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sábado, 3 de enero de 2009

¡Bendito sea el Nombre de Jesús!

¡Bendito sea el nombre de Jesús!

1Jn. 2, 29-3, 6

Sal.97

Jn. 1, 20-34

‘Al cumplirse los ocho días de su nacimiento tocaba circuncidar al Niño y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su Concepción’. Así escuchábamos hace un par de días en el evangelio. ‘Le pusieron por nombre Jesús…’ Hoy la liturgia nos invita a hacer memoria del Santísimo Nombre de Jesús.

El ángel le había dicho a María: ‘y le pondrás por nombre Jesús’. De la misma manera le había dicho a José: ‘y tú le pondrás por nombre Jesús porque El salvará a su pueblo de los pecados’. Jesús, Dios salva. Jesús, que nos salvará de nuestros pecados.

‘Bajo el cielo no hay otro nombre que nos pueda dar la salvación’, respondería Pedro ante el Sanedrín cuando le preguntaban por la razón de la curación del paralítico de la puerta Hermosa del templo. Y san pablo proclamaría ‘ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo y en la tierra y toda lengua proclame Jesús, el Cristo, es el Señor’. Invocar el nombre de Jesús es invocar a Jesús y su salvación. Es proclamar que El es el Señor. En este día, en medio de las celebraciones de la Navidad, celebramos su santo nombre, aprendemos a invocarlo.

En el evangelio proclamado en este día vemos cómo llama a Jesús el Bautista. ‘Al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclama: Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo…’ Lo llama Cordero de Dios en referencia clara al sacrificio de Cristo que recordaba al Cordero de la Pascua. Pero éste sí que es el Cordero cuyo sacrificio nos perdona los pecados. Ya no es sólo el recuerdo o la celebración, sino que es la salvación mismo. Quitarnos los pecados es salvarnos. En plena consonancia con el nombre de Jesús, en cuyo nombre somos salvados.

Pero siguiendo con el texto del evangelio vemos que a continuación Juan nos dirá que Jesús es el que está lleno, inundado del Espíritu de Dios. No nos cuenta este evangelista el hecho mismo del bautismo de Jesús, pero sí hace clara referencia a él en este texto. ‘He contemplado al Espíritu que bajaba sobre El como una paloma, y se posó sobre El’. Con ellos nos está describiendo la teofanía posterior al Bautismo de Jesús. Porque allí se nos cuenta que se oyó la voz del cielo que señalaba a Jesús como el Hijo de Dios. Y ahora el Bautista nos cuenta: ‘y yo lo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios’.

Con lo que tenemos que lo llama el Cordero de Dios que es Jesús que nos salva, que quita el pecado del mundo; pero es también el que está lleno del Espíritu Santo y es el Hijo de Dios. Pero lleno del Espíritu Santo nos bautizará a nosotros en el Espíritu. ‘El que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre El, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo’. Juan bautizaba con agua porque esa era la señal de la conversión y de la penitencia, pero aquel bautismo no salvaba, no perdonaba los pecados. Es Cristo con su Sangre derramada el que nos bautiza con el Espíritu y con el que alcanzaremos el perdón de los pecados. ‘Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados’, proclamamos en el Credo de nuestra fe.

Bautizados en el Espíritu para el perdón y para la vida nueva. Es lo que nos dice san Juan en su carta. Se nos da una vida nueva que nos hace hijos de Dios. ‘Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!’ Llenos del Espíritu somos hijos de Dios; llenos del Espíritu podremos llegar a tener la visión de Dios. ‘Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es’. ¡Qué maravilla y qué grandeza!

Invoquemos el nombre de Jesús que nos salva. Que esté siempre presente en nuestros labios para invocarle y para alabarle. Que en su nombre le invoquemos y con su mediación roguemos al Señor porque sabemos que ‘cuanto pidamos en su nombre El nos lo concederá’. Tengámoslo en nuestros labios y en nuestro corazón, para que así seamos salvos, para que así nos veamos libres del enemigo y salgamos siempre vencedores en la tentación.

