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martes, 2 de agosto de 2011

Mancha al hombre lo que sale por una boca llena de maldad


Núm. 12, 1-13;

Sal. 50;

Mt. 15, 1-2.10-14

Unas veces por envidia o por celos, otras veces porque nuestras miradas son turbias y nos cuesta ver la claridad de las obras buenas de los demás, nos hace que no sintamos mal por dentro y que entonces o surja la desconfianza o que con nuestras críticas tratemos de destruir lo bueno que hagan los demás. Es sembrar desconfianza hacia los otros con la maldad que llevamos en el corazón. Se suele decir que si quieres destruir a una persona o su obra, siembra con tu crítica o murmuración desconfianza en los demás hacia esa persona.

Por eso a la pregunta quisquillosa que le hacen los fariseos a Jesús les responde diciendo que ‘no mancha al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de la boca’. Eran muy estrictos, como todos conocemos, con las purificaciones y abluciones rituales que continuamente hacían para mantener su pureza.

Cualquier cosa podía contaminarlos, por eso cuando regresaban de la calle se lavaban y restregaban bien por si acaso hubieran tocado algo considerado impuro y al comer con las manos impuras quedaron ellos manchado también con esa impureza. Lo que podía ser una medida higiénica normal y recomendable, se convertía en un rito pesado como un yugo difícil de llevar. Tantas eran las normas que en este sentido se habían dado.

Ahora se quejan de que los discípulos de Jesús no se lavan las manos, y con eso, dicen, desprecian la tradición de sus mayores. Es a lo que Jesús contesta con esa respuesta que hemos aludido y venimos comentando. ‘Lo que mancha al hombre no es lo que entra por la boca, sino lo que sale de la boca’. Y por la boca, que es una forma de decir, salen las palabras surgidas de nuestros malos deseos y pensamientos llenos de maldad, que son los que en verdad hacen daño; palabras que pueden herir o que quieren dañar a los demás.

Pensemos cuanto daño hacemos con nuestras palabras a los otros, con nuestras palabras violentas o con nuestras críticas maliciosas. Pero pensemos también que es a nosotros mismos a quienes nos estamos haciendo el peor daño, al dejar meter la maldad en nuestro corazón.

Hablando de críticas, es lo que nos aparece como una señal de desconfianza y hasta en cierto modo envidia en la primera lectura. Moisés no sólo tenía que sufrir las murmuraciones continuas del pueblo que a regañadientes le sigue por el desierto, sino que serán sus propios hermanos, Aarón y María los que murmurarán contra él. Pero como dice el autor sagrado ‘Moisés era el hombre de más aguante del mundo’. María y Aarón desconfían de Moisés también y de su misión profética en medio del pueblo hablándoles en el nombre del Señor. ‘¿Ha hablado sólo el Señor a Moisés? ¿No nos ha hablado también a nosotros?’

Pero el Señor que se les manifiesta les hace saber que Moisés no es un simple profeta a quien Dios le hable en sueños o por imágenes. Moisés habla con Dios cara a cara. Recordemos lo que ya hemos contemplado de la cara reluciente de Moisés cuando salía de la presencia del Señor.

El Señor castiga a María con la lepra, que le obligará a vivir fuera del campamento de Israel, pero en el reconocimiento de su pecado y en el arrepentimiento piden a Moisés que interceda por ella al Señor, como así lo hará Moisés, lo que una vez más denotará la grandeza de espíritu de Moisés. ‘Moisés suplicó al Señor: Por favor, cúrala’. ¿Seríamos capaces nosotros de rezar al Señor por aquellos que nos hayan criticado y hecho daño? ¿No noa hace recordar esto lo que nos enseña Jesús en el sermón del monte a orar por los que nos persiguen y hacen mal

Tengamos un buen corazón. Nunca vivamos en desconfianza hacia los que nos rodean. Alejemos de nuestro corazón la envidia que corroe el alma y la llena de maldad. Aprendamos a ver y reconocer cuanto bueno tienen los demás, que tendría que ser lo primero que siempre viéramos en ellos.

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