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sábado, 6 de septiembre de 2008

A nosotros, los apóstoles, Dios nos coloca los últimos

1Cor. 4, 6-15
Sal.144
Lc. 6, 1-5

El texto de la carta de san Pablo que comentamos yo diría que nos habla de la pasión y del dolor del corazón de Pablo y de su grandeza como Apóstol.
Dolor del corazón del apóstol por lo que le hace sufrir aquella comunidad a la que dirige su carta por sus problemas y divisiones internas. La situación es dura y se vuelve contra el apóstol que fue el primero que evangelizó aquellos lugares. Hay personas interesadas en desprestigiarle, todo se vuelve contra él y sufre ataques de todo tipo. ‘Parecemos condenados a muerte, dados en espectáculo público... considerado como loco, débil, despreciado... hemos pasado hambre y sed y falta de ropa... despreciados... nos agotamos trabajando con nuestras propias manos...’ Se siente como el último de todos. ‘Por lo que veo, a nosotros los apóstoles, Dios nos coloca los últimos... nos tratan como a la basura del mundo, el desecho de la humanidad; y así hasta el día de hoy’.
Pero ante todo esto que sufre el apóstol, tenemos que decir grande es la espiritualidad del apóstol. Sigue el camino de Jesús, que humillado se sometió a la muerte como un esclavo, pasando por uno de tantos. Parece que en su vida se está reflejando lo que había dicho Jesús de hacerse el último y el servidor de todos. En él se está realizando lo prometido en las bienaventuranzas. Se siente pobre, sufrido, y perseguido a causa del Evangelio. Siente que su fuerza está en el Señor. Él cumple con su misión. Su deseo es el Reino de Dios, el anuncio del Evangelio, y se siente orgulloso de considerarse padre en la fe para todos ellos, porque él fue el primero en anunciarles el Evangelio.
¿Cuál es su reacción? Hacer lo que dice Jesús en el evangelio sobre cómo tenemos que reaccionar ante quien nos humilla o nos ofende. ‘Nos insultan y les deseamos bendiciones; nos persiguen y aguantamos con paciencia; nos calumnian y respondemos con buenos modos...’ Nos recuerda efectivamente lo que Jesús enseña en el sermón del monte. ‘Yo os digo que no hagáis frente al que os hace mal; al contrario al que te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la otra; a que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, dale también el manto... da a quien te pide, y no vuelvas la espalda al que te pide prestado...’
En la figura del apóstol vemos también el dolor y sufrimiento de los pastores del pueblo de Dios de todos los tiempos. Bien conocemos que son el blanco de todas las miradas pero también de todas las críticas y persecuciones. Todos conocemos cómo los obispos y los sacerdotes, y también todos los que se dedican a un trabajo pastoral, son objeto de críticas, cómo se les mira mal, tantas veces son desprestigiados por muchos con acusaciones y calumnias; cómo se aprovecha cualquier debilidad humana, que es normal que tengan porque son tan humanos como todos los hombres, para acusarlos, criticarlos, condenarlos sin la más mínima misericordia. En medio del mundo el pastor que quiere seguir el modelo de Cristo se convierte siempre en signo de contradicción lo que provocará muchas reacciones adversas en aquellos a los que le molesta esa luz que brilla con el resplandor del Evangelio.
Por eso el pueblo cristiano tiene que saber estar al lado de sus pastores, para apoyarlos, animarlos, hacerles que se sientan fortalecidos con la gracia del Señor que es la única fortaleza que merece la pena. Ahí tiene que estar la oración del pueblo cristiano por sus pastores. Así se sienten confortados en el Señor con esa oración del pueblo fiel que sabe valorarlos y apoyarlos. Así, es cierto, los pastores tenemos que crecer en nuestra santidad, hacer crecer más y más una espiritualidad bien enraizada evangélicamente y tomemos el ejemplo de Pablo que hoy contemplamos en este trozo de la primera carta a los Corintios.Y a todos nos vale este ejemplo que nos ofrece Pablo, porque todos en la vida tenemos que sufrir muchas veces esas persecuciones y esos desprecios, en la convivencia de cada día muchas veces se nos hace difícil el trato mutuo y por eso hemos de saber reaccionar también según el espíritu del Evangelio de Jesús, con amor, con humildad, con paciencia, ‘con buenos modos’, como decía el apóstol.

