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sábado, 30 de junio de 2012


Una fe como la del centurión con un corazón caldeado por el amor y la humildad
Lam.2, 2.10-14.18-19; Sal. 73; Mt. 8, 5-17

En nuestras relaciones humanas no siempre somos lo suficientemente sinceros y algunas veces creamos distancias entre unos y otros y nuestro acercamiento a los demás puede resultarnos en ocasiones ficticio y no verdadero. 

No es así como Dios se ha acercado al hombre cuando decimos que se ha encarnado y se hecho hombre para ser Emmanuel, Dios con nosotros. Su cercanía es real y verdadera. Es una cercanía de amor, de amor verdadero. Como  nos dice hoy el evangelio, pero citando un texto del Antiguo Testamento al hacerse hombre ‘tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades’.

‘Voy yo a curarlo’, le dice Jesús al centurión cuando viene rogándole ‘por un criado que tiene en casa en cama y que sufre mucho’. Y al final del evangelio de hoy le vemos acudir a la casa de Pedro donde se encuentra que la suegra está en cama con fiebre y ‘Jesús la cogió de la mano y se le pasó la fiebre’. Gestos así veremos repetidamente en el evangelio. Pondrá las manos sobre los ojos del cielo, meterá sus dedos en los oídos del sordo, tocará al leproso o levantará con su mano al paralítico que está postrado en su camilla.

En el caso del criado del centurión no llegará a ir a la casa – mañana contemplaremos a Jesús caminando con Jairo a su casa para levantar a la niña que está postrada en la cama – y no irá por la fe y la humildad del centurión. La prepotencia de un centurión romano podría hacernos pensar que insistiría a Jesús para que fuese a su casa a curar a su criado, pero en este caso florecerá en aquel hombre su fe y la virtud de la humildad. ‘¿Quién soy yo para que entres bajo mi techo?’ será su humilde exclamación. 

Pero allí está también la fe, una fe grande que tiene la seguridad de que solo es necesaria la palabra de Jesús. ‘Basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano’. Merecerá la alabanza de Jesús. ‘Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe’. Y aquel hombre era un gentil, un pagano, pero se había abierto a la fe. 

¿Será así nuestra fe? ¿es así mi fe? Me pregunto yo también cuando escucho este evangelio, porque realmente he de reconocer que me siento interpelado por la fe de este hombre. Celebramos la Eucaristía, tenemos el misterio de Cristo en nuestras manos, nos acercamos a comerle en la Eucaristía, pero no siempre lo hacemos con una fe así, una fe firme, con seguridad y certeza. Muchas veces en la manera cómo tratamos el misterio de Dios pareciera que no tenemos tanta fe, porque nos falta el respeto y el amor grande que se necesitaría para acercarse al Misterio de Dios.

Las palabras del centurión las repetimos cada día, cada vez que venimos a la Eucaristía, pero no sé si siempre con la misma fe y humildad, con la misma certeza de que nos estamos acercando al misterio de Dios y no lo hacemos con la dignidad y santidad que deberíamos hacerlo. No somos dignos, es cierto, y le pedimos al Señor que nos purifique y nos haga dignos, pero no sé si siempre nosotros haremos de nuestra parte todo lo necesario en nuestra lucha y en nuestra superación personal por ser cada día más santo y más digno de acercarnos a la Eucaristía.

Siempre insisto en lo mismo, y me lo repito a mí el primero, y es que cuando repetimos una oración que nos la sabemos de memoria hemos de tener mucho cuidado para decirla con toda verdad, para que no nos pueda la rutina. Muchas veces por la manera que decimos o hacemos nuestras oraciones manifestamos que hay muy frialdad en nuestro corazón. Y tenemos que caldearlo de verdad.

viernes, 29 de junio de 2012


Confesamos nuestra fe y expresamos de forma viva nuestra comunión eclesial
Hechos, 12, 1-11; Sal. 33; 2Tm. 4, 6-8.17-18; Mt. 16, 13-19

‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios… tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…’ Una confesión de fe y el encargo de una misión grandiosa. Parece que están a porfía para ver quién dice cosas más hermosas. 

