Una resurrección para la vida
la resurrección de Lázaro imagen de nuestra resurrección en Cristo (Jn. 11, 1-44)
Toda la vida del cristiano no es sino una participación en el misterio pascual de Cristo, una participación en su muerte y resurrección. Así desde nuestro Bautismo que fue un sumergirse en la muerte de Cristo para con El y en El renacer a una vida nueva.
Como nos dice san Pablo ‘los que por el Bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el Bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva…en una resurrección como la suya’.
De ahí que todo ha de ser para nosotros un vivir ese sentido de Pascua. Es más, en cada uno de los sacramentos estamos viviendo ese misterio pascual de Cristo, ya sea la Eucaristía, ya la Penitencia, o cualquiera de los otros sacramentos.
Pero la Iglesia en su liturgia nos invita y nos ayuda a vivirlo si cabe con mayor intensidad cuando a través del año litúrgico vamos celebrando el misterio de Cristo. Con una especial intensidad y solemnidad lo vivimos en el triduo pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Momento intenso y momento central de todo el año litúrgico, que lo es también de toda la vida del cristiano.
Por eso nos preparamos a través de toda la Cuaresma en la que, iluminados por la Palabra de Dios que con toda riqueza cada día se nos proclama, por una más intensa vida de oración y la austeridad penitencial, vamos revisando, iluminando, renovando nuestra vida para que haya verdadera pascua en nosotros; para que logremos ese morir en verdad con Cristo al pecado para renacer limpios, purificados, llenos de nueva vida en la resurrección del Señor.
Estos días, con estas reflexiones que nos hemos ido haciendo, con estos tres encuentros con el Señor a través de estos textos de la Palabra de Dios que tanta importancia tienen en el itinerario de la catequesis bautismal y cuaresmal, hemos querido dar unos pasos que nos acerquen más a ese encuentro con el Señor. Hoy vamos a contemplar y meditar la escena de la resurrección de Lázaro, verdadero signo para nosotros de lo que tiene que ser ese renacer en el Señor.
‘El que amas está enfermo…’ le habían comunicado a Jesús de parte de las hermanas de Lázaro. Pero Jesús había respondido que esa ‘enfermedad no es de muerte, sino que tiene por finalidad manifestar la gloria de Dios, y a través de ella se dará también a conocer la gloria del Hijo de Dios’. Una respuesta semejante a lo que Jesús había respondido cuando el ciego de nacimiento allá en las calles de Jerusalén.
Pasados unos días Jesús dirá: ‘Vamos otra vez a Judea’. Algunos discípulos se resisten con miedo porque saben lo que traman contra Jesús. Se sentían acobardados y con miedo, por lo que pudiera pasar. ‘Lázaro está dormido, voy a despertarlo…’ seguirá diciendo Jesús. ‘Si duerme, despertará’, le comentan, pero Jesús aclarará ‘Lázaro ha muerto y me alegro por vosotros de no haber estado allí para que creáis…’ Será Tomás el que exclamará ‘vayamos y muramos con El’, aunque más tarde sea el que esté ausente y luego dude pidiendo pruebas palpables de su resurrección.
Iba a ser un gran signo para la fe de sus discípulos. Una gran señal para nosotros también. Para que se reavive nuestra fe, pero también para que nos demos cuenta de nuestras verdaderas enfermedades de las que Jesús ha de curarnos, de esos sueños de muerte que hay en nosotros de los que tiene que despertarnos, de esa muerte que nos acecha, y de la vida que Jesús quiere ofrecernos. Tendrá, pues, que crecer nuestra fe en El. Fe en la vida verdadera que nos arranca de la muerte, de la peor de las muertes.
¿Cuál es la muerte que nos acecha? ¿Cuál es la muerte que hemos dejado entrar en nuestra vida? Reconozcamos nuestro pecado. Reconozcamos que muchas veces se nos adormece nuestra fe. Reconozcamos también los miedos que nos oprimen el alma. Reconozcamos la debilidad de nuestra vida, la poca constancia con la que luchamos contra el mal. Reconozcamos que muchas veces también nosotros dudamos, queremos pruebas, queremos palpar y tocar con nuestras manos o con nuestras razones para poder creer. Reconozcamos que rehuimos el sacrificio y el esfuerzo y preferimos una vida más cómoda y sin dificultades. Reconozcamos nuestras rebeldías, nuestros anti-testimonios y malos ejemplos. Reconozcamos esa vida tan insulsa que vivimos sin querer comprometernos con nada. Reconozcamos nuestras insolidaridades y egoísmos. Reconozcamos el materialismo y las sensualidades a los que nos hemos acostumbrado. Son tantas cosas que tenemos que reconocer…
Cuando Jesús llegó a Betania ambas hermanas, cada una por su lado, saldrán con la misma queja al encuentro con Jesús. ‘Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano…’ Es cierto que con tiempo le habían avisado y en cierto modo suplicado su presencia, como tantas veces Jesús había venido a Betania a aquel acogedor hogar. Pero Jesús ahora no había venido tan pronto como a ellas les hubiera gustado.
