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sábado, 6 de agosto de 2011

En el Tabor de la Eucaristía transformados a imagen del Hijo de Dios



2Pd. 1, 16-19;

Sal. 96;

Mt. 17, 1-9

Cuarenta días antes de celebrar la Exaltación de la Cruz el 14 de septiembre la liturgia nos propone en este día la celebración de la Transfiguración del Señor en el Tabor. Ya la liturgia nos había propuesto este mismo evangelio en el segundo domingo de cuaresma, en nuestro camino hacia la pascua, hacia la celebración de la pasión y la resurrección.

En uno y en otro caso ‘ante la proximidad de la Pasión’, la contemplación de este maravilloso misterio de la vida de Jesús quiere, como lo hizo con los discípulos entonces que se llevó al Tabor, fortalecer nuestra fe y alentar nuestra esperanza como proclamamos en la acción de gracias del prefacio.

En medio de camino de nuestra vida cristiana tan sometido a momentos de prueba y de pasión en nuestras luchas por mantener la fidelidad de nuestra fe la contemplación de la Transfiguración nos ayuda mucho, nos alienta en nuestro camino, nos recuerda la meta, y nos hace pensar una y otra vez en la dignidad grande que el Señor nos da cuando a nosotros nos hace hijos, cuando podemos escuchar también la voz del Padre en nuestro corazón llamándonos a nosotros hijos amados suyos.

Jesús nos está invitando también a que subamos a la montaña alta, al Tabor de la oración y de la contemplación. Quiere que estemos con El y hagamos una oración como la suya. Nos quiere mostrar a nosotros también su gloria, la gloria de su amor, los resplandores de su Divinidad inundando nuestro corazón de gracia. Es lo que tendría que ser nuestra oración; lo que tendrían que ser nuestras celebraciones.

‘Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz…’

¿No nos ha llamado aparte a nosotros cuando nos ha invitado a venir a esta Eucaristía? Otros discípulos, otros cristianos siguen en el corre corre de la vida de cada día y nosotros tenemos la oportunidad de venir aquí a estar con el Señor en este Tabor de nuestra Eucaristía. Tendríamos que comenzar por darle gracias por esta oportunidad que nos da de estar con El, de poder contemplarle y llenarnos de su vida, de poder escuchar su Palabra. Otros no tienen esta oportunidad o no responden a esa llamada. Nosotros estamos aquí y no siempre somos conscientes de la riqueza de gracia que esto significa cada día para nosotros. Démosle gracias al Señor por esta gracia.

Como allí estaban Moisés y Elías, signos para el judío de la Ley y los Profetas, tenemos nosotros también la proclamación de la Palabra del Señor, de la voluntad de Dios para nosotros. Se realizó allí el milagro admirable de la Transfiguración, con todas esas señales que nos a descrito el evangelio ¿no se realiza aquí el milagro más maravilloso aún de la transustanciación, de que en el pan y el vino de la Eucaristía nosotros podamos ver a Cristo, sentir y comer a Cristo, vivir a Cristo?

La voz del Padre desde el cielo señalaba a Jesús como su ‘Hijo amado y predilecto’. Así nos lo está señalando allá en lo hondo del corazón para que crezca nuestra fe en El y crezca nuestro deseo de escucharle y de seguirle cada día con más ahínco y con más fuerza y amor. Es el Hijo del Hombre que emprende el camino de la pasión y de la cruz, pero es a quien contemplaremos resucitado y lo vamos a proclamar como el Señor.

Pero la voz del Padre querrá decirnos algo más en nuestro corazón. Así lo expresa la oración litúrgica después de la comunión. ‘Los celestes alimentos que hemos recibido nos transformen em imagen de tu Hijo, cuya gloria nos has manifestado en el misterio de la Trasnfiguración’. Transformados a imagen del Hijo de Dios nos dice la liturgia. Es la maravilla que en nosotros ha de realizarse cada vez que nos unimos a Cristo en la Eucaristía o cualquiera de los sacramentos.

