No nos quedamos extasiados mirando al cielo, ni encerrados en
nuestros temores, ni tampoco adormecidos en nuestras primeras experiencias
pascuales sino que con Jesús hacemos Ascensión
Hechos 1, 1-11; Sal 46; Efesios 1, 17-23;
Lucas 24, 46-53
Cuarenta días después
de la pascua celebramos en este domingo – hubiera correspondido el pasado
jueves – la Ascensión del Señor al cielo. Como el texto sagrado nos hablaba de
que durante cuarenta días Jesús se les aparecía resucitado a los discípulos hablándoles
del Reino de Dios, la liturgia nos marca esos cuarenta días pascuales y nos señala
esta fecha para llegar así a la culminación del tiempo pascual, la fiesta de la
Ascensión del Señor.
Como más tarde explicará Pedro en el
sermón de Pentecostés a Jesús, a quien habían crucificado Dios lo resucitó
de entre los muertos constituyéndole Señor y Mesías. Es el centro de
nuestra fe y viene a ser así la culminación de la obra de Jesús y su exaltación
para contemplarlo sentado a la derecha del Padre desde donde ha de venir con
gloria para juzgar a vivos y muertos como proclamamos en el Credo de
nuestra fe.
Esa expresión ‘sentado a la derecha
del Padre’ viene a expresarnos cómo contemplamos a Jesús con su mismo poder
y gloria. El que se había rebajado y humillado hasta la muerte en la Cruz Dios
lo exaltó dándole el nombre sobre todo nombre para recibir el mismo poder y
gloria. Por eso a El todo poder y gloria y con El y por El todo honor y
gloria a Dios Padre por los siglos de los siglos como proclamamos también
en el momento cumbre de la Eucaristía en la doxología final de la plegaria
eucarística.
Contemplamos gozosos la Ascensión de
Jesucristo al cielo y celebramos hoy una de las fiestas más entrañables del
calendario litúrgico tan lleno de signos en sus perfumes, en sus flores
olorosas y en el resplandor de una luz especial como la piedad popular ha
sabido adornar esta fiesta de la Ascensión. Muchas cosas hermosas se han hoy en
nuestras parroquias.
Nos quedamos absortos, es cierto,
mirando al cielo viéndole irse, pero como nos enseñaban aquellos Ángeles del
Señor no queremos quedarnos solo mirando al cielo sino que por el suelo de esta
tierra tenemos que seguir caminando con la esperanza, primero, de la vuelta
gloriosa de nuestro Señor Jesucristo como le hemos visto irse, pero también con
la esperanza de que un día nosotros también seremos llevados a participar de
esa gloria porque El ha ido para prepararnos sitio y llevarnos también con El.
Pero también nosotros tenemos que hacer
ascensión. Aun nos quedan los miedos de los discípulos encerrados en el
cenáculo de los que tenemos que irnos desprendiendo que para eso hemos de
sentir la presencia de Cristo resucitado que viene a nuestro encuentro, que
camina a nuestro lado, que nos hace arder el corazón cuando desde lo más hondo
de nosotros mismos le escuchamos, y quitándonos todo temor nos llena de su paz.
Tenemos que saber levantarnos y no seguir arrastrándonos porque mientras nos
llega el momento de esa ascensión definitiva para nuestra vida una misión
tenemos que realizar.
‘Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis
fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta
los confines del mundo’. Tenemos que ser testigos y no dejarnos
agarrotar por esos miedos que aun anidan en nuestro corazón. ‘En su nombre
hemos de predicar la conversión y el perdón de los pecados a todos los
pueblos’, como nos encarga Jesús. Esa buena nueva del evangelio no podemos quedárnosla
para nosotros solos sino que tenemos que anunciarla en todas partes del mundo.
Tenemos
que levantarnos y ponernos en camino. No nos quedamos extasiados mirando al
cielo, ni nos encerramos en nuestros miedos y temores, ni nos quedamos tampoco
adormecidos gozándonos en lo que fueran nuestras primeras experiencias
pascuales. Comenzaremos por la Jerusalén de los que están a nuestro lado, donde
quizá muchas veces nos pueda resultar más difícil hacer ese anuncio sobre todo
cuando tantos quizá están de vuelta y desconfiados del mensaje que la Iglesia
les pueda trasmitir; pero tenemos que ir hasta los confines del mundo, ese
mundo de los lejanos, pero ese mundo de las periferias que quizá
geográficamente no está tan lejano, pero que anímicamente se ha creado barreras
que muchas veces nos pueden parecer infranqueables.
La tarea
no es fácil porque nosotros mismos también nos hemos metido en nuestros abismos
de los que tanto nos cuesta salir. La tarea no es fácil porque todo lo que
significa ascender siempre nos exige esfuerzo y nos resulta costoso. Pero con
Jesús a nuestro lado podemos realizarlo, con la fuerza de su Espíritu podemos
hacer ese anuncio y por su gracia todopoderosa podremos realizar el camino.
Es la
Ascensión del Señor. Es también la esperanza de nuestra ascensión. Es la
contemplación de la gloria del Señor, pero es también la esperanza gozosa de
que un día también nosotros podamos gozar de esa gloria del Señor.
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