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sábado, 2 de noviembre de 2013

Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros

Is. 25, 6-9; 1Tes. 4, 13-14.17-18; Jn. 11, 17-27
En la víspera de estos días de Todos los Santos y Difuntos, que estamos celebrando hoy leía en las redes sociales los comentarios que hacia una persona del estado de ánimo en que se encontraba. Textualmente decía: Hoy está siendo un día complicado... llevo todo el DIA embajonado... como hecho de menos un abrazo de mi abuela…’ Estaba expresando de alguna manera lo que muchas personas sienten en estos días en que recordamos a nuestros difuntos.
Es cierto que el recuerdo de nuestros seres queridos que han fallecido nos trae a la memoria muchas cosas y su ausencia física produce sentimientos encontrados en nuestro interior de tristeza, nostalgia, amargura y hasta una cierta angustia por su separación. Hay quien se siente ‘embajonado’ como decía en la cita con que comenzábamos esta reflexión. Claro que recogemos todos esos sentimientos muy humanos que van aflorando en nuestro interior y es bueno, sí, que recordemos tantas cosas buenas que de ellos recibimos; en nosotros queda el perfume de su amor, de su cariño, de todo lo que hicieron por nosotros. No tenemos por qué deprimirnos si hay esperanza en nuestro corazón, pero no todos consiguen superar ese estado de ánimo.
Pero creo que la conmemoración cristiana que nosotros hacemos de los difuntos tendría que llevarnos a algo más. Como cristianos tiene que aflorar nuestra fe y nuestra esperanza. Y ese recuerdo para nosotros no es solo un recuerdo nostálgico y que se puede llenar de dolor, sino que hemos de saber convertirlo en oración. Desde esa fe y esperanza que anima nuestra vida y que nos trasciende, que nos hace pensar en la vida eterna, queremos pedir a Dios por aquellos que han muerto con la esperanza de que estén en el Señor; que en el Señor hayan alcanzado esa plenitud de felicidad que es participar para siempre de la vida de Dios. En nuestra oración queremos pedir que el Señor tenga misericordia con ellos y perdonados y purificados los haga participar para siempre de su vida eterna.
La fe que hemos puesto en el Señor, la esperanza que nace de esa fe en su Palabra y su promesa de vida eterna tiene que levantar nuestro espíritu para darle otro sentido a lo que vivimos, a esa experiencia de dolor por la que pasamos cuando vivimos la separación por la muerte de nuestros seres queridos. Nuestra fe nos hace mirar hacia arriba y caminar con deseos de plenitud que tienen que levantarnos el ánimo y afrontar con una nueva esperanza esas situaciones de dolor. Es desde esa fe y desde esa esperanza como tenemos que vivir esta especial conmemoración de los fieles difuntos a la que nos invita hoy la Iglesia.
Es cierto que son días que están muy llenos de tradiciones y hasta de ritos, unos tradicionales en nuestra cultura y otros que se nos han ido introduciendo desde culturas foráneas, pero tenemos que ver cómo unos y otros los iluminamos con la luz de la fe y de la esperanza cristiana, que muchas veces han perdido. No es un simple culto a los espíritus a los que sentimos como vagando en la nada lo que tenemos que hacer que es como lo contemplan muchas de esas tradiciones, sino que nuestro recuerdo tiene que estar muy empapado de esperanza, la esperanza de la resurrección y de la vida eterna y regado, por así decirlo, con nuestra fe en Cristo resucitado y nuestra oración. Nuestro culto siempre tiene que ser para Dios que es al único que hemos de adorar como único Señor de nuestra vida y al único que tenemos que rendir culto.
Este tiene que ser el sentido de nuestra celebración de la Eucaristía. A esto nos ilumina la Palabra de Dios que se nos ha proclamado. Hermoso el texto de Isaías que hemos escuchado. Una invitación a la vida y a la esperanza. Una invitación a la fiesta en el encuentro del Señor porque con El desaparece el dolor y la muerte, nuestras lágrimas son enjugadas porque renace en nuestro corazón la esperanza de la salvación eterna. ‘Aniquilará la muerte para siempre; el Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros… Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación’. Por eso comenzaba hablándonos de ese festín, de ese banquete que es anuncio del banquete del Reino de los cielos, como tantas veces Jesús nos hablará de él en el evangelio.
Por eso nos decía san Pablo que nosotros, los cristianos, no podemos sufrir ante la muerte como aquellos que no tienen esperanza. Nosotros creemos en Jesucristo, muerto y resucitado. ‘Yo soy la resurrección y la vida’, hemos escuchado además que le dice Jesús en el evangelio a Marta y ella confesará su fe inquebrantable en la resurrección, en Cristo que es nuestra resurrección y nuestra vida. ‘Yo creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que tenía que venir al mundo’, terminará confesando aquella mujer.
Ella también había acudido a Jesús embargada por las lágrimas y el sufrimiento por la muerte de su hermano Lázaro. Hubiera querido que Jesús estuviera allí, pero aún así seguía confiando en Jesús. Nos amargamos muchas veces ante la muerte de los seres queridos y también le hacemos muchas preguntas a Dios, le gritamos desde el dolor de nuestro corazón. Y Dios nos escucha; Jesús está a nuestro lado para ofrecernos el consuelo de su presencia y de su gracia, aunque muchas veces nosotros no sepamos verlo. Pero su luz no deja de iluminar nuestra vida, aunque nosotros estemos envueltos por las tinieblas del dolor que no nos dejan ver nada. Estamos tan ‘embajonados’ que nos cegamos. Pidamos la luz del Señor, que nos ilumine la luz de la fe. Que lleguemos también a hacer una confesión de fe en Jesús como nuestra vida, nuestra resurrección y nuestra salvación.
Desde la fe que tenemos en Jesús nuestra vida se llena de trascendencia; la muerte ya no es un final irremediable tras la cual ya no queda sino la nada y el vacío; nosotros creemos en la vida eterna, creemos en la resurrección, porque creemos en Jesús y creemos en su Palabra. La esperanza que nace de esa fe en Jesús nos hace esperar la vida eterna, una vida eterna que deseamos en el Señor. Como nos decía san Pablo, ‘si creemos que Jesús ha muerto y ha resucitado, del mismo modo a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los llevará con El. Y así estaremos siempre con el Señor’.
Si esa es nuestra fe y nuestra esperanza, ¿por qué amargarnos en nuestra tristeza? Nos queda el consuelo de nuestra oración para que aquellos que han muerto vivan para siempre en el Señor. Y oramos llenos de esperanza y apoyados en Cristo porque sabemos que todos somos pecadores y necesitamos ser purificados por el Señor. Y pedimos entonces que el Señor tenga misericordia de los que han muerto. Por eso ofrecemos la más hermosa oración, la oración de Jesús, el sacrificio redentor de Cristo, el misterio de su Pascua vivido y celebrado en el Santo Sacrificio de la Misa. Es nuestra oración pero con el valor infinito y redentor del sacrificio de Cristo al que nosotros queremos unirnos.

