Vistas de página en total

sábado, 15 de octubre de 2011

En Santa Teresa nos muestra el Señor el camino de la perfección que hemos de recorrer



Ecls. 15, 1-6;

Sal. 88;

Mt. 11, 25-30

‘Tú has suscitado Santa Teresa, por inspiración del Espíritu Santo, para mostrar a tu Iglesia el camino de la perfección… enciende en nosotros el deseo de la verdadera santidad…’ Es lo que la Iglesia hoy nos propone que oremos al Señor en la festividad de Santa Teresa de Jesús que estamos celebrando.

Nos expresa muy bien lo que quiere hacer la Iglesia cuando nos presenta la figura de los santos y nos invita a celebrar su fiesta: mostrarnos el camino de la perfección, el camino de la santidad que hemos de seguir. Porque es además a lo que todo cristiano ha de aspirar y en los santos vemos el ejemplo y el estímulo para ese camino que hemos de seguir.

Muchas veces los cristianos cuando pensamos en los santos, hablamos de ello o le tenemos devoción los queremos mirar casi exclusivamente en lo milagrosos que puedan ser para nosotros al concedernos lo que le pidamos. Es cierto que interceden por nosotros ante el Señor, pero fundamentalmente la gracia que nos quieren alcanzar del Señor es que nosotros también recorramos ese camino de santidad, ese camino de seguimiento de Jesús en total fidelidad, ese camino de perfección.

Miramos la figura de santa Teresa de Jesús y nos sentimos encandilados por su santidad, por su entrega, por su mística, por la obra maravillosa que realizó en la reforma del Carmelo y todo lo que significó para restauración de la vida de la Iglesia en aquellos tiempos nada fáciles en que ella vivió pero que sigue significando hoy también en la vida de la Iglesia y de los cristianos.

Yo quisiera mirar a Santa Teresa de Jesús hoy precisamente en ese camino de perfección que ella realizó en su vida y que nos puede servir a nosotros de hermoso estímulo. Camino de perfección, las moradas o castillo interior fueron etapas del camino de su vida y que nos dejó hermosamente reflejados en sus escritos místicos con estos mismos nombres y que son también obra cumbre de la literatura española en el siglo de Oro.

Fue camino y camino costoso y largo el que ella realizó. Entro de 20 años más o menos en el Carmelo de la Encarnación en Avila y allí pasaría muchos años de luchas, de ascesis, de sequedades espirituales, de dudas, de sufrimiento físico y espiritual, de momentos de fervor místico, de purificación interior, hasta que llegó el momento de su alma convertirse totalmente al Señor, de sentirse totalmente tomada por el Señor en místico desposorio.

Luego vendría la obra de la reforma del Carmelo que no le fue fácil porque también encontró dificultades y oposición, pero ella se dejaba conducir por el Señor. Vendrán las fundaciones, primero san José como inicio de la reforma, y luego recorriendo a lo largo y a lo ancho toda Castilla y casi toda la Peninsula entre dolores y sufrimientos, físicos en sus enfermedades y espirituales de todo tipo. Fue así como realizó su camino de perfección, el camino que la llevó a la mística y a la santidad.

Ahí está el testimonio y el ejemplo para nuestra vida; vida también de superación, de lucha interior, de purificación, de crecimiento espiritual que nosotros también hemos de realizar cuando queremos vivir a tope nuestra fe y nuestro seguimiento de Jesús. No siempre nos será fácil porque aparecerá en nuestra vida la tentación y también muchas veces el sufrimiento, que no sólo es lo físico de nuestras limitaciones corporales, sino muchas veces en nuestro interior producido por muchas cosas.

En silencio y en soledad, aunque nunca nos sentiremos solos porque siempre está la presencia y la fuerza del Señor día a día tenemos que ir realizando ese crecimiento de nuestro espíritu, de nuestra santidad. Es el camino de perfección que cada uno hemos de recorrer y en el que no nos faltará la fuerza y la asistencia del Espíritu Santo. Dios irá poniendo también a nuestro lado personas que nos ayuden, que puedan ser también una guía espiritual, y que tenemos que saber descubrir.