¡Bendito sea el nombre del Señor!

viernes, 2 de enero de 2009

Querían conocer al Mesías... queremos conocer a Dios

1Jn. 2, 22-28

Sal.97

Jn. 1, 19-28

Querían saber si Juan era el Mesías. Había venido una embajada de sacerdotes y levitas desde Jerusalén. Querían conocer al Mesías. Y como Juan estaba predicando allá en el desierto, bautizando a la gente para que se convirtiera y vivía un estilo de vida bien austero, podrían darse en él las señales del Mesías prometido. Era el ansia del corazón de todo buen Judío. Su esperanza.

Juan también había querido saber y conocer. Más tarde, estando ya preso en la cárcel, enviaría a sus discípulos a preguntar a Jesús. ‘¿Eres tú que había de venir o hemos de esperar a otro?’ Eran las preguntas de Juan o eran las preguntas de sus discípulos ante la obra de Jesús, sus predicación, sus milagros.

Un día también en Jerusalén unos gentiles se habían acercado a Felipe y a Andrés para pedirles. ‘Queremos conocer a Jesús’. Y ellos se los habían llevado a Jesús.

Este texto hoy proclamado lo hemos escuchado y reflexionado no hace mucho en el tiempo del Adviento. Pero sigue manifestando una inquietud del corazón de todo hombre. Querer conocer a Dios. Aunque algunas veces tratemos de acallarlo. Pero hay unos deseos de plenitud en el corazón y eso lleva a una búsqueda de Dios. Tenemos que buscar a Dios, querer conocerlo.

‘En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas; ahora, en esta etapa final, nos ha hablado con el Hijo’. Así aclamábamos con el aleluya y tomando un texto de la carta a los Hebreos. De mucha maneras nos habla el Señor, se hace presente el Señor; viene ahora en Cristo Jesús.

El Bautista, después de decirles que él sólo era la voz que grita en el desierto para preparar el camino del Señor, les había dicho: ‘En medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, pero que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia’. Mañana seguiremos escuchando la Palabra de Juan y aún nos dirá más. Viene detrás de Juan, porque Juan es el precursor; incluso cronológicamente nació seis meses antes. Pero existía antes que él, lo que nos está diciendo de la eternidad de Dios y de su inmensidad que está en Jesús. Nos está ayudando a descubrir, a conocer todo el misterio de Jesús, el Hijo de Dios.

En medio de nosotros, a nuestro lado, caminando nuestro mundo camino, dentro de nosotros. Ahí está el Señor. No lo conocemos, pero tenemos que buscarlo y descubrirlo. Esas ansias de Dios que El quiere colmar. Esa plenitud que en Cristo podemos alcanzar. Escuchémosle en su Palabra. Escuchémosle allá en lo más hondo de nuestro corazón.

En estos días de Navidad lo estamos contemplando en ese Niño nacido en Belén. No nos quedamos en un niño porque bien sabemos quién es. Es Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, el Emmanuel, el Salvador. Es la Palabra viva de Dios que nos habla, que nos revela a Dios, que nos llena e inunda de Dios.

El quiere estar con nosotros. Estar tanto en nuestra vida que se nos mete en nuestra vida para que nosotros nos metamos en su vida. Tanto quiere meterse en nuestra vida que nos la da para que nosotros podamos ser también hijos, hijos de Dios.

Démosle gracias y dejémonos penetrar por su vida, inundar por su vida. Que así le conozcamos que nos hagamos una cosa con El.

jueves, 1 de enero de 2009

Hoy venimos a felicitar a Maria

Num. 6, 22-27; Sal. 66; Gal. 4, 4-7; Lc. 2, 16-21


Hoy venimos a felicitar a la Madre, a María. La costumbre es que cuando nace un niño los vecinos, amigos y familiares se acerquen a la casa de la madre para felicitarla, para felicitar a los padres. Hemos estado tan entusiasmados estos días con el nacimiento de Jesús que pudiera habérsenos pasado por alto este detalle. Por eso hoy la liturgia nos invita a felicitar a María. Y ya hemos de tener cuidado que otras celebraciones y otras fiestas, como la entrada del año, nos lo hagan olvidar también.

