estamos también al acecho, como aquellos del evangelio. Vayamos a Jesús con un corazón abierto y sincero, con un corazón limpio de maldad, dejándonos conducir por su Espíritu, que sea quien nos ilumine interiormente y nos haga saborear la gracia del Señor. Que El sea nuestra fuerza y nuestra luz.

martes, 22 de enero de 2013


Para Jesús la persona está por encima de cualquier otro bien que podamos poseer

Hebreos, 6, 10-20; Sal. 110; Mc. 2, 23-28
Tenemos aún muy recientes las celebraciones de la Encarnación y del Nacimiento del Hijo de Dios; ahora estamos escuchando el inicio de la predicación de Jesús manifestándonos la Buena Nueva de su mensaje de salvación. Todo ello viene a manifestarnos el amor grande que Dios siente por el hombre, por la persona humana a la que El ha creado pero que además nos enseña cuál es ese respeto y amor que entre todas las personas tendría que haber. Pensemos lo grande y hermoso es el ser humano que El ha creado cuando ha querido tomar nuestra naturaleza humana para hacerse hombre también.
Dios lo hace todo por el hombre, por el amor que nos tiene y porque quiere también que nosotros consideremos esa grandeza que El nos ha dado; lo que Dios quiere es el bien del hombre y su felicidad. Así con esa dignidad grande nos creó para que fuésemos felices, pero así quiere que luego nuestras humanas relaciones vayan buscando también ese bien de toda persona y su felicidad. Y si nos ha redimido es precisamente para arrancar de nosotros aquello que nos impide ser felices de verdad porque nos llena de mal dentro de nosotros mismos. Algo en lo que los que seguimos a Jesús porque nos llamamos cristianos hemos de poner todo nuestro empeño para buscar siempre el bien de la persona, de toda persona.
En la rutina de nuestra vida de cada día no sólo nos hacemos egoístas porque nos preocupamos solo de nuestro propio bien personal, sino que además hay ocasiones en que parece que las cosas y hasta las normas están por encima de las personas. Es algo en lo que puede hacernos pensar el evangelio que hoy escuchamos.
Vemos en esta ocasión lo estrictos que eran los judíos, pero de una manera especial ciertos grupos muy influyentes en la vida del pueblo judío como eran los fariseos; las normas y las leyes, los mandamientos del Señor que siempre buscaban el bien del hombre, el bien de la persona, sin embargo podían convertirse en algo esclavizante para las personas cuando se ponían por encima del valor de la misma persona. Ahí se nos hace mención, que es por lo que se provoca la pregunta que le hacen los fariseos a Jesús, lo mandado respeto al descanso sabático, que con tantas reglamentaciones y normas, medidas y límites podía convertirse en algo torturador de la persona.
‘¿Por qué hacen tus discípulos lo que no está permitido en sábado?’ vienen a decirle a Jesús. Jesús les recuerda, como hemos escuchado, otros hechos sucedidos en su historia y que podían iluminar el sentido de las cosas, de lo que tenemos que hacer, y terminará con esa afirmación  de que ‘el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado’. Nunca la persona puede ser esclava de la norma o de la ley, la norma o la ley tiene siempre que ayudar a la dignidad y al bien de la persona. Y Jesús pone toda su autoridad en juego: ‘El Hijo del Hombre es señor también del sábado’.
Si así valora Jesús siempre a la persona, esto ha de tener también consecuencias muy prácticas para nuestra vida, para la relación que entre unos y otros tengamos, y hasta para la utilización de los bienes o las cosas que poseamos. Es el respeto a la persona, a toda persona en toda su dignidad. Todo el mundo merece nuestro respeto. Lo que tendrá muchas consecuencias en las maneras como nos tratamos mutuamente. Pero como decíamos también en nuestra relación a las cosas, los bienes, las riquezas o las pequeñas posesiones que podamos tener. Algunas veces podemos dar la impresión que son más importantes para nosotros las cosas, los bienes materiales, sean cuales sean. Esto es mío, este es mi sitio, esta cosas es muy importante para mí. Y quizá por esos bienes nos peleamos y hasta llegamos a odiarnos. ¿Dónde está el valor de la persona, la amistad, el respeto, el trato humano, la relación? En una de las fórmulas que se usan en la renovación de las promesas bautismales se nos pregunta si nos quedamos en las cosas, medios, instituciones, métodos, reglamentos, y no ir a Dios, sin que para nosotros sea más importante el hombre.
La verdadera joya que tenemos que cuidar no es ese objeto que poseamos o sea una señal de riqueza material, sino que la verdadera joya que tenemos que respetar y cuidar, y en este caso llegar a amar es la persona, toda persona. De ahí se derivará el mandamiento del amor que Jesús nos deja en el evangelio. Muchas consecuencias se podrían sacar para nuestra vida de cada día.

