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domingo, 26 de octubre de 2025

Ojalá aprendamos a bajarnos de los pedestales de la autosuficiencia, prestigios y prepotencias para aprender a ir al encuentro con el Señor y también con los demás

 


Ojalá aprendamos a bajarnos de los pedestales de la autosuficiencia, prestigios y prepotencias para aprender a ir al encuentro con el Señor y también con los demás

Eclesiástico 35, 12-14. 16-19ª; Sal. 33; 2Tim. 4, 6-8. 16-18; Luc. 18, 9-14

La prepotencia es una cosa tan apetitosa y tan engañosa que cuando menos lo esperamos a pesar de las cosas bonitas que digamos de la humildad pronto nos vemos revestidos de esa vanidad. Decimos que somos humildes pero no dejamos nadie se nos atraviese por delante y ocupe aquel lugar que nosotros apetecemos; mejor que nosotros no hay nadie y nadie podrá hacer las cosas tan bien como lo hacemos nosotros; vemos como aparecen los reflujos del orgullo y de la vanidad; pronto diremos que somos muy buenos y que hacemos tantas cosas buenas, la lista la sabemos elaborar sin titubeos, que nadie podrá llegar al talón de nuestro zapato. Pero cuando se desinflen esos ropajes cómo nos vamos a ver, qué va a quedar de nosotros. Por mucho que levantemos el talón pronto nos vamos a ver descalzos.

El evangelio es claro. Nos dirá incluso el evangelista que ‘Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás’. Es la conocida parábola de los dos hombres que suben al templo a orar, uno era un fariseo y el otro un publicano. Ya conocemos por el resto del evangelio la prepotencia con que se distinguían aquellos dirigentes del pueblo que se creían los mejores y los más cumplidores. Formaban un grupo religioso muy radical a la hora de interpretación de la ley pero no se destacaban precisamente por su humanidad. Aunque opositores casi por principios a la renovación que Jesús ofrecía en el anuncio del Reino de Dios que podía ir contra sus intereses y posicionamientos, algunas vemos que quieren agraciarse con Jesús y le invitan incluso a comer a su casa.

Por el contrario conocemos el desprestigio con que se tenía a aquellos cuyo oficio es la recaudación de los impuestos y de alguna manera por su poder económico en cierto modo se convertían en los prestamistas ante las necesidades económicas de los demás. Ya sabemos que donde suenan los dineros en los bolsillos está también la tentación de la codicia y de la usura, lo cual ya de por si ponía una marca a todos los que tenían este oficio siendo despreciados de forma habitual. En el evangelio veremos al publicano que quería ver a Jesús y en su encuentro con El, porque Jesús quiso hospedarse en su casa, todo cambió en su vida, devolviendo, compensando y compartiendo para comenzar una nueva vida. De entre ellos Jesús escogería, sin embargo, a uno para ser del grupo de los discípulos más cercanos, a los que llamaría apóstoles.

Hoy encontramos la contraposición entre unos y otros, en la actitud con que ambos oraban a Dios en su subida al templo. Al fariseo lo veremos allí de pie en medio de todos - ¿no eran los que tocaban campanillas a su paso sobre todo cuando iban a hacer alguna limosna? ¿No eran los que buscaban respeto y veneración ocupando los primeros puestos allá por donde iban? – así era la oración que dirigía al Señor. No soy como esos… yo pago mis impuestos… yo hago limosna… yo soy siempre un fiel cumplidor de la ley… yo, yo, yo... ¿Se estaba dirigiendo a Dios o estaba haciendo una apología de sí mismo?

Mientras el publicano allá en un rincón no se atrevía a levantar los ojos del suelo. Su oración no era letanía de bondades sino que era súplica humilde. ‘Apártate de mí que soy un hombre pecador’, había dicho un día Pedro allá en la barca cuando la pesca milagrosa porque vio la obra de Dios. ‘No soy digno de que entres en mi casa…’ decía aquel centurión que aunque tenía su grandeza y su poder en razón de su servicio, no se sentía digno de que Jesús entrara en su casa, pero manifestaba sin embargo la confianza absoluta en la palabra de Jesús. ¿Y no podemos recordar aquí la humildad de María en Nazaret cuando el anuncio del ángel para sentir que ella era solamente la esclava del Señor y que se cumpliera en ella su palabra?

Ten piedad de mí que soy un hombre pecador’, repetía humildemente aquel publicano allá al fondo del templo. ‘Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias. El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos’, que rezamos con el salmo. ‘La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino’, que nos decía el libro del Antiguo Testamento.

¿No podríamos recordar aquí el cántico de María en el que proclama ‘que el Señor derribó del trono a los poderosos y enalteció a los humildes’? El evangelio terminará diciéndonos que ‘el publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’.

¿Nos servirá de lección para nuestra vida? Con corazón humilde vayamos al encuentro del Señor y nos llenaremos de su amor pero además aprenderemos también ir con espíritu humilde al encuentro de los demás ofreciendo siempre el abrazo de nuestra amistad, de nuestra comprensión y nuestro perdón. ¿Terminaremos bajándonos de los pedestales de nuestras autosuficiencias, nuestros prestigios y prepotencias?