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sábado, 5 de noviembre de 2011

Fidelidad, honradez, rectitud en el uso de los bienes materiales


Rom. 16, 3-9. 16. 22-27;

Sal. 144;

Lc. 16, 9-15

La utilización de las cosas materiales de las que tenemos que valernos en el día a día de nuestra vida nunca tendrá que apartarnos de las cosas que son verdaderamente importante, veníamos a concluir ayer al escuchar la parábola del administrador injusto. Más bien, la rectitud y honradez con que nos administremos en todo ello ha de servirnos como un camino también de nuestra santificación y de la gloria que le demos a Dios.

Nos habla Jesús hoy de la fidelidad en las cosas pequeñas y de la honradez y rectitud con que hemos de utilizar también esos bienes materiales que están en nuestras manos. ‘El que es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo, tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el vil dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras?’

Esas cosas pequeñas o esos bienes materiales que poseemos son los medios que tenemos en la vida para nuestra relación e intercambio, un fruto también de nuestro trabajo y esfuerzo para que podamos obtener aquello que necesitamos para una vida digna y también para que podamos ejercitar nuestra generosidad en el compartir con los demás ayudando a quien carezca de lo necesario para subsistir.

Por eso, como nos dice hoy Jesús, las riquezas, los bienes materiales que poseamos como fruto de nuestro trabajo nunca pueden convertirse en un dios de nuestra vida. Lejos de nosotros la avaricia que todo lo quiere acaparar para si y que nos encerraría de forma egoísta en nosotros mismos y nos podría llevar al enfrentamiento o la guerra contra los demás. Lejos de nosotros toda codicia que nos ciega y esclaviza. Lejos de nosotros el idolatrar las riquezas convirtiéndolas en dioses y señores de nuestra vida. Bien sabemos qué tentador es el brillo dorado de las riquezas que nos llena también de vanidad en su posesión.

Y hemos de reconocer que algunas veces no son las grandes riquezas ni posesiones las que nos encierran en nosotros mismos, sino cualquier minucia a la que apegamos nuestro corazón y nos parece que sin esas cosas no vamos a ser felices de verdad. Cómo nos peleamos a veces por cualquier tontería.

Son claras las palabras de Jesús. ‘Ningún siervo puede servir a dos amos; porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero’. Recordamos lo que ya ayer reflexionábamos de cómo nuestra fe en Dios tiene que ser el verdadero y único centro de nuestra vida, verdadero motor de nuestra existencia.

Dios tiene que ser el único Señor de nuestra vida. Y entonces tenemos que sentirnos verdaderamente libre frente a todas las cosas; nada nos debe atar ni esclavizar; de ninguna manera podemos permitir que lo que poseemos nos haga avaros, codiciosos y egoístas. Cuando de verdad Dios es el centro de nuestro corazón nacerá en nosotros un amor generoso que nos lleva a ser desprendidos, a compartir generosamente, a mirar con ojos distintos al que está a nuestro lado para ser capaces de bajarnos de la cabalgadura de nuestro orgullo para generosamente atender en la necesidad al hermano.

Pidamos al Señor que nos dé generosidad en el corazón, capacidad de desprendimiento para no ser nunca acaparadores de cosas, y fidelidad para saber utilizar todos esos medios materiales o riquezas que poseamos que nos lleven a dar gloria a Dios con todo lo que hagamos.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Busquemos y afanémonos por lo que verdaderamente es importante


Rom. 15, 14-21;

Sal.97;

Lc. 16, 1-8

¿Cuáles son las cosas verdaderamente importantes para nosotros en las que ponemos más empeño, atención y esfuerzo? A veces no tenemos clara la verdadera escala de valores que tendríamos que hacer en nuestra vida para darle mayor importancia a lo que en verdad lo tiene.

Es cierto que vivimos rodeados de cosas materiales que vamos utilizando en el dia a día de nuestra vida, porque son necesidades, o son cosas de las que nos valemos en nuestra relación con los demás o incluso para nuestro propio sustento. Pero bien sabemos que no todo se puede quedar en lo material, o en lo que puedan ser nuestras ganancias sino que tenemos que saber descubrir otros valores que den un sentido hondo a nuestra vida.