Hoy, la octava de la Navidad de Jesús, celebramos el día de María, la Madre de Dios. Es la fiesta grande de María en la mayor de sus prerrogativas y de su grandeza, ser la Madre de Dios. Celebramos y recordamos la circuncisión del Señor a los ocho días, como nos dirá el evangelio, y rezaremos por la paz en este año que comienza. Pero fijémonos que el evangelio nos dice que tras el anuncio del ángel ‘los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al Niño acostado en el pesebre’.

Encontraron a María. María que está junto a Jesús, como siempre una madre sabe estarlo junto a su hijo. Y, sin dejar de adorar al Niño que sabemos bien que es Emmanuel, Dios con nosotros, queremos acercarnos a María de manera especial. Queremos ofrecerle nuestro amor de hijos, porque ella al ser la Madre de Jesús se convirtió también en nuestra madre, y queremos contemplarla en su dicha y en su felicidad.

¿Cómo la contemplamos? Atenta y solícita como está siempre una madre y no podía ser menos en un corazón inundado por el amor, pero al mismo tiempo la vemos contemplativa, absorta en todo aquel misterio que ante ella y en ella se está realizando, porque como nos dice el evangelista ‘María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón’. Contempla y medita para reconocer la obra de Dios, las maravillas que hace el Señor. Contempla y medita y de su corazón está saliendo el mejor cántico de alabanza y de acción de gracias a Dios, porque ahí en medio de nosotros está ya el que es nuestra salvación, nuestro Salvador.

Ella había anunciado inspirada por el Espíritu que la felicitarían todas las generaciones porque el Señor ha hecho obras grandes en ella, y por eso nosotros queremos también, al tiempo que la felicitamos a ella porque Dios la hizo grande, cantar a Dios por todas esas maravillas que en ella realizó gracias a su fe, a su generosidad, su pobreza y su desprendimiento, a la disponibilidad de su corazón. Y con María al mismo tiempo nos felicitamos por tenerla como Madre.

Hoy es un día también en que todos nos felicitamos en el año nuevo que comienza. Es otro aspecto que hemos de tener en cuenta, porque no somos ajenos al devenir de la historia. Felicitaciones de todo tipo, gestos de alegría y de amistad, buenos deseos y buenos propósitos son como efusiones que hoy se prodigan entre todos. Es normal que en ocasiones como ésta echemos una mirada al pasado en el año que termina, pero también que intentemos mirar con esperanza el futuro que se nos avecina.

Que los nubarrones de las tormentas que puedan aparecer en el horizonte de nuestra vida no oscurezcan ni nuestra ilusión ni nuestra esperanza. Por eso como creyentes tenemos que mirar al que en verdad está en el centro de la historia y es la única fuerza que no nos falla en nuestro caminar. Como creyentes dirigimos nuestra mirada y nuestra súplica al Señor para que, como decía la bendición de Aarón que escuchamos en la primera lectura ‘ilumine su rostro sobre nosotros, se fije en nosotros y en nuestra historia y nos conceda su favor y su paz’.

Nos deseamos unos a otros paz y felicidad – es el mejor deseo que tenemos los unos para con los otros en estos días -, pedimos al Señor que vuelva su rostro sobre nosotros para que nos conceda la paz que es un don de Dios y un fruto del Espíritu, pero al mismo tiempo tenemos que pensar que tiene que ser un compromiso de nuestra vida. Es un compromiso que nace de nuestra condición de creyentes en Jesús que tenemos que inundar nuestro mundo de amor, y en consecuencia tenemos que convertirnos en sembradores de paz.

En estos momentos de nuestra historia nos duele que sigan existiendo en cuentos mundo guerras, terrorismo y violencias, judíos y palestinos, distintos lugares de Africa, la guerras inacabadas de Afganistán e Irak, el terrorismo de las guerrillas que azota muchos países latinoamericanos, o el terrorismo que sigue brotando también en diversos lugares de España; pero son también las violencias de todo tipo en nuestras calles o en las familias. No podemos insensibilizarnos porque sean noticias que cada día se repiten, sino que tienen que dolernos allá en lo más profundo del alma.

