Dios enjugará las lágrimas de todos
los rostros
Is. 25, 6-9; 1Tes. 4, 13-14.17-18; Jn. 11, 17-27
En la víspera de estos días de Todos los Santos y Difuntos,
que estamos celebrando hoy leía en las redes sociales los comentarios que hacia
una persona del estado de ánimo en que se encontraba. Textualmente decía: ‘Hoy está siendo un día complicado... llevo todo el DIA
embajonado... como hecho de menos un abrazo de mi abuela…’ Estaba expresando de alguna manera lo que muchas personas
sienten en estos días en que recordamos a nuestros difuntos.
Es cierto
que el recuerdo de nuestros seres queridos que han fallecido nos trae a la
memoria muchas cosas y su ausencia física produce sentimientos encontrados en
nuestro interior de tristeza, nostalgia, amargura y hasta una cierta angustia
por su separación. Hay quien se siente ‘embajonado’
como decía en la cita con que comenzábamos esta reflexión. Claro que recogemos
todos esos sentimientos muy humanos que van aflorando en nuestro interior y es
bueno, sí, que recordemos tantas cosas buenas que de ellos recibimos; en
nosotros queda el perfume de su amor, de su cariño, de todo lo que hicieron por
nosotros. No tenemos por qué deprimirnos si hay esperanza en nuestro corazón,
pero no todos consiguen superar ese estado de ánimo.
Pero creo
que la conmemoración cristiana que nosotros hacemos de los difuntos tendría que
llevarnos a algo más. Como cristianos tiene que aflorar nuestra fe y nuestra
esperanza. Y ese recuerdo para nosotros no es solo un recuerdo nostálgico y que
se puede llenar de dolor, sino que hemos de saber convertirlo en oración. Desde
esa fe y esperanza que anima nuestra vida y que nos trasciende, que nos hace
pensar en la vida eterna, queremos pedir a Dios por aquellos que han muerto con
la esperanza de que estén en el Señor; que en el Señor hayan alcanzado esa
plenitud de felicidad que es participar para siempre de la vida de Dios. En
nuestra oración queremos pedir que el Señor tenga misericordia con ellos y
perdonados y purificados los haga participar para siempre de su vida eterna.
La fe que
hemos puesto en el Señor, la esperanza que nace de esa fe en su Palabra y su
promesa de vida eterna tiene que levantar nuestro espíritu para darle otro
sentido a lo que vivimos, a esa experiencia de dolor por la que pasamos cuando
vivimos la separación por la muerte de nuestros seres queridos. Nuestra fe nos
hace mirar hacia arriba y caminar con deseos de plenitud que tienen que
levantarnos el ánimo y afrontar con una nueva esperanza esas situaciones de
dolor. Es desde esa fe y desde esa esperanza como tenemos que vivir esta
especial conmemoración de los fieles difuntos a la que nos invita hoy la
Iglesia.
Es cierto
que son días que están muy llenos de tradiciones y hasta de ritos, unos
tradicionales en nuestra cultura y otros que se nos han ido introduciendo desde
culturas foráneas, pero tenemos que ver cómo unos y otros los iluminamos con la
luz de la fe y de la esperanza cristiana, que muchas veces han perdido. No es
un simple culto a los espíritus a los que sentimos como vagando en la nada lo
que tenemos que hacer que es como lo contemplan muchas de esas tradiciones,
sino que nuestro recuerdo tiene que estar muy empapado de esperanza, la
esperanza de la resurrección y de la vida eterna y regado, por así decirlo, con
nuestra fe en Cristo resucitado y nuestra oración. Nuestro culto siempre tiene
que ser para Dios que es al único que hemos de adorar como único Señor de
nuestra vida y al único que tenemos que rendir culto.