lunes, 21 de enero de 2013


Pronto comienza a notarse la novedad del mensaje de Jesús

Hebreos, 5, 1-10; Sal. 109; Mc. 2, 18-22
Pronto comienza a notarse la novedad del mensaje de Jesús. Y comienzan las dudas y los planteamientos de quienes no terminan de entender las actitudes nuevas que va pidiendo Jesús. El problema que se plantea hoy desde los fariseos y los discípulos de Juan es el de ayunar o no ayunar.
Juan se había presentado en el desierto con una vida muy austera invitando a la penitencia y a la conversión para preparar los caminos del Señor. Era como preparar la venida del novio, según la imagen que ahora Jesús nos irá presentando, pero ya el novio estaba con ellos; llegaba por así decirlo la hora de la boda. Jesús estaba con ellos y es lo que quiere responderles Jesús y comenzaba una vida nueva desde la salvación que El venía a traernos.
También había pedido Jesús conversión cuando había comenzado a predicar, pero la conversión no estaba solo en las cosas externas que se pudieran realizar, sino en la transformación del corazón que quizá muchas veces puede resultar más costosa. Pero estando Jesús todo tenía que ser vida, y alegría, y paz, porque desde Jesús ya el amor tendría que resplandecer en el corazón de los hombres, en sus actitudes y en sus comportamientos.
Seguir a Jesús no era cuestión de poner parches o remiendos, sino de una transformación profunda. Es un vino nuevo el que Jesús nos ofrece; podemos conectar con lo escuchado ayer domingo en el evangelio, en el milagro de las bodas de Caná de Galilea donde Cristo ofrece un vino nuevo y mejor. Y ya hablábamos de vida nueva, de renovación de los corazones, de transformación total de nuestro mundo con la presencia de Jesús. Reflexionábamos muchas cosas en torno a este milagro de la conversión del agua en vino en las bodas de Caná de Galilea y muchas conclusiones tendríamos que sacar para nuestra vida.
Por eso Jesús nos hablará de que son necesarios unos odres nuevos. ‘Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque revienta los odres y se pierden el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos’. Por eso es necesario cambiar el corazón, cambiar nuestras actitudes profundas, hacer una renovación profunda de nuestra fe, abrir bien los oídos del alma para escuchar el mensaje de Jesús.
No terminamos muchas veces de entender bien lo que significa ser cristiano, seguir a Jesús, vivir nuestra vida cristiana. No es el cumplimiento de unas devociones o simplemente unas prácticas religiosas. No es cuestión de si ayunamos o no ayunamos, si podemos llegar a comer esto o comer lo otro, que tantos esfuerzos nos hemos gastado innecesariamente midiendo cantidades o buscando cualidades de los alimentos. Ser cristiano y seguir a Jesús es algo mucho más hondo que todo eso que se puede quedar en un cumplimiento ritual y superficial.
No es quedarnos en promesas que hacemos algo así como a cambio de lo que Dios pueda favorecernos. No es realizar unas prácticas en unos momentos determinados, aunque sea de cosas muy buenas, mientras en la vida ordinaria de cada día seguimos con nuestras rutinas, nuestra falta de compromiso, o las superficialidades a las que nos tiene acostumbrado el mundo. No podemos separar de ninguna manera la vida de cada día, nuestras actitudes y comportamientos de lo que nos señala Jesús en el evangelio, de lo que nos pide una vida realmente comprometida con nuestra fe.
Cuando nos contentamos con cositas así es como si estuviéramos poniendo remiendos a nuestra vida que lo que haría es ocultar lo vacío que quizá andamos por dentro. Más pronto o más tarde se van a desenmascarar nuestras falsedades, nuestras vanidades, nuestras hipocresías. Y lo que es necesario es autenticidad en nuestra vida. Que nos decimos y nos llamamos cristianos, eso tiene que ser con todas las consecuencias, con el compromiso total de nuestra vida.
‘A vino nuevo, odres nuevos’, nos dice Jesús. Saquémosle todas las consecuencias y en toda su radicalidad a esta sentencia de Jesús.