El mensaje del Papa para este año nuevo con motivo de la Jornada de la paz, nos hace reflexionar sobre otra causa de la falta de paz, que es la pobreza. ‘Conbatir la pobreza y construir la paz’, es el lema de esta jornada. Un campo y una tarea en la que ha de empeñarse toda la sociedad, porque como nos dice el Papa es posible erradicar la pobreza del mundo como condición indispensable para la paz, desde la justicia y desde la solidaridad, porque es injusto un mundo de pobreza y porque es necesario una solidaridad global entre los pueblos y las personas.

Es una oración que elevamos al Señor y es un compromiso que tenemos que poner por nuestra parte cada uno de nosotros. Para hacer que nuestro mundo sea mejor, sabemos el camino que hemos de recorrer, camino de justicia, pero camino de amor y de solidaridad.

Pidámosle a María, la Madre de Dios como la estamos proclamando y celebrando hoy, pero la Reina de la Paz, que interceda por nosotros, que vuelva su mirada amorosa de Madre sobre tantos que sufren como consecuencia de esa falta de paz, o de esa pobreza que destruye sus vidas, y nos conceda del Señor la gracia de mover y transformar nuestros corazones, los de todos, para que todos pongamos ese empeño por lograr esa paz. Paz que comience en lo hondo de nuestro corazón, paz que vivamos en el seno de nuestras familias y de aquellos con los que más convivimos, paz que se vaya extendiendo por toda nuestra sociedad.


miércoles, 31 de diciembre de 2008

De su plenitud hemos recibido gracia tras gracia

De su plenitud hemos recibido gracia tras gracia

lJn.2, 18-21

Sal. 95

Jn. 1, 1-18

‘De su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia, porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo’.

Es el inicio o prólogo del Evangelio de san Juan, que volveremos aún a escucharlo en este tiempo de Navidad el próximo domingo. Es una presentación de Jesús y del evangelio podríamos decir en un lenguaje teológico. Nos habla de la Palabra, la Vida, la Luz, la Gracia. Es don de Dios que nos llena de plenitud, de vida, de luz, de gracia. Así son los regalos de Dios. Y ese gran regalo – gracia – es Jesucristo, revelación y Palabra de Dios.

Porque en Jesucristo llegaremos a la plenitud de Dios, a la plenitud de su conocimiento y a la plenitud de su vida. ‘Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien quiere revelárselo’, escuchamos en otro lugar del Evangelio. Hoy nos dice: ‘A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha contado’. Es Jesús el que nos revela plenamente a Dios. Por eso lo llamamos Palabra, Verbo de Dios. Es Dios que se nos revela, que nos habla. Por eso es Emmanuel, Dios con nosotros.

Pero ¿queremos escuchar su Palabra? ¿Qué preferimos, la tiniebla o la luz? ¿la muerte o la vida? Podrían parecer preguntas que sobran, pero miremos la realidad de la vida, de lo que hemos hecho y hacemos. ¡Cuántas veces rehuimos escuchar su Palabra! ¡Cuántas veces nos dejamos arrastrar al pecado y a la muerte dejándonos seducir por la tentación! ‘En la palabra había vida y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, pero la tiniebla no la recibió’, nos dice hoy el evangelista. Y terminará diciéndonos ‘vino a su casa y los suyos no lo recibieron’.

Cristo quiere regalarnos esa luz, su luz. Lo vemos repetidamente en el evangelio cuando nos habla y nos enseña, cuando como un signo cura a los ciegos y les devuelve la vista, cuando se acerca a nosotros y quiere levantarnos de la postración de nuestro pecado. Como a Lázaro también a nosotros quiere arrancarnos de las garras de la muerte y del sepulcro.

Cristo nos regala su vida – gracia divina, la llamamos – para hacernos hijos, para llevarnos a la plenitud. Acojamos esa vida, esa luz. Acojamos a Cristo y dejémonos inundar por su plenitud.

martes, 30 de diciembre de 2008

También en el silencio de nuestra vida damos gloria a Dios

1Jn. 2, 12-17

Sal. 95

Lc. 2, 36-40

Algunas veces pensamos que poca cosa podemos nosotros hacer porque quizá sentimos que para hacer algo por los demás hay que estar más preparados que lo que nosotros estamos, o porque no nos valoramos lo suficiente, o por nuestra edad, nuestra situación o nuestras limitaciones nos sentimos más incapaces. Vivimos una vida anónima preocupados sólo por nuestras ocupaciones o las cosas más inmediatas y creemos que son otros los que pueden sentir esa llamada a hacer por los demás.

