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sábado, 27 de marzo de 2010

Subamos con Jesús a la Pascua

Ez. 37, 21-28
Sal. Jer. 31
Jn. 45-56

‘Vosotros no entendéis ni palabra: no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera’. Por supuesto entendemos el sentido de las palabras de Caifás según sus propios supuestos.
La gente se estaba yendo con Jesús y para ellos era un fracaso. Tras la resurrección de Lázaro muchos judíos habían comenzado a creer en Jesús. Así nos lo ha ido explicando el evangelista en distintas situaciones. Según las suposiciones de los sumos sacerdotes, de los fariseos y del Sanedrín aquella podría acabar en división y en una posible revuelta y los romas actuarían y podría haber grandes matanzas. Mejor que muera uno, no muchos o todo un pueblo que podría verse aplastado.
Pero aunque esta era la buena posición en su lógica política, los creyentes en Jesús desde un principio entendieron estas palabras de Caifás como una profecía y así nos lo recoge el evangelista. ‘Esto no lo dijo por propio impulso sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente anunciando que Jesús iba a morir por la nación y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos'.
La muerte de Jesús no fue sólo una trama humana de quienes no quisieran aceptar a Jesús como Mesías o como Hijo de Dios. Con ojos de fe detrás de todo eso estamos viendo el designio de Dios. Un designio amoroso en el que quiere darnos la paz y la salvación. Un designio divino ya anunciado en el paraíso terrenal cuando anuncia la derrota de la serpiente. Pero un designio divino mantenido en la fe y la esperanza del pueblo creyente por los profetas en la espera de un Mesías Salvador. Es cierto que habían confundido muchas veces el sentido de ese Mesías Salvador, pero así estaba anunciado como aquel que iba a restablecer de una vez para siempre la Alianza de Dios con su pueblo, con toda la humanidad, como hoy mismo lo hemos escuchado en el profeta Ezequiel como muchas veces en otros profetas. ‘Haré con ellos una alianza de paz, alianza eterna pactaré con ellos… con ellos moraré, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo…’
Por eso nos hablará Jesús de su voluntad decidida de subir a Jerusalén cuando llegaba el tiempo y la hora. Se mantiene lejos de Jerusalén mientras no ha llegado esa hora, como le vemos en estos momentos que se va más allá del Jordán. Nos hablará de que nadie tiene poder para quitarle su vida, sino que El la entrega libremente.
Cuando llegue la hora de pasar de este mundo al Padre El iniciará todos los preparativos y dará los pasos. Lo veremos prontamente cuando se disponga a celebrar la Cena del Cordero Pascual, el cordero de la Antigua Alianza. El será el Cordero de la Nueva Alianza que se entregará y se inmolará, que nos dará la más suprema prueba de amor. Que derramará su Sangre para sellar la Alianza nueva y eterna. Es verdad, el va a morir por nosotros y por todos los hombres. Se entrega El para que nosotros no muramos sino que tengamos vida. A precio de su sangre hemos sido rescatados. Su muerte por nosotros en la Cruz es el inicio de una vida nueva porque podremos comenzar a llamarnos y ser hijos.
Es lo que nos disponemos a celebrar y a vivir. Hemos de disponer de verdad nuestro espíritu, abrir nuestro corazón a la gracia divina, celebrar y vivir con toda intensidad esta fiesta pascual a la que vamos a subir con Jesús.

viernes, 26 de marzo de 2010

Grité a mi Dios y mi grito llegó a sus oídos

Jer. 20, 10-13
Sal. 17
Jn. 10, 31-42


El evangelio habla del rechazo de los judíos a Jesús que le llaman incluso blasfemo porque se manifiesta como el Hijo de Dios. A pesar de las obras que Jesús hace – ‘creed a las obras, para que comprendáis que el Padre está en mí y yo en el Padre’, les dice -; por eso Jesús marcha más allá del Jordán, el lugar donde Juan había estado bautizando. Precisamente estará allí cuando le avisan de la enfermedad y la muerte de Lázaro de Betania.
Con estos textos la liturgia nos va preparando para la celebración de la pasión de Jesús que ya tenemos inminente, cuando el domingo de ramos entremos en la Semana Santa.
Lo que escuchamos en Jeremías, primera lectura de hoy, podemos decir que va en el mismo sentido, en el que el justo es perseguido y acosado. ‘Oigo el cuchicheo de la gente…’ Le ponen incluso motes a Jeremías para burlarse de él y como expresión del rechazo a su misión profética.
Pero el profeta se siente fuerte porque su apoyo está en el Señor. ‘El Señor está conmigo, como fuerte soldado… tropezarán y no podrán conmigo…’ Es la seguridad y la confianza que nosotros hemos de sentir y tener. Como nos dice el salmo ‘me cercaban olas mortales, torrentes destructores, me envolvían las redes del abismo, me alcanzaban los lazos de la muerte…’ ¿No recordamos los tsunamis y las inundaciones que todo lo destrozan? ‘Pero en el peligro invoqué al Señor y me escuchó’.
Hermosas imágenes que nos hablan de las tentaciones de todo tipo con las que en la vida nos vemos zarandeados. Queremos muchas veces, pero no podemos. Nos sentimos arrastrados por un torbellino de las pasiones, de los odios, los resentimientos, las envidias, las violencias de la vida… ¡Cuántas cosas! Nos parece que estamos envueltos por un mar embravecido y nos ahogamos.
Pero ‘el Señor es mi Roca’, esa roca donde me apoyo y me siento seguro, me agarro con fuerza para no perder pie en esa lucha contra el mal y el pecado. ‘El Señor es mi fortaleza, mi alcázar, mi libertador’, me siento seguro. Con El nada temo. ‘Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos’.
‘No nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal…’ pedimos todos los días en el padrenuestro. Pero pidámoslo de verdad. Algunas veces decimos, es que no puedo, la tentación es superior a mis fuerzas, es que me ciego con la pasión y el mal… Pero ¿pedimos al Señor su fuerza y su gracia? ¿Le invocamos en el momento del peligro?
‘En el peligro invoqué al Señor, grité a mi Dios… y mi grito llegó a sus oídos’.
Este último viernes de Cuaresma en la devoción popular es llamado el Viernes de Dolores y en muchos lugares se invoca a la Virgen en esta advocación como una preparación inmediata a la Semana Santa. Miremos a María junto a la Cruz de Jesús. Allí nos la dio como madre. Que ella interceda con su intercesión maternal por nosotros para que sigamos el camino de la fe y del amor. Que ella esté a nuestro lado en estos días que celebramos la pasión de Jesús y de ella aprendamos a abrir nuestro corazón a Dios y a su gracia. Que nos lleve por caminos de conversión.