domingo, 20 de enero de 2013


Habrá un vino nuevo y mejor anticipo del banquete del Reino

Is. 62, 1-5; Sal. 95; 1Cor. 12, 4-11; Jn. 2, 1-11
‘Así en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en El’. Es el primer milagro que nos dice Juan que realizó Jesús. Lo llama signo. Efectivamente, un signo de la gloria de Dios que se manifestaba; un signo que despertó la fe de sus discípulos, aquel pequeño grupo que ya comenzaba a seguirle; un signo con el que nos habla, más allá del milagro de convertir el agua en vino en aquella boda de Caná de Galilea, de lo que realmente significaba la presencia de Jesús, la vida nueva que Jesús nos viene a ofrecer, y con la que nos quiere alimentar.
Este texto del evangelio nos sirve en muchas ocasiones, en las celebraciones del matrimonio, para reflexionar sobre el sentido del sacramento del matrimonio con la presencia de Jesús en aquella boda de Caná y en el signo nuevo de la gracia, del amor nuevo que Cristo construye en la vida de los esposos con el sacramento. Pero no podemos reducir el mensaje de este evangelio a solo ese aspecto, aunque ya es, por supuesto, de una riqueza inmensa.
Nos habla el evangelio, es cierto, de una fiesta de bodas en la que además están invitados María y Jesús con sus discípulos. Una fiesta en la que los ojos atentos de María - cómo saben las madres estar siempre atentas, siempre con los ojos abiertos para cualquier detalle - se dan cuenta de que no hay vino. Ya hemos escuchado la súplica, el diálogo con Jesús, pero también el consejo a los sirvientes: ‘haced lo que El os diga’.
Habrá un vino nuevo y mejor. En el relato del evangelio contemplamos cómo Jesús realiza el milagro de darnos ese vino nuevo convirtiendo el agua en vino. Una imagen y un signo de lo que Jesús realiza en nosotros con su salvación. Con Jesús todo será nuevo. Con Jesús podemos alcanzar la mayor plenitud. Este signo, aquí casi en el principio del evangelio, donde los otros evangelistas nos ponen la predicación de Jesús invitando a creer en el Evangelio y convertir el corazón a Dios porque llega, está cerca, el Reino de Dios, viene como a expresarnos ese paso del Antiguo Testamento al Nuevo Testamento, de la Antigua Alianza a la Nueva Alianza.
Ya en los sinópticos, en el sermón del monte de Mateo, nos dirá Jesús que no ha venido a abolir la ley y los profetas, sino a dar plenitud. Es lo que de alguna forma nos está indicando también este texto del evangelio con ese vino nuevo y mejor que ofrece Jesús en las bodas de Caná.
Si un buen vino en una boda facilita la alegría y la convivencia, el encuentro y la fiesta de lo que es una comida, ahora cuando en este signo se nos ofrece este vino mejor nos está diciendo el evangelio que con Jesús habremos de caminar por un sentido nuevo de la vida donde para siempre la construyamos en la armonía y desde el amor, donde siempre tiene que haber paz y una autentica fraternidad, donde todos nos vamos a querer de verdad para hacernos felices los unos a los otros y lograr una auténtica comunión. No olvidemos que el mandato, el único mandato que nos dejará Jesús será el del amor.