No siempre es fácil. Y es ahí donde nos preguntamos cuáles son las cosas realmente importantes para nosotros en la vida. Ojalá supiéramos poner el mayor esfuerzo en lo que realmente vale, sepamos descubrir valores espirituales que enriquecen nuestra vida. Y ojalá supiéramos valorar nuestra fe, nuestra vida espiritual, nuestra vida cristiana y en ello pusieramos mayor empeño.

Creo que en todo esto nos puede hacer pensar la parábola que escuchamos en el evangelio. Realmente nos presenta unas situaciones injustas, porque por una parte aparece la mala administración que había llevado aquel hombre de los bienes que se le habían confiado, y la actuación que hace al final para cubrirse las espaldas no podemos decir que sea un actuar justo y honrado.

La clave nos la dan las palabras finales de la parábola. ‘El amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido…’ Y sentencia Jesús como broche final: ‘Ciertamente los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz’. Ya lo define como un administrador injusto, luego su forma de proceder no era justa y por supuesto no es un buen ejemplo para nuestro actuar. Pero si lo alaba el amo es por la astucia.

¿Nos afanamos nosotros así por las cosas de Dios? ¿Nos preocupamos de verdad de nuestra fe, de cuidarla y alimentarla para que se mantenga viva cualquiera que sea la situación en la que vivamos? ¿Buscamos con ahinco los verdaderos valores que enriquezcan de verdad nuestra vida?

Frases como que los negocios son los negocios, y entonces podemos hacer lo que sea para salir adelante prescindiendo de toda ética y moralidad, las escuchamos con frecuencia. Otras veces hablamos de que primera está la obligación que la devoción, como para dejar a un segundo término todo lo que se refiera a nuestra relación con Dios, son cosas que escuchamos o decimos con frecuencia. Y así podríamos pensar en muchas cosas en ese sentido, donde hemos perdido la verdadera escala de valores de nuestra vida.

Los que estamos aquí viviendo esta Eucaristía nos decimos creyentes; por fe hemos venido al encuentro con el Señor en nuestra celebración para escuchar su Palabra y alimentarnos con la fuerza de su gracia que nos regala en la Eucaristía. Cuidemos, pues, nuestra fe. Vivámosla con toda intensidad. Tratemos de alimentarla con la gracia del Señor y en la escucha de la Palabra de Dios. Cultivemos de verdad nuestra vida cristiana.

Tenemos una riqueza grande en la posibilidad que se nos ofrece cada día de escuchar la Palabra de Dios y celebrar la Eucaristía. Que en verdad nuestra celebración, nuestra oración, nuestra fe la pongamos como verdedero centro de nuestra vida, como verdadero motor de todo lo que hacemos y vivimos. Y desde la luz de la Palabra de Dios que escuchamos y con la fuerza del Señor que recibimos en la Eucaristía tratemos de empapar toda nuestra vida del sentido de Dios.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Todos compareceremos ante el tribunal de Dios


Rom. 14, 7-12;

Sal. 26;

Lc. 15, 1-10

‘Todos compareceremos ante el tribunal de Dios… cada uno dará cuenta a Dios de sí mismo’, nos decía el apóstol. Creo que es un pensamiento que no hemos de olvidar y en el que en torno a estas celebraciones de todos los santos y los difuntos de estos días nos convendría reflexionar por supuesto llenos de paz y de esperanza.

Cuando alguien nos confía algo valioso que hemos de cuidar, o se nos confía la administración de algo que se ha puesto en nuestras manos ante quien ha tenido esa confianza en nosotros hemos de rendir cuentas de qué hemos hecho de aquello valioso que se nos confió. En la autosuficiencia, en que vivimos y en la que auto nos complacemos, por la que nos creemos dueños absolutos de nuestra vida y de todo lo que se nos ha confiado esto es algo que nos cuesta aceptar. Nos creemos incluso dioses de nosotros mismos adorando nuestro propio ‘ego’, nuestro yo egoísta y orgulloso.