jueves, 25 de marzo de 2010

Una resurrección para la vida

Una resurrección para la vida
la resurrección de Lázaro imagen de nuestra resurrección en Cristo (Jn. 11, 1-44)


Toda la vida del cristiano no es sino una participación en el misterio pascual de Cristo, una participación en su muerte y resurrección. Así desde nuestro Bautismo que fue un sumergirse en la muerte de Cristo para con El y en El renacer a una vida nueva.
Como nos dice san Pablo ‘los que por el Bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el Bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva…en una resurrección como la suya’.
De ahí que todo ha de ser para nosotros un vivir ese sentido de Pascua. Es más, en cada uno de los sacramentos estamos viviendo ese misterio pascual de Cristo, ya sea la Eucaristía, ya la Penitencia, o cualquiera de los otros sacramentos.
Pero la Iglesia en su liturgia nos invita y nos ayuda a vivirlo si cabe con mayor intensidad cuando a través del año litúrgico vamos celebrando el misterio de Cristo. Con una especial intensidad y solemnidad lo vivimos en el triduo pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Momento intenso y momento central de todo el año litúrgico, que lo es también de toda la vida del cristiano.
Por eso nos preparamos a través de toda la Cuaresma en la que, iluminados por la Palabra de Dios que con toda riqueza cada día se nos proclama, por una más intensa vida de oración y la austeridad penitencial, vamos revisando, iluminando, renovando nuestra vida para que haya verdadera pascua en nosotros; para que logremos ese morir en verdad con Cristo al pecado para renacer limpios, purificados, llenos de nueva vida en la resurrección del Señor.
Estos días, con estas reflexiones que nos hemos ido haciendo, con estos tres encuentros con el Señor a través de estos textos de la Palabra de Dios que tanta importancia tienen en el itinerario de la catequesis bautismal y cuaresmal, hemos querido dar unos pasos que nos acerquen más a ese encuentro con el Señor. Hoy vamos a contemplar y meditar la escena de la resurrección de Lázaro, verdadero signo para nosotros de lo que tiene que ser ese renacer en el Señor.
‘El que amas está enfermo…’ le habían comunicado a Jesús de parte de las hermanas de Lázaro. Pero Jesús había respondido que esa ‘enfermedad no es de muerte, sino que tiene por finalidad manifestar la gloria de Dios, y a través de ella se dará también a conocer la gloria del Hijo de Dios’. Una respuesta semejante a lo que Jesús había respondido cuando el ciego de nacimiento allá en las calles de Jerusalén.
Pasados unos días Jesús dirá: ‘Vamos otra vez a Judea’. Algunos discípulos se resisten con miedo porque saben lo que traman contra Jesús. Se sentían acobardados y con miedo, por lo que pudiera pasar. ‘Lázaro está dormido, voy a despertarlo…’ seguirá diciendo Jesús. ‘Si duerme, despertará’, le comentan, pero Jesús aclarará ‘Lázaro ha muerto y me alegro por vosotros de no haber estado allí para que creáis…’ Será Tomás el que exclamará ‘vayamos y muramos con El’, aunque más tarde sea el que esté ausente y luego dude pidiendo pruebas palpables de su resurrección.
Iba a ser un gran signo para la fe de sus discípulos. Una gran señal para nosotros también. Para que se reavive nuestra fe, pero también para que nos demos cuenta de nuestras verdaderas enfermedades de las que Jesús ha de curarnos, de esos sueños de muerte que hay en nosotros de los que tiene que despertarnos, de esa muerte que nos acecha, y de la vida que Jesús quiere ofrecernos. Tendrá, pues, que crecer nuestra fe en El. Fe en la vida verdadera que nos arranca de la muerte, de la peor de las muertes.
¿Cuál es la muerte que nos acecha? ¿Cuál es la muerte que hemos dejado entrar en nuestra vida? Reconozcamos nuestro pecado. Reconozcamos que muchas veces se nos adormece nuestra fe. Reconozcamos también los miedos que nos oprimen el alma. Reconozcamos la debilidad de nuestra vida, la poca constancia con la que luchamos contra el mal. Reconozcamos que muchas veces también nosotros dudamos, queremos pruebas, queremos palpar y tocar con nuestras manos o con nuestras razones para poder creer. Reconozcamos que rehuimos el sacrificio y el esfuerzo y preferimos una vida más cómoda y sin dificultades. Reconozcamos nuestras rebeldías, nuestros anti-testimonios y malos ejemplos. Reconozcamos esa vida tan insulsa que vivimos sin querer comprometernos con nada. Reconozcamos nuestras insolidaridades y egoísmos. Reconozcamos el materialismo y las sensualidades a los que nos hemos acostumbrado. Son tantas cosas que tenemos que reconocer…
Cuando Jesús llegó a Betania ambas hermanas, cada una por su lado, saldrán con la misma queja al encuentro con Jesús. ‘Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano…’ Es cierto que con tiempo le habían avisado y en cierto modo suplicado su presencia, como tantas veces Jesús había venido a Betania a aquel acogedor hogar. Pero Jesús ahora no había venido tan pronto como a ellas les hubiera gustado.
Como nos sucede a nosotros que también algunas veces nos quejamos al Señor porque decimos que no nos escucha, que no le vemos tan presente a nuestro lado (o eso nos parece) cuando lo necesitamos en nuestros problemas, en nuestros sufrimientos. Pero aquel comentario de Jesús a los discípulos nos puede valer a nosotros también. ‘Esta enfermedad no es de muerte… para que se manifieste la gloria de Dios… para que vosotros también creáis…’ Pero es que nos cuesta a veces descifrar los caminos de Dios. El nos escucha pero seguro que El actuará en nosotros cuando sea mejor para la mayor gloria de Dios, para lo que sea mejor para nuestro crecimiento en la fe.
A pesar de las quejas de Marta y María, y de que están pasando por la noche oscura de la muerte de su hermano con todo el dolor para ellas, vemos, sin embargo, que la fe de aquellas mujeres no mermará. ‘Aún así yo sé que todo lo que pidas a Dios, El te lo concederá’, le dirá Marta para terminar afirmando categóricamente: ‘Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir al mundo’.
Y es que Jesús es la Resurrección y la Vida. Si creemos de verdad en El tendremos vida para siempre. Que no decaiga nuestra fe. Aunque se nos metan muchas sombras y tinieblas en la vida, si nos mantenemos firmes en nuestra fe, la muerte no podrá hacernos ningún daño. El nos arrancará de las tinieblas, de las garras de la muerte. Con Jesús podemos tener vida para siempre. ‘El que cree en mí aunque haya muerto vivirá, y todo el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre…’
Marta está entendiendo todo esto en principio pensando en la resurrección final. ‘Sé que resucitará en el último día, cuando tenga lugar la resurrección de los muertos, al fin de los tiempos’, le dice. Pero Jesús le dice que no será sólo entonces. Es cierto que esa esperanza no la podemos perder. La necesitamos. Pero Jesús dice algo más: ‘Yo soy la Resurrección y la Vida’. Es que el Señor puede resucitarnos ahora, quiere resucitarnos ahora de esa muerte que se nos va metiendo en el alma, de ese pecado que nos lleva a la muerte. Cristo nos resucitará, nos dará el perdón de los pecados.
Aquí tenemos que pensar en el sacramento de la Penitencia o de la Reconciliación. Ya dijimos que todo sacramento es una participación en la muerte y en la resurrección del Señor. Cristo en el sacramento de la Penitencia nos resucita, nos arranca de la muerte, nos perdona nuestros pecados. Así tenemos que vivirlo. Así tenemos que experimentar en nosotros esa nueva vida que Dios nos da en virtud de su muerte y resurrección.
‘Dios, Padre de misericordia, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz…’ Así nos dice el Sacerdote cuando nos da la absolución, perdón de los pecados en el nombre de Dios, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo cuando celebramos el sacramento.
También Cristo se para delante de la tumba de nuestra vida para arrancarnos de la muerte. Así llega a nosotros en el Sacramento. Jesús lloró ante la tumba de Lázaro profundamente conmovido, dice el evangelio. ‘Jesús al verla llorar y a los judíos que también lloraban, lanzó un profundo suspiro y se emocionó profundamente… rompió a llorar… y profundamente emocionado se acercó más al sepulcro’. Los judíos estaban admirados de cómo Jesús lo quería.
También Cristo nos ama y llora por nosotros, por nuestra muerte, por nuestro pecado. Podemos recordar todo su sufrimiento en su pasión, desde el sudor de sangre en Getsemaní hasta la sangre y agua que brotó de su costado con la lanzada del soldado después de muerto, podríamos recordar aquí toda su pasión en sus diferentes pasos hasta su muerte en la Cruz.
Muchas más cosas podríamos comentar. ‘Lázaro, sal fuera…’ gritó Jesús. Cristo nos llama, viene a nosotros para desatarnos de todas esas ataduras, de todas esas vendas y sudarios de muerte y de pecado que no nos dejan caminar con la libertad de la luz y de la vida.
Cristo viene a nosotros también como el padre que corre al encuentro del hijo perdido y muerto que vuelve y que resucita para comérselo a besos y hacer fiesta, como nos enseña Jesús en la parábola. Cristo nos viste de nuevo la vestidura nueva de la gracia, de la vida; aquella vestidura que blanca se nos dio en el Bautismo, que hemos manchado tantas veces con nuestro pecado y que ha sido lavada en la sangre del Cordero. Cristo viene para crear en nosotros los hombres nuevos de la gracia. Cristo nos salva, nos redime, nos perdona, hasta llegar a disculparnos como lo hizo desde la cruz, ‘porque no saben lo que hacen’.
Que cuando llegue la celebración de la Pascua de Resurrección nosotros hayamos resucitado con Cristo.