Pedro, Santiago y Juan bajaron impresionados de la montaña después de todo lo que había sucedido y además como Jesús les decía que no contaran nada de aquella hasta después de la resurrección. Nosotros, no sólo tenemos que salir del Tabor de la Eucaristía impresionados, sino transformados a imagen de Jesús, porque en la gracia del Señor hemos sido transfigurados porque somos inundados de la vida divina que nos ha hecho hijos de Dios; hemos sido configurados con Cristo para con Cristo vivir su misma vida y sentir entonces cómo somos amados de Dios.

Admirable, maravilloso, grandioso misterio de la Transfiguración; admirable, maravilloso, grandioso misterio el de la Eucaristía que cada día celebramos.

viernes, 5 de agosto de 2011

María, verdadero templo en que se encarnó la Palabra de Dios



Gál. 4, 4-7;

Sal. 112;

Lc. 11, 27-28

Esta fiesta del 5 de agosto tiene un profundo sentido mariano. Litúrgicamente es la Dedicación de la Basílica romana de Santa María, la Mayor, una de las cuatro basílicas mayores de la ciudad de Roma. Esta basílica levantada en el monte Aquilino de Roma fue erigida inmediatamente después del Concilio de Efeso en el que María fue proclamada Madre de Dios; es el primer templo del occidente cristiano dedidado a la Santísima Virgen María.

Pero es también una fiesta de la Virgen con gran sabor popular en su advocación de la Virgen de las Nieves, como se celebra en muchos lugares, y nosotros los canarios destacamos que con esa advocación es venerada como patrona de la isla de La Palma, aunque muchos otros templos en nuestras islas están levantados en honor de María con esta advocación de Virgen de las Nieves.

Como en todas las fiestas de la Virgen nos alegramos con ella y la festejamos, porque es lo que siempre hacen los buenos hijos con la madre. Así la amamos desde que Jesús nos la dejara como Madre al pie de la cruz y en todo momento queremos mostrarle nuestro amor queriendo copiar de ella su santidad con la que demos siempre gloria al Señor. Si la contemplamos como la Virgen de las Nieves no lo hacemos sólo por las circunstancias con las que se designó aquel lugar romano donde se había de levantar ese templo a María, apareciendo en pleno agosto romano cubierto de nieve aquel lugar, sino que en esa blancura de la nieve queremos ver la pureza, la santidad con la que María resplandecía y queremos copiar en nuestra vida.

A ella queremos pedirle que tengamos un corazón puro y limpio de toda maldad y de todo pecado; a ella como madre le pedimos que interceda por nosotros que somos pecadores para que nos alcance del Señor esa gracia que nos purifica, esa gracia que nos fortalece en nuestra lucha contra el pecado para vencer siempre en toda tentación.

Y en las circunstancias u ocasión de esta fiesta de Dedicación de esta Basílica en honor de María, la Basílica de Santa María la Mayor queremos contemplar a María como ese templo de Dios, donde de manera Dios quiso morar al encarnarse en sus entrañas para hacerse así Emmanuel, Dios con nosotros. Si decimos que un templo es un lugar sagrado donde sentimos de manera especial esa presencia de Dios, donde nos congregamos para darle culto al Señor, escuchar su Palabra y alimentarnos de su gracia en los sacramentos, ¿qué podemos decir de María en la que Dios quiso de esa manera maravillosa habitar?

María, templo de Dios, que nos ayuda como Madre a encontrarnos con Dios, a sentir la presencia maravillosa de Dios. Ella nos conduce siempre hasta Cristo porque siempre nos está diciendo que hagamos lo que El nos dice. María, templo de Dios, que se convierte asi para nosotros en palabra viva de Dios; en ella se había encarnado el Verbo de Dios, la Palabra eterna de Dios para hacerse hombre, pero ella así había abierto su corazón a la Palabra que de tal manera la plantaba en su vida y daba frutos de santidad. María nos enseña, pues, como nadie sabe hacerlo, cómo hemos de escuchar, de plantar en nuestro corazón la Palabra de Dios. ‘Hágase en mí según tu palabra’, le dijo al ángel, porque ‘aquí está la esclava del Señor’.

Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la plantan en su corazón’, nos dirá Jesús como un eco a aquellas alabanzas que en honor de María cantaba aquella mujer anónima en medio del pueblo. Pero también Jesús nos dirá cuando le dicen que su madre y sus hermanos están allí esperándole, que quienes escuchan la Palabra y la ponen en práctica esos son su madre, y su hermano, y su hermana.