Es hermosa la confesión de fe que sale del corazón de Pedro. No lo hace por sí mismo porque llegar a ese convencimiento no es cosa meramente humana. Dios siempre nos gana la partida y es El quien llega a nuestro corazón y nos revela cosas grandes. Pero si el Padre ha puesto en el corazón de Simón esa capacidad para llegar a hacer una confesión de fe así, es porque es un elegido por el Señor para misiones grandes. 

Tras la confesión de fe, que viene a ser algo así, por hablar desde un lenguaje y pensamiento muy humano, como el paso de una prueba para ver hasta donde llega la fe, Jesús habla de su Iglesia, la herencia que nos va a dejar una vez que haya consumado su obra redentora. Quienes van a creer en Jesús y aceptar y recibir su salvación van a comenzar a vivir una unión nueva y distinta, que es la comunión de la Iglesia. De la confesión de nuestra fe en Jesús, como la de Pedro, nace la Iglesia, nace nuestra pertenencia a la Iglesia. 

A Pedro Jesús le confía una misión importante, va a ser piedra fundamental de esa Iglesia, nexo de comunión entre todos los que creemos en Jesús. Jesús le dirá un día que se mantenga firme, porque, cuando pasen todas las pruebas y en los momentos difíciles, él tendrá que confirmar en la fe a los hermanos, ayudar a mantenerse en esa comunión de fe y de amor a toda la Iglesia. 

¡Qué importante la misión de Pedro en medio de la comunidad, en medio de la Iglesia que nace! Tantas veces habían discutido por los primeros puestos y quien había de ser el primero y principal y Jesús le confía una misión de servicio en medio de los hermanos. Porque será grande, será el primero el que se haga el último y el servidor de todos. Y esa es la grandeza y la misión que Jesús confía a Pedro.

‘Siervo de los siervos de Dios’, se llama a sí mismo el sucesor de Pedro en medio de la Iglesia. Muchas veces nos encandilamos con brillos y oropeles cuando miramos la Iglesia, o miramos al Papa y a cuanto lo rodea. Herencia quizá de siglos que habría que purificar para que fuera más auténtica y a la manera como Cristo la quiso. Pero hemos de saber considerar y comprender bien la misión de Pedro y en Pedro de sus sucesores. Es la vida del servicio, de la entrega, del olvidarse de si mismo en esa misión universal de servicio en medio de la Iglesia y en medio del mundo. 

Tenemos que saber abrir los ojos de la fe para comprenderlo y para darlo a conocer de forma auténtica al mundo que nos rodea y no se encandile con falsas imágenes – que quizá muchos con no muy buena intención traten de difundir - que están bien lejos de lo que realmente es la misión del Pastor de la Iglesia. De todas maneras no hemos de temer porque ya Jesús promete que ‘el poder del infierno no la derrotará’. 

Cuando hoy estamos celebrando esta fiesta de los Santos Apóstoles san Pedro y San Pablo – es la fiesta de ambos apóstoles aunque muchas veces pareciera que sólo es la fiesta de san Pedro – cuando celebramos esta fiesta, digo, hemos de aprender a mirar la misión de los apóstoles en medio de la Iglesia; hemos de saber darle ese profundo sentido eclesial a nuestra fe y hoy de manera especial miramos con fe al Sucesor de Pedro en esa misión que en la Iglesia tiene. 

De alguna manera es el día del Papa al celebrar al primero a quien Cristo confió esa misión de ser piedra fundamental de la Iglesia. Es una fiesta la de este día para sentirnos en comunión con el Papa, porque es sentirnos en comunión con la Iglesia universal. Y es necesario que toda la Iglesia esté apiñada en torno al sucesor de Pedro y sepamos expresar nuestra comunión más sincera y auténtica con el Papa. Comunión que expresamos y sentimos en nuestra celebración – tendríamos que fijarnos como lo expresamos en la liturgia - y que manifestamos también fuertemente con nuestra oración por el Papa. 