Con esa esperanza y con esa fe, sentimos como el Señor enjuga las lagrimas de nuestros ojos, nos consuela en lo más hondo de nuestro corazón, y hace desaparecer para siempre el duelo y el dolor, la angustia y la amargura, y nace para siempre la paz en nuestro corazón. Si estamos pidiendo la paz eterna, la paz de Dios para esos seres queridos que han muerto, vivamos nosotros en esa paz. Sintámonos seguros y consolados en el Señor. Sabemos que Cristo ha vencido el mal y la muerte; hagámonos partícipes de su victoria, hagamos con nuestra oración partícipes de la victoria de Cristo a todos los que han muerto porque ya viven en el Señor para siempre. ‘Todo el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá para siempre’, nos dice el Señor.

viernes, 1 de noviembre de 2013

En la comunión de los santos desprendamos el perfume de Dios en la santidad nuestra vida

Apoc. 7, 2-4.9-14; Sal. 23; 1Jn. 3, 1-3; Mt. 5, 1-12
Nos conviene recordar hoy - y más en el marco de los objetivos del Año de la Fe que estamos a punto de concluir - un artículo de nuestra fe que profesamos en el Credo y que nos puede pasar un tanto desapercibido, no solo en el hecho de que simplemente lo recitemos cuando decimos el Credo, sino también porque quizá no le damos suficiente sentido en nuestra vida. ‘Creo en la comunión de los santos’, decimos en el Credo, sobre todo cuando empleamos su formulación más extensa recogiendo el sentir de todos los concilios de la Iglesia que nos han definido nuestra fe.
Hoy, que estamos celebrando la fiesta, la solemnidad de todos los santos, es bueno que resaltemos este artículo de nuestra fe. Cuando decimos que creemos en ‘la comunión de los santos’ estamos queriendo expresar esa comunión que hay entre todos los que creemos en Jesús y hemos recibido el bautismo que consagra nuestra vida. Y decimos todos los que creemos en Jesús y no solo pensamos en los que aún en la tierra peregrinamos viviendo en este mundo y formando la Iglesia, sino que nos queremos sentir en comunión con todos los que traspasadas las puertas de la eternidad glorifican a Dios en el cielo o aún están en estado de purificación en el purgatorio.
Vivimos una misma comunión, porque por nuestra fe en Jesús nos hemos unido a El, configurándonos con El, tanto los que aquí peregrinamos como los que están participando de la gloria del cielo. Vivimos una misma comunión por esa comunión que con Dios vivimos por nuestra fe en Jesús, por la nueva vida de la que nos ha hecho partícipes, por el Espíritu que anida en nuestros corazones y nos hace partícipes de la vida de Dios. Es la misma vida de Dios, que ahora de forma imperfecta por nuestra condición pecadora vivimos, pero que un día viviremos en plenitud en la gloria del cielo, de la que ya son partícipes los que allí cantan para siempre la gloria de Dios.
Es esa vida de Dios, de la que somos participes por el Espíritu Santo que se nos ha dado, la que nos hace santos. Recordemos lo que nos decía la carta de san Juan hoy: ‘Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos, pues ¡lo somos!’ Nos ha concedido el Espíritu de su hijo para que en verdad seamos hijos de Dios. Como nos decía el evangelio de Juan ya desde el inicio ‘a cuantos le recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios… nacen de Dios’. Es por eso por lo que entonces ha de brillar la santidad de los hijos de Dios en nuestra vida.
La santidad que hemos de vivir en nuestra vida es como el perfume de Dios que hay en nosotros por nuestra unión con El. Una persona que ha estado en contacto con alguien que estaba intensamente perfumado, bien por la cercanía a esa persona o porque, por ejemplo, haya recibido un abrazo, luego va a quedar en ella como un halo de ese perfume del que, podríamos decir así para entendernos, se ha contagiado. Pues bien, esa santidad que ha de haber en nuestra vida es ese perfume de Dios que queda en nosotros cuando con El estamos íntima y profundamente unidos. No podríamos negarlo, no tendríamos que negarlo de ninguna manera porque así debemos de impregnarnos de Dios, de su vida, de su santidad.
Como un cántico de esperanza el libro del Apocalipsis - ése es el verdadero sentido de este último libro del Nuevo Testamento y de la Biblia - nos describe esa ‘muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, que de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos… gritaban con voz potente: ¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero… la alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén’.
