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domingo, 27 de octubre de 2013

Si no abrimos nuestro corazón a los demás tampoco lo abriremos a Dios para encontrar gracia

Eclesiástico, 35, 15-17.20-22; Sal. 33; 2Tim. 4, 6-8.16-18; Lc. 18, 9-14
‘Si el afligido invoca al Señor, El lo escucha, porque el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos… cuando uno grita, al Señor lo escucha y lo libra de sus angustias’. Hermoso y consolador pensamiento que se nos ofrece como oración y meditación en el salmo. Nos está señalando con cuánta humildad y con cuanto amor y confianza hemos de acudir al Señor. Cuando así lo hacemos encontraremos la gracia del Señor que siempre nos escucha y nos regala con su amor.
No son buenos bagajes para nuestro camino, para llevar en la mochila del camino de la vida el orgullo y la autosuficiencia. Quien los lleva como principales compañeros de camino fácilmente terminará solo porque terminará encerrándose en sí mismo aunque se quiera poner siempre en un pedestal por encima de todo y de todos, y endiosándose de manera que su presencia se puede volver insoportable para quienes estén a su lado y porque creerá no necesitar ni de Dios ya que piensa que siempre en todo se puede valer por si mismo. Pero es una tentación fácil, el orgullo y la autosuficiencia, que podemos tener en nuestro trato con los demás, pero también en una pretendida relación con Dios.
Hoy Jesús quiere enseñarnos cuales han de ser las verdaderas y auténticas actitudes para ponernos ante Dios en la oración. Ya nos dice el evangelista que ‘a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de si mismos y despreciaban a los demás, les dijo Jesús esta parábola’ que hemos escuchado. Fijémonos de entrada la descripción que nos hace el evangelista: ‘se tenían por justos’, luego ellos eran los santos y por eso mismo se sentían por encima de los demás; ‘se sentían seguros de sí mismos’, luego se valían por si mismos, no necesitaban de nada ni de nadie; y como una consecuencia ‘despreciaban a los demás’, porque se creían que solo ellos eran los justos y buenos y todos los demás eran unos desgraciados pecadores. ¿Con una actitud así se puede ir a orar a Dios?
Y Jesús les habla de los dos hombres que subieron al templo a orar, pero con actitudes y posturas bien diferentes. Mientras el fariseo oraba con una actitud de arrogancia erguido allí en medio de todos, el publicano desde el último rincón humildemente suplicaba a Dios misericordia y compasión porque se consideraba pecador. El fariseo podría parecer bueno y cumplidor por todo lo que decía que hacía, y si hubiera sido humilde se podría haber convertido su oración en una hermosa acción de gracias al Señor, pero estaba lleno de orgullo y de desprecio hacia los demás. El sí era cumplidor, no como aquel publicano al que despreciaba por pecador. Malos bagajes para llevar en la mochila del camino de la vida su orgullo y su autosuficiencia.
‘Os digo que el publicano bajó a su casa justificado, y aquel no’, concluye Jesús la parábola. El publicano reconociendo su fragilidad y su pecado abrió su corazón a Dios porque fue humilde y supo reconocer su condición. ‘Oh Dios, ten compasión de este pecador’, repetía con humildad. Reconoce su pecado y se confía a la benevolencia de Dios. Por eso bajó a su casa justificado, perdonado, lleno de la gracia de Dios.
El reconocimiento de su pecado era un paso importante en ese querer transformar su corazón; se sentía perdonado y se sentía renovado, con una nueva vida de gracia en su corazón. Cuánto tenemos que aprender para ese reconocimiento auténtico por nuestra parte de nuestra condición de pecadores. No es sólo decir yo soy pecador, sino yo soy pecador y en Dios quiero renovar mi vida. Soy pecador pero abro mi corazón a la gracia de Dios que me perdona, me renueva y me transforma.
 Mientras, el fariseo no supo encontrarse con Dios, no abrió su corazón a la gracia de Dios porque más bien parecía con lo que decía que él no necesitaba de Dios porque ya era bueno por si mismo. Pero aún peor era que no solo su corazón no se abría a Dios, sino que estaba creando barreras a su alrededor alejándose de los demás a los que despreciaba. No se sentía pecador y nada creía que tenía que renovar en su vida. No encontró la gracia del Señor que lo justificara, porque en el fondo tampoco lo deseaba.
Y es que cuando no somos capaces de abrirnos a los hermanos, al menos intentarlo, difícilmente nos vamos a abrir a Dios y a su gracia. Ya sabemos aquello que nos dice la Escritura que no podemos decir que amamos a Dios a quien no vemos y no amamos al hermano a quien vemos a nuestro lado. No podrá haber amor verdadero a Dios si no intentamos ese amor al hermano que está a nuestro lado. Es el mandamiento principal que nos dejó Jesús en el Evangelio.
Puede ser que en nuestras debilidades y flaquezas nos cueste abrirnos a los hermanos, porque eso muchas veces nos sucede, nos cuesta aceptar a alguien, nos cuesta poner amor en alguien del que quizá hemos recibido algo que nos haya dañado o molestado, pero hemos de querer hacerlo y reconociendo que somos débiles acudimos, sí, al Señor para que nos dé fuerza para abrirnos también al prójimo, para aceptar o para perdonar, y entonces si que nos estamos abriendo a Dios.
Es cierto que no somos santos y hay muchas cosas que nos cuestan, pero hemos de reconocerlo y con humildad pedir al Señor esa gracia que mueva y transforme nuestro corazón para aceptar y para perdonar al hermano, para lograr entrar en comunión con él, para vivir entonces esa vida nueva de la gracia.
Por algo será que cuando Jesús nos enseña a orar nos dice que comencemos llamándole Padre. Ese Dios en quien creemos y al que queremos invocar en nuestra oración, desde nuestra pequeñez y desde nuestra indignidad es el Padre bueno que nos ama. Por eso Jesús nos dice que le llamemos Padre. Como decía san Juan en sus cartas en verdad somos hijos de Dios, porque así nos ama Dios. ‘Mirad que amor nos ha tenido Dios que nos llama hijos, pues ¡lo somos!’ Pero fijémonos en el modelo de oración que nos enseña hemos de decir ‘Padre nuestro’. Cuando vamos a Dios siempre tenemos que ir con el corazón abierto también a los hermanos
Y no olvidemos las últimas palabras del evangelio de hoy como conclusión de este mensaje y como cambio de actitudes para vivir en relación a los demás y para acercarnos a Dios. ‘Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’.

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