Cargar sobre sus hombros todo el peso de los problemas de la humanidad y de manera especial de toda la Iglesia es una tarea grande y dura que solo podrá llevar con la fuerza y la gracia del Señor, con la asistencia del Espíritu Santo que nunca la faltará. Pero es necesario que oremos por el Papa; es necesario que la Iglesia ore por el Papa. Es bella la imagen que nos ofrecía el texto de los Hechos de los Apóstoles de la Iglesia orando mientras Pedro está en la cárcel.

Y expresamos también nuestra comunión eclesial, nuestra comunión con el Papa que expresar nuestra comunión con la Iglesia universal a la que pertenecemos, escuchando la voz del Papa, dejándonos iluminar por su magisterio que tanta luz da a todos los cristianos en el seguimiento de Jesús como Maestro y Pastor de la Iglesia que es. 

‘Haz que tu Iglesia se mantenga siempre fiel a las enseñanzas de aquellos que fueron fundamento de nuestra fe cristiana’, pedimos en la oración litúrgica. Confesamos nuestra fe y expresemos de manera viva nuestra comunión eclesial que siempre ha de ser una comunión de amor nacida de esa fe.

jueves, 28 de junio de 2012


No basta decir “Señor, Señor” es necesario plantar la Palabra en el corazón
2Reyes, 24, 8-17; Sal. 78; Mt. 7, 21-29

‘La gente estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los letrados’. Es el final del largo sermón del monte. La gente estaba admirada. En las palabras de Jesús había vida, trasmitian vida y esperanza. 

Con las palabras de Jesús se sentían interpelados por dentro; les hacía pensar, plantearse cosas; con las palabras de Jesús sentían que algo nuevo comenzaba en su interior y deseaban profundamente sentirse transformados y distintos. Era la vida de Dios que nacía en sus corazones. Ponían fe también en las palabras de Jesús; se suscitaba su esperanza, y se despertaba aún más la fe escuchando a Jesús. Y escuchando a Jesús se llenaban de vida nueva, la vida nueva de la gracia, la vida nueva del Espíritu que nos inunda para hacernos hijos de Dios.

Pero no era suficiente solamente reconocer la autoridad con que hablaba Jesús o la sabiduría de sus palabras. Muchas veces la gentes prorrumpirán en alabanzas en torno a su Jesús y su mensaje, pero algunos se quedaban sólo ahí. Estaba bien reconocer la vida que se trasmitía con aquella Palabra de Jesús, pero esa vida era como una semilla que había de plantarse en el corazón y cuidar la planta que surgiera para que llegara a dar fruto. No nos podemos quedar en alabanzas y bendiciones por lo bien que habla o por las palabras bonitas que dice.

Pero es que Jesús va directo al grano. Sabiendo lo que puede pasar ya les previene. No basta decir ‘¡Señor, Señor!’. No nos vale decir es que nosotros estábamos allí cuando Jesús pronunció estas palabras o vimos los milagros que hacía, ni siquiera que lleguemos a hacerlos nosotros. Es necesario algo más. ‘No todo el que me dice  “Señor, Señor” entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre del cielo’. La semilla que se planta es necesario que crezca y llegue a dar fruto. 

Y Jesús nos habla del hombre prudente que edifica su casa sobre roca. No temerá los malos tiempos, porque tiene bien fundamentada la casa. Quizá le costó mayor esfuerzo construirla para darle la debida fundamentación, pero el fruto es claro y palpable, Nada podrá echarla abajo. Mientras que aquel que quizá le costó menos, porque simplemente construyó sobre la arena del piso, pronto la verá derrumbarse al menor temporal. 

Así nosotros, hemos de saber fundamentar bien nuestra vida. La Palabra del Señor es esa roca firme y segura sobre la que fundamentar nuestra vida. Por eso hemos de saber escuchar la Palabra de Dios; escucharla y plantarla bien en nuestro corazón; escucharla y llevarla a la práctica de nuestra vida; escucharla y realizar luego lo que esa Palabra me va pidiendo. 