Es una descripción de la gloria del cielo a la que nos unimos ahora nosotros, en esa comunión de los santos que vivimos y celebramos. Es ‘la Jerusalén celeste, donde eternamente alaba al Señor la asamblea festiva de todos los santos’, como proclamaremos en el prefacio de la Plegaria Eucarística de este día. ‘Hacia ella nos encaminamos alegres, guiados por la fe y gozosos por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia’, los que aun peregrinamos en esta tierra como en un país extraño. Ellos son para nosotros ‘ejemplo y ayuda para nuestra debilidad’, porque no solo nos ofrecen el ejemplo de su vida, sino que con su intercesión nos alcanzan la gracia del Señor que nos fortalece en nuestro camino terrenal.
Ese camino de nuestra vida en el que ha de brillar el perfume de Dios en nuestra vida, ha de brillar nuestra santidad y que es iluminado continuamente por la Palabra del Señor que nos sirve de guía en medio de tantas oscuridades que nos amenazan y nos quieren desviar de ese camino. Hoy hemos escuchado en el evangelio el mensaje de las Bienaventuranzas. Es la senda que nos traza Jesús pero son también la promesa de Jesús de que podemos alcanzar esa dicha y felicidad en plenitud, esa dicha y felicidad de la vida eterna.
San Juan nos decía que ‘somos hijos de Dios pero aun no se ha manifestado lo que seremos, porque seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es’. Con esa esperanza de plenitud ahora caminamos y queremos purificarnos más y más para poder alcanzar esa eterna bienaventuranza de la visión de Dios. ‘Los limpios de corazón verán a Dios’, que nos dice una de las bienaventuranzas. Ahora lo vivimos como en primicia, pero un día seremos herederos de ese Reino de Dios.
Por eso ahora siguiendo el espíritu que nos trasmite el evangelio queremos poner toda nuestra confianza en Dios, alejando de nosotros toda desesperación y desconsuelo, porque desde nuestra pobreza sabremos compartir, viviendo en la sencillez y el desprendimiento, poniendo generosidad en nuestro corazón para incluso hacer nuestros los sufrimientos y las lágrimas de cuantos nos rodean, porque sabemos que así haremos un mundo mejor, un mundo lleno de justicia, un mundo lleno de la paz más hermosa, la que nace de una verdadera fraternidad. Sabemos que si caminamos así seremos herederos del Reino y alcanzaremos siempre consuelo para nuestro espíritu y mereceremos ser llamados de verdad hijos de Dios.
En ese Espíritu que anima nuestra vida nuestros corazones estarán siempre llenos de misericordia y de compasión; habremos aprendido lo que es la solidaridad verdad y la mutua confianza para alejar siempre la malicia de nuestro interior; seremos siempre sembradores de paz porque vamos tendiendo lazos de amistad y de fraternidad con todos sin distinción; contagiaremos de la alegría de nuestra fe y de nuestro amor a los que tienen su corazón enturbiado por las desconfianzas y la envidias y están maleados por el orgullo y el amor propio. Sabemos que el Señor es nuestra fuerza y nuestro consuelo y cuando vamos viviendo en ese estilo y sentido de vida iremos impregnando a nuestro mundo del olor de Dios.
No temeremos la incomprensión o el rechazo que podamos encontrar porque en verdad nos sentimos siempre fortalecidos por el Espíritu de Jesús; ante nuestros ojos está el testimonio de los santos que hoy con el Apocalipsis contemplamos en el cielo vestidos con sus vestiduras blancas y con palmas en sus manos. ‘Esos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la Sangre del Cordero’, y esas palmas son las de la victoria con las que cantan la gloria del Señor que nosotros un día esperamos poder cantar también eternamente en el cielo.
Con los santos, con esa multitud que la Iglesia ya ha reconocido su santidad, pero también con esa multitud que nadie podría contar que quisieron ser fieles, que pusieron amor en sus vidas, que trabajaron por la justicia y la paz, que se comprometieron por un mundo mejor, que vivieron siempre en absoluta fidelidad al Señor, aunque no nos conozcamos, hoy nos sentimos en profunda comunión. Es la comunión de los santos que proclamamos con nuestra fe. Es la Fiesta de todos los Santos que hoy queremos celebrar. Es esa multitud de la que nosotros queremos formar parte para con nuestra vida, también aquí y ahora y un día por toda la eternidad, cantar la gloria de Dios.