viernes, 5 de septiembre de 2008

A vino nuevo, odres nuevos

1Cor. 4, 1-5
Sal.36
Lc. 5, 33-39

‘A vino nuevo, odres nuevos’. Así nos dice Jesús en el Evangelio. ¿Qué querrá decirnos?
Podemos recordar otro pasaje del Evangelio que nos habla también de vinbo nuevo, en este caso del evangelio de san Juan. Lo recordamos. Las Bodas de Caná de Galilea. Allí ofrece Jesús un vino nuevo en aquella boda. El evangelista no habla de milagro sino de signo, queriendo decirnos que las acciones maravillosas que hace Jesús son señales de algo más que Jesús quiere realizar. Ese vino nuevo de las bodas de Caná fue un signo por el que muchos discípulos creyeron en él; el inicio, podíamos decir, de algo nuevo que Jesús quería ofrecernos.
El inicio de la predicación evangélica fue una invitación a la conversión, tanto en la predicación de Juan como preparación para la venida del Mesías, como los primeros pasos de Jesús en Galilea. ‘Convertíos y creed en el Evangelio’. Convertíos porque el anuncio de algo nuevo se está realizando. Evangelio es Buena Noticia. Con Jesús llegaba esa Buena Noticia. Con Jesús se estaba haciendo el anuncio de algo nuevo y para creer en ello había que darle la vuelta a la vida, convertirse.
Vino nuevo que necesita unos odres nuevos; vida nueva que necesita un cambio total y radical en la vida anterior; nacer de nuevo que dice Jesús a Nicodemo; levadura nueva, porque hemos de quitar la levadura vieja, que le decía Jesús a los discípulos; hombres nuevos, que nos dirá luego san Pablo, arrancando de nosotros el hombre viejo.
Es que es eso lo que significa creer en Jesús. Eso es lo que tiene que realizarse en nuestra vida. Conversión, porque no podemos andar con componendas ni paños calientes. Hoy Jesús nos dirá que no podemos andar con remiendos. ‘Nadie recorta una pieza de un manto nuevo para ponérsela a un manto viejo; porque se estropea lo nuevo, y la pieza no le pega a lo viejo’.
Esto tendría muchas consecuencias en nuestra vida. En ese camino de santidad que queremos recorrer, no podemos andar con arreglos con el pecado. ‘Seréis santos, como vuestro Padre del cielo es Santo’, nos dice Jesús en el Evangelio. Cuando viene la tentación no podemos andar haciendo arreglitos. Como Jesús en el monte de la Cuarentena tenemos que saber decir no. Es la radicalidad del amor. Es la radicalidad con que hemos de vivir la santidad.
Jesús anuncia el Reino de Dios, por el que hemos de optar con toda nuestra radicalidad. Jesús nos está proponiendo un nuevo estilo de vivir, que es el Reino de Dios. Ese Cielo nuevo y esa Tierra nueva de la que nos habla el Apocalipsis, porque el primer mundo ha pasado. Pero ¿qué hacemos nosotros? ¿Somos en verdad en nuestra Iglesia testigos de ese mundo nuevo, de ese estilo nuevo del Evangelio? ¿De verdad el Reino de Dios es la opción radical de nuestra vida? ¿En nuestras actitudes y en nuestro comportamiento somos testigos de ese estilo nuevo del Reino de Dios? ¿Vivimos la libertad gloriosa de los hijos de Dios, porque Cristo nos ha liberado?
Cuando Jesús les habla a los discípulos del vino nuevo y de los odres nuevos, de la levadura vieja de los fariseos que hay que quitar, está diciéndoles que sus actitudes, su estilo de vivir con la llegada del Reino de Dios tiene que ser totalmente nuevo.
Pero pareciera que los cristianos volvemos muchas veces a los viejos rituales, a cargarnos de normas y preceptos como Jesús denunciaba en los fariseos y en los maestros de la ley. Algunas veces en algunas instituciones y en la misma Iglesia pareciera que le damos más importancia a todas esas normas y preceptos de los que hemos llenado la vida de nuestras instituciones que del estilo libre del Evangelio. Tenemos el peligro y la tentación de volver a actitudes farisaicas donde lo más importante es lo externo, porque no se tiene en cuenta como se debiera la pureza del corazón.
Hace unos años entró en la Iglesia el aire nuevo del Espíritu con el Concilio Vaticano II, y confieso que algunas veces parece como si volviéramos en muchas cosas a antiguos ritos y antiguas costumbres, ahogando el espíritu de renovación que resplandeció en la Iglesia en los tiempos del Concilio. Por el miedo a equivocarnos, a que se cometan errores o se tengan tropiezos se coarta la libertad en muchas ocasiones de nuevas iniciativas renovadoras que nos harían caminar impulsados por esa fuerza siempre nuevo y joven del Espíritu. Pareciera que nos hiciéramos viejos y timoratos en ese miedo a lo nuevo que el Espíritu pudiera seguir sugiriendo a la Iglesia de tantas maneras.
Como nos decía san Pablo en la carta a los Corintios ‘el Espíritu iluminará lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón’. Que el Espíritu nos ilumine, con su fuego queme esa vieja levadura que muchas veces dejamos escondida en muchos rincones del corazón, y nos haga encontrar esos nuevos odres que contengan ese vino nuevo del Evangelio impulsor de vida nueva para nosotros y para nuestra Iglesia.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Humildes y disponibles para ser pescadores de hombres

