Humildes nos reconocemos pecadores en la presencia del Señor para sentirnos justificados en su misericordia
Oseas
6,1-6; Sal 50; Lucas 18, 9-14
Yo soy bueno… yo no tengo pecados. Lo habremos escuchado muchas
veces o también lo hemos pensado más de una vez y hasta lo hemos dicho. Yo
soy bueno, no tengo pecados, de qué me voy a confesar. Seamos sinceros, ya
el solo pensarlo nos está dando unos aires de suficiencia que nos eleva sobre
pedestales. Y se nos mete el orgullo dentro, y comenzamos a hacer comparaciones,
y comenzamos a mirar a los otros y los vemos con tantos defectos, y nosotros
somos buenos. Da que pensar.
Si vamos por ese camino ¿para que necesitamos a Dios? Si vamos por ese
camino no necesitamos que venga Jesús con su misericordia a nosotros, porque
¿de qué nos va a perdonar? Si vamos por ese camino nos llenamos de tanta
autosuficiencia que nos convertimos en reyes y dioses de nosotros mismos y
también al final queremos ser reyes para los demás; si vamos por ese camino y llegáramos
a ver algo bueno en los otros, pronto nos corroerá la envidia por dentro y
queremos destruir cuanto pudiera hacernos sombra; si vamos por ese camino
terminaremos avasallando a cuanto nos rodee, pero al final quizá terminaremos destrozándonos
a nosotros mismos porque con nuestras ínfulas, ¿quién nos va a aguantar? Nada
hay más odioso y repulsivo que un corazón autosuficiente y orgulloso que se
sube en su pedestal a nuestro lado.
Nos dice el evangelio hoy que Jesús propone una parábola por ‘algunos
que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a
los demás’. Y ya conocemos la parábola
de los dos hombres que subieron al templo a orar. Allí estaba el fariseo de pie
delante de todos recordando lo bueno que era, las cosas buenas que hacia, con
sus aires de superioridad despreciando a los demás que sí son unos pecadores.
Mientras el publicano se sentía pequeño y allá en un rincón pedía a Dios que
tuviera misericordia con él. ‘¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador’,
repetía una y otra vez.
No digo que no tengamos que
reconocer lo bueno que haya en nuestra vida para dar gracias a Dios. Sería
orgullo el no reconocerlo. Pero el reconocimiento de lo que somos, de nuestros
valores o de las cosas buenas que hacemos ha de ser con humildad. Alabamos al
Señor que nos regala su gracia para cuanto bueno hacemos y de cuanto malo nos
apartamos. Pero en esa humildad seguimos mirando cuantas cosas pueden manchar
nuestra vida y de lo que hemos de pedir la misericordia del Señor.
Es el Señor compasivo y misericordioso el que nos justifica. Así hemos
de acogernos siempre a la bondad y a la misericordia del Señor. Así con
humildad y con espíritu misericordioso caminamos junto a los hermanos que
también siendo pecadores imploran esa misericordia del Señor. Somos un pueblo
pecador que nos acogemos a la gracia del Señor. Que podamos salir siempre de la
presencia del Señor justificados y llenos de su gracia porque humildes ante El
nos hemos reconocido pecadores.