Y todo esto que estamos reflexionando no es sólo para los místicos, por así decirlo, sino que es el camino de nuestra vida cristiana que todos, mayores o jóvenes o en cualquier estado de nuestra vida, tenemos que saber recorrer. Que en Santa Teresa a quien hoy celebramos encontremos ejemplo y estímulo y que ella interceda por nosotros para alcanzar del Señor esa gracia de la santidad para nosotros.

viernes, 14 de octubre de 2011

Como un libro abierto


Rom. 4, 1-8;

Sal. 31;

Lc. 12, 1-7

Esta persona es como un libro abierto. Seguramente habremos escuchado una expresión semejante para referirnos a una persona sincera y recta. Y cuando hablamos de sinceridad no es simplemente la de aquellos que proclaman que dicen siempre la verdad, que no tienen papas en la boca (en expresión muy canaria) y que dicen siempre lo que sienten o piensan a quien sea o como sea, sin importarles incluso el daño que puedan hacer.

Cuando hablamos de sinceridad nos referimos más bien a la sinceridad de la vida en el sentido de la congruencia que hay en esa persona entre lo que piensa, lo que dice y lo que hace. Porque decir, se pueden decir muchas cosas; lo que es necesario es que haya autenticidad porque haya verdadera concordancia entre una cosa y otra. Por eso decimos sinceridad y rectitud; sinceridad en la vida para dejar trasparentar en lo que hace esa rectitud interior. Por eso decimos, es como un libro abierto, porque viéndola estamos viendo sus obras y su interior, la rectitud de su corazón.

Hoy le hemos escuchado decir a Jesús: ‘Cuidado con la levadura de los fariseos, o sea, con su hipocresía’. Se había congregado mucha gente alrededor de Jesús. En esas expresiones hiperbólicas de los evangelistas con las que se quiere magnificar la admiración que Jesús suscita en sus oyentes, se nos habla de ‘miles y miles de personas que se agolpaban hasta pisarse unos a otros’. Es una forma de hablar. Y Jesús comienza haciendo esa recomendación que hemos escuchado a los discípulos.

Frente a la hipocresía de los fariseos, esa doblez de corazón, la sinceridad y la autenticidad. Y en esa sinceridad y autenticidad de nuestra vida seremos, tenemos que ser, como un libro abierto. Porque la verdad ha de conocerse; la verdad tiene que resplandecer; la verdad tiene que contagiar a todos para hacer un mundo nuevo, ese mundo nuevo que llamamos Reino de Dios. ‘Nada hay cubierto que no llegue a descubrirse, nada hay escondido que no llegue a saberse…’ Hagamos lo bueno, pensemos en lo bueno, tengamos lleno el corazón de bondad y con ellos contagiaremos de bondad y de amor a los demás. Que en ese libro abierto de nuestra vida todos sepan leer toda esa rectitud, todas esas cosas buenas de las que tenemos lleno el corazón.

Pero algo más quiere decirnos hoy el Señor. Nos habla de los miedos que pudiera haber en nuestra vida. Por muchos motivos hoy andamos muy temerosos y hasta desconfiados los unos de los otros. Un mundo de violencias y de maldad que nos rodea hace que nuestro corazón se llene de temores porque podemos sufrir las consecuencias de esa violencia o de esa maldad. Tememos el que podamos poner en peligro la vida, o las cosas que poseemos. Nos aferramos a la vida y nos aferramos a las cosas.

Pero Jesús nos habla no de esos miedos, sino de algo más profundo y qué tendríamos que temer. ‘No tengáis miedo a los que puedan matar el cuerpo, pero no pueden hacer nada más. Os voy a decir a quién tenéis que temer: temed al que tiene poder para matar y después echar en el fuego’. ¿Qué nos quiere decir Jesús? No es matar el cuerpo, no se refiere simplemente a la vida material o corporal.

Hay quien puede influir en nosotros para apartarnos del camino del bien e inducirnos al mal. Hay quien puede influir en nosotros para que llenemos nuestra vida de falsedad y de muerte. Hay quien nos puede alejar de la virtud, poner en duda nuestros principios y nuestra fe. Hay quien nos puede hacer resbalar por un camino de frialdad, de indiferencia, de atonía espiritual. Y muchas cosas más. ¡Cuánto daño nos pueden hacer con estas cosas! Esto es lo que tenemos que temer. Quien puede meter el pecado en nuestra vida, quien nos puede apartar de los caminos de Dios. ¡Cuidado con quien nos pueda echar en el fuego de la maldad!, nos viene a decir Jesús.

jueves, 13 de octubre de 2011

Por la fe en Jesucristo viene la justicia de Dios


Rom. 3, 21-30;

Sal. 129;

Lc. 11, 47-54

‘Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa’, hemos rezado, proclamado, repetido una y otra vez en el salmo. ¿Quién es el que nos salva? ¿De dónde esperamos la salvación? ‘Por la fe en Jesucristo viene la justicia de Dios a todos los que creen…’ nos decía san Pablo.

