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sábado, 8 de junio de 2019

‘Tú, sígueme’ le dice Jesús a Pedro y nos dice a nosotros para que no nos distraigamos y nos alejemos de la Buena Nueva del Evangelio


‘Tú, sígueme’ le dice Jesús a Pedro y nos dice a nosotros para que no nos distraigamos y nos alejemos de la Buena Nueva del Evangelio

Hechos 28,16-20.30-31; Sal 10; Juan 21, 20-25
Algunas veces por prestar atención con nuestra buena voluntad a cosas que nos encontramos en el camino podemos distraernos de la meta que pretendemos alcanzar, de objetivos que consideramos fundamentales en la vida y podemos perder el ritmo de entusiasmo con que hemos de emprenderlas.
Ya sabemos que el que va por un camino con un vehículo en sus manos toda su atención tiene que estar centrado en la responsabilidad que significa conducir dicho vehículo y no nos podemos entretener mientras pretendemos conducir fijándonos en otros espectáculos que pudieran aparecer alrededor. Tenemos que darnos cuenta de cual es nuestra principal responsabilidad, hemos de tener claros los objetivos que pretendemos alcanzar y no podemos prestarle atención a lo que en ese momento con cosas secundarias. Y esto puede significar muchas cosas para el camino de nuestra vida, que ya entendemos que cuando decimos caminos no nos estamos refiriendo a carreteras por las que circulamos.
En aquel diálogo tan intenso que habían mantenido Jesús y Pedro aquella mañana a la orilla del lago este había hecho una gran promesa de fe y amor a Jesús que seguía confiando en él, como ya reflexionamos, en la tarea que le confiaba de pastorear al pueblo de Dios. Clara era la misión que Jesús le confiaba y era importante el camino que emprendía.
Sin embargo Pedro viendo cerca al discípulo amado de Jesús con quien es cierto se veía también profundamente unido muestra ahora interés por él queriendo saber quizá cual era la misión que también Jesús le confiaba a Juan. Pero la palabra de Jesús es de una exigencia radical. ‘Tú, sígueme’. Y añade Jesús que nada ha de importarle si acaso Jesús quisiese que Juan se quedara hasta su segunda venida. Ya nos dice como entre paréntesis el evangelista los comentarios y expectativas que estas palabras de Jesús hicieron surgir entre los primeros cristianos. Pero ahora la importante para Pedro era seguir a Jesús.
Es lo importante también para nosotros. Sin distraernos. Sin olvidar lo que significa seguir a Jesús. Sin olvidar nuestra misión. Sin buscar sustitutivos. Sin caer en enfriamientos y rutinas. Sin dejarnos influir por ese mundo que lo relativiza todo. Sin dejarnos influir por nuestras desganas o deseos de cambios a otras cosas.
Y es que tenemos el peligro los cristianos de entrar en los roles del mundo que nos rodea, de comenzar a dejarnos influir por otros criterios, de comenzar a escuchar y darle crédito a tantos que nos dicen que no hace falta comprometerse tanto, que hay que tomarse las cosas con calma, de comenzar a aceptar los parámetros de nuestro mundo para caer bien, para quedar bien, para no tener que nadar siempre a contracorriente.
Comenzamos a veces a utilizar las reglas del mundo y olvidamos el evangelio. Comenzamos a ponernos duros, porque parece que eso es lo que exigen muchos a nuestro alrededor con los problemas a los que se enfrenta la Iglesia y olvidamos la misericordia tan esencial en el mensaje de Jesús que nos dice que seamos compasivos y misericordiosos como lo es nuestro Padre del cielo. Y así tantas cosas en que cambiamos los criterios del evangelio para acomodarnos a las exigencias del mundo.
‘Tú, sígueme’, le dice Jesús a Pedro, y te lo dice a ti y me lo dice a mí, y lo dice a la Iglesia y lo dice a sus pastores. Cuidado que no escuchemos esa exigencia de Jesús.

viernes, 7 de junio de 2019

Presentes están nuestras dudas y negaciones cobardes, pero simplemente confiemos como Jesús sigue confiando en nosotros y dejémonos llevar por el amor


Presentes están nuestras dudas y negaciones cobardes, pero simplemente confiemos como Jesús sigue confiando en nosotros y dejémonos llevar por el amor