jueves, 31 de octubre de 2013

Herodes y Jesús entre el dramatismo de la Pascua y la ternura del amor

Rom. 8, 31-39; Sal. 108; Lc. 13, 31-35
‘Se acercaron unos fariseos a Jesús a decirle: Márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte’. Los encuentros o la relación entre Jesús y Herodes están siempre marcados por el dramatismo de la pasión y de la muerte, por el dramatismo de la Pascua, como ya hemos comentado en otra ocasión.
A su nacimiento, Herodes el grande, el padre de este Herodes que nos menciona hoy el evangelio, ya quiso la muerte de Jesús, porque los Magos de Oriente habían venido a adorar un recién nacido rey de los judíos. Viendo un posible cumplimiento de las promesas mesiánicas, por eso tras la búsqueda en las Escrituras santas los había enviado a Belén, al verse burlado por los Magos manda matar a todos los nacidos en Belén y sus alrededores de dos años para abajo.
En una cierta relación con Jesús está el martirio del Bautista que este Herodes había mandado ejecutar. En fin de cuentas el Bautista era el Precursor del Mesías, aquel ‘profeta del Altísimo que iría delante del Señor a preparar sus caminos para anunciar a su pueblo la salvación por medio del perdón de los pecados’.
Más tarde, como ya hemos comentado, será en medio de la pasión que es llevado ante Herodes, enviado por Pilatos, porque le habían dicho que Jesús provenía de Galilea y ‘al ser de la jurisdicción de Herodes, se lo envió, aprovechando que Herodes estaba en Jerusalén por los días de la Pascua’. Pero ya conocemos que ‘Herodes le hacía muchas preguntas, esperando verle hacer algún milagro, pero Jesús no le respondió absolutamente nada’.
Ahora, hemos escuchado hoy, le anuncian que Herodes lo buscaba para matarlo. Si más tarde Jesús no le respondería nada, ahora sin embargo Jesús sí le responde para hacerle ver que su vida no depende de la voluntad de Herodes, sino de la voluntad del Padre. ‘Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios, pasado mañana llego a mi término’. La obra salvadora de Jesús se sigue realizando; las señales del Reino se seguirán manifestando porque Jesús viene en verdad a hacer posible ese Reino de Dios. La vida nadie se la arrebata porque El la entrega libremente, porque por encima de todo está su amor, un amor que será siempre salvador para nosotros.
Hasta el último momento, y es una forma de decir porque siempre se manifestará así el Señor, El nos estará haciendo llegar su amor. Ha de subir a Jerusalén, está anunciando en cierto modo su entrada triunfal en la ciudad santa, pero su triunfo estará en la cruz y en la resurrección. ‘Os digo que no me volveréis a ver hasta el día en que exclaméis: Bendito el que viene en nombre del Señor’. Una referencia a su entrada en Jerusalén entre las aclamaciones de los niños y del pueblo, pero una referencia a quien viene en nombre del Señor como nuestro auténtico salvador. Allí en Jerusalén ha de morir, ha de realizar su entrega definitiva por amor para nuestra salvación.
Manifiesta una vez más su amor por Jerusalén, que es el amor grande que todo judío tenía por la ciudad santa y cuánto más Jesús, pero en ello está manifestando cómo Jesús nos busca, nos atrae hacia sí, nos regala con el don de su amor y de su perdón. ‘He querido reunir a tus hijos como una gallina reúne a sus pollitos bajo sus alas’. ¡Qué hermosa imagen que nos manifiesta la ternura de Dios para con nosotros que siempre nos busca! Si en otros momentos lo llamamos el Buen Pastor que busca y llama a sus ovejas, o que va tras la oveja perdida para traerla sobre sus hombros, ahora vemos esa ternura de Dios en esa imagen de la gallina que reúne a sus polluelos bajo sus alas. Así nos sentimos siempre acogidos por el Señor.