Tenemos que ser buenos, es cierto; tenemos que cumplir lo que es la voluntad del Señor; hemos de responder con nuestro amor, con nuestras obras del amor, a tanto amor cómo Dios derrama sobre nuestra vida. Esas serán las obras con las que manifestamos que vivimos la salvación que Dios nos ofrece. Pero quien nos salva es el Señor. ‘Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa’, como rezábamos en el salmo.

Y es que la salvación es gracia, es don gratuito de Dios, es regalo del amor de Dios. No por nuestros merecimientos sino por el amor infinito que Dios nos tiene. Andamos muchas veces muy preocupados por los merecimientos y poco menos que queremos llevar una contabilidad de las cosas buenas que hacemos, como para presentarle una lista a Dios de lo buenos que somos cuando lleguemos al juicio de Dios. Ni que Dios no supiera las cosas buenas que hacemos.

Parece como que quisiéramos justificarnos ante de Dios, cuando el que nos justifica y nos salva es el Señor, que es Jesús el que ha derramado su sangre en la cruz para nuestra redención. Como nos dice el apóstol: ‘Todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre’.

En consecuencia, todas esas cosas buenas que hacemos no son sino la respuesta necesaria que nosotros damos al amor que Dios nos tiene. Con todo eso bueno lo que tenemos que buscar siempre es la gloria de Dios, no nuestra gloria. ¿No es justo que cuando tanto recibimos del Señor tengamos un corazón agradecido que le mostremos nuestro amor? Y le mostraremos nuestro amor con nuestra fe, con nuestra fidelidad, con el cumplimiento de su voluntad, con nuestra responsabilidad y con todas esas cosas buenas que hacemos. ¡Cómo no vamos, entonces, a amar a aquellos a los que el Señor ama!

Qué hermosos aquellos antiguos versos hechos oración:Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera que aunque no hubiera cielo yo te amara, y aunque no hubiese infierno te temiera’. Nos tiene que mover el amor que Dios nos tiene, cuando lo contemplamos en la cruz crucificado por nosotros. Por eso terminaban aquellos versos:No me tienes que dar porque te quiera, porque, aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera’. Aunque bien sabemos que el Señor nunca se deja ganar en generosidad y el regalo de su amor siempre será más grande que todo el amor que nosotros podamos tenerle. Pero seamos generosos en nuestra entrega y en nuestro amor para con el Señor. Vivamos con gozo nuestra fe en El.

Pero ya sabemos cuán débiles y pecadores somos. Por eso, una y otra vez nos estamos confiando a su misericordia. ‘Mi alma espera al Señor, espera en su palabra, mi alma aguarda al Señor’, que decíamos en el salmo. Dura e insoportable sería nuestra vida si no viviéramos con esta esperanza. Si siempre vamos a tener sobre el peso de la conciencia nuestros delitos y pecados ‘¿quién podrá resistir?, pero de ti procede el perdón’, le pedíamos en el salmo.

Como el ladrón arrepentido junto a la cruz de Jesús, por eso lo llamamos ya el buen ladrón, le decimos una y otra vez ‘Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu paraíso’. Y ya sabemos cuál es la respuesta de amor generoso, de perdón y de paz que nos da el Señor. Así ponemos toda nuestra fe en El porque sabemos que sólo de El nos viene la justicia salvadora y la justificación que nos llena de gracia y de paz.

miércoles, 12 de octubre de 2011

María es verdadera columna que nos guía y nos sostiene en el camino de Jesús


1Crónicas, 15, 3-4.15-16; 16, 1-2;

Sal. 26;

Lc. 11, 27-28

‘Tú permaneces como la columna que guiaba y sostenía día y noche al pueblo en el desierto’. Con esta antífona inicia la liturgia la celebración de este día. Una clara referencia a aquella nube que como columna luminosa en la noche y resfrescante con su sombra en el día iba sobre el campamento del pueblo peregrino por el desierto y que era además la señal cuando se levantaba o se posaba sobre el campamento de su camino hacia la tierra prometida.