1Cor. 3, 18-23
Sal. 23
Lc. 5, 1-11

Lo podemos contemplar hoy en el evangelio como sembrador o como pescador. Como pescador que siembra la semilla del Reino de Dios o como pescador que nos invita a ir hasta El para seguirle al tiempo que nos hace a nosotros también pescadores de hombres.
‘La gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios... subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente...’ Toda ocasión y todo lugar es bueno para el anuncio del Reino. Allí a la orilla del lago, en aquellas gentes que estaban ansiosos de escuchar la Palabra de Dios, podía haber tierra buena en la que sembrar la semilla.
Pero Jesús necesitaba sembradores y pescadores. Es lo que vamos a ver a continuación. Además serán necesarias unas actitudes, unas condiciones para poder ser de los que habían de ser enviados por Jesús. El llama, pero también nos va dejando a entrever sus exigencias.
‘Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: Rema mar adentro y echad las redes para pescar’. En mal momento podía haber venido la petición de Jesús. Pedro, el pescador, el que conocía bien aquel lago y las artes de la pesca se había pasado la noche bregando y no había cogido nada. ¿Pedirle ahora a Simón que de nuevo eche las redes para pescar? El que entendía de mar y de pescas era Pedro, y ya vemos el resultado.
Pero aquí viene la primera respuesta y la primera actitud. El era el que sabía, pero estaba dispuesto a hacer lo que Jesús dijera. ‘Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes’. Pedro baja la cabeza. Pedro se manifiesta humilde. Pedro deja a un lado sus conocimientos y su arte de pesca. Pedro está dispuesto a hacer lo que le pida el Maestro. Hermosa actitud de humildad. ‘Si alguno de vosotros se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio’, nos aconseja Pablo en su carta. Fue la sabiduría que aprendió Simón Pedro, la de la humildad y la de la confianza.
Este es el otro valor que hay que destacar: la confianza. La confianza la tiene puesta en Jesús. ‘Pero, por tu palabra, echaré las redes’. Porque tú lo dices. Porque me fío de ti. Porque humilde me digo no a mi mismo para simplemente dejarme guiar por ti. Por tu palabra, en tu nombre, echaré las redes. ¡Cuándo aprenderemos a fiarnos de Dios! ¡Cuánto tendríamos que decir en este sentido!
Y ahora viene el asombro. Sí, asombro para reconocer las maravillas que el Señor hace. Podemos decir que son casualidades, que es suerte que tenemos en la vida, que ahora tocó. Pero ¿por qué no decir que Dios está actuando ahí y nos hace descubrir sus maravillas? Hemos perdido la capacidad de asombro ante las cosas de Dios. Nos hemos hecho tan poderosos y tan sabios, que no terminamos de vislumbrar que el poder grande y las maravillas grandes las hace Dios, y de tantas manera en nuestra vida. Reventaba la red. Fue necesario llamar a los compañeros de las otras barcas. ‘Llenaron las dos barcas, que casi se hundían... y es que el asombro se había apoderado de él (Simón Pedro), y de los que estaban con él’.
‘Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador’. De nuevo la humildad. Apártate de mí. Señor, no soy digno. ¿Quién soy yo para estar en tu presencia? ¿Cómo puedo poner en duda las obras de Dios cuando se manifiestan tan maravillosas? El Señor es grande.
Jesús había encontrado sembradores y pescadores. Había buena madera. Habían pasado el examen, aunque aun quedaba un último paso pero que saldría ya de forma espontánea. ‘No temas, dice Jesús; desde ahora será pescador de hombres’. Un día le había dicho, ‘tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia...’; los había llamado a su paso por la orilla del lago. Algún día todavía le dirá ‘pastorea mis ovejas, pastorea mis corderos...’; ahora le dice: ‘Serás pescador de hombres’.
Vendrá la última reacción y la postrera actitud que hay que alabar. ‘Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron’. Algunos muy prácticos podrán pensar y que se hizo con aquella pesca, porque en otra ocasión, incluso contarán los peces. Ahora lo que importa es seguir a Jesús. Lo que tenemos que destacar es la disponibilidad y el desprendimiento. Ya no necesitaban nada. Sólo a Jesús y seguirle.Seguir a Jesús. Escuchar su Palabra y su llamada. Admirar las cosas de Dios que son siempre maravillosas. Humildes, reconocer nuestra pequeñez y nuestra nada. Estar siempre disponibles para Dios y para aquello para lo que nos necesite.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