¿Qué nos queda decir? Darle gracias a Dios por tanta ternura y tanto amor. Darle gracias a Dios que nos revela el misterio de la cruz y de la pascua desde la óptica del amor y de la entrega. Darle gracias a Dios y con Cristo saber también ofrecer nuestra vida en ofrenda de amor que nos llene de gracia y que sea gracia salvadora también para nuestro mundo.

miércoles, 30 de octubre de 2013

El camino de Jesús tiene sus exigencias, no es simplemente dejarse llevar

Rom. 8, 26-30; Sal. 12; Lc. 13, 22-30
‘Jesús iba camino de Jerusalén y uno se le acercó a preguntarle: Señor, ¿serán muchos los que se salven?’ Puede ser una pregunta interesante que nos refleje también muchas y hasta contradictorias actitudes.
Muchos se han acercado a Jesús con preguntas semejantes. ‘¿Cuál es el mandamiento principal de la ley?’ era una pregunta socorrida de los escribas y letrados para ponerlo a prueba. Alguno se había acercado a él como aquel joven bueno, que sin embargo no fue capaz de seguir dando los pasos que Jesús le sugería, ‘Maestro, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?’
Otros quizá lo daban por hecho y ya ni siquiera lo preguntaban porque se creían muy cumplidores y se tenían por justos y seguros de sí mismos, como recientemente hemos escuchado en el fariseo que subió al templo a orar pero que no hacía sino justificarse por todo lo bueno que hacía. Como nos sucede quizá tantas veces que nos creemos buenos y no queremos preguntarnos qué más podemos hacer, porque ya pensamos que estamos haciendo lo suficiente. O nos creemos que porque quizá hemos acumulado muchos rezos ya lo tenemos todo conseguido sin poner nada más de nuestra parte.
Muchos hay que andan con medidas a ver hasta donde pueden llegar sin traspasar límites, claro que los límites los ponemos por el lado de lo mínimo que podamos o tengamos que hacer; o quizá algunos quieran buscar sus influencias para ver qué es lo que pueden alcanzar en ese Reino nuevo que anuncia Jesús, así andan los parientes buscando los mejores puestos o lo que han estado desde siempre con él disputándose quien es el que va a ocupar el primer puesto y ser el principal entre todos.
Quizá entre nosotros también nos pueda suceder que andemos con ciertas presunciones de que como el Señor es bueno y es misericordioso todos nos vamos a salvar, nadie se va a condenar y así nos dejamos arrastrar por una vida ramplona y sin motivaciones para superarnos y para crecer, para ser mejores y para resplandecer en santidad como tendría que ser si escucháramos bien las metas de perfección que Jesús nos propone cuando nos dice que seamos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto.
Y a todo esto ¿qué responde Jesús? En algunos de los planteamientos Jesús hablará de cumplir los mandamientos, porque es el camino de alcanzar la vida eterna. Pero cuando va profundizando en la respuesta nos irá planteando unas nuevas exigencias que nos estimulan hacia un camino de superación y de mayor plenitud. Será lo que le responde al joven rico de que venda todo lo que tiene y dé el dinero a los pobres para tener un tesoro en el cielo; o será señalarnos los caminos de la humildad y del servicio porque solo los que saben ser servidores haciéndose los últimos podrán llegar a ser los primeros en el Reino de los cielos.
Hoy vemos que nos habla de un camino de esfuerzo y de superación. ‘Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, les dirá, porque os digo que muchos intentarán entrar y no podrán’. Y nos dirá a continuación que a aquellos que se creían ya salvados porque lo conocían de siempre o porque en muchas ocasiones quizá tuvieron la oportunidad de estar cerca de El, tienen el peligro de no ser reconocidos. ‘Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo: Señor, ábrenos, y El os replicará: no os conozco’.
Será triste escuchar esas palabras de Jesús. ¿Qué tendríamos que hacer? Ya nos los dice Jesús. Tenemos que escucharle y escucharle con el corazón bien abierto para tener la disponibilidad y generosidad de querer seguirle de verdad con toda nuestra vida. Alcanzar la vida eterna es seguir a Jesús, seguir sus pasos, es ponernos en camino con una disponibilidad total; para ello tenemos que escucharle, pero escucharle allá en lo más hondo de nosotros mismos dejando a un lado todo tipo de superficialidad.
El camino de Jesús tiene sus exigencias; no es simplemente dejarse llevar. Recordemos que en otra ocasión nos hablará de negarnos a nosotros mismos y de tomar la cruz de cada día; ya hemos mencionado lo que nos dice de saber hacernos los últimos y los servidores de todos. Porque el camino de Jesús es el camino del amor y de la entrega. Y amar no se puede hacer a medias, sino que tiene que ser con todo el corazón, con toda la vida, con todo el coraje y con todo el ardor de nuestro corazón. Y esto no se hace sin esfuerzo. Es lo que hoy nos dice.
Y sabemos que el camino del amor de Jesús le hizo pasar por la pasión y por la cruz. No olvidemos que es la semilla enterrada que muere para dar fruto. Así tenemos que ser nosotros, así tiene que ser nuestro amor, nuestro camino de seguimiento de Jesús. 

martes, 29 de octubre de 2013

Un pequeño grano de mostaza y un puñado de levadura harán germinar el Reino de Dios en medio de nuestro mundo