Por la fe que tenemos, primero nos sentimos criaturas de Dios en cuanto que por El hemos sido creados, El nos ha dado la vida, y además como cristianos nos sabemos redimidos, comprados con la sangre preciosa de Cristo derramada por nosotros en su muerte en la cruz.

Esa vida que vivimos es un regalo de Dios que nos ha creado, podemos decir, de El dependemos y en sus manos hemos de ponerla. Esto nos entrañaría, por otra parte, el respeto y la valoración que de toda vida hemos de tener y hacer. No es nuestra sino que Dios nos la ha dado. Somos administradores que, como nos enseña la parábola de los talentos, incluso hemos de saberla enriquecer. Cuántas consecuencias se sacarían de ello frente a la manipulación de la vida y su destrucción de tantas maneras.

Y más valiosa aún, como hemos, dicho porque hemos sido redimidos por Jesús. .Ahí está, pues, esa riqueza de gracia que el Señor nos otorga cuando nos ha elevado a la dignidad de hijos de Dios y quiere de nosotros una vida santa. Ahí están todas esas gracias con las que el Señor ha ido adornando nuestra vida continuamente y a lo que tenemos que responder.

Por eso podía decirnos hoy san Pablo. ‘Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor’. ¡Qué maravilla! Todo, decimos, siempre para la gloria del Señor. Todo realizado siempre conforme a lo que es la voluntad del Señor. Todo, sintiendo que es gracia que Dios nos regala y a la que tenemos que responder. Todo, entonces, vivido en una vida santa.

Cuando llegue la hora de presentarnos ante el Señor para su juicio definitivo sobre nuestra vida, ¿qué es lo que le vamos a presentar? ¿Una vida santa y llena de obras buenas, de obras de amor? Porque hemos de presentarnos ante el Señor. En nuestra fe así se nos dice y así lo confesamos. Todos hemos de comparecer ante el Señor en la hora de nuestra muerte para ese juicio particular, que así lo llamamos, con lo que ha sido toda nuestra vida en nuestras manos.

Como nos enseña el catecismo de la Iglesia católica ‘cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre’. Así nos dice el catecismo.

Pueden parecernos fuertes estas palabras, pero esa es la doctrina de la iglesia y lo que va a significar ese momento tan importante de presentarnos ante el Trono de Dios a la hora de nuestra muerte. Vivamos para el Señor, vivamos una vida santa y llena de buenas obras, vivamos una vida alejada del pecado para que no nos veamos apartados de Dios. Que cuando nos llegue esa hora suprema de nuestra muerte estemos preparados, purificados, llenos de la gracia de Dios para que podamos participar de su gloria. A la misericordia de Dios nos confiamos. No olvidemos que El nos ha buscado continuamente para invitarnos a la conversión como hemos escuchado hoy en las parábolas del evangelio.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Concéde a los difuntos el lugar del consuelo, de la luz y de la paz


Is. 25, 6-9;

1Ts. 4, 13-14.17-18;

Jn. 11, 17-27

Quiero comenzar mi reflexión recogiendo el sentir de la oración por los difuntos que la liturgia nos ofrece en las plegarias eucarísticas. Pedimos por nuestros hermanos ‘que durmieron en la esperanza de la resurrección para que quienes compartieron la muerte de Jesucristo compartan también con El la gloria de la resurrección para que todos participemos un día de la heredad de su Reino y con María, la Virgen, con los apóstoles y los santos, junto con toda la creación, libre ya del pecado y de la muerte, podamos contemplarle y cantar eternamente las alabanzas del Señor’.

Expresamos una fe y una esperanza. Es el sentido profundo de nuestra oración por los difuntos y el sentido que hemos de darle a esta commemoración que hoy estamos haciendo de todos los difuntos, después que ayer contemplábamos a todos los santos que eternamente alaban al Señor en la gloria del cielo.

Son dos celebraciones distintas, la de ayer de todos los santos y la commemoración de los difuntos que hoy hacemos, pero tienen mucho que les une desde la fe y la esperanza que tenemos puesta en el Señor fiados de su palabra. Que un día todos podamos contemplar el rostro de Dios tal cual es en el cielo y, participando plenamente de la heredad de su Reino, glorificar a Dios por toda la eternidad.