La Buena Noticia a los pobres, a los cautivos la libertad

1Cor. 3, 1-9
Sal. 32
Lc. 4, 38-44

‘El Espíritu del Señor me ha enviado a anunciar la Buena Noticia a los pobres, a los cautivos la libertad’. Lo hemos escuchado hace pocos días y hoy nos ha servido para proclamar el Aleluya antes del Evangelio. Podíamos decir que es la clave de lo que se nos ha ido proclamando y hemos ido escuchando estos días en el Evangelio: proclamar la Buena Nueva a los pobres y la libertad a los cautivos.
En la sinagoga de Cafarnaún Jesús ha proclamado la Palabra y al salir lo llevan primero a casa de Pedro donde está la suegra con fiebre; Jesús ‘de pie a su lado, increpó la fiebre, y se le pasó; ella levantándose en seguida, se puso a servirles’. A continuación le traen enfermos ‘y poniendo las manos sobre cada uno los iba curando’. Los signos de esa libertad para los cautivos. Jesús que nos sana, nos cura, nos salva, nos levanta de nuestras esclavitudes y postraciones y nos da vida. Sigue tendiéndonos su mano para levantarnos. Sigue iluminándonos con la Buena Noticia de su Palabra.
Pero Jesús no se queda en Cafarnaún. ‘Intentaban retenerlo para que no se fuese’. Pero Jesús no se deja acaparar. Jesús tiene que llegar a todos los hombres y a todos los pueblos. ‘También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado’. Y comenta el evangelista que se fue a las sinagogas de Judea. Estaba en Galilea y se va también a Judea. A todos ha de anunciarse el Reino de Dios. Su misión es universal.
En la primera lectura, en la carta a los Corintios, se nos señalan situaciones vividas por aquella comunidad, pero que podemos trasladarnos a nuestras situaciones personales o de nuestras comunidades cristianas, en las que Jesús ha de llegar hasta nosotros igualmente para tomarnos de la mano y levantarnos, sanarnos y salvarnos.
Había problemas en la comunidad de Corinto. Andaban divididos y llenos de conflictos. Pablo les dice que son como niños que andan con envidias y rencillas. Pablo había allí anunciado el primero el evangelio; luego habían venido otros misioneros de la Palabra de Dios y se crearon divisiones. Ahora andaban que si de Pablo o que si Apolo. ‘Cuando uno dice yo estoy por Pablo y otro, yo por Apolo, ¿no sois como cualquiera?’ ¿No sois como niños? ‘Mientras haya entre vosotros envidias y contiendas, es que os guían los instintos carnales y procedéis como gente cualquiera’, les dice Pablo. Lo importante no es Pablo ni Apolo, sino Dios, el Reino de Dios que se anuncia. ‘Nosotros – Pablo, Apolo, o cualquier misionero - somos colaboradores de Dios, y vosotros el campo de Dios... el edificio de Dios... lo que cuenta es el que hace crecer, Dios, no el que planta o el que riega’.
Así andamos también nosotros con nuestras divisiones, envidias, contiendas... En un nivel personal, pero también en nuestras comunidades, muchas veces en nuestra Iglesia. Es la división grande de la Iglesia, católicos, ortodoxos, protestantes, anglicanos, ortodoxos, y mil ramas más. Pero es también lo que sucede en nuestras pequeñas comunidades muchas veces. Que si yo soy mejor, que si tú lo haces de otra manera, que si mi grupo, mi comunidad, los que trabajan en esto o en lo otro, que si aquella persona, que si el cura de aquella parroquia, que si tal movimiento... Muchos orgullos, mucho amor propio, muchos resentimientos, muchas envidias... pero ¿qué es lo que importa? ¿qué yo o los míos sobresalgamos porque hacemos las cosas mejor, o el Reino de Dios?
Pidamos al Espíritu que nos dé el don de la humildad, del amor, de la aceptación mutua, de la valoración de los otros, del respeto mutuo, de la colaboración para tendernos las manos, para caminar juntos, cada uno según sus cualidades y su carisma, pero todos construyendo la misma Iglesia de Dios, el mismo Reino de Dios.
Que el Señor nos sane de nuestras enfermedades, de la parálisis del espíritu, de nuestra ceguera espiritual; que el Señor nos libere de tantas ataduras y esclavitudes nacidas de nuestro amor propio y orgullos heridos; que sintamos en nuestra vida esa Buena Nueva de Salvación que nos hace hombres nuevos; que vivamos con madurez cristiana todas esas situaciones difíciles con las que nos vamos encontrando.

martes, 2 de septiembre de 2008

¿Qué tiene su palabra?