La liturgia en este día con ello nos señala a María que así nos acompaña en nuestro peregrinar de fe a lo largo de la vida como madre que nos guía y nos protege, pero clarísima referencia a lo que ha significa para el pueblo cristiano español la columna, el pilar de la Santísima Virgen María, anclado a las orillas del Ebro en Zaragoza.

Es María esa tienda de la Alianza plantada en medio del pueblo cristiano que siempre nos recordará a Jesús, nos llevará hasta Jesús para que sintamos su presencia y su gracia salvadora. La primera lectura nos ha hablado del traslado del Arca de la Alianza, símbolo de la presencia de Dios siempre con su pueblo, que el Rey David traslada con todo honor y veneración hasta la Tienda que había preparado en medio de su pueblo.

Cuando el Verbo de Dios decide plantar su tienda en medio de nosotros, como nos dice el evangelio de Lucas, escogerá a María para en sus entrañas encarnarse y hacerse hombre, por eso podemos decir que María es esa Tienda de la Nueva Alianza porque con su Sí hizo posible la encarnación de Dios, la presencia del Emmanuel, Dios con nosotros, para ser nuestra vida y salvación.

Por eso siempre nosotros recordaremos a María, miraremos a María para aprender de ella a abrir nuestro corazón para que Dios se haga presente en nuestra vida, para decir Sí en todo momento a lo que es la voluntad de Dios, sintiéndonos como María humildes ante Dios para que su voluntad se realice en nosotros, para que su Palabra se plante en nuestra vida, y como María demos frutos de vida, de gracia, de salvación. ‘Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra’.

Dichosa María, todas las generaciones la felicitarán como ella misma proféticamente anunciara en el cántico del Magnificat – ‘desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí’ - y que veremos en el evangelio que será llamada dichosa por su fe por parte de su prima Isabel – ‘¡dichosa tú que has creido!’ -; dichosa por haber criado en su seno al Hijo de Dios, - ‘los pechos que te alimentaron y el vientre que te llevó’ - como la cantara la mujer anónima que escuchamos hoy en el evangelio; y dichosa porque escuchaba la Palabra de Dios y la plantaba en su vida, como diría también de ella el mismo Jesús. ‘¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!’

Nosotros queremos también cantar a María y no sólo la llamamos a ella dichosa porque grande era el amor que se derramaba en su corazón porque Dios así la había llenado de gracia, sino que con ella nos sentimos nosotros dichosos por tenerla como madre que así nos la regaló Jesús desde la cruz, por tenerla a nuestro lado como esa columna que nos guía y nos sostiene noche y día alcanzándonos la gracia del Señor, por tenerla en medio de nosotros como ese pilar en quien apoyarnos para sentirnos seguros, porque con María sabemos que no erraremos el camino que nos conduce hasta Jesús, que nos hace seguir a Jesús.

‘El Señor me ha coronado, sobre la columna me ha exaltado’, hemos exclamado nosotros en alabanza a María con el responsorio del salmo. ¡Qué dicha haber tenido siempre en España esa especial presencia de María que nos ha ayudado en nuestro caminar, ha mantenido la fe de todas las generaciones, y nos ha impulsado a llevar esa misma fe por los caminos del mundo en tantos y tantos misioneros y misioneras que han surgido de nuestra tierra y que se han repartido por todas partes!

Por eso tenemos que pedirle a María, madre amorosa y buena, que siga intercediendo por nosotros, que nos sintamos cobijados bajo su manto protector, que nos alcance la gracia del Señor para mantenernos siempre firmes en nuestra fe frente a tantos embates que de una forma u otra quieren atentar contra la integridad de nuestra fe cristiana.

Necesitamos sentirnos fortalecidos frente al materialismo de la vida que nos invade, frente a la tibieza y a la frialdad qu nos llevan a una indiferencia religiosa muy preocupante en muchas generaciones hoy en día, frente a ese neopaganismo que muchas veces se nos quiere imponer cuando se nos quiere relegar al ámbito sólo de lo privado la vivencia y manifestación de nuestra fe y cuando se quieren desterrar de lo público y lo social todo lo que sea un signo religioso y cristiano.