Y es que nos fiamos de la palabra del Señor que nos habla de resurrección y de vida eterna. Por eso, como tantas veces habremos escuchado a san Pablo en la carta a los Tesalonicenses nosotros no nos desesperamos ante la muerte como quienes no tienen esperanza. Los que creemos en Jesús muerto y resucitado tenemos nuestra vida llena de esperanza. Compartiremos la muerte de Cristo en nuestra propia muerte pero estamos llamados a participar también de la gloria de la resurrección, como expresamos en la oración de la Iglesia ya mencionada. Es que además lo estamos viviendo desde el primer momento que nos hemos unido a El por el Bautismo que es participar en su muerte y en su resurrección. Día a día el cristiano ha de irlo viviendo en ese camino de fe, de fidelidad en el amor, para que un día podamos participarlo en plenitud.

Como decíamos, nos fiamos de la Palabra de Jesús que nos sale al encuentro invitándonos a la vida. Lo hemos escuchado hoy también en el evangelio. Jesús que viene a nuesro encuentro allí donde estamos con lo que es nuestra vida, también nuestros sufrimientos, también en el dolor y los interrogantes y vacíos de la muerte. Lo vemos hoy en Betania con aquella familia de amigos de Jesús, pero lo hemos visto muchas veces a lo largo del evangelio.

De camino va al encuentro de la samaritana cuando sabe que ella se va a acercar al pozo de Jacob en Samaría. Como de camino se detiene ante la higuera donde está Zaqueo para que baje porque quiere llevar la salvación a su casa, quiere hospedarse en su casa. De camino va cuando se acerca aquel joven inquieto que se pregunta que ha de hacer para alcanzar la vida eterna, o aquellos otros se ofrecerán para seguirle a donde quiera que vaya. De camino pasa por donde están los leprosos que le suplicarán vida y salud, o donde aquel ciego pide limosna, pero pedirá más aún luz para sus ojos, por sólo citar algunos de esos encuentros.

Allí donde estamos en los caminos de nuestra vida, con nuestras cegueras o con nuestros males, con nuestros interrogantes o con nuestras inquietudes, Jesús se va a acercar a nosotros con una palabra de vida y de esperanza, con una palabra que nos traerá salvación. Es la palabra que tiene para Marta y para María en el duelo por la muerte de su hermano Lázaro. Allí están ellas con sus quejas y con su dolor, pero no dejándose encerrar por la pena con las puertas de su corazón abiertas a la llegada de Jesús.

‘Tu hermano resucitará… yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mi aunque haya muerto vivirá para siempre…’, nos dice Jesús. Y nuestra vida se llena de esperanza. Y le damos sentido a nuestro vivir y a nuestro morir. Y pensamos y creemos en la vida eterna. Y deseamos un día nosotros poder alcanzar esa vida eterna junto a Dios. Y oramos llenos de fe y de esperanza por nuestros difuntos porque esperamos y queremos que vivan en Dios para siempre.

Aunque en el recuerdo de los seres queridos que han fallecido nuestros ojos se puedan llegar de lágrimas sin embargo no nos falta la esperanza ni nos dejamos llevar por la angustia. Será un recuerdo y un dolor sereno y lleno de paz porque sabemos que los ponemos en buenas manos, porque los ponemos en las manos del Señor.

No nos quedamos en cosas supérfluas ni innecesarias, porque una flor se marchita, la vanidad de una lápida se desvanece con el tiempo que la envejece y la corroe, pero una oración llena de confianza llega al corazón de Dios y en Jesús, con el mérito infinito de su muerte y resurreción, puede tener valor de vida eterna para nuestros seres queridos.

Es lo que ahora estamos haciendo al celebrar la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección del Señor, sacrificio de Cristo que ofrecemos al Señor por el eterno descanso de nuestros difuntos. ‘A ellos y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz’, como se pide en una de las plegarias eucarísticas.