1Cor. 2, 10-16
Sal. 144
Lc. 4, 31-37

‘¿Qué tiene su palabra?’ Comentaban con estupefacción las gentes de Cafarnaún. ‘Se quedaban asombrados porque hablaba con autoridad... da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos y salen...’
‘¿Qué tiene su palabra?’
Ellos lo reconocen. Habla con autoridad. Cómo no iba a hacerlo si El era la Palabra viva de Dios que se había hecho carne. ¿Quién mejor podía hablarnos de Dios? ¿Quién mejor podía revelarnos el misterio de Dios? No hablaba con palabras aprendidas. Era El la Palabra, la Palabra de vida y la Palabra de salvación. No sólo nos enseña, sino que además con su poder y autoridad realiza maravillas. Era un hablar nuevo.
Con ese mismo asombro tenemos que ponernos nosotros ante la Palabra. Con esa misma apertura de corazón, para dejar que esa Palabra ilumine y salve nuestra vida. Que no pongamos resistencias. ‘Había en la sinagoga un hombre que tenía un demonio inmundo y se puso a gritar a voces: ¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sí quién eres: el Santo de Dios’.
Nos cuesta muchas veces reconocer y aceptar esa Palabra de vida y salvación que nos llega. Preferimos nuestras palabras o nuestros caminos. Preferimos quedarnos como estábamos. Se nos hace difícil el cambio porque nos duele arrancarnos de aquello a lo que nos habíamos acostumbrado. Cuántos apegos en nuestro corazón. Nos resistimos.
Pidamos la fuerza del Espíritu de Dios. El Espíritu Santo que nos despierte a la fe y nos ayude a descubrir el misterio de Dios. Es que sin fe las cosas las veríamos de otra manera. Sin la luz del Espíritu Santo no podríamos descubrir todo ese misterio de amor que se nos manifiesta en Jesús. ‘El Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios’, nos dice san Pablo.
Si no nos guía el Espíritu de Dios ni podríamos comprender ni ver con claridad. No nos valen para esto sabidurías humanas. ‘Lo íntimo de Dios lo conoce sólo el Espíritu de Dios. Y nosotros hemos recibido un Espíritu que no es de este mundo, es el Espíritu que viene de Dios, para que tomemos conciencia de los dones que de Dios recibimos’. Un acto de fe y de reconocimiento.
Sólo podremos conocer a Jesús si nos dejamos conducir por el Espíritu Santo. ‘Nos lo revelará todo’, nos había dicho Jesús mismo. Sin esa fe, no terminaríamos de comprender su misterio. No entenderíamos sus palabras. No significarían nada para nosotros sus obras. ‘A nivel humano uno no capta lo que es propio del Espíritu de Dios, le parece una locura; no es capaz de percibirlo, porque sólo se puede juzgar con el criterio del Espíritu’.
Que su Espíritu nos ilumine y nos guíe. Que sintamos esa admiración por su Palabra, su autoridad y su poder. Es ‘el Santo de Dios’, que nos salva, que nos llena de vida, que nos arranca del mal y de la muerte, que nos pone en camino de salvación. Demos gracias a Dios.

lunes, 1 de septiembre de 2008

¿Podremos decir nosotros también ‘hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’?

1Cor. 2, 1-5
Sal. 118
Lc.4, 16-30
‘Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’. Fue en Nazaret, ‘donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura’. El texto proclamado era de Isaías. ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor’.
Y ese fue su principal comentario. Allí estaba el Mesías del Señor, el ungido por el Espíritu Santo – ya sabemos que Mesías y Ungido eran decir lo mismo, porque Mesías era la palabra hebrea precisamente -. Allí estaba quien era la Buena Noticia de salvación para los pobres y para todos. Allí se proclamaba el año de gracia del Señor, el gran jubileo del perdón porque en su sangre derramada íbamos todos a alcanzar el perdón y la remisión de los pecados.