A lo largo del evangelio veremos repetidas veces que cuando Jesús nos habla del Reino de Dios nos dirá en las parábolas que es como un banquete de bodas al que todos estamos invitados. Hoy, aunque esto no sea una parábola, nos sentimos nosotros invitados a la plenitud de ese banquete de bodas que es el estilo con que Jesús quiere que vivamos nuestra vida. Un sentido de fiesta y de alegría como tiene siempre un banquete de bodas; un sentido de hermandad, de amistad, de cercanía, de compartir y convivir como se siente siempre entre todos los que participan en una misma comida. Es el estilo del Reino de Dios al que Jesús nos llama y que viene a instaurar.
Y es que estando Jesús con nosotros de ninguna manera nos sentiremos abandonados ni solos. En El encontramos nuestra alegría y nuestra fuerza. Son bellas las imágenes que nos ofrece el profeta Isaías en la primera lectura. Nos habla de ese amor de Dios que nunca nos falla, que siempre está con nosotros, es más, se goza con nosotros. Nos llama el Señor con un nombre nuevo y empleando las imágenes de lo que era habitual en las bodas en que la novia era engalanada con coronas y diademas, así nos dice como el Señor nos vestirá con un vestido nuevo y se alegra en nosotros porque nos prefiere y nos pone el ejemplo e imagen ‘como un joven se casa con su novia, la alegría que encuentra el marido con su esposa la encontrará tu Dios contigo’.
Es la vestidura nueva de la gracia. Recordemos que en el Bautismo fuimos revestidos de una vestidura nueva para significarlo invitándonos a salir al encuentro del Señor con esas vestiduras blancas. Vestiduras blanqueadas y purificadas en la Sangre del Cordero como nos dice el libro del Apocalipsis con las que mereceremos entrar a cantar la gloria del Señor en cielo para siempre.
Como le escuchado decir a alguien ‘no nos ama el Señor porque seamos hermosos, sino que su amor nos colma de hermosura’. Y podemos recordar lo que nos dice el evangelio ‘tanto amó Dios al mundo…’ y nos ama aunque seamos pecadores; nos ama y su amor nos baña y purifica, nos embellece y nos recrea, nos hace hombres nuevos. Nos ama porque El es amor y, como diría alguien, no sabe hacer otra cosa. Y nos ama para curarnos, para elevarnos hasta El.
Este vino nuevo que se  nos ofrece en este banquete de bodas es también como tipo y signo del vino nuevo del Banquete del Reino de Dios que Cristo nos ofrece cuando en la Eucaristía nos invita a comer su Cuerpo y a beber su Sangre. ‘Tomad y comed, nos dice, tomad y bebed esta copa es la Sangre de la Alianza nueva y eterna, derramada para el perdón de los pecados’.
En la Eucaristía la conversión, el milagro es más significativo y radical. En la Eucaristía el vino se convierte en la Sangre de Cristo. Sangre de la vida y del amor más grande; es el amor del que da su vida por aquellos a los que ama. Es un banquete al que Dios nos invita y en el que podemos llegar a comer y a beber a Dios. Un banquete que anuncia y anticipa el banquete misterioso del Reino. Por eso, Cristo quiere ser nuestro alimento y nuestra bebida, porque quiere ser nuestra vida, porque comiendo su Cuerpo y bebiendo su Sangre tendremos vida en nosotros, se nos da en prenda la vida futura, la vida que dura para siempre.
‘Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en El’. Es grande el signo que estamos contemplando. Es hermosa la vida nueva, la vida de plenitud a la que Cristo  nos llama y nos invita. Es maravilloso el sentido nuevo que en Cristo encontramos para todas las cosas. Grande es la gloria del Señor que se nos manifiesta. Intensa tiene que ser la fe que se despierte en nuestro corazón y con la que queremos responder a tan hermosa invitación de amor que nos hace.