Ojalá alcancemos nosotros también esa bienaventuranza de Jesús porque así escuchemos su Palabra y la pongamos en práctica. Ojalá así nosotros nos convirtamos en esos templos de Dios – ya lo somos desde nuestra consagración bautismal como tantas veces hemos recordado – que por nuestra manera de escuchar la Palabra y vivirla nos convirtamos en signos para los demás de esa presencia del Señor en medio de nosotros.

Que María, Madre de las Nieves, interceda por nosotros para que alcancemos esa gracia, para que vivamos esa pureza y esa santidad, para que así convertidos en signos de Dios atraigamos a los demás a los caminos del Señor.

jueves, 4 de agosto de 2011

Lejos de nosotros divisiones y contradicciones al vivir nuestra fe

Núm. 20, 1-13;

Sal. 94;

Mt. 16, 13-23

Algunas veces en la vida nos comportamos de forma contradictoria, nos contradecimos a nosotros mismos; nos manifestamos con unos principios pero que luego en el día a día de la vida hacemos lo contrario.

Y eso nos pasa también en el orden de la fe; nos decimos creyentes, confesamos nuestra fe o nos manifestamos en determinados momentos como hombres muy religiosos, pero, quizá a causa de nuestra debilidad, no lo llevamos a la totalidad de nuestra vida o en determinadas cosas no obramos en consecuencia. Andamos como divididos en cierta manera en nuestro interior. Qué importante que sepamos darle esa necesaria unidad a nuestro vivir, porque nos hace más auténticos y también nos llena de mayor felicidad.

En muchas cosas podríamos fijarnos en los textos de la Palabra de Dios que hoy se nos proclaman que tienen una gran riqueza tanto si contemplamos a Moisés como guía del pueblo de Israel, como si nos detenemos a reflexionar en la hermosa confesión de fe de Pedro ante Jesús. Pero precisamente en uno y otro personaje quería fijarme, en lo que podríamos decir contradicciones de sus vidas. Si nos fijamos en ello es para que nos ayude esta reflexión a esa unidad de nuestro vivir al que hacíamos mención.

Hemos admirado en más de una ocasión la fe de Moisés, aquel hombre elegido por Dios por algo más que un profeta; aquel hombre con Dios hablaba cara a cara como ayer mismo reflexionabamos; el hombre de una fe grande, abierto siempre al Misterio de Dios y que recibe esa misión de ser guía de aquel pueblo en su peregrinar desde la esclavitud hasta la libertad de un pueblo nuevo que se ha de establecer en aquella tierra que Dios les había prometido.

Pero hoy, podríamos decir, se tambalea la fe de Moisés. Y no, porque el no tenga toda su confianza puesta en Dios, sino que la actitud rebelde de aquel pueblo siempre quejándose le hace reaccionar en un momento determinado en cierto modo pensando cómo es que Dios tiene paciencia con aquel pueblo y aún así realiza maravillas con ellos. El pueblo estaba sediento y se rebelan contra Moisés y contra Dios. Moisés acude al Señor, como lo hace siempre, y el Señor le manda sacar agua de la roca para que el pueblo beba y calme su sed. Y aquel que siempre se había fíado de Dios, ahora duda, protesta en cierto modo a la hora de golpear la piedra con el bastón como le ha dicho el Señor.

El agua viva brotará y será para nosotros imagen del agua viva que Cristo nos dará haciendo saltar por la fuerza de su Espíritu surtidores de agua viva de nuestro corazón. Pero allí se ha manifestado la contradicción que sufre en su propio interior Moisés. ‘Esta es la fuente de Meribá, donde los israelitas disputaron con el Señor y el les mostró su santidad’, dirá el autor sagrado. Esta imagen de las aguas de Meribá aparecerán repetidamente en el antiguo testamento, sobre todo en los salmos, como una imagen de esa rebeldía del pueblo contra Dios. Por eso hemos dicho en el salmo ‘no endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto… ojalá escuchéis hoy la voz del Señor’.