Ya conocemos nosotros por el evangelio cómo en Jesús se daban todas esas señales del Mesías anunciado por los profetas. Cuando Juan envía a sus discípulos a preguntarle si era el Mesías o habían de esperar a otro, la respuesta de Jesús es que vayan y anuncien a Juan lo que han visto y oído, porque en El se estaban cumpliendo todas las señales dadas por los profetas. ‘Los ciegos ven, lo cojos andan, los leprosos son curados y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia’.
Pero, dejando a un lado un comentario más amplio del texto con la reacción de los nazarenos, primero de admiración y de rechazo después, tratemos de escuchar esa Buena Noticia que hoy se nos ha proclamado en el hoy de nuestra vida. Y cuando digo hoy, digo en esta fecha concreta en la que estamos – piensa en el día y la hora concreta en que te estás haciendo esta reflexión -. ¿Podremos decir nosotros también ‘hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’?
Esto es lo que tenemos que hacer para escuchar de verdad en el hoy de nuestra vida esa Buena Noticia de Salvación que es Jesús para nosotros. Miremos cómo se cumple este hoy en nuestra vida. Primero que nada tenemos que reconocer que Jesús está hoy aquí presente entre nosotros de la misa manera proclamando ese año de gracia del Señor. Aquí está ofreciéndonos su Palabra y su Salvación, su gracia salvadora que nos arranca de nuestras cegueras o de nuestra muerte para darnos vida.
Pero tenemos que decir o pensar algo más. Jesús hoy se sigue haciendo presente en nuestro mundo en su Iglesia y en todos nosotros los que creemos en El que nos ha confiado su misma misión. Y la Iglesia puede decir con toda razón ‘hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’, porque la Iglesia sigue haciendo presente su Palabra y toda su obra salvadora.
Porque en la Iglesia se siguen dando las mismas señales que descubríamos en Jesús cuando contemplamos las obras de amor de la Iglesia que libera cautivos, da vista a los ciegos, o levanta a los caídos en tantas obras de misericordia que en sus instituciones, en sus obras benéficas, en la gente comprometida de nuestras cáritas parroquiales, en tantos y tantas religiosos y religiosas comprometidas en esa obra de amor a través de toda la Iglesia, en tantos laicos comprometidos desde su fe en tantas obras sociales a favor de los demás a lo largo de nuestro mundo. Y por ello tenemos que dar gracias a Dios, bendecir al Señor que así se hace presente en nuestras obras de amor.
Y tenemos que pensar en cada uno de nosotros, examinando nuestra vida para ver cómo damos nosotros esas señales de la presencia de Jesús a través de nuestras obras, de nuestro amor, de nuestro compromiso. Porque tenemos que ser esos signos de Jesús para los que nos rodean. Y lo seremos cuando amemos de verdad, cuando nos acerquemos al hermano que sufre, al pobre que nos tiende la mano, al que tiene una carencia de amor y nos está pidiendo nuestro cariño y nuestra atención. Cuántos gestos de amor podemos realizar cada día con los que nos rodean. Cuando seamos capaces de hacerlo, podremos decir como Jesús, ‘hoy se está cumpliendo esta Escritura que acabamos de oír’.
Somos también los ungidos por la fuerza del Espíritu Santo enviados para anunciar esa Buena Noticia de Salvación. Recordemos la unción de nuestro Bautismo y de nuestra confirmación. Proclamemos con nuestra vida y con nuestras obras ese año de gracia y salvación que Jesús nos ofrece.