Hechos, 25, 13-21: Sal 102; Juan 21, 15-19
Cuando la hemos fallado a un amigo o hemos defraudado a alguien que había puesto su confianza en nosotros, luego nos sentimos mal y de alguna forma aunque quisiéramos arreglar el entuerto sin embargo algo así como que no nos gustaría encontrarnos con ese amigo o con esa persona porque tememos sus reproches por otra parte bien justificados.
Sin embargo si al encontrarnos con esa persona no salen a flote inmediatamente los reproches en cierto modo nos sentimos aliviados, pero aun así, por su silencio, sigue habiendo una cierta desconfianza dentro de nosotros mismos temiendo que de un momento a otro aparezcan esos reproches. Es nuestra vergüenza y arrepentimiento aunque quizás no sepamos expresarlo con palabras, pero trataremos con humildad de mostrarnos de alguna manera solícitos y atentos hacia aquel a quien defraudamos.
¿Qué pasaba en la mente y en el corazón de Pedro? A pesar de todas sus promesas de fidelidad y el amor grande que por Jesús sentía, le había defraudado; se había metido en la boca del lobo a pesar de los anuncios de Jesús ante sus valentías y desoyendo aquello que Jesús les había dicho de orar sin desanimarse para no caer en la tentación porque somos débiles y aunque queramos estar prontos sin embargo en nuestra debilidad fallamos con demasiada facilidad. Es lo que le había sucedido a Pedro.
Pero Jesús resucitado se las había mostrado y todos se habían llenado de alegría; Pedro también había tenido un encuentro particular con Jesús resucitado del que no conocemos detalles, pero seguían con sus miedos y sus dudas y marchando a Galilea se habían vuelto a sus faenas de siempre. No habían cogido nada aquella noche, y solo en la mañana a la voz de un desconocido que desde la orilla les señalaba donde estaba el cardume de peces, habían cogido una redada tan grande que reventaban las redes. No había sido él a pesar de su amor, había sido Juan el que había señalado que quien estaba a la orilla era el Maestro y el Señor, y se había lanzado al agua para ser el primero en llegar a los pies de Jesús.
En la orilla se habían encontrado todo preparado porque Jesús ya tenia unos panes y unos peces sobre las brasas y les había invitado a almorzar. Como comenta el evangelista nadie le preguntaba quien era porque todos sabían que era Jesús. Se repetía lo de la pesca milagrosa un día tiempo atrás, se encontraban unos panes y unos peces como cuando lo de la multiplicación de los panes allí en las cercanías, y ahora parece que se rememoraba de alguna manera la cena pascual de días atrás en Jerusalén.
Pero es ahora cuando Jesús le pregunta a Pedro una y otra vez por su amor. A la tercera vez que Jesús pregunta Pedro se pone triste porque a su mente acuden los recuerdos. Tres veces había negado conocer a su Señor. Quien un día había recibido la promesa de ser piedra para aquella nueva Iglesia, había fallado; a quien le habían dicho que se mantuviera firme para que cuando se recobrara alentara la fe de los hermanos, era quien había dudado cobardemente allá en lo patios de la casa del sumo sacerdote.
Ahora Jesús le pregunta por su amor. ¿Qué podía responderle si Jesús lo conocía todo? Y Jesús conocía también cuanto era el amor que había en su corazón. Impulsivo era el primero en responder a las preguntas de Jesús, pero esos impulsos lo traicionaron y había fallado, ahora quería prometer con toda su fuerza su amor. Y Jesús seguía confiando en El, ‘apacienta mis ovejas, apacienta mis ovejas’, le iba repitiendo Jesús.
¿Dónde están también las veces que nosotros hemos defraudado con nuestras dudas y con nuestras negaciones cobardes? ¿Dónde está nuestro amor que queremos prometer para vivir en toda fidelidad y para siempre? Jesús lo sabe todo, simplemente nosotros confiemos también y dejémonos llevar por el amor.

jueves, 6 de junio de 2019

La clave de la unidad y comunión entre nosotros la tenemos en la comunión de amor que existe entre Jesús y el Padre


La clave de la unidad y comunión entre nosotros la tenemos en la comunión de amor que existe entre Jesús y el Padre