Tenemos un ejemplo y un modelo bien hermoso en María. La que acogió y plantó la Palabra de Dios en su corazón. Conocemos aquel momento en que una mujer grita en alabanzas a María porque tuvo la dicha de llevar en su seno a Jesús, el Hijo de Dios. Y la alabanza de Jesús dice que María supo plantar la Palabra de Dios en su vida y llevarla a la práctica. María abrió su corazón a Dios y dejó que Dios actuara en ella; María supo decir Sí a Dios y el Espíritu Santo la cubrió con su sombra y de ella nacería el Hijo de Dios. 

Aprendamos a abrir nuestro corazon a Dios; aprendamos a decir Sí como María; aprendamos a dejar que la Palabra de Dios se siembre en nuestra vida y que la gracia del Espíritu del Señor riegue esa planta nueva que nace en nuestro corazón para que lleguemos a dar fruto. Dejemos a actuar al Espíritu divino en nuestra vida. 

miércoles, 27 de junio de 2012


¿Habremos perdido nosotros también el libro de la Palabra del Señor?
2Reyes, 22, 8-13; 23, 1-3; Sal. 118; Mt. 7, 15-20

Un relato hermoso el que hemos escuchado en la lectura del libro de los Reyes.  El camino del pueblo de Israel, como en nuestro camino nos sucede también tantas veces, estaba lleno de altos y bajos, momentos de fervor y de fidelidad a la Alianza, pero momento también de decaimiento, de enfriamiento espiritual y de debilidades. Nos sucede mucho a pesar de que decimos que queremos ser fieles y permanecer unidos al Señor.

Ahora han encontrado de nuevo en el templo el libro de la ley del Señor. En momentos de su historia no solo habían tenido reyes y dirigentes muy llenos de maldad en su corazón  - hemos escuchado algunos relatos – sino que incluso habían querido en ocasiones introducir el culto a los baales, a los falsos dioses. Los profetas, como Elías y Eliseo de los que hemos oído hablar recientemente, habían luchado contra todo ello, tratando de mantener la fidelidad a la Alianza y al Señor. 

Este momento que nos relata hoy el texto sagrado es uno de esos momentos de restauración en la historia del pueblo de Israel y el rey Josías en ello había puesto mucho empeño. Ahora cuando le presentan el libro de la Ley y lo leen en su presencia se rasga las vestiduras en señal de duelo por las infidelidades cometidas por su pueblo. ‘El Señor estará enfurecido contra nosotros porque nuestros padres no obedecieron los mandamientos de este libro, cumpliendo lo prescrito en él’.

Convoca al pueblo ‘habitantes de Jerusalén, sacerdotes, profetas, y todo el pueblo, chicos y grandes’, que se reúne para escuchar la lectura de la ley del Señor y ‘selló ante el Señor la Alianza, comprometiéndose a seguirle y cumplir sus preceptos, normas y mandatos, con todo el corazón y con toda el alma, cumpliendo las cláusulas de la Alianza escritas en aquel Libro’.

Es una renovación de la Alianza con el Señor. Es un volver su corazón de nuevo al Señor queriendo en verdad ser fieles. Nos manifiesta también el respeto y la alegría por el Libro de la Ley del Señor. Todo el pueblo se reúne a escuchar. Habrá otros momentos semejantes a través de la historia del pueblo de Israel. 

Creo que podemos encontrar muchas lecciones para nuestra vida. Nosotros tenemos la oportunidad cada día de celebrar la Nueva y Eterna Alianza cuando celebramos la Eucaristía. También escuchamos en nuestro corazón la Palabra del Señor y con ese mismo respeto y alegría hemos de acogerla también para encontrar a su luz esos caminos de fidelidad y de amor que nosotros hemos de vivir. Es la alegría, el amor, la acogida respetuosa que hemos de hacer siempre que se nos proclama la Palabra de Dios. Es acoger a Dios que nos habla y en su Palabra nos llena de vida, de gracia, de salvación.