Vivamos con hondo sentido de fe y esperanza nuestra celebración y el recuerdo que hacemos de nuestros difuntos en estos días.

martes, 1 de noviembre de 2011

Todos los santos y elegidos proclaman a una sola voz la gloria del Señor


Apoc. 7, 2-4.9-14;

Sal. 23;

1Jn. 3, 1-3;

Mt. 5, 1-12

‘A ti te ensalza el glorioso coro de los apóstoles, la multitud admirable de los profetas, el blanco ejército de los mártires, todos los santos y elegidos te proclaman a una sola voz, Santa Trinidad, único Dios’. Así aclama y canta la Iglesia con uno de sus himnos litúrgicos unida a todos los santos a la Santísima Trinidad en esta fiesta de todos los Santos que hoy estamos celebrando.

Nos unimos a ese canto; queremos proclamar así nuestra mejor alabanza con los ángeles y los santos como decimos también en el prefacio; queremos entrar a formar parte de ese celestial para también nosotros bendecir y alabar al Señor hoy desde la tierra con nuestra vida santa, pero con la esperanza de que un día podamos hacerlo eternamente en el cielo en la gloria de todos los santos.

Esta fiesta de hoy, en que celebramos a todos los santos, nos hace mirar por una parte con esperanza a lo alto, al cielo, para contemplar a todos los que alaban eternamente al Señor, pero al mismo tiempo nos sentimos estimulados por todos esos santos que en el cielo están, para seguir haciendo este camino de la tierra queriendo responder a esa vocación a la santidad a la que todos somos llamados.

Pero, aunque con esa esperanza del cielo, no nos quedamos extasiados sino que nos hace mirar también alrededor nuestro para saber descubrir también en los que caminan a nuestro lado huellas y señales de esa santidad en todos los que quieren ser fieles, lo que es también un estímulo para nosotros; y aunque el camino se nos haga duro y dificultoso muchas veces – son tantas las tentaciones que nos quieren apartar de él -, queremos seguir haciéndolo y copiando en nosotros el espíritu de las bienaventuranzas del que nos habla el evangelio que es el mejor camino para seguir a Jesús, para vivir su reino y para llegar a resplandecer en nuestra santidad.

Nos invita Jesús a hacer un camino que nos llena de dicha y nos da la felicidad más plena. A muchos oídos pudiera resultar contradictorio el camino que nos propone Jesús porque los parámetros de la felicidad en el mundo en que vivimos quizá van por otro lado. Pero nosotros queremos seguir a Jesús y copiarlo en nuestra vida porque desde la fe que hemos puesto en El sabemos que sólo en El podemos encontrar la mayor plenitud para nuestra vida.

Y es que podemos atrevernos a decir que las bienaventuranzas que nos propone Jesús no son otra cosa que darnos su autorretrato. Sí, en Jesús es en quien primero las vemos reflejadas, en su vida, en su actuar. Son el retrato de su corazón. Cuando Jesús allá en el sermón del monte nos va desgranando una a uno todas las bienaventuranzas va expresando en voz alta lo que llevaba en su corazón y que era lo que vivía en su relación con Dios y con los demás. Era lo que llenaba a El de dicha y en lo que estaba todo el sentido de su ser y hacer por nosotros y para nuestra salvación.

Por eso decíamos, lo que hemos de hacer es copiar a Jesús, configurarnos totalmente con El para que su vida sea nuestra vida. Siguiendo sus pasos, viviendo su mismo sentir tendremos nuestro corazón lleno de Dios y surgirá nuestra entrega y nuestro vaciarnos de nosotros mismos porque amando a Dios y amando sin límites a los demás, como El lo hizo, encontraremos esos caminos de plenitud y de felicidad, esos caminos de santidad verdadera. Por eso querer vivir el espíritu de las bienaventuranzas es querer vivir la misma vida de Jesús.

