En la comunión de los santos desprendamos el perfume de Dios en la santidad nuestra vida
Apoc. 7, 2-4.9-14; Sal. 23; 1Jn. 3, 1-3; Mt. 5, 1-12
Nos conviene recordar hoy - y más en el marco de los
objetivos del Año de la Fe que estamos a punto de concluir - un artículo de
nuestra fe que profesamos en el Credo y que nos puede pasar un tanto
desapercibido, no solo en el hecho de que simplemente lo recitemos cuando
decimos el Credo, sino también porque quizá no le damos suficiente sentido en
nuestra vida. ‘Creo en la comunión de los
santos’, decimos en el Credo, sobre todo cuando empleamos su formulación
más extensa recogiendo el sentir de todos los concilios de la Iglesia que nos
han definido nuestra fe.
Hoy, que estamos celebrando la fiesta, la solemnidad de
todos los santos, es bueno que resaltemos este artículo de nuestra fe. Cuando
decimos que creemos en ‘la comunión de
los santos’ estamos queriendo expresar esa comunión que hay entre todos los
que creemos en Jesús y hemos recibido el bautismo que consagra nuestra vida. Y
decimos todos los que creemos en Jesús y no solo pensamos en los que aún en la
tierra peregrinamos viviendo en este mundo y formando la Iglesia, sino que nos
queremos sentir en comunión con todos los que traspasadas las puertas de la
eternidad glorifican a Dios en el cielo o aún están en estado de purificación
en el purgatorio.
Vivimos una misma comunión, porque por nuestra fe en
Jesús nos hemos unido a El, configurándonos con El, tanto los que aquí
peregrinamos como los que están participando de la gloria del cielo. Vivimos
una misma comunión por esa comunión que con Dios vivimos por nuestra fe en
Jesús, por la nueva vida de la que nos ha hecho partícipes, por el Espíritu que
anida en nuestros corazones y nos hace partícipes de la vida de Dios. Es la
misma vida de Dios, que ahora de forma imperfecta por nuestra condición
pecadora vivimos, pero que un día viviremos en plenitud en la gloria del cielo,
de la que ya son partícipes los que allí cantan para siempre la gloria de Dios.
Es esa vida de Dios, de la que somos participes por el
Espíritu Santo que se nos ha dado, la que nos hace santos. Recordemos lo que
nos decía la carta de san Juan hoy: ‘Mirad
que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos, pues ¡lo somos!’ Nos
ha concedido el Espíritu de su hijo para que en verdad seamos hijos de Dios.
Como nos decía el evangelio de Juan ya desde el inicio ‘a cuantos le recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les
dio poder para ser hijos de Dios… nacen de Dios’. Es por eso por lo que entonces
ha de brillar la santidad de los hijos de Dios en nuestra vida.
La santidad que hemos de vivir en nuestra vida es como
el perfume de Dios que hay en nosotros por nuestra unión con El. Una persona
que ha estado en contacto con alguien que estaba intensamente perfumado, bien
por la cercanía a esa persona o porque, por ejemplo, haya recibido un abrazo,
luego va a quedar en ella como un halo de ese perfume del que, podríamos decir
así para entendernos, se ha contagiado. Pues bien, esa santidad que ha de haber
en nuestra vida es ese perfume de Dios que queda en nosotros cuando con El
estamos íntima y profundamente unidos. No podríamos negarlo, no tendríamos que
negarlo de ninguna manera porque así debemos de impregnarnos de Dios, de su
vida, de su santidad.
Como un cántico de esperanza el libro del Apocalipsis -
ése es el verdadero sentido de este último libro del Nuevo Testamento y de la
Biblia - nos describe esa ‘muchedumbre
inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, que de pie
delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas
en sus manos… gritaban con voz potente: ¡La victoria es de nuestro Dios, que
está sentado en el trono, y del Cordero… la alabanza y la gloria y la sabiduría
y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios,
por los siglos de los siglos. Amén’.
Es una descripción de la gloria del cielo a la que nos
unimos ahora nosotros, en esa comunión de los santos que vivimos y celebramos.