Hoy en el evangelio se nos está diciendo que eso no es así. Se nos está presentando la figura de una mujer, anciana de muchos años, pero en la que vemos una preocupación, un interés y una acción por el reino de Dios. Este evangelio es continuación del que proclamábamos ayer y se nos habla hoy de ‘una profetisa - así la llama el evangelista – hija de Manuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casa, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones…’

Una mujer mayor, que dadas sus circunstancias podía vivir su vida en el silencio y soledad de su casa, sin embargo la vemos sirviendo a Dios en el templo, con ayunos y oraciones. Es más, al llegar al templo y contemplar la escena del anciano Simeón con el Niño en brazos y los cánticos y alabanzas que el anciano profería, ella se une a la alabanza porque allá en su corazón también descubre el misterio de Dios ‘y daba gracias a Dios y hablaba del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén’. La vemos, pues, haciendo apostolado – el primer apóstol de Jesús, la primera catequista -, anunciando ya el nombre de Jesús, trasmitiendo a los demás lo que era su fe para que todos igualmente pudieran alabar al Señor que se hacía presente en medio de ellos.

¿Qué nos enseña? Todos, allá donde estemos, vivamos la condición de vida que vivamos también podemos hacer muchas cosas. Podemos servir a Dios, cantar la gloria del Señor con nuestra oración, con las actitudes que vivamos en nuestra vida, pero también con nuestras palabras, porque todos tenemos oportunidad de hablar de Dios, del Evangelio, de Jesús a los demás de una forma u otra.

¿Qué somos mayores, que sólo estamos en casa, que vivimos rodeados de un circulo muy corto de personas, que vivimos una vida anónima y sólo ocupados de nuestras cosas…? Todos tenemos un valor, unas posibilidades. Todos podemos hacer algo incluso desde el silencio quizá de una enfermedad o invalidez. Nuestra vida es útil aunque estemos discapacitados para algunas cosas. Está el ofrecimiento que podamos hacer de nuestra vida, están nuestras oraciones, pero está esa palabra buena que podemos decir a alguien, ese consejo u orientación en un momento determinado, ese recuerdo de la trascendencia de nuestra vida. Muchas cosas podemos hacer. Mucho es el valor que tiene nuestra vida.

Precisamente hoy termina el evangelio hablándonos de la vida oculta de Jesús. ‘…volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría, y la gracia de Dios lo acompañaba’. En etas pocas palabras se resumen muchos años de la vida de Jesús. Su niñez, su juventud hasta que en la vida adulta salió por los caminos y pueblos de Galilea y Palestina anunciando el Reino de Dios.

Años de silencio, en su formación, en su crecimiento y maduración, pronto en los trabajos de ayuda a José en sus tareas, ocupándose quizá del hogar más tarde con María, su madre. Años importantes y años que fueron también de redención y de salvación para la humanidad. Aunque no sepamos nada de ellos. Pero allí estaba Dios hecho hombre enseñándonos cómo vivir cada día de nuestra vida y todo lo que hagamos tiene su valor.

Todos podemos contribuir con nuestra vida, con nuestras obras y con nuestros silencios, allí donde estemos al crecimiento del Reino de Dios.

lunes, 29 de diciembre de 2008

También nosotros como Simeón tomemos en brazos a Jesús

1Jn. 2, 3-11

Sal.95

Lc. 2, 22-35

¡Qué gozo y alegría grande sintió el anciano Simeón aquel día en el templo! Era ‘un hombre honrado y piadoso’.Tenía una esperanza grande en la proximidad de la llegada del Mesías. Se recogen en él las mejores esperanzas del pueblo de Israel. ‘Aguardaba el consuelo de Israel’. Pera él era un a certeza porque allá en lo hondo de su corazón había sentido la voz del Espíritu Santo que le decía ‘que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor’.

