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sábado, 30 de junio de 2012


Una fe como la del centurión con un corazón caldeado por el amor y la humildad
Lam.2, 2.10-14.18-19; Sal. 73; Mt. 8, 5-17

En nuestras relaciones humanas no siempre somos lo suficientemente sinceros y algunas veces creamos distancias entre unos y otros y nuestro acercamiento a los demás puede resultarnos en ocasiones ficticio y no verdadero. 

No es así como Dios se ha acercado al hombre cuando decimos que se ha encarnado y se hecho hombre para ser Emmanuel, Dios con nosotros. Su cercanía es real y verdadera. Es una cercanía de amor, de amor verdadero. Como  nos dice hoy el evangelio, pero citando un texto del Antiguo Testamento al hacerse hombre ‘tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades’.

‘Voy yo a curarlo’, le dice Jesús al centurión cuando viene rogándole ‘por un criado que tiene en casa en cama y que sufre mucho’. Y al final del evangelio de hoy le vemos acudir a la casa de Pedro donde se encuentra que la suegra está en cama con fiebre y ‘Jesús la cogió de la mano y se le pasó la fiebre’. Gestos así veremos repetidamente en el evangelio. Pondrá las manos sobre los ojos del cielo, meterá sus dedos en los oídos del sordo, tocará al leproso o levantará con su mano al paralítico que está postrado en su camilla.

En el caso del criado del centurión no llegará a ir a la casa – mañana contemplaremos a Jesús caminando con Jairo a su casa para levantar a la niña que está postrada en la cama – y no irá por la fe y la humildad del centurión. La prepotencia de un centurión romano podría hacernos pensar que insistiría a Jesús para que fuese a su casa a curar a su criado, pero en este caso florecerá en aquel hombre su fe y la virtud de la humildad. ‘¿Quién soy yo para que entres bajo mi techo?’ será su humilde exclamación. 

Pero allí está también la fe, una fe grande que tiene la seguridad de que solo es necesaria la palabra de Jesús. ‘Basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano’. Merecerá la alabanza de Jesús. ‘Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe’. Y aquel hombre era un gentil, un pagano, pero se había abierto a la fe. 

¿Será así nuestra fe? ¿es así mi fe? Me pregunto yo también cuando escucho este evangelio, porque realmente he de reconocer que me siento interpelado por la fe de este hombre. Celebramos la Eucaristía, tenemos el misterio de Cristo en nuestras manos, nos acercamos a comerle en la Eucaristía, pero no siempre lo hacemos con una fe así, una fe firme, con seguridad y certeza. Muchas veces en la manera cómo tratamos el misterio de Dios pareciera que no tenemos tanta fe, porque nos falta el respeto y el amor grande que se necesitaría para acercarse al Misterio de Dios.

Las palabras del centurión las repetimos cada día, cada vez que venimos a la Eucaristía, pero no sé si siempre con la misma fe y humildad, con la misma certeza de que nos estamos acercando al misterio de Dios y no lo hacemos con la dignidad y santidad que deberíamos hacerlo. No somos dignos, es cierto, y le pedimos al Señor que nos purifique y nos haga dignos, pero no sé si siempre nosotros haremos de nuestra parte todo lo necesario en nuestra lucha y en nuestra superación personal por ser cada día más santo y más digno de acercarnos a la Eucaristía.

Siempre insisto en lo mismo, y me lo repito a mí el primero, y es que cuando repetimos una oración que nos la sabemos de memoria hemos de tener mucho cuidado para decirla con toda verdad, para que no nos pueda la rutina. Muchas veces por la manera que decimos o hacemos nuestras oraciones manifestamos que hay muy frialdad en nuestro corazón. Y tenemos que caldearlo de verdad.

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