Nosotros ya celebramos la nueva y definitiva Alianza en la Sangre de Cristo derramada en la Cruz. Es lo que hacemos, celebramos, vivimos en cada Eucaristía. Pero cada Eucaristía nos ha de recordar esos caminos de fidelidad en que hemos de vivir; cada Eucaristía ha de ser para nosotros un estímulo en nuestra flaqueza y debilidad, al tiempo que una fuente de gracia que nos ayude a vivir en ese nuevo amor que hemos aprendido en Cristo, en su amor y en su entrega.

Que nunca el mal se nos meta tan dentro en nuestra vida que olvidemos los caminos del Señor. Que no perdamos la Palabra de Dios como norte de nuestra vida. Qué presente ha de estar cada día entre nosotros. Y no sólo porque en la celebración la proclamemos solemnemente sino porque esté presente también en el libro de la Biblia o los Evangelio que tengamos a nuestro lado, en nuestros hogares, o allá por donde vayamos, como un vademécum que nos acompaña siempre. Que no sea un libro perdido entre libros en una biblioteca o un armario de nuestra casa, sino que esté cercano a nosotros dispuesto a que lo tomemos en nuestra mano en cualquier momento para acudir a su luz y a vida que nos guíe en nuestra vida.

martes, 26 de junio de 2012


Lo que nos enseña Jesús siempre nos conduce a la plenitud y a la dicha más honda
2Reyes, 19, 9-11.14-21.31-36; Sal. 47; Mt. 7, 6.12-14
Nos deja Jesús en estos breves versículos del sermón del monte como tres sentencias distintas, como principios para nuestra vida en el camino de su seguimiento. No parecen tener especial relación entre ellas, pues de alguna manera el evangelista al recopilar el mensaje de Jesús compendiándolo en el llamado sermón de la montaña va recogiendo esas diferentes sentencias, como decíamos, de gran valor para nuestra vida.
El respeto a lo sagrado, a lo santo, podíamos decir, que es la primera referencia. Con santo temor nos acercamos a Dios y a las cosas santas porque su nombre es santo y ante Dios y ante aquellas señales que El nos ha dejado de su presencia hemos de acudir con santo respeto. 
‘Santificado sea tu nombre’, decimos en el padrenuestro para pedir y expresar esa gloria que hemos de dar a Dios en todo momento. Y el nombre de Dios nunca, por supuesto, hemos de profanar. Creo que muchas conclusiones se podrían sacar que nos lleven a evitar esos lenguajes ordinarios que empleamos tantas veces en la vida, utilizando de manera irrespetuosa tantas veces las palabras que para nosotros los creyentes tienen un significado santo. Desgraciadamente nos respetamos poco en la vida, y en consecuencia mancillamos demasiadas veces el  nombre santo de Dios. 
Una segunda sentencia que nos deja el texto del evangelio de hoy viene a ser algo elemental en nuestro trato y convivencia mutua. Si eso tan elemental lo tuviéramos en cuenta mucho más en la vida, aprenderíamos a respetarnos, a tratarnos bien, y a buscar siempre lo bueno. Creo que es un paso importante para llegar luego a la profundidad que hemos de darle al amor fraterno y cristiano. En principio nos está diciendo que al menos tratemos a los demás como nos gustaría que ellos nos tratasen. 
‘Tratad a los demás como queréis que ellos os traten, en esto consiste la ley y los profetas’, nos dice Jesús. Partimos aún desde un interés meramente humano, porque sabemos que el verdadero amor fraterno y cristiano nos ha de llevar a un amor mucho más profundo aún, porque llegaremos a amar con un amor como el de Jesús. 
Y finalmente nos habla del camino del seguimiento de Jesús que es un camino de esfuerzo y de superación. Lo que nos dice Jesús no es querer ponernos dificultades para hacernos costoso y difícil el camino, pero sí hemos de comprender que cuando emprendemos un camino que tiene altas metas, significa también cuánto esfuerzo hemos de poner por nuestra parte. No es cuestión simplemente de dejarse llevar por lo que salga en la vida. Por eso nos dice Jesús que el camino es estrecho y angosto, porque el camino ancho del que se deja llevar solamente por sus apetitos le conduce a la perdición. 
Las metas que nos propone el Señor son siempre altas y grandes, pero también hemos de reconocer que no es un camino que hagamos solos. Con nosotros está siempre la gracia del Señor que nos ayuda a superarnos, a crecer espiritualmente, a darle la profundidad del amor verdadero a todo aquello que vamos haciendo en la vida. 
Pero siempre es un camino de dicha, de felicidad, de plenitud. Recordemos que precisamente comienza el sermón del monte hablándonos de esa dicha de los que le siguen y quieren vivir en su estilo de vida. ‘Dichosos, nos dice… de vosotros es el Reino de los cielos’. 
Tendremos el dolor en el alma de lo bueno y lo justo que buscamos que no siempre nos es fácil porque son muchas las tentaciones y las atracciones que recibimos para seguir otros caminos, incluso podemos ser perseguidos por la causa de la justicia o del Reino, pero en el Señor tenemos el consuelo, la paz, la fortaleza, la dicha de poder contemplar el rostro de Dios, de vivir en plenitud el Reino de Dios. 
Los limpios de corazón, los que trabajan de verdad por la paz encontrarán la paz y la dicha de Dios en su corazón, recordamos que nos decían las bienaventuranzas. Sigamos con prontitud el camino de Jesús que nos conduce siempre a la plenitud.