Rom. 8, 18-25; Sal. 125; Lc. 13m 18-21
Hemos escuchado muchas veces en el evangelio por una parte cómo la gente se entusiasmaba cuando contemplaba los milagros que Jesús realizaba pero cómo también en otras ocasiones acudían a Jesús, a pesar de todo lo que contemplaban en su obra y las enseñanzas que le escuchaban, para pedirle nuevos signos, obras maravillosas que vinieran a confirmar su autoridad y lo que les iba enseñando.
De alguna manera es algo que sigue sucediendo hoy como ha sucedido a través de todos los tiempos. También queremos ver milagros; si nos enteramos que allá hay un hecho extraordinario que nos parece maravilloso allí acudimos corriendo porque nos parece que sin esas cosas milagrosas no podemos sostener nuestra fe. Pero ¿ese es el único camino para fortalecer nuestra fe o tendremos que buscar algo más hondo que nos sucede en el corazón con lo que el Señor también quiere hacernos notar su presencia?
Aunque Jesús realice signos prodigiosos y obras milagrosas, aunque nos hable en un determinado momento de lo que sucederá en el final de los tiempos, sin embargo también nos dice que el Reino de Dios no va a aparecer a partir de cosas espectaculares y que no vayamos por ello corriendo de acá para allá. Ahora en el final del tiempo litúrgico ya tendremos ocasión de escucharle en este sentido y reflexionar ampliamente sobre ellos.
Cuando Jesús nos va proponiendo parábolas a lo largo del evangelio para que comprendamos bien lo que es el Reino de Dios y cómo se ha de ir manifestando en nosotros es otra cosa lo que quiere decirnos. Hoy hemos escuchado dos pequeñas parábolas. Jesús se pregunta antes de proponerlas ‘¿A qué se parece el Reino de Dios? ¿A qué lo compararé? Y nos habla de una pequeña semilla - ya en otros momentos lo ha comparado también a la semilla que se siembra - y a un pequeño puñado de levadura que se va a mezclar con la masa para hacerla fermentar y poder con ella hacernos el pan.
¿Se van a ver cosas grandes? Es un pequeño grano de mostaza apenas perceptible. Una pequeña semilla que se entierra y de la que va a brotar una pequeña planta, que luego poco a poco crecerá hasta hacer un hermoso arbusto, que ni siquiera tendrá la categoría de árbol; pero que nos dirá que hasta los pajarillos vendrán a cobijarse bajo sus ramas. Una semilla insignificante que se oculta a nuestros ojos al ser enterrada y en la que se va a producir esa transformación por la que germinará y brotará esa planta nueva.
Lo mismo el puñado de levadura que se mezcla con la masa, que ya no vamos a ver de ninguna manera, pero que hará fermentar aquella masa para con ella hacernos un sabroso pan. Una transformación oculta, callada, pero que va a producir, podríamos decirlo así, sus frutos.
Y así nos dice es el Reino de Dios. Que llegará a nosotros como una gracia de Dios con la Palabra que se planta en nuestro corazón, pero que lo irá transformando por dentro poco a poco para provocar que llegue a dar fruto de una vida nueva. ¿Qué es lo que pasa ahí dentro del corazón del hombre? Con los ojos de la cara no veremos nada, pero la gracia de Dios está ahí actuando, si nosotros la dejamos actuar, y hará que nuestro corazón y nuestra vida se abra a una nueva vida, se abra a Dios y en consecuencia se abra de una forma nueva y distinta a los que están a nuestro lado, a los que ya comenzaremos a ver distintos porque los veremos como hermanos.
Ahí, calladamente en el corazón del hombre está actuando la gracia de Dios, se está haciendo presente de Dios para transformar nuestra vida, para hacerla germinar y fermentar a una nueva vida y a un nuevo y sabroso pan. Ahí se están realizando las maravillas del Señor. No veremos externamente cosas espectaculares, no iremos corriendo de aquí para allá, pero ahí en nuestro corazón se está haciendo presente el Reino de Dios.

El Señor que hizo en mí cosas grandes, como cantaría María en el Magnificat. Esas son las maravillas de Dios que hemos de saber descubrir y por las que tenemos que en verdad dar gracias a Dios. Y si dejamos actuar a Dios así en nuestro corazón nos irá transformando pero al mismo tiempo se irá transformando nuestro mundo porque así se irá haciendo presente el Reino de Dios en medio de nosotros. Muchas otras explicaciones podríamos hacernos para ver en ello una imagen de la Iglesia, pero quedémonos con esta sencilla reflexión.