Unos ojos que se abren para conocer a Cristo

Unos ojos que se abren para conocer a Cristo
El ciego de nacimiento imagen de nuestras cegueras y nuestro encuentro con la luz (Jn. 9, 1-41)


¿Qué es lo que he hecho para que Dios me trate así? Es una queja recientemente escuchada de un joven que se con muchos problemas en su vida: problemas de índole familiar, social, del propio desarrollo de sus estudios e, incluso, casi de subsistencia. En la negrura y casi desesperación con que ve su vida a causa de los problemas se interroga incluso sobre su fe, preguntándose por qué ese castigo de Dios, qué es lo que hecho para merecerlo.
Digo esta experiencia porque es algo que he escuchado recientemente en un desahogo de esa persona, pero son preguntas que mucha gente se hace, que muchas veces nos hacemos cuando nos vemos envueltos en problemas y sufrimientos, una enfermedad que aparece en nuestra vida, la muerte quizá de unos seres queridos o de personas inocentes, problemas que nos surgen y a los que nos parece encontrarle solución y nos preguntamos por el por qué de tanto sufrimiento o dónde está Dios que permite que nos sucedan esas cosas.
Bien sabemos que muchas personas ven la enfermedad y el sufrimiento como un castigo de Dios y es por eso por lo que se preguntan qué es lo que han hecho para merecer tanto sufrimiento o tanto castigo. Claro que planteado desde una auténtica fe no podemos verlo de esa manera.
‘Maestro, ¿por qué nació ciego este hombre? ¿Fue por un pecado suyo o de sus padres?’ Es el planteamiento que le hacen también los discípulos a Jesús. caminaban por las calles de Jerusalén y allí estaba aquel hombre ciego de nacimiento pidiendo limosna a todo el que pasaba. Eran frecuentes esas situaciones en Palestina. Ya el evangelio nos habla de muchos ciegos que acuden a Jesús en búsqueda de luz para sus ojos.
La respuesta de Jesús es tajante y rápida por así decirlo. ‘La causa de su ceguera no ha sido ni un pecado suyo ni de sus padres. Nació así para que el poder de Dios pueda manifestarse…’ Y se va a manifestar la gloria de Dios. Jesús se acercó al ciego y dice el evangelista con todo detalle ‘escupió en el suelo, hizo un poco de lodo con la saliva y lo extendió sobre los ojos de aquel hombre. Luego le dijo: Ahora ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa enviado) El ciego fue, se lavó y, cuando regresó, ya había recobrado la vista’.
Muchas consideraciones nos podemos hacer y es bien hermoso el mensaje. Comencemos apuntando cómo el ciego se dejó hacer. No sabía bien qué es lo que pasaba, por qué le hacían aquello ni tampoco tenía muy claro quien se lo había hecho, sin embargo se dejó hacer. Admirable esa actitud del ciego. Quizá era su confianza, su esperanza y su deseo de recobrar la vista. Pero no siempre nos dejamos hacer así. ¿Para qué me sirve eso? Siempre buscando un utilitarismo en todo lo que hacemos o nos piden hacer. ¿Qué me va a añadir a mi vida? Desconfiamos si aquello me va a servir para algo o va a mejorar mi situación de algunas manera. ¿Qué gano yo con esto? Siempre andamos interesados buscando ganancias o beneficios. ¿No tendríamos que cambiar en esas actitudes de prejuicio con que andamos?
El camino del ciego una vez recuperada la vista no fue tan fácil. Había comenzado a ver la luz y aún no sabía bien de donde venía. Cuando le preguntan quien se lo ha hecho, en principio él no sabe dar razón de quien ha sido. Comenzarán para él muchas pruebas y dificultades, que podríamos decir le van purificando por dentro. Poco a poco sus ojos se irán abriendo a la luz verdadera. Y si en principio no sabía quien había sido, pronto dirá que no puede ser un pecador quien le haya hecho eso porque tiene que ser un hombre de Dios, o tendrá que ser un profeta.
Un camino largo hemos de recorrer también nosotros porque habrá que ir cambiando muchas cosas dentro de nosotros, desmontando muchas ideas como aquello que decíamos antes del castigo de Dios por los sufrimientos o problemas que nos puedan surgir, hasta que lleguemos a conocer a Jesús de verdad y el sentido que en El vamos a encontrar para nuestra vida. Al final de todo el proceso el ciego que ha sido curado llegará a conocer a Jesús de verdad, aunque antes tenga que pasar por muchas pruebas. ‘¿Crees en el Hijo del Hombre?... y ¿quién es para que pueda creer en El?... ya lo has visto, es el que te está hablando…’
Pero la gente que está a su alrededor no le ayudaba porque lo que hacían era presentar oposición, porque no quieren aceptar el milagro, ni tampoco quien aceptar a aquel a través del cual se ha manifestado la gloria de Dios. Incluso sus propios padres, temiendo comprometerse, lo dejarán solo. Al final se verá también excluido de la sinagoga porque tal es la oposición a quien pueda aparecer con fe en Jesús.
¿Se parecerá todo esto a situaciones por las que nosotros pasamos o actitudes que de una forma o de otra podemos tener dentro de nosotros? Cuando se nos manifiestan las maravillas de Dios pueden surgir dudas dentro de nosotros, o también habrá quienes quieran hacernos poner en duda todo eso que nos ha sucedido; se tratará de darnos explicaciones de orden natural o de la razón con tal de que no seamos capaces de ver la acción sobrenatural del Señor que actúa en nosotros manifestándose así la gloria del Señor.