lunes, 25 de junio de 2012


Pongamos siempre el filtro del amor en nuestros ojos y en nuestro corazón
2Reyes, 17, 5-8.13-15.18; Sal. 59; Mt. 7, 1-5
‘¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?’ Así de sencillo. Así de real. Cuanto, sin embargo, nos cuesta mirarnos a nosotros mismos y qué fáciles somos para mirar a los demás. 
No nos gusta que nos juzguen y sin embargo juzgamos nosotros a los demás. No soportamos ni la más mínima palabra que puedan decir de nosotros, pero que fáciles somos para hablar y para juzgar a los demás. Si supiéramos mantener la boca cerrada, cuántas cosas nos evitaríamos; si fuéramos capaces de mirar tras un cristal que está limpio, qué distintas veríamos las cosas de los demás. 
Hace unos días, en esas sentencias que nos ha dejado Jesús en el Sermón del monte, nos decía que ‘la lámpara del cuerpo es el ojo; si tu ojo está sano, tu cuerpo entero estará sano; si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras; y si la luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!’
No lo comentamos entonces centrándonos quizá en otros aspectos, pero cuando hoy nos habla Jesús de evitar los juicios que hagamos a los otros, quizá nos viene bien recordar estas palabras de Jesús escuchadas anteriormente. ¿Por qué nuestros juicios y condenas? ¿Querremos justificarnos quizá nosotros de las cosas que no hacemos bien? O será que el cristal a través del cual miramos a los demás está sucio y por eso lo que vemos es suciedad en los demás y en consecuencia vienen nuestros juicios y condenas…
Escuchaba una anécdota hace unos días de un matrimonio que se había mudado de casa y en el paso de los días la mujer de la casa (así me lo contaron) mirando a través de la ventana de su casa veía a su vecina tender la ropa que había lavado para que se secase. Y la buena señora comenzó a comentarle a su marido que la vecina no era muy limpia porque tendía la ropa llena de manchas y suciedades. Hasta que un día el marido abrió la ventana y le hizo ver a su mujer que si veía la ropa de la vecina sucia era porque los cristales de la ventana estaban sucios y llenos de manchones, con lo que lo que veía no eran los manchones de la ropa de la vecina sino los manchones de sus cristales sucios. Si hubiera mirado primero el cristal de su ventana no hubiera juzgado a su vecina. Cuánto de eso nos pasa.
‘Si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará enfermo’. Si hay maldad en tu corazón y no tienes bien ordenadas las cosas de tu espíritu no sabrás ver en los demás sino defectos y fallos que no son otros que los que tu mismo llevas en tu corazón. ‘No juzguéis y no os juzgarán’, nos dice Jesús hoy. No andemos con juicios hacia los otros sin mirarnos primero bien a nosotros mismos para ordenar primero nuestro corazón. ‘Sácate primero la viga de tu ojo, entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano’, si es que tuviera alguna mota.
Qué bien nos viene cerrar la boca; qué bien nos viene limpiar los cristales de nuestros ojos. Pongamos siempre solamente el filtro del amor en nuestros ojos y en nuestro corazón y aprenderemos a comprender, a perdonar, a disculpar, a mirar con mirada limpia, a ver con ojos buenos y positivos cuanto hagan los demás, a alejar de nosotros todo juicio o prejuicio, toda murmuración o toda crítica corrosiva, a poner el aceite del amor en los engranajes de nuestra relación con los demás. No chirriarían tanto las ruedas de nuestra vida. Podríamos tener paz y serenidad en nuestro corazón.