Necesitamos ser valientes en la proclamación de nuestra fe y es gracia que le queremos pedir en este día a María, la Virgen, Madre de Dios y madre nuestra. Que nos mantengamos firmes en la fe y generosos en el amor, como pedimos en las oraciones litúrgicas porque ante tantas necesidades y problemas que se viven en nuestra sociedad y que sufren tantos hermanos nuestros como sabemos por la situación tan crítica que vivimos, nuestro amor, nuestra generosidad, nuestra solidaridad tienen que brillar de manera especial.

Fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor, son actitudes, son estilo de vivir y de manifestarnos que también pedimos en otra de las oraciones de la liturgia de esta fiesta. La columna o el pilar dan fortaleza a una edificación; que María, su presencia, su amor, la gracia que del Señor nos alcanza, nos ayude a tener y manifestar en todo momento esa fortaleza y esa vivencia comprometida de nuestro ser cristiano.

martes, 11 de octubre de 2011

Contagiemos a los que nos rodean de la alegría de la fe y del evangelio


Rom. 1, 16-25;

Sal. 18;

Lc. 11, 37-41

‘Yo no me avergüenzo del Evangelio: es fuerza der Dios para todo el que cree… porque en él se revela la justicia de Dios para los que creen en virtud de la fe…’ No me avergüenzo, todo lo contrario es mi orgullo y mi gloria. Si de algo podemos sentirnos en verdad orgullosos, llenos de gozo interior es de la justicia y salvación que Dios nos ofrece en su evangelio.

Creemos en Jesús y seguimos los caminos de su evangelio; creemos en Jesús y en su evangelio encontramos la verdadera luz de nuestro caminar; creemos en Jesús y viviendo el evangelio podemos conocer a Dios que se nos revela en plenitud; creemos en el evangelio y nos llenamos de Dios, nos llenamos de su salvación.

La fe que tenemos en Jesús y en su evangelio no puede ser algo vergonzoso y que ocultemos o disimulemos; todo lo contrario cuando hemos encontrado la perla preciosa de la fe y del evangelio nuestra vida tiene que volverse luminosa, resplandeciente y con alegría nos manifesstamos creyente delante de todo el mundo.

Son muchas las tentaciones en este sentido que sufrimos. El mundo que nos rodea no nos entiende y nos falta en muchas ocasiones valentía para manifestarnos como creyentes, aunque tengamos que ir a contracorriente del mundo. Algunas veces nos toca sufrir a causa de nuestra fe porque nos vamos a encontrar los intransigentes que proclaman su libertad, pero no nos dejan manifestar con toda nuestra libertad la fe que nosotros profesamos. Unas veces de forma abierta, otras de manera más sutil, pero tenemos que saber dar la cara por el evangelio, por nuestra fe aunque nos cueste.

Es triste, como nos señala de alguna manera el apóstol, que tantos teniendo ante sus ojos la claridad y el resplandor que nos puede llevar a descubrir a Dios, prefieren permanecer en la oscuridad del error, del sin sentido; tienen la evidencia de las obras de Dios que nos están manifestando en todo momento la gloria de Dios, pero se ciegan y confunden y se crean sus propios dioses o sus propias esclavitudes.

‘Realmente no tienen defensa, nos viene a decir el apóstol, porque conociendo a Dios no le han dado la gloria y las gracias que Dios se merecía… al contrario su mente insensata se sumergió en tinieblas… cambiando el Dios verdadero por uno falso, adorando y dando culto a la criatura en lugar de al Creador’.

Busquemos a Dios; reconozcamos las obras de Dios que nos hablan del Creador. Sigamos a Jesús, convirtamos el evangelio en la razón de ser de nuestra vida. Sintamos gozo profundo en el alma por la fe que tenemos y dejemonos iluminar por su luz. No nos acobardemos ni nos encerremos en nosotros mismos a causa de nuestros miedos y temores, sino que valientemente demos testimonio, proclamemos nuestra fe en Jesús, contagiemos a los que están a nuestro lado de la alegría de la fe.

Finalmente una palabra del evangelio hoy proclamado. El fariseo se extraña o escandaliza de que Jesús no se lavara las manos antes de sentarse a la mesa. Pero Jesús nos quiere hacer ver que lo que en verdad tiene que estar limpio es el corazón. ‘Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades’.