Es ‘la Jerusalén celeste, donde
eternamente alaba al Señor la asamblea festiva de todos los santos’, como
proclamaremos en el prefacio de la Plegaria Eucarística de este día. ‘Hacia ella nos encaminamos alegres,
guiados por la fe y gozosos por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia’,
los que aun peregrinamos en esta tierra como en un país extraño. Ellos son para
nosotros ‘ejemplo y ayuda para nuestra
debilidad’, porque no solo nos ofrecen el ejemplo de su vida, sino que con
su intercesión nos alcanzan la gracia del Señor que nos fortalece en nuestro
camino terrenal.
Ese camino de nuestra vida en el que ha de brillar el
perfume de Dios en nuestra vida, ha de brillar nuestra santidad y que es
iluminado continuamente por la Palabra del Señor que nos sirve de guía en medio
de tantas oscuridades que nos amenazan y nos quieren desviar de ese camino. Hoy
hemos escuchado en el evangelio el mensaje de las Bienaventuranzas. Es la senda
que nos traza Jesús pero son también la promesa de Jesús de que podemos
alcanzar esa dicha y felicidad en plenitud, esa dicha y felicidad de la vida
eterna.
San Juan nos decía que ‘somos hijos de Dios pero aun no se ha manifestado lo que seremos,
porque seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es’. Con esa
esperanza de plenitud ahora caminamos y queremos purificarnos más y más para
poder alcanzar esa eterna bienaventuranza de la visión de Dios. ‘Los limpios de corazón verán a Dios’,
que nos dice una de las bienaventuranzas. Ahora lo vivimos como en primicia,
pero un día seremos herederos de ese Reino de Dios.
Por eso ahora siguiendo el espíritu que nos trasmite el
evangelio queremos poner toda nuestra confianza en Dios, alejando de nosotros
toda desesperación y desconsuelo, porque desde nuestra pobreza sabremos
compartir, viviendo en la sencillez y el desprendimiento, poniendo generosidad
en nuestro corazón para incluso hacer nuestros los sufrimientos y las lágrimas
de cuantos nos rodean, porque sabemos que así haremos un mundo mejor, un mundo
lleno de justicia, un mundo lleno de la paz más hermosa, la que nace de una
verdadera fraternidad. Sabemos que si caminamos así seremos herederos del Reino
y alcanzaremos siempre consuelo para nuestro espíritu y mereceremos ser
llamados de verdad hijos de Dios.
En ese Espíritu que anima nuestra vida nuestros
corazones estarán siempre llenos de misericordia y de compasión; habremos
aprendido lo que es la solidaridad verdad y la mutua confianza para alejar
siempre la malicia de nuestro interior; seremos siempre sembradores de paz
porque vamos tendiendo lazos de amistad y de fraternidad con todos sin
distinción; contagiaremos de la alegría de nuestra fe y de nuestro amor a los
que tienen su corazón enturbiado por las desconfianzas y la envidias y están
maleados por el orgullo y el amor propio. Sabemos que el Señor es nuestra
fuerza y nuestro consuelo y cuando vamos viviendo en ese estilo y sentido de
vida iremos impregnando a nuestro mundo del olor de Dios.
No temeremos la incomprensión o el rechazo que podamos
encontrar porque en verdad nos sentimos siempre fortalecidos por el Espíritu de
Jesús; ante nuestros ojos está el testimonio de los santos que hoy con el
Apocalipsis contemplamos en el cielo vestidos con sus vestiduras blancas y con
palmas en sus manos. ‘Esos son los que
vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la
Sangre del Cordero’, y esas palmas son las de la victoria con las que
cantan la gloria del Señor que nosotros un día esperamos poder cantar también
eternamente en el cielo.
Con los santos, con esa multitud que la Iglesia ya ha
reconocido su santidad, pero también con esa multitud que nadie podría contar
que quisieron ser fieles, que pusieron amor en sus vidas, que trabajaron por la
justicia y la paz, que se comprometieron por un mundo mejor, que vivieron
siempre en absoluta fidelidad al Señor, aunque no nos conozcamos, hoy nos
sentimos en profunda comunión. Es la comunión de los santos que proclamamos con
nuestra fe. Es la Fiesta de todos los Santos que hoy queremos celebrar. Es esa
multitud de la que nosotros queremos formar parte para con nuestra vida,
también aquí y ahora y un día por toda la eternidad, cantar la gloria de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario