Rom. 3, 21-30;
Sal. 129;
Lc. 11, 47-54
‘Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa’, hemos rezado, proclamado, repetido una y otra vez en el salmo. ¿Quién es el que nos salva? ¿De dónde esperamos la salvación? ‘Por la fe en Jesucristo viene la justicia de Dios a todos los que creen…’ nos decía san Pablo.
Tenemos que ser buenos, es cierto; tenemos que cumplir lo que es la voluntad del Señor; hemos de responder con nuestro amor, con nuestras obras del amor, a tanto amor cómo Dios derrama sobre nuestra vida. Esas serán las obras con las que manifestamos que vivimos la salvación que Dios nos ofrece. Pero quien nos salva es el Señor. ‘Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa’, como rezábamos en el salmo.
Y es que la salvación es gracia, es don gratuito de Dios, es regalo del amor de Dios. No por nuestros merecimientos sino por el amor infinito que Dios nos tiene. Andamos muchas veces muy preocupados por los merecimientos y poco menos que queremos llevar una contabilidad de las cosas buenas que hacemos, como para presentarle una lista a Dios de lo buenos que somos cuando lleguemos al juicio de Dios. Ni que Dios no supiera las cosas buenas que hacemos.
Parece como que quisiéramos justificarnos ante de Dios, cuando el que nos justifica y nos salva es el Señor, que es Jesús el que ha derramado su sangre en la cruz para nuestra redención. Como nos dice el apóstol: ‘Todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre’.
En consecuencia, todas esas cosas buenas que hacemos no son sino la respuesta necesaria que nosotros damos al amor que Dios nos tiene. Con todo eso bueno lo que tenemos que buscar siempre es la gloria de Dios, no nuestra gloria. ¿No es justo que cuando tanto recibimos del Señor tengamos un corazón agradecido que le mostremos nuestro amor? Y le mostraremos nuestro amor con nuestra fe, con nuestra fidelidad, con el cumplimiento de su voluntad, con nuestra responsabilidad y con todas esas cosas buenas que hacemos. ¡Cómo no vamos, entonces, a amar a aquellos a los que el Señor ama!
Qué hermosos aquellos antiguos versos hechos oración: ‘Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera que aunque no hubiera cielo yo te amara, y aunque no hubiese infierno te temiera’. Nos tiene que mover el amor que Dios nos tiene, cuando lo contemplamos en la cruz crucificado por nosotros. Por eso terminaban aquellos versos: ‘No me tienes que dar porque te quiera, porque, aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera’. Aunque bien sabemos que el Señor nunca se deja ganar en generosidad y el regalo de su amor siempre será más grande que todo el amor que nosotros podamos tenerle. Pero seamos generosos en nuestra entrega y en nuestro amor para con el Señor. Vivamos con gozo nuestra fe en El.
Pero ya sabemos cuán débiles y pecadores somos. Por eso, una y otra vez nos estamos confiando a su misericordia. ‘Mi alma espera al Señor, espera en su palabra, mi alma aguarda al Señor’, que decíamos en el salmo. Dura e insoportable sería nuestra vida si no viviéramos con esta esperanza. Si siempre vamos a tener sobre el peso de la conciencia nuestros delitos y pecados ‘¿quién podrá resistir?, pero de ti procede el perdón’, le pedíamos en el salmo.
Como el ladrón arrepentido junto a la cruz de Jesús, por eso lo llamamos ya el buen ladrón, le decimos una y otra vez ‘Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu paraíso’. Y ya sabemos cuál es la respuesta de amor generoso, de perdón y de paz que nos da el Señor. Así ponemos toda nuestra fe en El porque sabemos que sólo de El nos viene la justicia salvadora y la justificación que nos llena de gracia y de paz.
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