Es la contradicción que contemplamos en Pedro. Hace una hermosa confesión de fe en Jesús: ‘Tú eres el Mesías, el Cristo, el Hijo del Dios vivo’. Confesión de fe que merecerá incluso la albanza de Jesús haciéndonos comprender cómo es algo que el Padre le ha revelado en su corazón. Pero cuando Jesús habla de que ese Hijo del Hombre ha de padecer, ha de sufrir, que va a ser ejecutado y resucitará al tercer, ya Pedro no lo entiende y querrá quitarle esa idea a Jesús de la cabeza. No entendía que ese Mesías, Hijo de Dios que él había proclamado precisamente pasando por la pasión y la cruz es cómo nos haría llegar la salvación.

Cuesta llevar la fe hasta el final, hasta sus últimas consecuencias. Le pasó a Moisés, la pasó a Pedro, nos pasa también tantas veces a nosotros. Por eso, como deciamos al principio, que esta reflexión nos ayude a esa unidad interna de nuestra vida, a ese ser consecuente en todo momento con la fe que profesamos; que no sólo en momentos fáciles o de fervor, sino también en los momentos duros, en los momentos difíciles, en los momentos en que también nosotros hemos de pasar por la pasión, proclamemos con toda nuestra fe esa fe que profesamos.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Admirable fe y hermosa oración


Núm. 13, 2-3.26 -14, 1.26-30.34-35;

Sal. 105;

Mt. 15, 21-28

¿Qué podemos destacar en este pasaje del Evangelio? Dos cosas podemos destacar que se convierten para nosotros en una hermosa lección: La admirable fe de esta mujer cananea y su oración. Se ha enterado de la presencia de Jesús por aquellos lugares, fuera ya del territorio judío en los límites de Palestina. Allí habrá llegado la fama de Jesús, los milagros que hace, la predicación que realiza, las esperanzas que han ido poniendo en El los judíos. Y aquella mujer que tiene en casa una hija que sufre mucho acude a Jesús. Quiere que Jesús la atienda y cure a su hija.

Admirable fe, no es una mujer judía, es cananea, fuera del ambito religioso judío, pero tiene la certeza de que Jesús la puede ayudar curando a su hija enferma. Se manifiesta a través de todo el relato la certeza, la seguridad de la fe de esta mujer.

Y admirable su oración también: una oración humilde, llena de confianza y perseverante. Se siente pobre ante el Señor; pobre porque se sabe también no perteneciente al pueblo judío, pero aún así acude a Jesús; pobre porque se siente desamparada, despreciada incluso – es duro el lenguaje de los judíos hacia los gentiles que es el que emplea Jesús -, sin ningun derecho a pedir; pobre porque no le importa recoger las migajas que le puedan ofrecer. ¡Qué importante sentirse pobre ante Dios! ¡Qué importante la pobreza de la humildad para presentarse ante Dios!

Pero aún así tiene confianza; sabe que va a ser escuchada, aunque aparentemente sea rechazada; por eso insiste.¿Habrá vislumbrado realmente quién es Jesús? ¿Tiene conocimiento de los milagros que Jesús realiza? ¿Habrá entendido realmente el mensaje de Jesús? Algo habrá comprendido por la confianza que pone en el Señor.

Una confianza que le hace insistir en su oración. De ahí ese otro aspecto que destacamos que es la perseverancia; pide una y otra vez; va detrás de Jesús por los caminos aunque pueda parecer inoportuna; llega hasta la casa donde se aloja Jesús, y allí fuera sigue insistiendo. Va a encontrar unos intercesores; los discípulos le dicen a Jesús que la atienda.

¿Será así nuestra oración humilde, confiada, perseverante? Aquí tenemos un hermoso ejemplo y testimonio. Nos está enseñando cómo ha de ser nuestra oración. Porque oramos, le pedimos cosas al Señor pero quizá no siempre con la humilde confianza que manifiesta esta mujer. Nos hace falta también esa perseverancia, esa insistencia, ese no cansarnos. Qué triste que nos cansemos en nuestra oración, nos cansemos de estar con el Señor. Que la misa sea cortita, pedimos a veces. Para qué tantos rezos, decimos en ocasiones. O también, por otro lado, el Señor no nos escucha, para qué rezar y no insistimos.

