Abramos los horizontes de nuestra vida de fe llevando el evangelio con valentía a tantos que necesitan esa luz de esperanza
2Reyes 5,1-15ª; Sal 41; Lucas
4,24-30
Peligroso es ponerle vallas a los horizontes de la vida, pero algunas
veces quizá inconscientemente se las ponemos. Una mirada que nos cierre el
horizonte nos encierra la vida, nos limita posibilidades, nos impide soñar con
plenitud. Necesitamos a abrirnos a algo más que lo que cada día hacemos y
vivimos. No podemos quedarnos en la rutina de lo que siempre hacemos o pensando
que no hay otra forma, otra mirada más amplia, otra opinión aunque estemos muy
convencidos de lo que pensamos y son nuestros principios. Nos hace confrontar
ideas y pensamientos, nos enriquece con algo nuevo, nos purifica de rutinas y
de apegos, nos hace ir a lo que verdaderamente es fundamental, nos hace ver con
más claridad la vida y por lo que luchamos.
Jesús viene a abrirnos horizontes para que encontremos en verdad esa
plenitud y ese sentido verdadero a lo que vivimos, por lo que luchamos, lo que
somos en verdad. Algunas veces nos cuesta; parece que deseamos simplemente
dejarnos llevar por lo que siempre hacemos, pero así vemos cómo nuestra vida se
limita, se encierra, perdemos el sueño de algo más grande.
Lo vemos en lo que es nuestra vida personal de cada día en la que al
final si no tenemos esos horizontes parece que todo se nos vuelve monótono y
aburrido y lo vemos en nuestras comunidades ya sean simplemente nuestras
comunidades humanas o ya sea nuestras comunidades eclesiales. De ahí esa atonía
que viven nuestros pueblos; de ahí esa atonía que vivimos muchas veces en
nuestra Iglesia donde perdemos incluso ese impulso misionero para salir a
buscar, a anunciar, a llevar ese mensaje de vida que nos trae Jesús. Nos
contentamos en nuestras comunidades eclesiales en los que ya venimos siempre y
que seamos buenos, pero nos falta ese coraje para ir al encuentro con nuestro
mundo, porque olvidamos esa misión universal que tenemos.
Es lo que les costó aceptar a las gentes de Nazaret. Vivían muy
encerrados en sí mismos con unos horizontes muy limitados. Ahora su orgullo se
había alimentado cuando habían visto que uno de su pueblo hablaba como hablaba
y hacía los prodigios que habían escuchado que iba haciendo por todas partes.
Pero cuando Jesús quiere abrirles horizontes, les habla de una universalidad
del Reino que ha de llegar más allá de sus fronteras, pero les recuerda que eso
ya estaba anunciado con hechos en la misma vida de los profetas, y eso les
cuesta aceptarlo. Cuando no ven que Jesús realiza allí los prodigios que en
otras partes han escuchado que realiza, les gusta menos. Cuando Jesús viene a
descubrirles el sentido de una fe más auténtica, le rechazan. Querían
despeñarlo en el barranco del monte.
Jesús viene a ser ese revulsivo en nuestra vida que tanto necesitamos,
aunque nos cueste aceptarlo. Abramos en verdad el corazón al evangelio de Jesús
y seamos capaces de compartir su mensaje haciéndonos misioneros, portadores de
evangelio para los demás. Hagamos en verdad una iglesia misionera, como nos
dice el Papa Francisco, seamos capaces de ir a las periferias. E ir a las
periferias no siempre significa ir a países lejanos, porque esa periferia la
tenemos cerca de casa, en los que nos rodean y conviven con nosotros a los que tenemos
que llevar esa esperanza y esa luz del evangelio.
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