Llenos así de Dios sentiremos en nuestro corazón la urgencia de todo lo que sea bueno para los demás y siempre estaremos buscando el bien y la verdad, la paz y la justicia para todos y para nuestro mundo; llenos de Dios nunca permitiremos que la malicia, la maldad, la mentira se adueñe de nuestro corazón, ni no dejaremos posesionar por las cosas materiales porque queremos vivir con un corazón puro y libre que siempre lo querremos para en todo y sobre todo amar con un amor como el de Dios a los que caminan a nuestro lado; llenos de Dios no nos importará ni el sufrimiento ni la incomprensión o persecución que podamos sufrir porque siempre lo único que nos va a importar es que Dios reine en nuestra vida y en nuestro mundo, sabiendo que en Dios siempre tendremos la fortaleza para nuestra lucha, para nuestra entrega, para nuestro amor.

Formaremos parte, pues, de esa multitud, esa muchedumbre inmensa, de la que nos habla hoy el libro del Apocalipsis, que han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero y cantan eternamente la alabanza del Señor en el cielo. No tememos que en nuestra lucha y en nuestro esfuerzo quizá algunas veces seamos débiles y podamos tropezar; no tememos lo que tengamos que sufrir a causa de la fidelidad que queremos mantener en el seguimiento de ese camino, porque sabemos que en la Sangre del Cordero serán lavadas y purificadas nuestras vestiduras, nuestras vidas, para que al final podamos cantar esa mejor alabanza al Señor.

A todo esto nos sentimos impulsados de manera especial hoy cuando estamos celebrando la fiesta de todos los santos; el contemplar a quienes antes que nosotros hicieron el camino no estimula para nosotros hacer ese mismo camino; pero con esa mirada limpia aprenderemos a descubrir también en los que caminan a nuestro lado señales y huellas de que están queriendo también vivir ese mismo espíritu de las bienaventuranzas; eso para nosotros también se nos convierte en un fuerte estímulo y empuje para vivir una vida de santidad.

Y ¿cómo no vamos a querer vivir todo esto si nos sentimos amados de Dios? Es lo que nos dice la carta de san Juan. ‘Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!’ Somos los hijos amados de Dios que nos lleva por caminos de amor y de plenitud. Somos los hijos amados de Dios que un día podemos verle tal cual es, como nos dice hoy san Juan. Vivamos ese amor y veremos a Dios. Limpiemos nuestro corazón de todo egoísmo y maldad y, como nos decía Jesús también en las bienaventuranzas, veremos a Dios.

Sí, nos alegramos en el Señor de celebrar la fiesta de todos los santos, porque tenemos la esperanza de que un día podamos pasar de esta mesa de la Iglesia peregrina al banquete del Reino de los cielos.

lunes, 31 de octubre de 2011

Dichoso tú porque no pueden pagarte, te pagarán cuando resuciten los justos


Rom. 11, 29-35;

Sal. 68;

Lc. 14, 12-14

El texto que nos ofrece hoy el evangelio viene a ser como la conclusión del que se nos proclamó el sabado pasado. Recordamos que habían invitado a comer a cada de uno de los principales fariseos y ya escuchamos entonces cómo los invitados escogían los primeros puestos que motivo que Jesús nos dejara un hermoso mensaje. Hoy viene a concluir diciéndonos a quien deberíamos invitar.

Los criterios que nos ofrece Jesús pueden sorprendernos y chocar con lo que son las “buenas” (y lo pongo entre comillas) costumbres sociales. Si alguien me invita a mi, luego me siento obligado a invitarlo yo también. Todas nuestras relaciones se van quedando en el círculo de nuestros amigos o de aquellos que por los intereses que sean pues nos invitamos a comer juntos y asi discurre nuestra vida social.

Jesús viene a rompernos los esquemas. Porque El nos propone otros esquemas que son los esquemas del amor y de la generosidad. Tal como vamos haciendo normalmente en la vida parece como si nos fueramos pagando mutuamente las cosas buenas que nos hacemos los unos a los otros. Como suele decir la gente ‘hoy por ti, mañana por mí’. Ayudo al que me ayuda, presto al que me presta, soy amigo solo del que me hace el bien. Como anécdota me viene a la memoria algo que alguna vez le escuché decir a alguien cuando asistía a un entierro o funeral, ‘vamos a pagar un día de jornal’, como quien dice hoy lo acompaño para que cuando me muera me acompañen a mí.