Vayamos a Dios, busquemos a Dios, dejémonos encontrar con Dios; con confianza, la confianza además de sabernos hijos amados de Dios, oremos al Señor y presentémosle todas nuestras peticiones, por nuestras necesidades o por las necesidades de nuestro mundo, de los hombres nuestros hermanos que están a nuestro lado. Oremos confianza y humildad al Señor.

martes, 2 de agosto de 2011

Mancha al hombre lo que sale por una boca llena de maldad


Núm. 12, 1-13;

Sal. 50;

Mt. 15, 1-2.10-14

Unas veces por envidia o por celos, otras veces porque nuestras miradas son turbias y nos cuesta ver la claridad de las obras buenas de los demás, nos hace que no sintamos mal por dentro y que entonces o surja la desconfianza o que con nuestras críticas tratemos de destruir lo bueno que hagan los demás. Es sembrar desconfianza hacia los otros con la maldad que llevamos en el corazón. Se suele decir que si quieres destruir a una persona o su obra, siembra con tu crítica o murmuración desconfianza en los demás hacia esa persona.

Por eso a la pregunta quisquillosa que le hacen los fariseos a Jesús les responde diciendo que ‘no mancha al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de la boca’. Eran muy estrictos, como todos conocemos, con las purificaciones y abluciones rituales que continuamente hacían para mantener su pureza.

Cualquier cosa podía contaminarlos, por eso cuando regresaban de la calle se lavaban y restregaban bien por si acaso hubieran tocado algo considerado impuro y al comer con las manos impuras quedaron ellos manchado también con esa impureza. Lo que podía ser una medida higiénica normal y recomendable, se convertía en un rito pesado como un yugo difícil de llevar. Tantas eran las normas que en este sentido se habían dado.

Ahora se quejan de que los discípulos de Jesús no se lavan las manos, y con eso, dicen, desprecian la tradición de sus mayores. Es a lo que Jesús contesta con esa respuesta que hemos aludido y venimos comentando. ‘Lo que mancha al hombre no es lo que entra por la boca, sino lo que sale de la boca’. Y por la boca, que es una forma de decir, salen las palabras surgidas de nuestros malos deseos y pensamientos llenos de maldad, que son los que en verdad hacen daño; palabras que pueden herir o que quieren dañar a los demás.

Pensemos cuanto daño hacemos con nuestras palabras a los otros, con nuestras palabras violentas o con nuestras críticas maliciosas. Pero pensemos también que es a nosotros mismos a quienes nos estamos haciendo el peor daño, al dejar meter la maldad en nuestro corazón.

Hablando de críticas, es lo que nos aparece como una señal de desconfianza y hasta en cierto modo envidia en la primera lectura. Moisés no sólo tenía que sufrir las murmuraciones continuas del pueblo que a regañadientes le sigue por el desierto, sino que serán sus propios hermanos, Aarón y María los que murmurarán contra él. Pero como dice el autor sagrado ‘Moisés era el hombre de más aguante del mundo’. María y Aarón desconfían de Moisés también y de su misión profética en medio del pueblo hablándoles en el nombre del Señor. ‘¿Ha hablado sólo el Señor a Moisés? ¿No nos ha hablado también a nosotros?’

Pero el Señor que se les manifiesta les hace saber que Moisés no es un simple profeta a quien Dios le hable en sueños o por imágenes. Moisés habla con Dios cara a cara. Recordemos lo que ya hemos contemplado de la cara reluciente de Moisés cuando salía de la presencia del Señor.