domingo, 24 de junio de 2012


El Señor nos ha hecho una gran misericordia y nos felicitamos en el nacimiento de Juan
Is. 49, 1-6; Sal. 138; Hechos, 13, 22-26; Lc. 1, 57-80

‘Se enteraron los vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia y la felicitaban’. Todos se alegran con el nacimiento de aquel niño. Se manifestaba la misericordia del Señor. En aquella mujer, Isabel, a la que Dios le concedía ser madre. Se manifestaba la misericordia del Señor. Por la entrañable misericordia del Señor Dios visitaba a su pueblo. Necesariamente aquel niño había de llamarse Juan.

‘A los ocho días fueron a circuncidar al niño y querían llamarlo Zacarías, como su padre. Pero su madre dijo: no, se llamará Juan’; se llamará Juan porque en este niño se está manifestando el Dios siempre misericordioso. No podía tener otro  nombre. Estaba ya puesto en la misericordia de Dios que en él se manifestaba. ¿No se alegraban y felicitaban por el nacimiento de aquel niño porque Dios había hecho misericordia con aquella madre, porque se estaba manifestando la misericordia de Dios que visitaba a su pueblo?  Ese era el significado del nombre. En hebreo los nombres tenían un significado y venían a manifestar lo que Dios realizaba o iba a realizar en el niño a quien se le imponía aquel nombre. En hebreo Juan significa: Dios es misericordioso, Dios se ha apiadado. 

Lo iba a corroborar Zacarías cuando le preguntan. No puede hablar porque por desconfiar del ángel del Señor allá en el templo se había quedado mudo. ‘El pidió una tablilla y escribió: Juan es su nombre’. Pero se le soltará la lengua. Comenzará a cantar la alabanza del Señor. Dios ha visitado a su pueblo. Bendito sea el Señor Dios de Israel. Las promesas de Dios se cumplen. Todo lo anunciado por los profetas se está ya realizando. La misericordia del Señor se está derramando sobre su pueblo y nos llega la salvación.

Llega el que viene con el espíritu y el poder de Elías. Lo había dicho el ángel en su aparición en el templo. El niño que nace en las montañas de Judea está ya lleno del Espíritu del Señor. El ángel se lo había anunciado a su padre, y la visita de María a Isabel había hecho que el niño saltará de alegría en su seno, porque sentía ya allí en el seno de María al que venía a ser nuestro Salvador y Juan ya se llenaba de la gracia del Espíritu del Señor. ‘En cuanto tu saludo llego a mis oídos la criatura empezó a dar saltos de alegría en mi seno’, dirá Isabel. Fue santificado ya en el seno de su madre en la visita de María.

El Señor manifiesta su amor y misericordia por su pueblo y se acuerda de su santa Alianza. Llega el profeta del Altísimo que viene a preparar un pueblo bien dispuesto anunciando la salvación que llega; Dios se va a hacer presente en medio de su pueblo. ‘Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que están en tinieblas y sombras de muerte’. El nacimiento de Juan se convierte en Buena Noticia para todo el pueblo porque nos anuncia la llegada de Jesús con su salvación. Es el Precursor, el que viene antes; es el que hace ya el último anuncio antes de su llegada.