Nos sorprende Jesús con el estilo del amor que El quiere que sea la base verdadera de todas nuestras relaciones. ‘Cuando des una comida o una cena, no invites… a los que corresponderán invitándote con lo que quedarás pagado. Cuando des un banquete invita… a los que no pueden pagarte. ¡Dichoso tú, porque no pueden pagarte! te pagarán cuando resuciten los muertos’. Ya lo hemos escuchado con todo detalle en la proclamación del Evangelio.

La recompensa que nos viene del cielo; la trascendencia que han de tener nuestros actos. Cuando llegue la hora del último día nos dirá el Señor ‘ven, porque tuve hambre y me diste de comer, estaba sediento y me diste de beber, estaba desnudo y me vestiste…’ No porque hubierámos dado de comer a los que antes nos habian invitado a nosotros, sino porque dimos de comer a aquel hambriento, a aquel pobre que nada tenía en el que estaba Jesús.

‘Heredad el Reino preparado para vosotros…’ Podremos sentarnos en el banquete del Reino de los cielos, porque antes habíamos sentado a nuestra mesa terrena, habíamos abierto las puertas de nuestra vida a Jesús en la persona de aquel pobre y necesitado.

Creo que no es necesario hacer más comentarios a este texto. Vamos ahora a seguir participando del banquete del Reino en la Eucaristía que estamos celebrando, anticipo y prenda del banquete del Reino de los cielos que un día celebraremos en la gloria del cielo. Es la mesa a la que todos estamos invitados. Es la mesa en la que nos sentamos todos sin hacer distinciones de ningun tipo, ni buscar ninguna preferencia. Así tiene que ser en verdad nuestra participación en la Eucaristía.

Sólo necesitamos estar vestidos con el traje de fiesta de la gracia, de nuestro amor, de nuestra generosidad, de nuestra humildad. No hagamos distingos entre los que estamos participando de la misma Eucaristía. Son necesarias esas actitudes de amor y de generosidad que manifiestan la apertura de nuestro corazón al hermano, a todo hermano para que se siente con nosotros en la mesa del Reino.

domingo, 30 de octubre de 2011

El camino de la humildad y servicio de los que seguimos a Jesús

Mal. 1, 14-2, 2.8-10,

Sal. 130;

1Tes. 2, 7-9. 13;

Mt. 23, 1-12

El mensaje que nos deja hoy Jesús en el evangelio es muy enriquecedor para nuestra vida, para esa vida nuestra de cada día en que queremos seguirle cada vez con mayor fidelidad y amor. Siempre la Palabra de Dios es palabra de vida, palabra viva que nos llena de vida; ‘palabra que permanece siempre operante en nosotros’, como nos dice hoy san Pablo; palabra que nos anima y nos abre horizontes cuando quizá tantas veces tenemos el peligro de encontrarnos como desorientados por cuanto nos sucede a nuestro alrededor que no siempre quizá sean todo lo estimulantes que quisiéramos.

La da ocasión a Jesús de dejarnos un hermoso mensaje la situación de desorientación, podríamos decir, en que se encuentran las gentes de su época donde sus dirigentes no son todo lo coherentes que deberían ser para conducir al pueblo creyente por caminos de bien. Señalan caminos que no siguen, imponen normas y más normas que ellos no cumplen, y todo se les va en apariencias e hipocresías.

‘Todo lo que hacen es para que la gente los vea; alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto, les gustan los primeros puestos… que les hagan reverencias…’ Las filacterias eran como unas cintas en las que escribían palabras de la ley como para tener un recuerdo permanente delante de los ojos, pero que se quedaba todo en vanidad. Jesús es duro con los escribas y fariseos, pero siente en su corazón la situación de desorientación que vive su pueblo y no quiere que en la comunidad que va a nacer sucedan cosas así.

Me recuerda aquel otro momento que escuchamos en el evangelio cuando Jesús se va con sus discípulos más cercanos a un lugar descampado y allí al desembarcar se encuentra con una multitud que ha venido hasta Jesús desde todos los pueblos y aldeas de la orilla del lago porque quieren escuchar a Jesús. Y decía el evangelio que Jesús sintió lástima de ellos porque andaban como ovejas sin pastor.