El Señor castiga a María con la lepra, que le obligará a vivir fuera del campamento de Israel, pero en el reconocimiento de su pecado y en el arrepentimiento piden a Moisés que interceda por ella al Señor, como así lo hará Moisés, lo que una vez más denotará la grandeza de espíritu de Moisés. ‘Moisés suplicó al Señor: Por favor, cúrala’. ¿Seríamos capaces nosotros de rezar al Señor por aquellos que nos hayan criticado y hecho daño? ¿No noa hace recordar esto lo que nos enseña Jesús en el sermón del monte a orar por los que nos persiguen y hacen mal

Tengamos un buen corazón. Nunca vivamos en desconfianza hacia los que nos rodean. Alejemos de nuestro corazón la envidia que corroe el alma y la llena de maldad. Aprendamos a ver y reconocer cuanto bueno tienen los demás, que tendría que ser lo primero que siempre viéramos en ellos.

lunes, 1 de agosto de 2011

Una travesía que hemos de hacer llenos de fe

Núm. 11, 4-15;

Sal. 80;

Mt. 14, 22-36

Una imagen que empleamos con frecuencia para hablar de nuestra vida cristiana o de nuestro seguimiento de Jesús es el camino. Seguir a Jesús, hemos dicho muchas veces, es ponernos en camino. Además Jesús mismo empleará esa imagen cuando nos dice que El es el Camino, y la Verdad y la Vida. Conociendo a Jesús conocemos el camino, como nos vendrá a decir El mismo.

Pero la imagen que nos ofrece hoy el texto del evangelio es la travesía en barca a través del mar, a través, en este caso, del lago de Galilea. Una travesía también llena de incidencias en las que podemos ver reflejadas muchas situaciones de nuestra vida.

Había realizado Jesús la multiplicación de los panes y los peces, allá donde se había ido con los discípulos buscando un sitio tranquilo y apartado, pero las gentes habían acudido a El, les había enselado, había curado sus enfermos y finalmente había multiplicado el pan milagrosamente para que no se fueran hambrientos y exhaustos a su casa. Ayer escuchábamos y reflexionábamos sobre ello. Jesús había apremiado a los discípulos para que se fueran en barca a la otra orilla, y había despedido a la gente que había querido proclamarlo rey, pero El se había ido sólo a la montaña a orar.

Mientras los discípulos van haciendo la travesía del lago, ‘con la barca sacudida por las olas porque el viento era contrario’. Jesús los ha puesto en camino, los ha mandado ir a la orilla y vienen las dificultades. Atravesamos los mares de la vida, estamos en nuestras tareas, en nuestras luchas de cada día, en el cumplimiento de nuestras responsabilidades, y no siempre es fácil. ‘El viento era contrario’, dice el evangelio. No conseguimos lo que pretendemos, o los problemas abruman la vida. Nos parece en ocasiones sentirnos solos y pareciera que nos faltan apoyos.

‘De madrugada Jesús se les acercó andando sobre el agua… los discípulos se asustaron y gritaron de miedo… Jesús se les acercó y les dijo: ¡Animo, soy yo, no temáis’. Pero aún así dudaron. ¿Sería o no sería Jesús? Pensaban que era un fantasma. Quieren comprobarlo por si mismo y Pedro, siempre Pedro el primero, que quiere ir también hasta Jesús andando sobre el agua. Pero el viento, las olas que se levantan le hace dudar y comienza a hundirse. ‘¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?’

¿Nos pasará así a nosotros a veces? Muchas veces tenemos miedo y nos llenamos de dudas. Nos parece que no somos capaces de seguir adelante, o cuando nos embarcamos en tareas parece que las olas de las dificultades de la vida nos van a hundir. Necesitamos escuchar la voz de Jesús que también nos dice: ‘¡Animo, soy yo, no temáis’.

Pero, es necesario creer en esa voz de Jesús que escuchamos en nuestro interior. Porque nos sentimos confundidos y no reconocemos la voz del Señor, la presencia del Señor que no nos abandona. Y si nos falta confianza, claro que nos hundimos, porque no nos apoyaremos en quien tendríamos que apoyarnos. La mano de Jesús con su gracia siempre está tendida hacia nosotros. Hemos de saber verla, cogernos a ella, confiar en la fortaleza de la gracia que no nos faltará.

En ocasiones las dudas nos vienen de dentro de nosotros mismos que queremos tomar otros caminos, o volver a las cosas que ya habíamos dejado, porque en la turbulencia que se nos mete en nuestro interior, nos confundimos y pensamos que lo que hacíamos o teníamos antes era mejor, olvidándonos de cómo entonces estábamos esclavizados. Es lo que hemos escuchado en la primera lectura. La tentación que tenían mientras iban por el desierto de volverse atrás añorando los puerros y pepinos que comían en Egipto y olvidando la esclavitud en la que vivían.