Que de la bondad de nuestro corazón seamos capaces de repartir siempre para ser generosos en todo momento con los demás. Cuando aprendamos a ser generosos y compartir lo que llevamos dentro iremos purificando nuestro corazón de toda maldad y de todo pecado. Un corazón generoso nunca permitirá que aniden en él los malos propósitos y malos deseos.

lunes, 10 de octubre de 2011

Apóstol escogido para anunciar el evangelio de Dios


Rom. 1, 1-7;

Sal. 97;

Lc. 11, 29-32

‘Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para anunciar el evangelio de Dios…’ Así comienza, como hemos escuchado, san Pablo la carta que dirige a los cristianos de Roma que comenzamos a leer en estos días de forma continuada en la primera lectura.

¿Por qué escribe Pablo a los cristianos de Roma? ¿Con qué autoridad? Podriamos decir quizá de entrada que era como su presentación porque tenía intenciones de ir a Roma cuando hasta entonces su campo de acción había sido las regiones de la zona oriental del Mediterraneo, el Asia Menor – hoy Turquía -, Grecia extendiendo sus recorridos hasta Macedonia, por donde había entrado al continente europeo. Ahora quiere llegar hasta los confines del mundo conocido, porque su intención, como manifestará en esta carta es llegar hasta España.

Pero ¿qué es lo que le motiva y, por así decirlo, le da autoridad para dirigirse a los cristianos de Roma? Podíamos decir aquello que manifestará en otra de sus cartas ‘¡ay de mí si no evangelizare, si no anuncio el evangelio!’ Son los títulos con los que se presenta, ‘siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol y escogido para anunciar el evangelio de Dios’.

No es simplemente su iniciativa, sino que la iniciativa, la llamada siempre viene de Dios. ‘Llamado a ser apóstol’. Fue el Señor el que lo llamó y lo escogió. ‘Será vaso de elección’, le había dicho el Señor en su aparición a Ananías, ‘instrumento elegido para llevar mi nombre a todas las naciones, a sus gobernantes y al pueblo de Israel’. Como dice de sí mismo ‘escogido para anunciar el evangelio de Dios’.

¿En qué consiste ese evangelio? ¿cuál es esa Buena Noticia que tiene que anunciar? Nos hace brevemente un resumen del mensaje del evangelio en estos primeros renglones de la carta. ‘Este Evangelio, prometido ya por sus profetas en las Escrituras santas, se refiere a su Hijo, nacido, según lo humano, de la estirpe de David, constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte’.

El Evangelio es Jesús,verdadero Hijo de Dios y verdadero hombre, por su encarnación, para ser nuestra salvador, Jesucristo, muerto y resucitado. Por El Pablo ha recibido este don de ser apóstol para suscitar la fe en todos los pueblos y quiere llevar, entonces, la gracia y la paz de parte de Dios a todos los hombres. Diríamos que así se constituye el saludo de esta carta, que recogemos en nuestras acciones litúrgicas.

Podríamos subrayar muchas cosas en orden a la vivencia de nuestra fe y de nuestra espiritualidad. Escuchamos la Palabra como alimento de nuestra vidda y siempre tenemos que saber descubrir ese mensaje de salvación que Dios quiere trasmitirnos en su Palabra. Podríamos comenzar subrayando lo que es el centro y el meollo de nuestra fe, que es Cristo Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Así proclamamos nuestra fe en Cristo muerto y resucitado para nuestra salvación.

Que esta Palabra, pues, que estamos escuchando nos ayude a crecer en nuestra fe; una fe que sea firme; una fe de la que sepamos dar razon con toda nuestra vida; una fe que valientemente hemos también de proclamar, porque el bautismo que recibimos a eso nos compromete, a ser testigos y apóstoles en medio de nuestro mundo.