Confieso, como ya he dicho en otra ocasión, que al escuchar estas palabras de Jesús me siento interpelado en mi interior si en verdad vivo y cumplo con la misión pastoral que se me ha confiado para ayudar a los que Dios ha puesto en mis manos para que en verdad sigan y vivan los caminos del evangelio con toda fidelidad y pido perdón una y otra vez al Señor porque no siempre soy lo suficientemente coherente y ejemplar en una vida santa para aquellos que me rodean.

En referencia al mensaje que Jesús hoy nos da, bien vemos que el estilo de vida y relación entre los que creemos en Jesús tiene que ser distinto. Como comunidad de amor que hemos de formar los que creemos y seguimos a Jesús nuestras relaciones tienen que ser fraternales, humildes, sencillas. No pueden caber entre nosotros apariencias ni búsquedas de grandezas. Por eso nos dice Jesús que para nosotros no valen los títulos ni los reconocimientos, porque somos hermanos que caminamos juntos, que nos ayudamos mutuamente, que nos amamos y siempre hemos de buscar el bien del otro, siendo capaces incluso de olvidarnos de nosotros mismos. Sólo a Dios hemos de reconocer como el Señor, el único Dios y Señor de nuestra vida.

Sin embargo, hemos de reconocer, que nos sentimos halagados por las reverencias y nos encanta que nos reconozcan lo que hacemos. Es la tentación que sufrimos muchas veces de forma bien sutil. Cómo tendríamos que aprender a caminar caminos de humildad. ‘El Hijo del Hombre, nos dirá Jesús, no vino a ser servido sino a servir’. Y bien lo contemplamos en un amor total que le lleva a dar la vida por nosotros.

Y es que Jesús no nos pedirá nada que no haya hecho El por nosotros. Como tantas veces hemos reflexionado El va delante de nosotros abriéndonos el camino con su propia vida y su propio camino. Y si nos dice que tenemos que aprender a ser los últimos porque en su Reino los últimos serán los primeros, El se despojó de su rango, como nos dice san Pablo, para no solo hacerse hombre sino para entregar su vida por nosotros en la muerte ignominiosa de la cruz.

Hoy nos lo dice claramente. ‘El primero entre vosotros será vuestro servidor’. Cuántas veces nos repite eso mismo Jesús a lo largo del evangelio. Sería bueno dedicar un rato a leer y releer el evangelio y encontrar todos esos momentos. Podría ser algo a lo que dedicáramos un tiempo de meditación en otro lugar. Sin ser ahora exhaustivos recordemos que eso es lo que les dice a los discípulos, Santiago y Juan, que quieren estar uno a su derecha y otro a su izquierda en su reino; será lo que les diga y repita cuando discuten por el camino sobre quien va a ser el primero. Y así muchas veces.

‘El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’, termina sentenciando hoy Jesús en el evangelio que hemos escuchado. Porque El ‘se rebajó hasta la muerte de cruz, Dios lo levantó y le concedió el nombre sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble y toda lengua proclame Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre’.

Es nuestro camino, el que El nos enseñó; camino de amor, de servicio, de humildad que hemos de recorrer si queremos seguir a Jesús. Qué bien nos vendría abajarnos de nuestros orgullos y apariencias, vivir una vida sencilla y humilde queriendo estar siempre en actitud de servicio para los demás. Qué hermosa sería la convivencia entre todos; de cuánta paz llenaríamos nuestro mundo. Ya sabemos cuánto daño nos hacemos a nosotros mismos y los unos a los otros cuando nos dejamos llevar por el orgullo y la apariencia.

Le pedíamos al Señor en la oración litúrgica que ‘nos conceda caminar sin tropiezos hacia los bienes que nos prometes’. Que el Señor nos conceda su fuerza y su gracia para evitar esos tropiezos del orgullo, de la apariencia, del egoísmo, del pensar solo en nosotros mismos. Que con la fuerza de su Espíritu sepamos recorrer con alegría, con entusiasmo esos caminos del amor y del servicio.