Hechos 22, 30; 23, 6-11; Sal 15; Juan 17, 20-26
Por naturaleza podríamos decir que estamos impulsados a la convivencia, porque no hemos sido creados para nosotros mismos sino que necesariamente necesitamos estar en relación con los demás. Pensemos que desde que nacemos hay una dependencia de los demás en nosotros, porque empezando necesitamos de nuestra madre que nos cuide y que nos alimente hasta que vayamos valiéndonos por nosotros mismos, pero es que siempre hemos de estar en relación con los demás.
Es cierto que pesa en nosotros una sombra de individualismo que pudiera encerrarnos en nuestro egoísmo, autocomplacencia o autosuficiencia. Somos individuos, es cierto, con nuestra propia naturaleza, nuestra propia personal manera de ser y de vivir, pero eso  no nos debería llevar a un individualismo egoísta; desarrollamos nuestro ser y nuestras capacidades como individuo pero también en medio de la sociedad y del mundo en que vivimos con esa interrelación y mutua dependencia.
Eso nos hace que tengamos que caminar juntos en la vida, unidos a los que están a nuestro lado, pero no siempre significa que lleguemos a vivir en comunión con los demás. Vivir en comunión con el otro es mucho más que estar al lado del otro, que tengamos que estar juntos o que de alguna manera dependamos los unos de los otros. La comunión entre las personas es algo mucho más profundo, porque afecto a lo más hondo de nuestro propio ser en una comunicación que es algo más que unas palabras que nos podamos decir.
Hablar de comunión es algo más excelso y más espiritual que necesita de otra hondura para conseguirla. No siempre es fácil, porque es de alguna manera dejar entrar en nuestro corazón o que el otro nos deje penetrar en su corazón. Entra en juego no solo un raciocinio sino también los sentimientos y una comunicación podríamos decir espiritual en la que estará además como base que lo aglutina todo el amor.
En el evangelio que nos ha ido proponiendo la liturgia en estos días hemos escuchado la frecuencia que en la oración sacerdotal Jesús pide por la unión de quienes le siguen. ‘Que todos sean uno’, repite una y otra vez Jesús. Es la señal de que en verdad le seguimos y cumplimos su mandamiento de amarnos los unos a los otros. No quiere Jesús una unidad formal, sino que entre todos los que le seguimos haya una comunión real y profunda. Muchas veces hemos reflexionado del anti-testimonio que damos los cristianos cuando no estamos unidos; enseguida pensamos en la división de las Iglesias, como todos teniendo una misma fe en Jesús sin embargo andamos divididos y tantas veces enfrentados haciéndonos la guerra los unos a los otros.
¿Por qué no logramos esa unidad y esa comunión? Las palabras de Jesús las conocemos, conocemos cual es su voluntad y el mandato que nos ha dejado, pero seguimos sin amarnos de verdad, seguimos divididos y no es solo ya al nivel de las Iglesias, sino en nuestras propias comunidades donde tendría que brillar esa comunión de hermanos, y en el testimonio que tendríamos que dar en medio del mundo.
Quizá no nos hayamos fijado lo suficiente en las palabras de Jesús y cual es el modelo y estilo de comunión que tendría que haber entre nosotros. No solo es estar juntos, sino vivir en comunión. ¿Y cuál es el modelo y sentido de esa comunión? Nos dice Jesús: ‘Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado’. Ahí tenemos la clave, la unidad en el amor, la comunión viva y profunda entre Jesús y el Padre. ‘Como tú, Padre, en mi, y yo en ti’.
Es la meta, es el ideal, es el modelo, es el sentido de nuestra comunión de amor. No son ya raciocinios ni sentimientos humanos, que también hemos de tenerlos, sino el misterio de comunión que hay en Dios. Y ya eso nos es difícil expresarlo con palabras humanas. Se trata entonces de meternos en el misterio de Dios, meternos en el corazón de Dios, como El también ha querido habitar en nosotros. Y por esas sendas ha de ir entonces el amor a los hermanos, la comunión de amor que hemos de vivir entre nosotros.
Solo lo podremos comprender y llegar a vivir si nos dejamos inundar por el Espíritu de Dios. Es lo que con intensidad pedimos en estos días.


miércoles, 5 de junio de 2019

No rompamos nuestra unidad y comunión en el amor para hacer el anuncio del nombre de Jesús y sembrar la semilla del Evangelio aunque sea adverso nuestro mundo