‘Impulsado por el Espíritu Santo fue al templo’ aquella mañana. Sus ojos estarían atentos buscando donde estaba la señal para descubrir quién era el enviado del Señor. Entre tantos padres que presentaban sus hijos al Señor, conforme a lo prescrito por la ley de Moisés para los primogénitos descubrió a María y a José con el Niño. Allí estaban entre los pobres para hacer la ofrenda de los pobres –‘un par de tórtolas o dos pichones’ -. ‘Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres (para cumplir lo previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios’.

Ya podía morir en paz. Sus ojos habían visto al Salvador. La promesa del Señor ya estaba cumplida. Allí culminaban todas las esperanzas de Israel. Para muchos pasaría desapercibido, pero quien estaba lleno del Espíritu Santo como Simeón podía cantar al Señor: ‘Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador a quien has presentado a todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel’.

Nosotros quisiéramos también poder tomar en nuestros brazos a Jesús como lo hizo Simeón. Digamos que hay una sana envidia en nuestro corazón porque quisiéramos emular sus gestos. Pero hay una cosa que tenemos que decir. Eso y mucho más, con la fe, podemos hacer nosotros. Porque Simeón solamente lo tomó en sus brazos, pero nosotros por la fe lo podemos meter en nuestro corazón. Algo más profundo que podemos nosotros hacer. Cuando recibimos a Jesús en la Comunión eucarística, ¿qué es lo que estamos haciendo sino comiendo a Cristo mismo para que entre totalmente en nuestra vida? No es sólo en nuestros brazos, sino que es en nuestro corazón. Comemos a Cristo para hacernos una misma cosa con El, para llenarnos de su vida, para vivir su misma vida.

¡Cómo tendríamos también nosotros que cantar a Dios cada vez que le recibimos en la Eucaristía! Muchas veces nos preocupamos mucho de concentrarnos en nosotros mismos y recogernos en el silencio de nuestro corazón para sentir esa presencia eucarística del Señor en nosotros, y hacemos bien, pero no nos importe poneros a cantar con los demás alabando y bendiciendo al Señor, que es lo que hizo Simeón. Hemos de tener esos momentos de silencio e intimidad con el Señor pero hemos también de sabernos unir al canto de toda la Iglesia, de toda la Asamblea, de todos los que allí estamos reunidos sintiendo gozosamente esa presencia de Jesús en nuestro corazón.

Pero aún hay algo más. Unamos lo que hemos escuchado en este evangelio con lo escuchado también en la primera carta de Juan. Simeón lo proclama ‘luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel’. Y san Juan en su carta nos habla de luz y de tinieblas. Y nos dice que estaremos en la luz si amamos. ‘Quien ama a su hermano permanece en la luz…’ nos dice. Amar es llenarnos de luz. Amar es llenarnos de Cristo que es la luz de las naciones, la luz del mundo.

Cuando amamos al hermano, sea quien sea y cualquiera que sea el gesto de amor que con él tengamos, estamos amando a Cristo, estamos acogiendo a Cristo en nuestra vida, estamos haciendo algo más que tomar en brazos a Jesús. En ese gesto de amor, en esa acogida que hagas al otro, en esa sonrisa con que te acerques a él, en esa luz, ilusión y esperanza que despiertas en su corazón, en ese servicio que le prestas, en esa mano que pones sobre el hombro de su vida, en ese pan que compartes con cualquier hermano, estás amando a Jesús, estás haciéndoselo a Jesús. ‘Lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis’, nos dice El en el evangelio.

Estamos haciendo algo más que tomar en nuestros brazos a Jesús. Cantemos y bendigamos también nosotros al Señor.

domingo, 28 de diciembre de 2008

la familia una escuela de humanidad y transmisora de la fe

Gen. 15, 1-6; 21, 1-3

Sal. 104

Hebreos 11, 8.11-12.17-19

Lc. 2, 22-40

‘La familia es el lugar elegido por Jesucristo para aprender a ser hombre’. En medio de estas fiestas de la Navidad del Señor en este domingo se celebra la Fiesta de la Sagrada Familia. Porque ahí, en el seno de una familia, el hogar de Nazaret, quiso Dios encarnarse para hacerse hombre, nacer, crecer y lograr ese desarrollo humano que toda persona tiene que lograr. ‘Cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. Y el niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios lo acompañaba’.