Que nos sintamos libres en el Señor. que no olvidemos nunca la presencia de Dios junto a nosotros aunque nuestros ojos se cieguen, que no nos faltará su gracia.

domingo, 31 de julio de 2011

No hace falta que se vayan, dadle vosotros de comer


Is. 55, 1-3;

Sal. 144;

Rm. 8, 35.37-39;

Mt. 14, 13-21

En los textos de la Palabra hoy proclamada, sobre todo el evangelio y la profecía de Isaias encontramos un hermoso sentido eucarístico enseñándos a hacer Eucaristía de nuestra vida.

Se nos describen gestos en Jesús que se repetirán en la Institución de la Eucaristía y que nos mandó repetir en la celebración eucarística. ‘Alzó la mirada el cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos’. Pero además nos enseña como toda vida ha de ser Eucaristía para el cristiano y cómo ha de prolongar en la vida la Eucaristía que celebra con los mismos gestos de amor de Jesús.

‘Oid, sedientos todos, acudid… venid… también los que no tenéis dinero… comed sin pagar… escuchadme atentos y comeréis bien… inclinad el oído, escuchadme y viviréis’. Es la invitación que hemos escuchado al profeta. Todos estamos llamados, invitados a venir a Jesús que El nos alimenta, se nos da como comida; nos alimenta con su Palabra para que tengamos vida. ‘Viviréis…’, nos dice. Podíamos recordar ahora lo que nos dirá cuando nos hable del Pan de vida.

¿No es eso lo que hacemos cuando venimos a la Eucaristía? Aquí venimos todos, con nuestra vida, sedientos o hambrientos, con nuestros deseos más hondos, con nuestra problemática, con nuestras necesidades, las nuestras y la de los que nos rodean. Como aquellas multitudes que vemos hoy en el evangelio que van en búsqueda de Jesús. Se había ido a un lugar tranquilo y apartado con el grupo de los discípulos más cercanos. Pero ‘la gente lo siguió por tierra desde los pueblos. Y al desembarcar Jesús se encontró con el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos’, nos dice el evangelista.

Allí se manifiestan los signos de la salvación que nos ofrece. Allí está la Palabra de vida que siempre nos llena de vida. ‘Curó a los enfermos’, dice, pero son muchas más cosas las que suceden. Allí hay una muchedumbre hambrienta que ha venido a escuchar a Jesús. Y Jesús saciará su hambre más profunda, pero no dejará de atender las necesidades materiales de la vida que cada uno lleva consigo. Y es cuando realiza el milagro grande de dar de comer a aquella multitud multiplicando milagrosamente los pocos panes que hay.

Pero es ahí además donde Jesús nos enseña muchas cosas con sus gestos y con su manera de actuar; donde nos enseña como tenemos que prolongar su amor, ese amor que alimentamos en la Eucaristía, para que lleguen a todos las señales de su amor, las señales de que el Reino de Dios está presente entre nosotros.

Ya sus discípulos, los que El ha ido llamando de manera especial y están siempre con El, han ido aprendiendo la lección, podríamos decir, de sentir preocupación por los demás. Andan preocupados porque se hace tarde, allí hay una muchedumbre que no ha previsto el llevar pan y allí no tienen donde conseguirlo. Por eso suplican a Jesús: ‘Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer’. Buenos deseos y buenas intenciones no podemos negar que tengan.

Ahora comienza la gran enseñanza de Jesús. ‘No hace falta que vayan, dadle vosotros de comer’. No os quedéis ahí cruzados de brazos, sois vosotros los que tenéis que darle de comer. Pero, ¿de dónde van a sacar ellos pan para darle de comer a tanta gente? Luego nos dirán que ‘eran cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños’. Sólo tienen unos pocos panes y unos pocos peces, cinco panes y dos peces. Pero lo que tienen lo comparten, lo ponen a disposición de los demás. Y Jesús realiza el milagro y todos pueden comer hasta saciarse. Allí se está manifestando una vez más lo que es el corazon misericordioso y compasivo del Señor.