No rompamos nuestra unidad y comunión en el amor para hacer el anuncio del nombre de Jesús y sembrar la semilla del Evangelio aunque sea adverso nuestro mundo

Hechos 20, 28-38; Sal 67; Juan 17, 11b-19
Si quieres destruir algo que con esfuerzo y con la colaboración de todos se está intentando construir siembra discordia y división y si esa semilla llegar a prender en el corazón de alguien pronto lo verás todo destruido como sería quizá tu deseo. Las envidias entre los que intentan caminar juntos serán algo que entorpecerá el paso de esos ilusionados caminantes; la discordia y la desconfianza destruye las más hermosas amistades; las semillas de desunión nacidas quizá del orgullo o del amor propio de alguno de los miembros pronto destruirá ese grupo que con tanto esfuerzo queremos crear para alcanzas unos objetivos determinados y muy ansiados.
Esas desavenencias, discordias, recelos, desconfianzas, envidias, orgullos heridos aparecen con demasiada frecuencia en nuestro caminar en la vida y son tremendamente destructivas impidiendo alcanzar las metas tan soñadas y deseadas. Y eso aparece con facilidad en cualquier grupo humano porque a pesar de nuestra buena voluntad nos corroe por dentro el egoísmo destructivo. Y eso podía y puede aparecer en nuestros grupos cristianos, en los grupos de los que queremos seguir a Jesús.
Hoy escuchamos en el evangelio al Sacerdote y al Pontífice en su oración sacerdotal pidiendo la unidad de todos los que le siguen. Es importante la comunión entre todos los que seguimos a Jesús con un mismo amor. Es importante esa unidad y a Jesús que sabe de nuestras inconstancia y de nuestras debilidades le preocupa que se nos pueda meter en nuestros corazones ese gusanillo que todo lo destruye. Y es que además esa unidad y comunión entre todos los que seguimos a Jesús además de ser nuestro distintivo como distintivo es nuestro amor, será precisamente lo que hará más creíble ese mensaje del Reino que queremos trasmitir.
‘Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba, y ninguno se perdió, sino el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura’. A lo largo de esta oración sacerdotal en varios momentos Jesús insistirá en esa necesaria unidad entre todos los que creen en su nombre.
Sabe Jesús que nos veremos asediados por todas partes porque en el mundo en que vivimos no siempre se entenderá el mensaje de Jesús. Será de los extraños, de los que nunca han oído hablar del nombre de Jesús o no creen en El, pero será también muchas veces dentro del mismo grupo donde surgirán esas discordias y se pueda romper esa necesaria unidad.
Aunque vivamos en un mundo adverso sin embargo Jesús no quiere arrancarnos de ese mundo sino que pide al Padre que nos mantenga en esa unidad y en esa firmeza de nuestra fe. ‘Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad; tu palabra es verdad’. 
Y es que precisamente en medio de ese mundo es donde tenemos que proclamar el mensaje. ¿Cómo podremos anunciarlo si estamos alejados de él? Es en ese mundo donde hemos de plantar la semilla, donde tenemos que sembrar el evangelio, donde tenemos que hacer el anuncio del nombre de Jesús como nuestro salvador, aun que no nos entiendan ni acepten, pero  no podemos dejar de anunciar. Lo podremos hacer con la fuerza del Espíritu Santo prometido. Estamos en vísperas de Pentecostés, con cuánta fuerza hemos de pedir que se derrame su Espíritu sobre nosotros. No rompamos nuestra unidad y comunión en el amor.

martes, 4 de junio de 2019

Con Jesús aprendemos a que toda nuestra vida sea siempre para la gloria del Señor y nosotros seamos glorificados en El


Con Jesús aprendemos a que toda nuestra vida sea siempre para la gloria del Señor y nosotros seamos glorificados en El