Pero Dios sigue saliéndonos al encuentro. Podrá realizar maravillas con cosas asombrosas, no podemos negar el poder infinito de Dios, pero también se nos manifestará a través de signos sencillos pero que producirán en nosotros frutos maravillosos de gracia. Son los sacramentos.
Los sacramentos, tenemos que decir, signos sencillos pero maravillosos. Sencillos como el agua, el aceite, el pan y el vino, una imposición de manos, una expresión de entrega y de amor… pero a través de esos signos Cristo se nos va a hacer presente en nuestra vida y nos llenará de su gracia, Cristo viene a nuestro encuentro con la fuerza de su Espíritu; Cristo se nos da para hacernos partícipes de su vida llenándonos de la vida de Dios; Cristo nos perdona o nos alimenta, nos fortalece en la debilidad de nuestro cuerpo enfermo o se hace compañero de nuestra vida y nos dará la fuerza más grande y sobrenatural a nuestro amor.
Unos signos sencillos, como decíamos, pero que por la acción del Espíritu Santo son para nosotros sacramento de Dios, signo y señal clara y certera de que Dios está con nosotros, seguridad absoluta de la gracia y de la fuerza del Señor que no nos faltará en nuestra vida. Recordemos lo que decía a Nicodemo, nacer de nuevo, nacer por el agua y el Espíritu y nos está señalando los signos del Bautismo.
Recordáis lo que comentábamos al principio del lodo que Jesús hizo para poner en los ojos del ciego, que algunos se preguntaban y para qué sirve, o qué voy a ganar, qué me va a añadir a mi vida y cosas así. También muchos se lo preguntan acerca de los sacramentos, qué me añade a mi matrimonio si yo ya amo a mi pareja el que me case o no por la iglesia, como dicen algunos. Y así tantas objeciones que nos ponen muchos.
Claro que todo esto solo por la fe lo podemos entender y llegar a vivir. No es simplemente el agua, el aceite o el pan, por decir sólo algunos elementos, sino que es la acción del Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, como ya mencionamos recordando las palabras de Jesús a Nicodemo en relación al Bautismo, lo que hace que para mí sea Sacramento y signifique esa presencia de Dios, de Cristo, de su gracia en mi vida.
Por la fuerza del Espíritu será ese nuevo nacimiento, se hará Cristo alimento y presencia en el pan y vino de la Eucaristía, nos da esa gracia y esa fuerza del Señor en cada uno de los sacramentos por ejemplo en la unción, se hace presente todo el don del Espíritu en nosotros para hacer verdaderos testigos y apóstoles, alcanzaremos el perdón de los pecados por el ministerio de la Iglesia, o nuestro amor matrimonial se hará verdadero signo del amor de Cristo por su Iglesia y será fortalecido con la gracia del Señor. Es la fe la que nos hará descubrir, sentir y vivir esa gracia de Dios en nuestra vida, esa presencia de Cristo que viene a nosotros con su salvación. Cada vez que estemos celebrando un sacramento estaremos haciendo presente esa pascua salvadora de Cristo en su muerte y resurrección.
Por eso ahora cuando vamos a vivir estos días de la Semana Santa tenemos que llegar a ese encuentro vivo y profundo con Cristo que me salva y viene a mí en la gracia sacramental. Repito, encuentro vivo y profundo con Cristo. Un encuentro personal con el Señor que viene a nosotros, que viene a mi. Un encuentro que viviremos y celebraremos, por supuesto, con los demás, en comunidad, en sentido verdadero de Iglesia que se siente amada y salvada por el Señor.
Algunos se quedan en asistir, un poco como espectadores, contemplar unas imágenes o ir a unas procesiones. Parece eso un tanto pasivo, como espectador, con falta de hondura y profundidad. No nos podemos quedar en lo externo. No terminamos de llegar a ese encuentro vivo con el Señor. Es en lo que tenemos que estar muy vigilantes.
Esos actos religiosos a los que asistimos, esas imágenes sagradas que contemplamos y que son algo más que unos objetos de arte, esas procesiones en las que vamos contemplamos los distintos momentos del misterio de nuestra redención como fue la pasión y la muerte de Jesús, tienen que ser medios que nos lleven a Cristo, a dejarnos encontrar por El, y a vivirle con toda profundidad llenándonos de su gracia; tienen que llevarnos a la vivencia sacramental de la presencia del Señor que es verdadera presencia en nuestra vida; tienen que llevarnos a vernos inundados por la gracia salvadora del Señor que nos perdona y que nos da vida, que nos salva y que nos pondrá en camino de una más exigente santidad.
Todo ello nos llevará a una transformación de nosotros mismos. Porque Cristo viene a nosotros para que tengamos vida, para arrancarnos de la muerte, para quitar esas cegueras de nuestra vida, como abrió los ojos del ciego de nacimiento como hemos venido reflexionando.
‘¿Acaso nosotros también estamos ciegos?’, se preguntaban los fariseos cuando escucharon a Jesús. No temamos hacernos esa pregunta, porque será la manera de que comencemos a dar pasos hacia la luz, hacia Cristo que nos abrirá los ojos del corazón llenándonos de su luz y de su gracia salvadora. Que como se manifestó la gloria del Señor en la curación del ciego de nacimiento así también se manifieste la gloria de Dios en la transformación de nuestra vida y cuando Cristo se hace presente en mí en la celebración de los Sacramentos.

