Rom. 16, 3-9. 16. 22-27;
Sal. 144;
Lc. 16, 9-15
La utilización de las cosas materiales de las que tenemos que valernos en el día a día de nuestra vida nunca tendrá que apartarnos de las cosas que son verdaderamente importante, veníamos a concluir ayer al escuchar la parábola del administrador injusto. Más bien, la rectitud y honradez con que nos administremos en todo ello ha de servirnos como un camino también de nuestra santificación y de la gloria que le demos a Dios.
Nos habla Jesús hoy de la fidelidad en las cosas pequeñas y de la honradez y rectitud con que hemos de utilizar también esos bienes materiales que están en nuestras manos. ‘El que es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo, tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el vil dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras?’
Esas cosas pequeñas o esos bienes materiales que poseemos son los medios que tenemos en la vida para nuestra relación e intercambio, un fruto también de nuestro trabajo y esfuerzo para que podamos obtener aquello que necesitamos para una vida digna y también para que podamos ejercitar nuestra generosidad en el compartir con los demás ayudando a quien carezca de lo necesario para subsistir.
Por eso, como nos dice hoy Jesús, las riquezas, los bienes materiales que poseamos como fruto de nuestro trabajo nunca pueden convertirse en un dios de nuestra vida. Lejos de nosotros la avaricia que todo lo quiere acaparar para si y que nos encerraría de forma egoísta en nosotros mismos y nos podría llevar al enfrentamiento o la guerra contra los demás. Lejos de nosotros toda codicia que nos ciega y esclaviza. Lejos de nosotros el idolatrar las riquezas convirtiéndolas en dioses y señores de nuestra vida. Bien sabemos qué tentador es el brillo dorado de las riquezas que nos llena también de vanidad en su posesión.
Y hemos de reconocer que algunas veces no son las grandes riquezas ni posesiones las que nos encierran en nosotros mismos, sino cualquier minucia a la que apegamos nuestro corazón y nos parece que sin esas cosas no vamos a ser felices de verdad. Cómo nos peleamos a veces por cualquier tontería.
Son claras las palabras de Jesús. ‘Ningún siervo puede servir a dos amos; porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero’. Recordamos lo que ya ayer reflexionábamos de cómo nuestra fe en Dios tiene que ser el verdadero y único centro de nuestra vida, verdadero motor de nuestra existencia.
Dios tiene que ser el único Señor de nuestra vida. Y entonces tenemos que sentirnos verdaderamente libre frente a todas las cosas; nada nos debe atar ni esclavizar; de ninguna manera podemos permitir que lo que poseemos nos haga avaros, codiciosos y egoístas. Cuando de verdad Dios es el centro de nuestro corazón nacerá en nosotros un amor generoso que nos lleva a ser desprendidos, a compartir generosamente, a mirar con ojos distintos al que está a nuestro lado para ser capaces de bajarnos de la cabalgadura de nuestro orgullo para generosamente atender en la necesidad al hermano.
Pidamos al Señor que nos dé generosidad en el corazón, capacidad de desprendimiento para no ser nunca acaparadores de cosas, y fidelidad para saber utilizar todos esos medios materiales o riquezas que poseamos que nos lleven a dar gloria a Dios con todo lo que hagamos.
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