Hechos 20, 17-27; Sal 67; Juan 17, 1-11a
Siente uno admiración cuando se encuentra con una persona cuando se encuentra ya casi en el final de sus días – al menos son ya muchos los años que tiene y en los que ha desarrollado quizá una intensa vida – es capaz de hacer como una pausa y una recopilación, por llamarlo de alguna manera, de lo que ha sido el recorrido de su vida, pero resaltando quizá lo que han sido los valores que han marcado su vida, el sentido que le ha dado a lo que ha hecho y con espíritu de fe profundo hace como una ofrenda de lo que ha sido su vida para presentarla ante de Dios. De alguna manera sentimos la ‘magua’ como decimos en mi tierra de nosotros no poder hacer una cosa semejante con nuestra propia vida.
No es querer dejar la hoja de servicios, nuestra hoja de vida bien completada para facilitar quizás que alguien pueda cantar nuestras alabanzas por lo que hemos hecho – echaríamos a perder lo bueno que hayamos podido realizar si con esas intenciones lo hiciéramos-, sino más bien ver qué es lo que llevamos en nuestras manos para presentarnos ante Dios, pero para alabarle y glorificarle por esa presencia de Dios que hemos sentido en nuestras vida y al mismo agradecer la misericordia que ha tenido con nosotros para borrar esas sombras – tantas que hay – en nuestra hoja de vida porque así de grande es el amor que se ha ido derramando en nuestra vida.
Hoy nos encontramos en el evangelio esa ofrenda de Jesús en lo que solemos llamar su oración sacerdotal. Al final de la cena cuando ya el Pontífice está dispuesto a subir al altar de la redención escuchamos esa hermosa oración de Jesús. Es ahora la hora de la ofrenda y del sacrificio, es la hora del amor extremo, sin límites, como nadie ha amado como solo en Jesús podemos encontrar en toda su plenitud. Siente la gloria de Dios en su vida y quiere glorificar al Señor. Y su gloria está en la ofrenda que va a realizar.
Entendemos como esa glorificación de la que habla Jesús es su propia muerte, porque será cuando sea levantado hasta lo alto del madero cuando atraerá a todos junto a si; será el momento de la glorificación, porque todo en su vida es obediencia al Padre – no se haga mi voluntad sino la tuya exclamará en Getsemaní cuando siente la amargura del cáliz de la pasión que ha de beber – porque su alimento ha sido siempre hacer la voluntad del Padre.
Ahora reconoce que ha hecho cuanto el Padre le ha encargado y por eso va a rogar y con gran intensidad por los que el Padre les confió y aquí quedan para seguir haciendo la obra de Jesús. Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le confiaste…’ Tantas veces había dicho que aun no era su hora, pero ahora dice que ‘ha llegado su Hora’, como recordaba el evangelista al principio de la cena pascual  que había llegado ‘la hora de pasar de este mundo al Padre’.
En un breve comentario como son las líneas de esta semilla de cada día no podemos llegar a comentar con todo detalle todas las palabras de Jesús. Seguiremos en los próximos días en que la liturgia nos irá ofreciendo la totalidad de la oración sacerdotal de Jesús y tendremos oportunidad de destacar otros aspectos. Sea una semilla que dejamos sembrada en nuestro corazón.
Valga este breve comentario para que sintamos también en nuestro interior ese deseo de tomar en nuestras manos lo que es y ha sido nuestra vida hasta este momento para hacer esa ofrenda de glorificación a nuestro Padre del cielo. Bien recordamos aquella consigna de san Ignacio de que todo sea siempre para la gloria de Dios. Así seremos en verdad glorificados en El.

lunes, 3 de junio de 2019

Pidamos la fortaleza del Espíritu para que nos mantengamos firmes en nuestro camino y no desfallezcamos, no nos desinflemos ni nos enfriemos de ninguna manera


Pidamos la fortaleza del Espíritu para que nos mantengamos firmes en nuestro camino y no desfallezcamos, no nos desinflemos ni nos enfriemos de ninguna manera