domingo, 31 de agosto de 2008

Salvar la vida, perder la vida, paradojas del evangelio

Jer. 20, 7-9;
Sal. 62;
Rm. 12, 1-2;
Mt. 16, 21-27

Hablar hoy a la gente de sacrificio, de renuncias o de negaciones resulta a la mayoría chocante e incomprensible. No nos queremos privar de nada. Queremos siempre lo fácil y lo placentero. ¿Por qué tenemos que negarnos nuestros caprichos y apetencias? Soñamos siempre con el triunfo, el disfrute de la vida y de las cosas y es a eso a lo que tendemos. Claro que la felicidad es una buena meta y un buen deseo en la vida. Pero, ¿a qué felicidad o triunfo aspiramos?
Con estas premisas que estamos poniendo, quizá a muchos también les choque el evangelio de este domingo. Primero Jesús habla de subir a Jerusalén donde va a padecer, ser ejecutado y morir, aunque nos habla también de resucitar al tercer día. Luego nos pone unas condiciones para seguirle que nos hablan de renuncia, de cruz y de perder la vida. Podríamos decir que resulta lógica la reacción de Pedro, con todo el amor que sentía por Jesús. No podía permitir que eso lo sucediera a Jesús. Tendrá que apartarlo Jesús de sí y decirle que lo está tentando y que ‘piensa como los hombres y no como Dios’.
Paradojas del Evangelio. Perder para ganar, morir para tener vida, o, como nos dice en otro lugar, enterrar el grano de trigo para que pueda fructificar. ¿Es que acaso lo que Jesús quiere para nosotros es un mundo de dolor y de sufrimiento? De ninguna manera. Claro que Jesús quiere nuestra felicidad. No olvidemos que el mensaje central del Evangelio, el que proclamó allá en el monte, es el de la dicha y la felicidad.
Por eso, la pregunta que ya nos hacíamos. ¿A qué felicidad o triunfo aspiramos? Y nos dice Jesús: ‘¿De qué le vale a un hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?’ Por eso nos había dicho: ‘Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará’.
¿Qué podemos entender por salvar la vida o perderla por Él? Salvar la vida sería querer vivirla sólo en provecho propio. Y perder la vida sería ser capaz de entregarla generosamente por una meta, o sea, por Cristo, por los demás. Esta es la paradoja del evangelio que tenemos que saber entender. Jesús nos habla de negarnos a nosotros mismos para tomar la cruz y seguirle. Negarse es pensar menos en uno mismo para vivir más de cara a los demás, vivir para los demás.
Y para eso lo que tenemos que hacer es mirar a Jesús. Es el Señor y se abajó. Es Dios y se hizo hombre. Es nuestra vida y se entregó a la pasión y la muerte por nosotros. Se humilló y Dios lo exaltó de manera que su nombre está sobre todo nombre, como nos diría san Pablo, y llegamos a proclamar que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre. Cuando Pedro escucha a Jesús lo que iba a suceder en la subida a Jerusalén, impresionado quizá por lo de la pasión y la muerte, no escuchó claramente que Jesús hablaba también de resurrección.