Este tiene
que ser el sentido de nuestra celebración de la Eucaristía. A esto nos ilumina
la Palabra de Dios que se nos ha proclamado. Hermoso el texto de Isaías que
hemos escuchado. Una invitación a la vida y a la esperanza. Una invitación a la
fiesta en el encuentro del Señor porque con El desaparece el dolor y la muerte,
nuestras lágrimas son enjugadas porque renace en nuestro corazón la esperanza
de la salvación eterna. ‘Aniquilará la
muerte para siempre; el Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros…
Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y
gocemos con su salvación’. Por eso comenzaba hablándonos de ese festín, de
ese banquete que es anuncio del banquete del Reino de los cielos, como tantas
veces Jesús nos hablará de él en el evangelio.
Por eso
nos decía san Pablo que nosotros, los cristianos, no podemos sufrir ante la muerte como aquellos que no tienen esperanza.
Nosotros creemos en Jesucristo, muerto y resucitado. ‘Yo soy la resurrección y la vida’, hemos escuchado además que le
dice Jesús en el evangelio a Marta y ella confesará su fe inquebrantable en la
resurrección, en Cristo que es nuestra resurrección y nuestra vida. ‘Yo creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de
Dios, que tenía que venir al mundo’, terminará confesando aquella mujer.
Ella
también había acudido a Jesús embargada por las lágrimas y el sufrimiento por
la muerte de su hermano Lázaro. Hubiera querido que Jesús estuviera allí, pero
aún así seguía confiando en Jesús. Nos amargamos muchas veces ante la muerte de
los seres queridos y también le hacemos muchas preguntas a Dios, le gritamos
desde el dolor de nuestro corazón. Y Dios nos escucha; Jesús está a nuestro
lado para ofrecernos el consuelo de su presencia y de su gracia, aunque muchas
veces nosotros no sepamos verlo. Pero su luz no deja de iluminar nuestra vida,
aunque nosotros estemos envueltos por las tinieblas del dolor que no nos dejan
ver nada. Estamos tan ‘embajonados’
que nos cegamos. Pidamos la luz del Señor, que nos ilumine la luz de la fe. Que
lleguemos también a hacer una confesión de fe en Jesús como nuestra vida,
nuestra resurrección y nuestra salvación.
Desde la fe que tenemos en Jesús nuestra vida se llena
de trascendencia; la muerte ya no es un final irremediable tras la cual ya no
queda sino la nada y el vacío; nosotros creemos en la vida eterna, creemos en
la resurrección, porque creemos en Jesús y creemos en su Palabra. La esperanza
que nace de esa fe en Jesús nos hace esperar la vida eterna, una vida eterna
que deseamos en el Señor. Como nos decía san Pablo, ‘si creemos que Jesús ha muerto y ha resucitado, del mismo modo a los
que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los llevará con El. Y así estaremos
siempre con el Señor’.
Si esa es nuestra fe y nuestra esperanza, ¿por qué
amargarnos en nuestra tristeza? Nos queda el consuelo de nuestra oración para
que aquellos que han muerto vivan para siempre en el Señor. Y oramos llenos de
esperanza y apoyados en Cristo porque sabemos que todos somos pecadores y
necesitamos ser purificados por el Señor. Y pedimos entonces que el Señor tenga
misericordia de los que han muerto. Por eso ofrecemos la más hermosa oración,
la oración de Jesús, el sacrificio redentor de Cristo, el misterio de su Pascua
vivido y celebrado en el Santo Sacrificio de la Misa. Es nuestra oración pero
con el valor infinito y redentor del sacrificio de Cristo al que nosotros
queremos unirnos.
Con esa esperanza y con esa fe, sentimos como el Señor
enjuga las lagrimas de nuestros ojos, nos consuela en lo más hondo de nuestro
corazón, y hace desaparecer para siempre el duelo y el dolor, la angustia y la
amargura, y nace para siempre la paz en nuestro corazón. Si estamos pidiendo la
paz eterna, la paz de Dios para esos seres queridos que han muerto, vivamos
nosotros en esa paz. Sintámonos seguros y consolados en el Señor. Sabemos que
Cristo ha vencido el mal y la muerte; hagámonos partícipes de su victoria,
hagamos con nuestra oración partícipes de la victoria de Cristo a todos los que
han muerto porque ya viven en el Señor para siempre. ‘Todo el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá para siempre’,
nos dice el Señor.