Hechos 19,1-8; Sal 67; Juan 16,29-33
Ojalá en la vida siempre supiéramos mantener una línea estable en nuestros sentimientos, nuestras actitudes hacia los demás, en ese querer superarnos cada día en un deseo de crecimiento interior, pero también en un ir mejorando cada vez más nuestras mutuas relaciones y nuestro compromiso en medio de la sociedad y el mundo.
Pero bien nos conocemos y sabemos de nuestros altos y bajos, de nuestra inconstancia, de cómo en momentos nos sentimos enfervorizados por algo que hemos descubierto, una amistad nueva encontrada en la que parece que hay una buena sintonía, pero que vemos como pronto nos desinflamos ante la menor cosa que aparezca que nos pueda llenar de dudas, que nos produzca cansancio en esa lucha de superación, o por los contratiempos que nos da la vida.
Ahí están nuestros compromisos que se desinflan y lo que nos habíamos tomado con mucho interés y a lo que dedicábamos mucha energía, pronto fácilmente nos enfriamos o los dejamos de lado. Ahí están esas amistades que nos aparecen que en principio vivimos con gran entusiasmo, pero que pronto nos vamos alejando y hasta podemos llegar al desinterés y el olvido; hoy con las redes sociales que nos hacen entrar en comunicación fácil con gentes de todas partes es algo que suele suceder, al principio parece que hemos encontrado al amigo que va a ser único en la vida y enseguida prometemos poco menos que amistad eterna, y pasan los días, las semanas, los meses y los vamos dejando en el olvido. Hay que ser cautos cuando andamos en medio de estas redes, que fácilmente nos pueden enredar.
Son hechos y experiencias que vamos teniendo en la vida y podríamos señalar muchas más cosas. Me surgen estas consideraciones viendo lo que nos dice hoy Jesús en el evangelio. Los discípulos, y en especial aquel pequeño grupo más cercano a Jesús, estaban realmente entusiasmados por Jesús. Le seguían por todas partes, escuchaban con interés sus palabras, se sentían amigos de Jesús, y Jesús así los llama, ‘sois mis amigos’, les dice. Pero van a llegar momentos difíciles.
Los textos que estamos comentando y que nos ofrece la liturgia de cada día, están haciendo referencia a la última cena de Jesús que fue el comienzo de su pasión y de su pascua. Y Jesús les habla claro. Quiere que no se llamen a engaño. Y Jesús que conoce bien la condición del hombre sabe lo que va a pasar. Y ahora se los anuncia con toda claridad aunque a ellos les cueste entender esas palabras de Jesús. Les dice Jesús: -¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre’.
Las palabras de Jesús pueden sonar a un mazazo fuerte. Pero Jesús les dice que les está comunicando todo esto para que  no pierdan la paz, para que no pierdan la confianza en El. Han de pasar ellos también por su noche oscura, que será en cierto modo su pascua, su aprender a morir para poder renacer a una vida nueva. Es lo que va a significar todo lo acontecido aquellos días. Vendrá luego el día de la resurrección del Señor y va a renacer en ellos la alegría y la esperanza; vendrá Pentecostés y se sentirán renovados totalmente en el Espíritu para sentirse con valentía a salir a anunciar el nombre de Jesús.
Estamos en esta semana que media entre la Ascensión de Jesús al cielo y Pentecostés con el cumplimiento de la promesa del Padre. Los discípulos se han quedado reunidos en el cenáculo, ahora ya no encerrados con miedo que ese velo se cayó con la resurrección sino en la espera del cumplimiento de la promesa de Jesús.
Nosotros también queremos entrar en ese cenáculo en la espera de la venida del Espíritu Santo. Será quien fortalezca nuestras vidas y nos hará crecer de verdad; será el Espíritu de paz que llenará nuestros corazones para mantenernos unidos, para mantenernos en ese camino de esperanza, en ese camino de renovación interior para que se acaben nuestros miedos y nuestra inconstancia.
Pidamos para nosotros esa fortaleza del Espíritu para que nos mantengamos firmes en nuestro camino y no desfallezcamos, no nos desinflemos, no nos enfriemos de ninguna manera.

domingo, 2 de junio de 2019

No nos quedamos extasiados mirando al cielo, ni encerrados en nuestros temores, ni tampoco adormecidos en nuestras primeras experiencias pascuales sino que con Jesús hacemos Ascensión


No nos quedamos extasiados mirando al cielo, ni encerrados en nuestros temores, ni tampoco adormecidos en nuestras primeras experiencias pascuales sino que con Jesús hacemos Ascensión

