El que se vacía de sí mismo podrá llenarse de verdad de Dios
2Tim. 4, 1-8; Sal. 70; Mc. 12, 38-44
‘Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos’. Ha sido la aclamación del Aleluya antes del Evangelio recogiendo la primera de las bienaventuranzas de Jesús en el Sermón del Monte que pronto tendremos ocasión de escuchar y meditar.
Dicho así, como lo hemos proclamado en el aleluya y tantas veces escuchado en el evangelio, nos parece algo hermoso; pero está el peligro de que se nos quede en una frase lapidaria hermosa pero que luego en los intereses nuestros de cada día estén bien lejos de nuestra vida, de nuestro actuar, de los principios que rijan nuestra vida.
En el evangelio para el que nos ha preparado para su escucha esta antífona se nos presentan de manera antitética dos posturas. Por una parte aquellos que no quieren bajarse de sus pedestales, sino que más bien siempre estarán buscando motivos para la apariencia y el lucimiento personal incluso hasta en aquello bueno que pudieran hacer. Pero enfrente tenemos a la viuda que calladamente pone sus dos cuartos –moneda bien ínfima – pero con lo que es capaz de desprenderse de todo lo que tiene incluso en su pobreza más extrema. ‘Ha echado todo lo que tenía para vivir’, y sin embargo vive y con la vida de mayor dignidad en la alabanza incluso de Jesús.
‘¡Cuidado con los letrados!, dice Jesús. Les encantan los ropajes amplios, las reverencias en la plaza…, los lugares de honor…, los primeros puestos… hasta se aprovechan en sus largos rezos de las pobres viudas’. ¿Seguirá esto siendo una postura de muchos, incluso en el seno de la Iglesia? El orgullo y la vanidad es una tentación que no se ha acabado, tiene plena vigencia y muchos que se dejan cautivar por ello.
¡Cuánto les costó a los discípulos de Jesús dejar de soñar en primeros puestos y lugares de honor! Era lo que estaban contemplando en el día a día en aquellos que se consideraban importantes en su sociedad y dirigentes de la misma. Por eso Jesús continuamente nos estará enseñando la lección. Lección que tenemos en su propia vida, porque ‘el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos’.
Jesús aprovecha la oportunidad de la lección de aquella pobre viuda, tan sencilla y tan humilde que hubiera pasado desapercibida para todos. Jesús sí sabía lo que había en el corazón de aquella mujer, y conocía, además de su humildad, su generosidad y su desprendimiento y quiere darnos la lección. Nos hace fijarnos en los pequeños, los sencillos, los que pueden parecer los últimos que serán verdaderamente grandes en el Reino de los cielos. ‘Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca del templo más que ninguno. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’.
Es que serán los pequeños y los humildes los que entenderán del reino de los cielos. Serán a los que el Padre les revele allá en su corazón los secretos del Reino de Dios. Por eso, nunca los que se consideran a sí mismos grandes e importantes, sabios y entendidos, llegarán a entender el Reino de Dios, podrán conocer los misterios del Reino de los cielos.
Es por el camino por donde nosotros tenemos que caminar y cuando seamos humildes de verdad aprenderemos entonces a ser generosos y a compartir, a desprendernos de lo que tenemos y hasta de lo que somos porque serán otras cosas las que serán verdaderamente importantes para nosotros. Y es que el que se vacía de si mismo podrá llenarse de verdad de Dios. Es la lección de la Palabra de Dios hoy para nosotros, esa palabra, como escuchábamos ayer, que siempre es útil para enseñar, para corregir, para animar, para descubrir y llegar a conocer y vivir todo lo que es el Reino de Dios, el Reino de los Cielos.