lunes, 28 de octubre de 2013

Nos llevas al conocimiento de Cristo por la predicación de los apóstoles

Ef. 2, 19-22; Sal. 18; Lc. 6, 12-19
‘Nos llevaste al conocimiento de tu nombre por la predicación de los apóstoles’, hemos rezado en la oración de esta fiesta. Hoy estamos celebrando la fiesta de san Simón y san Judas, apóstoles. Es bueno recordar esa nota característica de la Iglesia que es ser Iglesia apostólica, ‘edificada sobre el cimiento de los apóstoles y profetas y de la que el mismo Cristo es la piedra angular’, como nos decía el apóstol en la carta a los Efesios. Ahí se nos habla de un edificio y de unos cimientos con su piedra angular; se nos habla de un templo consagrado al Señor y de su construcción para ser morada de Dios.
Fácilmente, por una falta de formación, se nos pueden crear confusiones en nuestra mente al no saber interpretar debidamente estas palabras, que podrían tener un equívoco significado. El pensar en un edificio y en una construcción para referirnos a la Iglesia nos podríamos quedar en el edificio material del templo al que por analogía llamamos normalmente Iglesia. Pero creo que bien podremos comprender estas palabras y el que reflexionemos sobre ello en esta fiesta de los santos apóstoles nos puede hacer mucho bien.
¿Quién es el verdadero templo de Dios? Recordemos las palabras de Jesús cuando nos hablaba de ‘destruir este templo que en tres días reconstruiré’. Ya recordamos que el propio evangelista nos dice entonces que se refería al templo de su cuerpo, cosa que comprendieron muy bien después de su resurrección. Cristo es el verdadero templo de Dios y es por Cristo, con Cristo y en Cristo como damos gloria al Señor, ‘todo honor y toda gloria’, como confesamos y decimos en la plegaria eucarística.
Hoy nos dice el apóstol que por Cristo Jesús, que es la piedra angular, ‘todo el edificio queda ensamblado y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor’. Somos nosotros, en la medida en que nos vamos uniendo a Cristo por la escucha de la Palabra del Señor y por la celebración de los Sacramentos, los que vamos formando parte de ese edificio, nos ensamblamos en ese edificio - y ya sabemos que ensamblar es unir con una unión profunda que ya nada lo puede separar - y con Cristo nosotros somos también ese templo consagrado al Señor. Así hemos sido consagrados en nuestro Bautismo; así formamos parte de la Iglesia, así queremos con Cristo dar para siempre gloria al Señor.
Decíamos que nos vamos uniendo a Cristo en la escucha de la Palabra, esa palabra que nos lleva al conocimiento de Cristo, esa Palabra que recibimos en la tradición de la Iglesia trasmitida desde los apóstoles. Iglesia apostólica, decimos refiriéndonos a una de sus características fundamentales, porque a través de los apóstoles, con la fe que nos trasmitieron los apóstoles nos unimos a Cristo, formamos ese cuerpo de Cristo que es la Iglesia, formamos parte de esa familia de los hijos de Dios.
Y nos unimos a Cristo proclamando y celebrando nuestra fe. Precisamente el Credo lo llamamos Símbolo Apostólico en ese mismo sentido, porque es la fe que confesamos y que nos ha sido trasmitida por los apóstoles. Esa fe que nosotros también tenemos que trasmitir, anunciar para que así la Iglesia, como decíamos también en la oración, ‘vaya creciendo con la conversión incesante de los pueblos’. Es lo que pedimos con la intercesión de los santos apóstoles que hoy celebramos. La celebración que vivimos  nos compromete a nosotros también a ser apóstoles para trasmitir nuestra fe. ‘A toda la tierra alcanza su pregón’, decíamos en el salmo. Es nuestra oración y compromiso.

Y, como decimos, nos unimos a Cristo celebrando nuestra fe en los sacramentos. Ahí está la fuente de la gracia; ahí celebrando a Cristo y nuestra fe en El nos llenamos de su gracia, de su vida, para poder seguir esos caminos de santidad a los que estamos llamados. Que este memorial de la pasión que estamos celebrando en esta Eucaristía en la fiesta de los santos Apóstoles san Simón y san Judas ‘nos ayude, con su intercesión, a perseverar en tu amor’, en el amor de Dios.

domingo, 27 de octubre de 2013

Si no abrimos nuestro corazón a los demás tampoco lo abriremos a Dios para encontrar gracia