Decíamos antes, que nosotros tenemos que prolongar la acción de Jesús, su amor y las señales de su Reino, porque no nos podemos contentar con quedarnos sentados en la Eucaristía que celebramos, sino que tenemos que hacernos Eucaristía para los demás en medio del mundo. Ante los problemas con que nos vemos abrumados en el mundo de hoy, ante tantas necesidades y problemas que cada día van surgiendo a nuestro alrededor, no podemos quedarnos con los brazos cruzados. Esa no puede ser nunca la actitud ni la acción de un discípulo de Jesús, de un cristiano.

¿Qué no tenemos sino cinco panes y dos peces y nos puede parecer que eso es nada para la inmensidad de los problemas de tantos a nuestro lado? ¿Nos parece que somos poca cosa y qué podemos hacer nosotros? Pues tenemos que comenzar a repartir. Eso poco que somos, con eso que es nuestra vida tenemos que aprender a ir a los demás. Y eso poco se multiplicará, como se multiplicaron los panes y los peces en el milagro de Jesús.

Es la prolongación de la Eucaristía en la vida, que decíamos antes, que tenemos que lograr en la medida en que con amor seamos capaces de ir a los demás. Así nos hacemos Eucasristía en nuestra entrega como la de Jesús, en esas obras de amor, en ese compromiso por lo bueno, por lo justo que hemos de ir viviendo cada día. Porque no tenemos que hacer otra cosa que la obra de Jesús, que vivir el amor de Jesús y llevarlo a los demás. Y como tantas veces hemos dicho lo vamos manifestando a través de pequeños gestos, de esos pequeños detalles de atención, de acogida, de comprensión, de paz que vamos teniendo, que vamos realizando con los demás.

Es a lo que nos compromete Jesús cuando nos dice ‘dadle vosotros de comer’. Además fijémonos que cuando pronuncia la bendición y parte el pan, lo da a los discípulos para los discípulos lo repartan a la gente y llegue a todos. Por medio nuestro quiere llegar ese pan del amor y de la justicia a los demás.

Es la tarea y la obra de la Iglesia. En toda ocasión y en todos los tiempos. La Iglesia siempre ha ejercido la diaconia de la caridad. Ya nos hablan los Hechos de los Apóstoles como se atendían a las viudas y a los huérfanos y entre ellos nadie pasaba necesidad porque todo lo compartían. Es lo que ha ido haciendo la Iglesia cuando ha ido anunciando el evangelio por todas partes. Siempre ha estado presente esa diaconia de la caridad en la atención a las necesidades de todos, en la promoción de tantas cosas buenas siempre en servicio del hombre, en servicio de la comunidad.

Cuántas obras en beneficio de los demás ha realizado y sigue realizando la Iglesia en tantas instituciones nacidas a su calor, en tantos religiosos y religiosas consagrados a los más pobres, a los enfermos, a los ancianos, a tantas obras de orden social para el desarrollo y la atención de las personas. Ahora mismo en la situación de crisis en que vive nuestra sociedad cuánto se está realizando en nombre de la Iglesia a través de Cáritas que tenemos que reconocer y dejar bien claro que no es una ’ONG’ más, sino una institución de la caridad y del amor de la comunidad eclesial. Con pocos medios, porque es realmente a partir de lo que la comunidad comparte, cuántas cosas se realizan.

Tenemos que darle gracias a Dios porque tantos sigan poniendo sus cinco panes y dos peces para ese compartir con los demás. Y que el Señor inspire nuestra generosidad. Que aunque no sea en cosas materiales sin embargo esos cinco panes y dos peces se pueden traducir en muchas cosas buenas para los otros como tantas veces hemos dicho.

‘¿Quién podrá apartarnos de amor de Cristo?’ se preguntaba el apóstol. Nada ni nadie podrá apartarnos de ese amor. En El queremos hundir las raíces de nuestra vida. ‘Nada podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro’. Y si nada nos aparta de ese amor, es el amor que nosotros queremos vivir con los demás compartiendo los cinco panes y dos peces de nuestra vida. también nosotros queremos pronunciar la Bendición, bendecir al Señor para partir los panes y repartir nuestro amor.