Nos llenamos nosotros también de alegría y nos felicitamos en el nacimiento de Juan el Bautista. Hoy es una fiesta grande para nosotros los cristianos y por todas partes se honra al Bautista, al Precursor del Señor recordando y celebrando su nacimiento. Es una fiesta muy especial la que hoy estamos celebrando. Fijémonos que en la liturgia prevalece este año sobre la celebración del domingo.

Popularmente esta fiesta del nacimiento de Juan está muy llena de ritos y de costumbres ancestrales en torno a estos días llenos de luz que la naturaleza nos ofrece en este solsticio de verano. Estos días en que en nuestro hemisferio luce el sol con un especial resplandor y son más las horas de luz cada día nos sirven para recordarnos lo que Juan venía a recordar y anunciar. El que celebremos la fiesta del nacimiento de Juan en estos días tiene su razón de ser, porque lo que la misma naturaleza nos ofrece es como una parábola que nos acerca al mensaje cristiano. 

‘Surgió un hombre enviado por Dios que se llamaba Juan para dar testimonio de la luz’, nos dice el principio del evangelio de Juan. Pero nos sigue diciendo: ‘No era él la luz, pero sí el testigo de la luz’; era el que venía a dar paso a quien en verdad iba a iluminarnos arrancando de nosotros toda tiniebla y toda sombra de pecado y de muerte. ‘La Palabra era la luz verdadera que con su venida ilumina a todo hombre’. Jesús era esa luz anunciada por Juan de la que él era testigo. El nacimiento de Juan es ya anuncio inmediato del Sol que nace de lo alto. Todo esto tiene que ser bien significativo para nuestra celebración y para nuestra vida.

Por eso el anuncio principal que luego Juan hará allá en el desierto es la invitación a la penitencia y a la purificación para estar bien preparados para recibir la Salvación que llegaba en Jesús. Es el mensaje que también nosotros hemos de escuchar en esta fiesta contemplando al que señalaba al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. 

Normalmente en las imágenes que nos representan al bautista, o le contemplamos junto al Jordán bautizando a cuantos a él acudían para preparar los caminos del Señor, o lo contemplamos señalando al Cordero de Dios que simbólicamente lleva en su mano para que nos dirijamos a Jesús, verdadero Cordero de Dios, que se iba a inmolar por nuestra salvación. Sería lo que Juan señalaría a sus discípulos al paso de Jesús para que se fueran con El y en El reconocieran al Mesías Salvador.

Es el mensaje que hemos de recibir hoy cuando celebramos esta fiesta de san Juan Bautista. Siempre nos señala a Jesús a quien tenemos que dirigir nuestra mirada y nuestro corazón; siempre nos indica los caminos que hemos de seguir para llegar a ese encuentro con la salvación. Aunque estemos hoy haciendo fiesta no podemos cerrar los oídos a la invitación que nos hace para que convirtamos al Señor nuestros corazones, para que dirijamos nuestros pasos, enderecemos nuestros caminos para llegar hasta Jesús. 

La alegría de la fiesta no será verdadera alegría si no es una alegría que nace de un corazón que se deja transformar por la Palabra de Dios que escuchamos. Alegría honda sentimos en nuestro corazón siguiendo los caminos del Señor, encontrando en El la salvación y el sentido último  de nuestra vida.

La celebración de los santos siempre nos tiene que estimular en nuestra vida y en nuestro compromiso cristiano. Como Juan nosotros también tenemos que ser testigos de la luz que anunciemos a través de nuestra vida, de nuestras obras al que es la verdadera Luz del mundo. Como Juan hemos de ser unos testigos que señalemos a Cristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, para que todos vengan a su encuentro. 

Como Juan hemos de ser testigos del evangelio, comprometidos en la tarea inmensa de la nueva evangelización, de ese nuevo anuncio del Evangelio para nuestro mundo que consciente o inconscientemente ha dado la espalda al Evangelio de Jesús. Nuestra vida ha de hacer creíble el evangelio para el mundo que nos rodea; nuestro testimonio tiene que ser claro y luminoso para que como Juan ayudemos a preparar un pueblo bien dispuesto; la santidad de nuestra vida tiene que convertirse en un anuncio de Jesús.

‘He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’, tenemos que seguir nosotros anunciando.