Hechos, 2, 42-47;
Sal. 117;
1Pd. 1, 3-9;
Jn. 20, 19-31
‘Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo…’
Así tenemos que comenzar bendiciendo a Dios con las palabras del apóstol. ‘Bendito sea Dios… nos ha hecho nacer de nuevo… por la resurrección de Jesucristo…’ Seguimos hoy con toda solemnidad celebrando la resurrección de Jesús. Estamos en la octava de la Pascua. Y tenemos que considerar bien cuánto significa eso para nuestra vida; cuánta es la gracia que por la misericordia de Dios alcanzamos. Un nacer de nuevo, una vida nueva, un bautismo que nos salva y que hemos querido renovar, revivir con toda intensidad en esta Pascua.
Hemos escuchado en el evangelio el relato de lo sucedido en la tarde de aquel primer día cuando Cristo resucitado se manifiesta a los discípulos, reunidos, encerrados en el cenáculo. También lo sucedido en el mismo lugar ocho días después cuando Cristo vuelve a manifestarse ahora ya con los once reunidos, porque también estaba Tomás. Lo escuchamos en la Palabra que se nos ha proclamado, lo revivimos con nuestra fe, lo sentimos vivo en nosotros mismos, en nuestra vida, porque de la misma manera Cristo resucitado llega a nosotros, se hace presente también en medio nuestro.
‘Paz a vosotros’, es el saludo pascual de Jesús en una y otra ocasión. ‘Mi paz os dejo, mi paz os doy, no como la da el mundo’, habíamos escuchado decir a Jesús en otra ocasión. Paz de Jesús para nuestros miedos y cobardías: estaban ‘con las puertas cerradas por miedo a los judíos’, comenta el evangelista. Paz que disipa dudas y nos da seguridad. Paz que nos llena de fortaleza y valor. Paz que nos hace sentirnos nuevos desde dentro de nosotros mismos. Paz de quienes nos sentimos amados, salvados, perdonados. Paz de vida, de amor, de perdón, de gracia. Es un regalo del Señor que tenemos que saber acoger.
¿Cómo no van a sentir la alegría de que Jesús resucitado esté allí en medio de ellos? ‘Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor’. Era verdad lo que los ángeles habían dicho a los mujeres en el sepulcro. Era verdad lo que venían contando las mujeres, o aquellos discípulos que habían marchado a la finca de Emaús y decían que Jesús había estado con ellos. Tenía su sentido lo del sepulcro vacío. ‘Se llenaron de inmensa alegría al ver al Señor’. Es la alegría que nosotros sentimos también y con la que venimos celebrando hondamente la pascua y la resurrección. También en la fe nosotros sentimos a Cristo resucitado en medio de nosotros.
Allí está Jesús resucitado, quien había dado su vida, quien se había entregado por amor, quien había derramado su sangre para el perdón de los pecados. Con Jesús, como decíamos, llega la gracia y el perdón, llega la salvación. Para nosotros y para el mundo entero. Por eso confía a los discípulos la misión de la reconciliación y del perdón.
Enviados por Jesús como el había sido enviado por el Padre para anunciar el perdón y la gracia, para pronunciar la Palabra de gracia que nos trae el perdón porque no solo va a ser anuncio, sino va a ser de ahora en adelante sacramento porque en esa Palabra pronunciada por los apóstoles y sus sucesores tenemos la seguridad el perdón que Cristo nos ha obtenido con su entrega y su muerte, que Dios nos ha dado. Es el hermoso regalo de Pascua de Jesús a sus discípulos. ‘Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados… como el Padre me ha enviado, así os envío yo…’
Se despierta de nuevo la fe. Renace la fe con la alegría de sentir a Cristo en medio nuestro. Se disipan las dudas. Porque como Tomás también tantas veces estamos queriendo buscar pruebas que podamos palpar con nuestra manos. Cuando el grupo de los discípulos le cuenta a Tomas que han visto al Señor están sus reticencias y dudas. ‘Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto mi dedo en el agujero de los clavos, si no meto mi mano en su costado, no lo creo’. Es la prueba que exige Tomás.
¿Una fe sólo basada en pruebas razonables y palpables a lo humano? Fe es confiar y fiarse. Fe es abrir el corazón al misterio y al amor. Fe es abrir los ojos del alma para dejarse conducir por Dios. En fin de cuentas, es algo sobrenatural, es un don de Dios que por supuesto El quiere regalarnos y nosotros humildemente hemos de saber aceptar. Fe es fiarnos del amor de Dios que tantas pruebas nos da cuando nos entrega a Jesús.
Cuando a los ocho días, estando ya Tomás con el grupo, aparece Jesús resucitado de nuevo, ya Tomás no necesitará pruebas. ‘Señor mío y Dios mío’, es su emocionado exclamación y su confesión de fe ahora llena de humildad. Vayamos con humildad a Dios, pongámonos con humildad ante Dios cuando quiere llegar a nuestra vida. Ya sabemos que el se manifiesta y se revela de manera especial a los sencillos y a los humildes.
‘¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto’, exclamará Jesús. Dichosos nosotros que no necesitamos ojos de la cara ni palpar con nuestras manos sino que desde la fe sabemos aceptar a Jesús, reconocer a Jesús presente en medio nuestro. Como nos decía Pedro, ‘no habéis visto a Jesucristo y lo amáis; no lo veis y creéis en El; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación’.
Qué hermoso es lo que estamos viviendo en estos días. Cómo nos sentimos transfigurados en la Pascua del Señor. Cómo sentimos que se derrama sobre nosotros la misericordia del Señor. Por algo este domingo el Papa Juan Pablo II, a quien hoy precisamente la Iglesia declara Beato, quiso que se llamara y así lo celebráramos como el domingo de la misericordia. ‘En su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos’, recordamos que nos decía el apóstol. Y hemos pedido en la oración al ‘Dios de la misericordia infinita que reanime la fe de su pueblo en la celebración de estas fiestas de pascua’.
Pedimos sí, que ‘se acrecienten en nosotros los dones de su gracia para que comprendamos mejor la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido’. Cuánta gracia por la misericordia del Señor recibimos. Cuánto regalo de amor Jesús nos hace. Qué riqueza y qué grandeza se nos ha conferido cuando en el Bautismo se nos ha hecho hijos de Dios. No lo podemos olvidar. Hemos de tenerlo siempre muy presente en nuestra vida. Eso nos ayudará a vivir más santamente, a responder mejor a la gracia y al amor del Señor. ‘Demos gracias al Señor que es bueno y que es eterna su misericordia’, como cantamos en el salmo.
Que sintamos esa paz que Cristo resucitado nos da y nos gocemos en verdad con el perdón que nos regala al tiempo que seamos ministros de reconciliación y de perdón para con nuestros hermanos. Es el regalo de amor que un cristiano enamorado de Cristo ha de saber ir haciendo allá por donde va para poner paz, para reavivar el amor, para que los corazones se llenen siempre de la verdadera alegría. Ojalá llegáramos a vivir el amor y la comunión que vivían las primeras comunidades de jerusalén como nos expresa el texto de los Hechos. Podría ser una comprometida respuesta a la Palabra de Dios escuchada en esta Pascua.
Que la intercesión del Beato Juan Pablo nos alcance de Dios esa gracia de santidad para nuestra vida.