Y contemplando el arrojo y valentía del apóstol que quiere llegar hasta los confines de la tierra en ese anuncio del evangelio sintamos interiormente nosotros esa misma inquietud. Estamos en el mes de octubre que en la Iglesia es un mes especialmente misionero, porque en él celebramos la Jornada del Domund, el domingo mundial de la propagación de la fe. Que sintamos, pues, esa inquietud; que nos sintamos misioneros con el testimonio de nuestra vida, con la palabra que decimos que sea siempre un anunciar el nombre de Jesús, y por toda la colaboración que prestemos con nuestra oración y con nuestros aportes a todo lo que es la obra misionera de la Iglesia, que es también nuestra obra y nuestra misión.

domingo, 9 de octubre de 2011

Está preparado el banquete, vistamos el traje de fiesta del Reino de los cielos


Is. 25, 6-10;

Sal. 22;

Filp. 4, 12-14.19-20;

Mt. 22, 1-14

‘Tengo preparado el banquete… todo está a punto… venid a la boda… pero los convidados no hicieron caso…’ Y nosotros nos preguntamos ¿cómo es que habiendo sido invitados no quisieron ir al banquete de bodas? Cada uno se fue a sus cosas, a sus negocios, a sus ocupaciones, o al menos buscaron una disculpa para no asistir. Podría extrañarnos esa actitud pero también creo que tendría que hacernos pensar, porque quizá también nosotros podamos estar resistiéndonos a participar en ese banquete de bodas por alguna actitud negativa y de muerte que tengamos dentro de nosotros.

Tenemos que ir más allá de la materialidad de asistir o no asistir a un banquete cualquiera o una comida a la que nos hayan invitado para captar todo el sentido que tiene la parábola; una parábola que nos está señalando la invitación que nosotros recibimos también a participar en el reino de los cielos. Así comienza Jesús diciendo: ‘El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir…’

La boda, el banquete de bodas es la imagen que nos está hablando del reino de los cielos, del reino de Dios. Es la misma imagen que empleaba el profeta Isaías para hablarnos del sentido de los tiempos mesiánicos. ‘Aquel día el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos en este monte un festín de manjaeres suculentos, en festín de vinos de solera, manjares enjundiosos, vinos generosos…’

Hermosa la mesa a la que somos invitados a sentarnos. Hermosa descripción que nos hace el profeta: una invitación a la vida, a la alegría, al gozo profundo en el alma, porque todo lo que sea muerte y tristeza ha sido eliminado; una invitación a salir de la esclavitud igual que un día quisiera sacar a su pueblo de la esclavitud de Egipto para llevarnos a la vida expresada en la tierra prometida; una invitación a arrancarnos de todo lo que sea egoismo y muerte porque todo ha de ser comunión y compartir generoso, como hacen los que se sientan a una misma mesa. Son las señales del Reino de Dios que hemos de manifestar en nuestra vida. ¿Respondemos o no a esa invitación?

Una vez más vemos cómo es el corazón bondadoso y misericordioso de Dios. Aunque aquellos invitados rechazan el participar en aquel banquete a pesar de las repetidas insistencias de aquel rey, sin embargo el banquete sigue en pie y se les va a ofrecer la oportunidad a otros que puedan sentarse en esa mesa del Reino de Dios.

La parábola dirigida directamente a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo les está diciendo que si ellos no quieren aceptar el Reino de Dios que Jesús está instituyendo, otros serán los que se sienten a la mesa. ‘Vendrán de oriente y de occidente, del norte y del sur’, como ya hemos escuchado decir a Jesús en otros momentos. Por eso el rey manda a sus criados que salgan ‘a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis invitadlos a la boda… y la sala se llenó de comensales…’

Dios que nos llama y nos busca a todos, porque la pertenencia y vivencia del Reino de Dios no es exclusividad de un pueblo o de una raza. La mesa de la salvación es para todos porque ‘Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad’. Pero, aunque todos son llamados e invitados, el participar en ese banquete del reino tiene sus exigencias. Quienes se van a sentar en la mesa del Reino lo harán porque también se van a despojar de vestiduras de muerte, han de vestirse con las vestiduras de fiesta, las vestiduras del amor y de la alegría de la gracia. Son las actitudes nuevas que hemos de tener en la vida. Son los valores y virtudes en los que tiene que resplandecer siempre el cristiano.

De la misma manera que sentarse alrededor de una mesa para comer juntos presupone amistad y comunión entre quienes están allí reunidos, porque quienes están enfrentados entre sí, quienes no se aman o quienes se hacen daño mutuamente difícil es que se sienten juntos, así entre quienes creemos en Jesús, entre los que nos decimos cristianos es necesario también esa unión, esa comunión, ese amor. Lo contrario sería un contrasentido, no estar vestido interiormente con la vestidura de esas necesarias actitudes y gestos de amor. Es lo que siempre y en todo momento hemos de procurar y en lo que hemos de distinguirnos cualquiera que sea la situación de nuestra vida.