Un agua que calma nuestra sed para siempre

Un agua que calma nuestra sed para siempre
la samaritana que va al pozo de Jacob nos enseña a buscar el agua que calme nuestra sed (Jn. 4, 5-42)


Los encuentros con Jesús son siempre encuentros para la vida y la salvación. En esta recta final de la Cuaresma queremos intensificar nuestra preparación para la Pascua para que podamos vivir con toda intensidad todo el misterio que vamos a celebrar, aunque durante toda la cuaresma hemos venido preparándonos con la celebración de cada día y los demás actos piadosos y penitenciales que hemos ido realizando.
Vamos a hacernos tres reflexiones en estos días dejándonos guiar por el evangelio, como no podía ser de otra manera. Nos valdremos de tres textos evangélicos que han sido siempre fundamentales en el camino de la cuaresma y lo que en la Iglesia fue siempre la catequesis cuaresmal que preparaba a los cristianos para el triduo pascual. Son los evangelios que leemos en los tres últimos domingos en el ciclo A de la liturgia cuaresmal.
Son encuentros con Jesús en donde nos sale al encuentro y es lo que hemos de tener muy presente, porque no es simplemente lo que yo pueda ofreceros con mis reflexiones, sino lo que hondamente podemos experimentar ustedes y yo en estos encuentros con Jesús.
Camina Jesús desde Judea a Galilea atravesando Samaria y se detiene junto al pozo de Jacob a descansar mientras los discípulos van a comprar comida en la ciudad cercana. Jesús quiere quedarse allí porque quería salir al encuentro de la mujer que viniera a buscar agua al pozo.
La mujer viene hasta el pozo, pero es Jesús quien provoca el encuentro. No era normal que un judío hablase con un samaritano, o que un hombre hablase con una mujer en un descampado. La conversación surge como lo más normal. ‘Dame de beber’. Jesús sediento del camino pide un poco de agua que calme su sed. Pero no era sólo la sed física la que Jesús llevaba dentro de sí. ‘Tengo sed’, gritaría también desde la cruz en medio del tormento de su pasión. Entonces rehusará los calmantes que puedan ofrecerle, porque es otra la sed más importante en estos momentos y en aquellos. Jesús tiene sed del alma de aquella mujer que se acerca por allí.
Ya sabemos cómo siguió la conversación con las reticencias de la mujer, pero sobre todo con el ofrecimiento que hace Jesús. ‘Si supieras quién es el que te pide de beber me pedirías tú a mí y te daría un agua viva… el pozo es hondo y no tienes con qué sacar el agua cómo puedes darme agua viva… el que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed…’
¿Tenemos sed? ¿Queremos saciar nuestra sed para siempre? No se trata ya del agua de cualquier pozo, ni es agua que calme la sed de nuestros cuerpos. ¿Habrá otra inquietud más honda en nuestro corazón? Siempre hay preguntas dentro de nosotros que nos callamos a veces, o no queremos que otros sepan de las inquietudes que podamos tener dentro de nosotros mismos. Parecen ser secretos bien guardados que a nadie queremos dejar traslucir. Otras veces, sin embargo, salen a flote esas preocupaciones de diverso tipo que hay dentro de nosotros.
Si nos fijamos en todo este texto del encuentro de la mujer samaritana con Jesús vemos cómo irán aflorando poco a poco diversas cuestiones e inquietudes que había en el corazón de aquella mujer. Tan seca y distante en un principio, poco a poco irá abriendo su corazón. Serán preocupaciones materiales que pasan por tener que ir todos los días a la fuente a buscar agua, o serán otras preocupaciones surgidas quizá de una vida desordenada e irregular – cuántas frustraciones podía haber en el corazón de aquella mujer que tantos maridos había tenido -, o serán otros interrogantes más hondos en su vida religiosa y de relación con Dios, o en la esperanza que todo judío tenía en la expectativa de la pronta llegada del Mesías.
Todo fue surgiendo en aquel encuentro de una forma que parecía de lo más normal. Se sentía a gusto aquella mujer en su encuentro con Jesús a pesar de los primeros momentos llenos de suspicacias y desconfianzas. Pero es que cuando nos ponemos con sinceridad delante de Jesús poco a poco se nos va desnudando el alma y ante Jesús nada podemos callar o dejar oculto.
Es como hemos de sentirnos nosotros ahora, a gusto con Jesús, dejando que El nos hable al corazón y abriendo también las puertas de toda nuestra vida para nuestro encuentro con El, para que El llegue y se posesione de nuestra casa, de nuestra vida. También dentro de nosotros tenemos problemas, preocupaciones, interrogantes, ilusiones. Necesitamos la Palabra clarificadora de Jesús, que su luz nos ilumine.
Preocupaciones en lo que es la vida de cada día con sus problemas. Pueden ser nuestras soledades o nuestras limitaciones; pueden ser los achaques y los problemas de salud que van apareciendo con los años; pueden ser los problemas que nos preocupan de nuestras familias; puede ser la persona que está a nuestro lado y con quien convivimos… Como la samaritana que andaba preocupada porque cada día tenía que venir a buscar agua al pozo de Jacob.