También nosotros queremos quitar de nuestra mente y de nuestra vida lo que signifique cruz. Queremos ser felices y en esa lógica humana huimos de la cruz. Como Pedro que quería convencer a Jesús de que no subiera a Jerusalén y se olvidara de esas cosas; o como escuchamos también en el profeta Jeremías. Sintiendo que era el hazmerreír de las gentes que le rechazaban por la profecía que pronuncia quería olvidarse de todo, pero no podía. ‘La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije. No me acordaré más de El, no hablaré más en su nombre; pero ella era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo pero no podía’.
En las cosas de Dios, en lo que respecta a nuestra vida cristiana, nos cuesta entender estas cosas. Sin embargo miremos cómo actuamos en muchas cosas de nuestra vida cuando hay algo que de verdad nos interesa. Ya nos afanamos de la manera que sea para conseguirla. En lo material, en los disfrutes terrenos sí que hacemos lo que sea por conseguir nuestras metas. ¿Por qué no en lo que atañe a nuestra vida espiritual, en lo que respecta a nuestro seguimiento de Jesús y de nuestra vida cristiana?
Claro que depende de la importancia que nosotros le demos en nuestra vida al hecho de ser cristiano, de llamarse discípulo de Jesús y el lugar que le queremos dar al Evangelio en nuestra existencia. Cuando radicalmente hemos hecho una opción por Jesús porque en verdad lo confesamos como nuestro Salvador, nuestra vida, todo para nosotros, como queríamos confesar el pasado domingo, entonces sí que pondremos a Jesús en el centro de nuestra vida, en la razón de ser de nuestra existencia, de lo que hacemos y de lo que vivimos.
Jesús está proponiendo hoy a sus discípulos lo que son las exigencias de su seguimiento; lo que supone seguirle para poder llegar a la dicha de la vida y de la resurrección. Cuando lleguemos a entenderlo y a tratar de vivirlo seremos las personas más felices y con la felicidad más grande que podamos alcanzar, aunque haya dolores y sufrimientos en la vida.
Es el camino de Jesús y es el camino de sus seguidores, de los que creemos en El. Un camino que pasa por la humanidad y que entonces pasa también por la pasión y la muerte, por el dolor y el sufrimiento de los hermanos que caminan a nuestro lado. Cuando soy seguidor de Jesús ese camino lo asumo - no puedo ser insensible -, ese dolor, esa cruz de mis hermanos es también mi cruz y la tomaré para seguirle, para caminar hasta la vida y la gloria de la resurrección.
Por eso nos ha dicho: ‘El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga’. ¿Lo entenderemos ahora? ¿Comenzaremos a pensar a la manera de Jesús? San Pablo nos invitaba a ‘presentar nuestros cuerpos como hostia viva santa, agradable a Dios...’; y nos dice también ‘no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente’, por la renovación del corazón para vivir a la manera de Jesús.
Que este sea nuestro culto razonable, la ofrenda de amor que le presentemos al Señor en este día y cada día de nuestra vida.