Sentarnos a participar de la mesa de la Eucaristía tiene que ser la más honda expresión de esa vivencia del Reino de Dios. La Eucaristía es el culmen y el centro de toda la vida cristiana, de toda la vida de la Iglesia. Venir a la Eucaristia es venir a celebrar ese banquete del Reino de Dios en que Cristo mismo se nos da en comida. El manjar más suculento y el vino más generoso, empleando la expresión del profeta, es que podamos comer el Cuerpo de Cristo y beber su Sangre.

¡Qué cosa más hermosa que podamos comulgar! ¡Qué alegría más grande hemos de sentir en nuestro corazón! ¡Qué unión más íntima y profunda tenemos con el Señor cuando le comemos en la Eucaristía! Pero no olvidemos que para que sea auténtica esa unión con Cristo es porque también vivamos nuestra unión con los hermanos.

Pero ya sabemos para poder comer de la mesa de la Eucaristía, comulgar a Cristo, es necesario, hemos de estar vestidos con el traje de la gracia, vivir en la gracia y santidad de Dios. Indignamente no podemos acercarnos a la mesa de la Eucaristía. No somos dignos, es cierto, porque somos pecadores. Así lo reconocemos humildemente en distintos momentos de la celebración, ya sea en el acto penitencial del inicio de la Eucaristía donde invocamos la piedad y la misericordia del Señor, o ya sea en momentos anteriores a comulgar en que una vez más nos manifestamos que no somos dignos, pero que confiados en la misericordia del Señor tenemos la confianza y la certeza de que su palabra nos sana y nos salva haciéndonos dignos de poder comer a Cristo mismo que se nos da.

Ya sabemos, por otra parte, que cuando hay ruptura grave con el Señor porque hay pecado mortal en nuestra vida necesitamos previamente recibir la gracia de Dios, la gracia del perdón en el Sacramento de la Penitencia. Es en el Sacramento de la Penitencia donde restauramos la gracia perdida por el pecado mortal. Y humildemente hemos de acudir al Sacramento de la Penitencia para recuperar la gracia de Dios, para poder estar en gracia de Dios, para poder tener ese vestido de fiesta que nos permite participar en el banquete del Reino. Es algo que hemos de tener muy en cuenta y no podemos olvidar, porque algunos cristianos andan con mucha ligereza en este sentido. Creo que las imagénes que nos ofrece la parábola hoy nos ayudan a pensar mucho sobre todo esto.

Concluyamos nuestra reflexión con las palabras alentadoras del profeta que nos invitan a la alegría, a la fiesta, a la celebración; que nos invitan hacer una hermosa profesión de fe en la presencia salvadora del Señor y en consecuencia nos invitan a gozarnos hondamente en nuestra celebración. ‘Aquel día se dirá: Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación…’

Aquí hemos venido a celebrar y a gozarnos con la salvación de Dios. Aquí estamos queriendo responder a esa invitación del Señor que nos llama a participar en el banquete de su Reino. Aquí estamos en lo que es el centro de nuestra vida y de nuestra fe, celebrando el banquete de la Eucaristía. Lo hacemos con alegria, con gozo hondo, con esperanza cierta, con un compromiso grande.

Que recojamos en verdad todo lo que es nuestra vida, nuestra fe y nuestro amor, nuestras luchas y esfuerzos por mantenernos en todo momento en esa fidelidad de la fe y del amor, ese camino que cada día queremos hacer amándonos más, comprendiéndonos y ayudándonos, aceptándonos mutuamente y perdonándonos porque queremos vivir esa comunión de amor, también con nuestras debilidades y nuestros tropiezos.

Ante el Señor lo ponemos, al Señor le pedimos que nos bendiga con la fuerza de su Espíritu, al Señor imploramos misericordia y perdón para nuestras flaquezas y debilidades. Es el traje de fiesta que queremos vestir para participar dignamente y con toda intensidad en esta Eucaristía. Que celebremos y nos gocemos en verdad con su salvación y con su amor.