Pero ¿sabéis una cosa? Porque fue al pozo de Jacob a buscar agua se encontró con Jesús. Pensemos que en esa preocupación y problema, en esa persona que está a nuestro lado podemos encontrarnos con Jesús; en ellos viene Jesús a nuestro encuentro. Hemos de saber descubrirlo, verlo, sentirlo. Pidamos que se abran los ojos de nuestra fe. La samaritana al principio sólo veía en Jesús un judío cuya presencia de alguna manera le importunaba desde lo mal que se llevaban judíos y samaritanos. Terminará diciendo que en Jesús hay algo de Dios porque le reconoce en un momento al menos como un profeta.
Pero aquel encuentro sirvió para algo más. Saldrían a flote otros problemas del interior y de la vida de aquella mujer. Aparecerá lo irregular de su vida en el plano moral. ‘Vete a casa y llama a tu marido… no tengo marido… es verdad, has tenido cinco y con el que ahora vives no es tu marido…’ Problemas que están ahí y que necesitarán una luz que los clarifique.
Si con sinceridad nos ponemos ante Dios, como ahora queremos hacerlo, miraremos lo hondo de nuestra vida y nos daremos cuenta de las cosas que no marchan bien, allí donde nos falla la fidelidad al Señor, y donde todo no es recto ni bueno. No rehuyamos esa mirada de Jesús a nuestro corazón. Porque no es sólo nuestra mirada, sino que es la mirada de Jesús. No cerremos los ojos para no querer reconocer la verdad de nuestra realidad. Aquella mujer diría más tarde a sus convecinos ‘me ha dicho todo lo que he hecho’. No temamos mirar nuestra vida con los ojos de Dios. No perdamos la paz. Porque la mirada de Jesús es siempre una mirada misericordiosa. Ya lo seguiremos reflexionando. No nos cerremos a esta gracia del Señor, sino dejémonos transformar por El.
Habrá también otras inquietudes e interrogantes. No sabemos a veces que hacer algunas veces con nuestra fe. Nos llenamos de dudas. A veces no queremos complicarnos mucho y solamente nos dejamos llevar, porque esto siempre ha sido así, porque es algo que hay que hacer; bueno, eso es lo que nos enseñaron y simplemente creo porque me lo enseñaron así mis padres… pero no nos hacemos otros planteamientos más hondos para profundizar en esa fe, para hacerla crecer y madurar, para llevarla a un convencimiento profundo que implique de verdad toda mi vida.
La mujer samaritana tenía también sus dudas, si había que adorar a Dios en el monte Garizin que estaba allá cerca en Samaria como los samaritanos habían hecho desde hacía mucho tiempo o si el templo verdadero era el de Jerusalén como decían los judíos. En un momento de su historia Israel y Judá se habían separado y enfrentado constituyendo reinos distintos y eso implicaba también el culto a Yavé. Es lo que ahora plantea aquella mujer. ‘Llega la hora, le dice Jesús, en que los que rindan verdadero culto al Padre, lo harán en espíritu y verdad…’
Ya nos está descubriendo la verdadera hondura del culto que hemos de darle a Dios. Además no dice simplemente culto o adoración, sino que ya nos está descubriendo algo hermoso, le llama Padre, ‘verdadero culto al Padre’. Una nueva relación con Dios, un culto más hondo y más auténtico, un culto que va a surgir desde el amor. Porque a Dios ya lo miramos de una manera distinta. Es el Padre bueno que nos ama, y al que tenemos que amar en verdad sobre todas las cosas.
Nos surgirán dudas en nuestro interior, se nos plantean problemas en cosas que muchas veces no acabamos de entender. Una cosa es importante, miramos a Dios con una nueva mirada, la mirada de los hijos al Padre. Dios es el Padre bueno que nos ama, como ya hemos dicho y repetido. En su amor nos ha entregado a su Hijo, a Jesús. por eso en cada momento de la vida, incluso en los momentos difíciles tenemos esa mirada distinta hacia Dios porque sabemos que es nuestro Padre, sabemos que nos ama, que no nos abandona ni nos deja solos; que está ahí a nuestro lado llevándonos sobre las palmas de sus manos. Con una mirada así, sintiéndonos amados de Dios, nuestra vida tendrá que ser distinta, la respuesta de nuestra fe ha de ser siempre una respuesta llena de amor.
Es lo que vamos a intentar hacer estos días. Dejemos que esa mirada de Dios llegue sobre nosotros. Con los ojos de Dios veremos las cosas distintas, nos sentiremos impulsados a dar pasos para ir a su encuentro. El viene a nosotros. No podemos desaprovechar esta oportunidad. Es una gracia del Señor que no podemos perder.
Busquemos momentos de silencio y soledad. Repasemos este encuentro de la samaritana con Jesús y pongámonos nosotros en su lugar. Escuchemos las palabras de Jesús como dirigidas directamente a nosotros. Y hablémosle. Démosle respuesta. Dejémonos conducir de su mano hacia la Pascua. El nos dará el agua viva que calma nuestra sed para siempre.