Eclesiástico, 35, 15-17.20-22; Sal. 33; 2Tim. 4, 6-8.16-18; Lc. 18, 9-14
‘Si el afligido invoca al Señor, El lo escucha, porque el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos… cuando uno grita, al Señor lo escucha y lo libra de sus angustias’. Hermoso y consolador pensamiento que se nos ofrece como oración y meditación en el salmo. Nos está señalando con cuánta humildad y con cuanto amor y confianza hemos de acudir al Señor. Cuando así lo hacemos encontraremos la gracia del Señor que siempre nos escucha y nos regala con su amor.
No son buenos bagajes para nuestro camino, para llevar en la mochila del camino de la vida el orgullo y la autosuficiencia. Quien los lleva como principales compañeros de camino fácilmente terminará solo porque terminará encerrándose en sí mismo aunque se quiera poner siempre en un pedestal por encima de todo y de todos, y endiosándose de manera que su presencia se puede volver insoportable para quienes estén a su lado y porque creerá no necesitar ni de Dios ya que piensa que siempre en todo se puede valer por si mismo. Pero es una tentación fácil, el orgullo y la autosuficiencia, que podemos tener en nuestro trato con los demás, pero también en una pretendida relación con Dios.
Hoy Jesús quiere enseñarnos cuales han de ser las verdaderas y auténticas actitudes para ponernos ante Dios en la oración. Ya nos dice el evangelista que ‘a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de si mismos y despreciaban a los demás, les dijo Jesús esta parábola’ que hemos escuchado. Fijémonos de entrada la descripción que nos hace el evangelista: ‘se tenían por justos’, luego ellos eran los santos y por eso mismo se sentían por encima de los demás; ‘se sentían seguros de sí mismos’, luego se valían por si mismos, no necesitaban de nada ni de nadie; y como una consecuencia ‘despreciaban a los demás’, porque se creían que solo ellos eran los justos y buenos y todos los demás eran unos desgraciados pecadores. ¿Con una actitud así se puede ir a orar a Dios?
Y Jesús les habla de los dos hombres que subieron al templo a orar, pero con actitudes y posturas bien diferentes. Mientras el fariseo oraba con una actitud de arrogancia erguido allí en medio de todos, el publicano desde el último rincón humildemente suplicaba a Dios misericordia y compasión porque se consideraba pecador. El fariseo podría parecer bueno y cumplidor por todo lo que decía que hacía, y si hubiera sido humilde se podría haber convertido su oración en una hermosa acción de gracias al Señor, pero estaba lleno de orgullo y de desprecio hacia los demás. El sí era cumplidor, no como aquel publicano al que despreciaba por pecador. Malos bagajes para llevar en la mochila del camino de la vida su orgullo y su autosuficiencia.
‘Os digo que el publicano bajó a su casa justificado, y aquel no’, concluye Jesús la parábola. El publicano reconociendo su fragilidad y su pecado abrió su corazón a Dios porque fue humilde y supo reconocer su condición. ‘Oh Dios, ten compasión de este pecador’, repetía con humildad. Reconoce su pecado y se confía a la benevolencia de Dios. Por eso bajó a su casa justificado, perdonado, lleno de la gracia de Dios.
El reconocimiento de su pecado era un paso importante en ese querer transformar su corazón; se sentía perdonado y se sentía renovado, con una nueva vida de gracia en su corazón. Cuánto tenemos que aprender para ese reconocimiento auténtico por nuestra parte de nuestra condición de pecadores. No es sólo decir yo soy pecador, sino yo soy pecador y en Dios quiero renovar mi vida. Soy pecador pero abro mi corazón a la gracia de Dios que me perdona, me renueva y me transforma.
 Mientras, el fariseo no supo encontrarse con Dios, no abrió su corazón a la gracia de Dios porque más bien parecía con lo que decía que él no necesitaba de Dios porque ya era bueno por si mismo. Pero aún peor era que no solo su corazón no se abría a Dios, sino que estaba creando barreras a su alrededor alejándose de los demás a los que despreciaba. No se sentía pecador y nada creía que tenía que renovar en su vida. No encontró la gracia del Señor que lo justificara, porque en el fondo tampoco lo deseaba.
Y es que cuando no somos capaces de abrirnos a los hermanos, al menos intentarlo, difícilmente nos vamos a abrir a Dios y a su gracia. Ya sabemos aquello que nos dice la Escritura que no podemos decir que amamos a Dios a quien no vemos y no amamos al hermano a quien vemos a nuestro lado. No podrá haber amor verdadero a Dios si no intentamos ese amor al hermano que está a nuestro lado. Es el mandamiento principal que nos dejó Jesús en el Evangelio.
Puede ser que en nuestras debilidades y flaquezas nos cueste abrirnos a los hermanos, porque eso muchas veces nos sucede, nos cuesta aceptar a alguien, nos cuesta poner amor en alguien del que quizá hemos recibido algo que nos haya dañado o molestado, pero hemos de querer hacerlo y reconociendo que somos débiles acudimos, sí, al Señor para que nos dé fuerza para abrirnos también al prójimo, para aceptar o para perdonar, y entonces si que nos estamos abriendo a Dios.
Es cierto que no somos santos y hay muchas cosas que nos cuestan, pero hemos de reconocerlo y con humildad pedir al Señor esa gracia que mueva y transforme nuestro corazón para aceptar y para perdonar al hermano, para lograr entrar en comunión con él, para vivir entonces esa vida nueva de la gracia.
Por algo será que cuando Jesús nos enseña a orar nos dice que comencemos llamándole Padre. Ese Dios en quien creemos y al que queremos invocar en nuestra oración, desde nuestra pequeñez y desde nuestra indignidad es el Padre bueno que nos ama. Por eso Jesús nos dice que le llamemos Padre. Como decía san Juan en sus cartas en verdad somos hijos de Dios, porque así nos ama Dios. ‘Mirad que amor nos ha tenido Dios que nos llama hijos, pues ¡lo somos!’ Pero fijémonos en el modelo de oración que nos enseña hemos de decir ‘Padre nuestro’. Cuando vamos a Dios siempre tenemos que ir con el corazón abierto también a los hermanos
Y no olvidemos las últimas palabras del evangelio de hoy como conclusión de este mensaje y como cambio de actitudes para vivir en relación a los demás y para acercarnos a Dios. ‘Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’.