Hechos 1, 1-11; Sal 46; Efesios 1, 17-23; Lucas 24, 46-53
Cuarenta días después de la pascua celebramos en este domingo – hubiera correspondido el pasado jueves – la Ascensión del Señor al cielo. Como el texto sagrado nos hablaba de que durante cuarenta días Jesús se les aparecía resucitado a los discípulos hablándoles del Reino de Dios, la liturgia nos marca esos cuarenta días pascuales y nos señala esta fecha para llegar así a la culminación del tiempo pascual, la fiesta de la Ascensión del Señor.
Como más tarde explicará Pedro en el sermón de Pentecostés a Jesús, a quien habían crucificado Dios lo resucitó de entre los muertos constituyéndole Señor y Mesías. Es el centro de nuestra fe y viene a ser así la culminación de la obra de Jesús y su exaltación para contemplarlo sentado a la derecha del Padre desde donde ha de venir con gloria para juzgar a vivos y muertos como proclamamos en el Credo de nuestra fe.
Esa expresión ‘sentado a la derecha del Padre’ viene a expresarnos cómo contemplamos a Jesús con su mismo poder y gloria. El que se había rebajado y humillado hasta la muerte en la Cruz Dios lo exaltó dándole el nombre sobre todo nombre para recibir el mismo poder y gloria. Por eso a El todo poder y gloria y con El y por El todo honor y gloria a Dios Padre por los siglos de los siglos como proclamamos también en el momento cumbre de la Eucaristía en la doxología final de la plegaria eucarística.
Contemplamos gozosos la Ascensión de Jesucristo al cielo y celebramos hoy una de las fiestas más entrañables del calendario litúrgico tan lleno de signos en sus perfumes, en sus flores olorosas y en el resplandor de una luz especial como la piedad popular ha sabido adornar esta fiesta de la Ascensión. Muchas cosas hermosas se han hoy en nuestras parroquias.
Nos quedamos absortos, es cierto, mirando al cielo viéndole irse, pero como nos enseñaban aquellos Ángeles del Señor no queremos quedarnos solo mirando al cielo sino que por el suelo de esta tierra tenemos que seguir caminando con la esperanza, primero, de la vuelta gloriosa de nuestro Señor Jesucristo como le hemos visto irse, pero también con la esperanza de que un día nosotros también seremos llevados a participar de esa gloria porque El ha ido para prepararnos sitio y llevarnos también con El.
Pero también nosotros tenemos que hacer ascensión. Aun nos quedan los miedos de los discípulos encerrados en el cenáculo de los que tenemos que irnos desprendiendo que para eso hemos de sentir la presencia de Cristo resucitado que viene a nuestro encuentro, que camina a nuestro lado, que nos hace arder el corazón cuando desde lo más hondo de nosotros mismos le escuchamos, y quitándonos todo temor nos llena de su paz. Tenemos que saber levantarnos y no seguir arrastrándonos porque mientras nos llega el momento de esa ascensión definitiva para nuestra vida una misión tenemos que realizar.
Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo’. Tenemos que ser testigos y no dejarnos agarrotar por esos miedos que aun anidan en nuestro corazón. ‘En su nombre hemos de predicar la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos’, como nos encarga Jesús. Esa buena nueva del evangelio no podemos quedárnosla para nosotros solos sino que tenemos que anunciarla en todas partes del mundo.
Tenemos que levantarnos y ponernos en camino. No nos quedamos extasiados mirando al cielo, ni nos encerramos en nuestros miedos y temores, ni nos quedamos tampoco adormecidos gozándonos en lo que fueran nuestras primeras experiencias pascuales. Comenzaremos por la Jerusalén de los que están a nuestro lado, donde quizá muchas veces nos pueda resultar más difícil hacer ese anuncio sobre todo cuando tantos quizá están de vuelta y desconfiados del mensaje que la Iglesia les pueda trasmitir; pero tenemos que ir hasta los confines del mundo, ese mundo de los lejanos, pero ese mundo de las periferias que quizá geográficamente no está tan lejano, pero que anímicamente se ha creado barreras que muchas veces nos pueden parecer infranqueables.
La tarea no es fácil porque nosotros mismos también nos hemos metido en nuestros abismos de los que tanto nos cuesta salir. La tarea no es fácil porque todo lo que significa ascender siempre nos exige esfuerzo y nos resulta costoso. Pero con Jesús a nuestro lado podemos realizarlo, con la fuerza de su Espíritu podemos hacer ese anuncio y por su gracia todopoderosa podremos realizar el camino.
Es la Ascensión del Señor. Es también la esperanza de nuestra ascensión. Es la contemplación de la gloria del Señor, pero es también la esperanza gozosa de que un día también nosotros podamos gozar de esa gloria del Señor.