Como nos sucede a nosotros que también algunas veces nos quejamos al Señor porque decimos que no nos escucha, que no le vemos tan presente a nuestro lado (o eso nos parece) cuando lo necesitamos en nuestros problemas, en nuestros sufrimientos. Pero aquel comentario de Jesús a los discípulos nos puede valer a nosotros también. ‘Esta enfermedad no es de muerte… para que se manifieste la gloria de Dios… para que vosotros también creáis…’ Pero es que nos cuesta a veces descifrar los caminos de Dios. El nos escucha pero seguro que El actuará en nosotros cuando sea mejor para la mayor gloria de Dios, para lo que sea mejor para nuestro crecimiento en la fe.
A pesar de las quejas de Marta y María, y de que están pasando por la noche oscura de la muerte de su hermano con todo el dolor para ellas, vemos, sin embargo, que la fe de aquellas mujeres no mermará. ‘Aún así yo sé que todo lo que pidas a Dios, El te lo concederá’, le dirá Marta para terminar afirmando categóricamente: ‘Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir al mundo’.
Y es que Jesús es la Resurrección y la Vida. Si creemos de verdad en El tendremos vida para siempre. Que no decaiga nuestra fe. Aunque se nos metan muchas sombras y tinieblas en la vida, si nos mantenemos firmes en nuestra fe, la muerte no podrá hacernos ningún daño. El nos arrancará de las tinieblas, de las garras de la muerte. Con Jesús podemos tener vida para siempre. ‘El que cree en mí aunque haya muerto vivirá, y todo el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre…’
Marta está entendiendo todo esto en principio pensando en la resurrección final. ‘Sé que resucitará en el último día, cuando tenga lugar la resurrección de los muertos, al fin de los tiempos’, le dice. Pero Jesús le dice que no será sólo entonces. Es cierto que esa esperanza no la podemos perder. La necesitamos. Pero Jesús dice algo más: ‘Yo soy la Resurrección y la Vida’. Es que el Señor puede resucitarnos ahora, quiere resucitarnos ahora de esa muerte que se nos va metiendo en el alma, de ese pecado que nos lleva a la muerte. Cristo nos resucitará, nos dará el perdón de los pecados.
Aquí tenemos que pensar en el sacramento de la Penitencia o de la Reconciliación. Ya dijimos que todo sacramento es una participación en la muerte y en la resurrección del Señor. Cristo en el sacramento de la Penitencia nos resucita, nos arranca de la muerte, nos perdona nuestros pecados. Así tenemos que vivirlo. Así tenemos que experimentar en nosotros esa nueva vida que Dios nos da en virtud de su muerte y resurrección.
‘Dios, Padre de misericordia, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz…’ Así nos dice el Sacerdote cuando nos da la absolución, perdón de los pecados en el nombre de Dios, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo cuando celebramos el sacramento.
También Cristo se para delante de la tumba de nuestra vida para arrancarnos de la muerte. Así llega a nosotros en el Sacramento. Jesús lloró ante la tumba de Lázaro profundamente conmovido, dice el evangelio. ‘Jesús al verla llorar y a los judíos que también lloraban, lanzó un profundo suspiro y se emocionó profundamente… rompió a llorar… y profundamente emocionado se acercó más al sepulcro’. Los judíos estaban admirados de cómo Jesús lo quería.
También Cristo nos ama y llora por nosotros, por nuestra muerte, por nuestro pecado. Podemos recordar todo su sufrimiento en su pasión, desde el sudor de sangre en Getsemaní hasta la sangre y agua que brotó de su costado con la lanzada del soldado después de muerto, podríamos recordar aquí toda su pasión en sus diferentes pasos hasta su muerte en la Cruz.
Muchas más cosas podríamos comentar. ‘Lázaro, sal fuera…’ gritó Jesús. Cristo nos llama, viene a nosotros para desatarnos de todas esas ataduras, de todas esas vendas y sudarios de muerte y de pecado que no nos dejan caminar con la libertad de la luz y de la vida.
Cristo viene a nosotros también como el padre que corre al encuentro del hijo perdido y muerto que vuelve y que resucita para comérselo a besos y hacer fiesta, como nos enseña Jesús en la parábola. Cristo nos viste de nuevo la vestidura nueva de la gracia, de la vida; aquella vestidura que blanca se nos dio en el Bautismo, que hemos manchado tantas veces con nuestro pecado y que ha sido lavada en la sangre del Cordero. Cristo viene para crear en nosotros los hombres nuevos de la gracia. Cristo nos salva, nos redime, nos perdona, hasta llegar a disculparnos como lo hizo desde la cruz, ‘porque no saben lo que hacen’.
Que cuando llegue la celebración de la Pascua de Resurrección nosotros hayamos resucitado con Cristo.