Y lo celebramos porque la Sagrada Familia es modelo de nuestras familias y de nuestros hogares. Y lo celebramos porque bien que necesitamos de su luz en todo momento y en la hora en que vivimos donde tantas dificultades está encontrando en nuestra sociedad esa realidad de la familia.

La frase con la que he comenzado esta reflexión la he tomado del mensaje de nuestros Obispos para la celebración de esta Jornada. Frase hermosa que nos hace considerar la maravilla que es la familia. ‘Escuela de humanidad y trasmisora de la fe’, es el lema escogido para esta celebración. ‘La familia formadora de los valores humanos y cristianos’ tenemos también que reconocer. ‘La familia como camino que conduce al hombre a una vida en plenitud’.

El concilio Vaticano II en la Gaudium et spes nos enseñaba que ‘la familia es escuela del más rico humanismo’. Ese mundo hermoso de relaciones que se establecen fundamentadas en el amor entre los miembros de la familia, esposos entre sí, padres e hijos mutuamente, todos los miembros de la familia unos con otros es un hermoso caldo de cultivo de humanidad.

Es encuentro, es diálogo e intercambio, es saber caminar juntos, es respeto y es amor, es lugar para el reencuentro y la reconciliación, es el lugar para experimentar de la forma más hermosa la paz. Allí nos sentimos amados y respetados, valorados por lo que somos en sí mismos como persona más allá de nuestras riquezas o de nuestras limitaciones, más allá de rentabilidades o de carencias. Es ‘escuela de solidaridad’, porque allí sabemos comprendernos y ayudarnos.

Ahí en el hogar se tienen las vivencias más profundas que nos enriquecen como personas en todos los ámbitos de la vida. Por eso la vivencia familiar con todas sus mutuas interrelaciones es el mejor caldo de cultivo para el crecimiento y el desarrollo como persona.

Es el lugar donde aprendemos a amar y a ser amados. Donde encontramos la verdadera paz porque en la mutua comprensión se diluyen nuestros fallos y limitaciones, porque sabemos que siempre vamos a encontrar el perdón, la palabra de aliento, y el empuje que nos levanta ante cualquier postración.

Allí se valora la vida como un don de Dios y ‘donde cada hijo es un regalo de Dios otorgado a la mutua entrega de los padres y se descubre la grandeza de la maternidad y de la paternidad’. Pero se aprende también que ‘a través de las relaciones propias de la vida familiar descubrimos la llamada fundamental a dar una respuesta de amor para forma una comunión de personas. De esta manera, la familia se constituye en la escuela donde el hombre percibe que la propia realización personal pasa por el don de sí mismo a cristo y a los demás, como Cristo nos enseña en el Evangelio’.

Y cuando decimos que es escuela del más rico humanismo, estamos pensando en el desarrollo de la persona en todos los aspectos, será lo humano, pero será también lo espiritual y lo religioso. Allí aprendemos lo que es la fe y podremos descubrir de la mejor manera todo lo que es el amor que Dios nos tiene, reflejado en el amor de los padres. ‘la experiencia del amor gratuito de los padres que ofrecen a los hijos la propia vida de un modo incondicionado, prepara para que el don de la fe recibido en el bautismo se desarrollo adecuadamente’.

‘En la familia cristiana se descubre la fe como una verdad en la que creer… que se ha de celebrar… y que se ha de vivir’. La familia cristiana es llamada así Iglesia doméstica. En ella aprendemos a conocer a Dios y a amarlo; en ella aprendemos a relacionarnos con El en la oración tanto personal que allí aprendemos a hacer como en la oración de la familia que reza unida y unida canta la alabanza del Señor.

Muchas más cosas podríamos seguir reflexionando sobre la riqueza de la familia. Los textos entrecomillados – salvo el texto bíblico - los he tomado del mensaje de los Obispos españoles al que hacíamos mención al principio y que os invito a leer en su texto completo del que os doy la referencia.

(http://www.conferenciaepiscopal.es/documentos/Conferencia/comisiones/ceas/familia/familia2008.html)

‘Que el hogar de Nazaret sea luz que guíe la vida de nuestras familias para que sean escuelas de humanidad y transmisoras de la fe’.