1Jn. 2, 12-17
Sal. 95
Lc. 2, 36-40
Algunas veces pensamos que poca cosa podemos nosotros hacer porque quizá sentimos que para hacer algo por los demás hay que estar más preparados que lo que nosotros estamos, o porque no nos valoramos lo suficiente, o por nuestra edad, nuestra situación o nuestras limitaciones nos sentimos más incapaces. Vivimos una vida anónima preocupados sólo por nuestras ocupaciones o las cosas más inmediatas y creemos que son otros los que pueden sentir esa llamada a hacer por los demás.
Hoy en el evangelio se nos está diciendo que eso no es así. Se nos está presentando la figura de una mujer, anciana de muchos años, pero en la que vemos una preocupación, un interés y una acción por el reino de Dios. Este evangelio es continuación del que proclamábamos ayer y se nos habla hoy de ‘una profetisa - así la llama el evangelista – hija de Manuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casa, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones…’
Una mujer mayor, que dadas sus circunstancias podía vivir su vida en el silencio y soledad de su casa, sin embargo la vemos sirviendo a Dios en el templo, con ayunos y oraciones. Es más, al llegar al templo y contemplar la escena del anciano Simeón con el Niño en brazos y los cánticos y alabanzas que el anciano profería, ella se une a la alabanza porque allá en su corazón también descubre el misterio de Dios ‘y daba gracias a Dios y hablaba del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén’. La vemos, pues, haciendo apostolado – el primer apóstol de Jesús, la primera catequista -, anunciando ya el nombre de Jesús, trasmitiendo a los demás lo que era su fe para que todos igualmente pudieran alabar al Señor que se hacía presente en medio de ellos.
¿Qué nos enseña? Todos, allá donde estemos, vivamos la condición de vida que vivamos también podemos hacer muchas cosas. Podemos servir a Dios, cantar la gloria del Señor con nuestra oración, con las actitudes que vivamos en nuestra vida, pero también con nuestras palabras, porque todos tenemos oportunidad de hablar de Dios, del Evangelio, de Jesús a los demás de una forma u otra.
¿Qué somos mayores, que sólo estamos en casa, que vivimos rodeados de un circulo muy corto de personas, que vivimos una vida anónima y sólo ocupados de nuestras cosas…? Todos tenemos un valor, unas posibilidades. Todos podemos hacer algo incluso desde el silencio quizá de una enfermedad o invalidez. Nuestra vida es útil aunque estemos discapacitados para algunas cosas. Está el ofrecimiento que podamos hacer de nuestra vida, están nuestras oraciones, pero está esa palabra buena que podemos decir a alguien, ese consejo u orientación en un momento determinado, ese recuerdo de la trascendencia de nuestra vida. Muchas cosas podemos hacer. Mucho es el valor que tiene nuestra vida.
Precisamente hoy termina el evangelio hablándonos de la vida oculta de Jesús. ‘…volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría, y la gracia de Dios lo acompañaba’. En etas pocas palabras se resumen muchos años de la vida de Jesús. Su niñez, su juventud hasta que en la vida adulta salió por los caminos y pueblos de Galilea y Palestina anunciando el Reino de Dios.
Años de silencio, en su formación, en su crecimiento y maduración, pronto en los trabajos de ayuda a José en sus tareas, ocupándose quizá del hogar más tarde con María, su madre. Años importantes y años que fueron también de redención y de salvación para la humanidad. Aunque no sepamos nada de ellos. Pero allí estaba Dios hecho hombre enseñándonos cómo vivir cada día de nuestra vida y todo lo que hagamos tiene su valor.
Todos podemos contribuir con nuestra vida, con nuestras obras y con nuestros silencios, allí donde estemos al crecimiento del Reino de Dios.
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