Tu palabra, tu voluntad, generosidad, disponibilidad, amor ante el misterio de Dios

Is. 7, 10-14; 8, 10:
Sal. 39;
Heb. 10, 4-10;
Lc. 1, 26-38

‘La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros…
’Es el misterio de Dios que hoy estamos celebrando. Dios que en su infinito amor por nosotros se hace hombre, toma nuestra carne humana para ser Dios con nosotros al mismo tiempo que se hace hombre. El amor de Dios hacia el hombre que ha creado le lleva no sólo a manifestarse, a dársenos a conocer, decirnos su Palabra, trazarnos un camino, sino que en todo ha querido parecerse a nosotros, ha querido hacerse hombre, tomando nuestra naturaleza humana. Maravilloso misterio de la unión de la naturaleza divina y humana en la persona de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre.
Cuando contemplamos a Jesús estamos contemplando verdaderamente a Dios y estamos contemplando a Jesús verdadero hombre, verdadero hombre y verdadero Dios. ¿Cómo se realiza este misterio? Los Teólogos nos hablarán de la unión hipostática en la persona divina de Jesús. Pero nosotros vamos a contentarnos con contemplar el relato del Evangelio donde el ángel le anuncia a María el nacimiento de un hijo suyo verdadero hombre pero que será verdadero Dios. Dios quiere contar con María para en su carne y en sus entrañas hacerse hombre verdadero sin dejar de ser Dios.
‘Has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo al que pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo…’ Es el Hijo de Dios. Todo será por la fuerza del Espíritu divino. ‘El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará el Hijo de Dios’.
Hoy es un día para la adoración porque es Dios mismo el que llega a nosotros al hacerse hombre; para el reconocimiento de este misterio admirable que no terminamos de admirar y alabar lo suficiente; para dar gracias por cuánto es el amor que Dios nos tiene que se ha hecho hombre para salvarnos.
Es el Emmanuel, el Dios con nosotros, como había anunciado el profeta. ‘La virgen concebirá y dará a luz un hijo y le podrá por nombre Emmanuel, que significa Dios con nosotros’.
Pero esa cercanía de Dios, Emmanuel, no nos puede hacer olvidar la inmensidad y la grandeza de Dios. Jesús se acerca a nosotros, como lo vemos en el evangelio, y esa cercanía de Dios nos manifiesta lo que es ese amor infinito de Dios que es Padre y que nos entrega a su Hijo. Pero es el Dios que hemos de adorar en espíritu y verdad, o sea, con toda nuestra vida, desde lo más hondo de nuestro ser, haciendo que sea en verdad el único Dios y Señor de nuestra vida, a quien en todo momentos hemos de tributar honor, gloria y alabanza. ‘Te damos gracias, te alabamos, te adoramos, te bendecimos' como expresamos en el cántico del gloria en la Misa. Para Dios siempre toda bendición y toda alabanza.
La Palabra de Dios que hoy hemos escuchado nos invita a muchas cosas. De María, con quien Dios quiso contar para encarnarse y hacerse hombre, hemos de aprender a decir Sí, con generosidad y disponibilidad total como lo hizo María. ‘He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra’, que fue la respuesta de María. ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’, como repetimos una y otra vez en el salmo tomándolo también de la carta a los Hebreos.
Según tu palabra, tu voluntad, generosidad, disponibilidad, amor. Eso cada día y en cada situación. Nada es ajeno a lo que es la voluntad de Dios. No lo podemos separar.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres

Dan. 3, 14-20.91-92.95
Sal. Dan. 3, 52-56
Jn. 8, 31-42


‘Si os mantenéis en mi palabra seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad y la verdad os hará libres’. Algunos van comenzando a creer en Jesús. Ayer al finalizar el texto que proclamamos, versículos inmediatamente anteriores a los hoy proclamados, se nos decía: ‘Cuando les exponía esto, muchos creyeron en El’.
Podemos decir que las palabras que hoy escuchamos en labios de Jesús son palabras de ánimo y de esperanza para aquellos que comienzan a creer en El. Merece la pena creer en Jesús, a pesar de las dificultades, contratiempos, oposición por parte de algunos, incluso persecuciones. Jesús nos dice ‘seréis mis discípulos… conoceréis la verdad…’ Con Jesús, siguiéndole, siendo su discípulos, confiando plenamente en El, alcanzaremos la plenitud total de su libertad… ‘la verdad os hará libres’.
Algunos siguen sin entender, incluso le recuerdan a Jesús que ellos son libres porque son hijos de Abrahán. ‘Somos linaje de Abrahán y nunca hemos sido esclavos de nadie’. Pero la libertad de la que está hablando Jesús no va ni por raza, ni por pertenencia a un determinado pueblo, ni por otras razones externas. No es por esos caminos por donde alcanzamos la libertad verdadera.
Es algo más hondo, dentro de nosotros mismos. No son sólo ataduras externas o imposiciones que otros hagan sobre nosotros las que nos quitan la libertad. Hay otra esclavitud mayor que es la del pecado. ‘Os aseguro que quien comete pecado es esclavo’, viene a afirmar Jesús tajantemente.
Y Cristo es el que nos ha liberado de verdad. Nos ha hecho libres porque nos ha arrancado de la esclavitud del pecado. El ha venido a perdonarnos, a rescatarnos, a darnos la verdadera libertad. Y esa es la libertad que hemos de cuidar, la más hermosa.
Nos estamos acercando a estos días en que vamos a celebrar de manera especial nuestra total liberación, nuestra total libertad, cuando celebremos la Pascua de Jesús, su pasión, muerte y resurrección. Cristo nos ha rescatado, nos ha comprado a precio de sangre, su sangre preciosa y redentora derramada en la Cruz. Como nos dice san Pedro ‘no hemos sido comprados ni a oro ni a plata, sino con la sangre preciosa de Cristo’.
Con su entrega, con su pasión y muerte, con su sangre derramada nos ha traído el perdón de los pecados. Se realizó así la nueva Alianza en la sangre de Cristo. En la antigua alianza fueron los animales los que eran ofrecidos y la sangre de aquellos sacrificios selló la Alianza del Sinaí. Ahora es la sangre de Cristo la que viene a sellar la nueva y eterna alianza que nos devuelve la libertad para siempre. ‘Este es el cáliz de mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna, derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados’.
Ahora en verdad somos libres para siempre. Que no nos volvamos a dejar esclavizar porque volvamos a la antigua vida de pecado. Vivamos con toda intensidad estos días que nos conducen a la Pascua. Sigamos en ese camino de preparación que vamos recorriendo a través de toda la cuaresma y aprovechemos en verdad la gracia que el Señor nos ofrece. Mantengámonos en la Palabra salvadora de Jesús para ser en verdad sus discípulos.

martes, 23 de marzo de 2010

Cuando levantéis al Hijo del Hombre…

Núm. 21, 4-9;
Sal. 101;
Jn. 8, 21-30


‘¿Quién eres tú?’ le preguntan los judíos a Jesús. No terminan de entenderle. Jesús les está dando a entender realmente quien es, pero no comprenden.
‘Yo me voy y me buscaréis… donde yo voy no podéis venir vosotros… vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo…’ Se quedan sólo en una mirada humana y terrena y Jesús es algo más.
‘Cuando levantéis al Hijo del Hombre sabréis que yo soy, y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado…’ Jesús está hablando de su pasión. Ha de ser levantado en lo alto. Desde allí nos atraerá a todos. Allí es donde lo vamos a conocer de verdad.
Recuerda la serpiente que Moisés levantó en el desierto como un signo, como uña señal para verse libres de la mordedura de las serpientes. Como lo hemos escuchado hoy en la primera lectura. En varias ocasiones aparecerá este signo en el evangelio. Lo dijo tras el encuentro con Nicodemo. Ahora nos lo vuelve a repetir. Es un anuncio de su pasión.
‘¿Quién eres tú?’ se preguntaban los judíos. Ahí levantado en lo alto de la Cruz, en su pasión y muerte lo vamos a conocer. Podría ser un escándalo que nos dispersase, pero el va a ser levantado en lo alto como la gran señal de salvación, porque es la señal del amor de Dios hasta lo infinito para salvarnos y perdonarnos.
A los judíos les costará entender ese sacrificio de Dios hecho hombre, igual que los gentiles lo considerarán una necedad. Pero ya nos dice san Pablo que esa es nuestra gloria y nuestra sabiduría. Es la sabiduría de Dios, que es la sabiduría del amor. Es lo que tiene que ser también nuestra sabiduría porque en ese amor hasta lo último vamos a encontrar trascendencia, vamos a encontrar salvación.
Ahí, pues, en esa entrega en lo alto de la Cruz podremos llegar a conocer de verdad a Jesús, podremos conocer hondamente lo que es el amor de Dios, podemos conocer a Dios.
La cruz no será, entonces, maldición, sino bendición y salvación. Porque en la cruz estamos contemplando al Hijo de Dios. En la cruz estaremos encontrando respuesta a esa pregunta que se hacían los judíos, ‘¿tú quién eres?’
Pero entenderemos también que ese tiene que ser nuestro camino si seguimos a Jesús. Cuando llegamos a conocer a Jesús nos sentiremos cautivados por su amor. Por eso ya lo que haremos será querer parecernos a El, hacernos como El. Ya nos lo repite El en el evangelio, ‘el que quiera seguirme…’ No ha de hacer otra cosa que lo que hizo Jesús, seguir los pasos de Jesús.
Tomar la cruz, aprender a amar como Jesús, saber darnos y entregarnos sin ningún límite como El lo hizo.

lunes, 22 de marzo de 2010

El que me sigue no camina en tinieblas

Dan. 13, 1-9. 15-17. 19-30. 33-62;
Sal. 22;
Jn. 12-8-20

‘Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida’. La imagen de la luz es una constante en el evangelio. Una hermosa imagen para hablarnos de Jesús, de nuestra fe en El, de cómo hemos de seguirle y dejarnos iluminar por El, cómo en El encontramos el sentido más profundo de la vida y del hombre.
La luz es para iluminar, para que veamos el camino, sepamos el rumbo que le damos o tomamos en la vida, y para señalarnos el norte hacia el cual hemos de caminar. En una noche oscura necesitamos de la luz que nos ilumine los senderos por donde hemos de ir. La luz nos hará ver con claridad las cosas y las personas, podremos conocer y podremos decidir. La luz del sol nos ilumina durante el día, pero podemos decir también que es como fuente de vida.
Sin luz no podríamos vivir. Cuántas cosas podemos decir de la luz, de lo que la necesitamos y de su utilidad y también su necesidad para la vida.
Y Jesús nos dice: ‘Yo soy la luz del mundo’. Cristo nuestra luz. Imagen que nos aparece repetidas veces en el evangelio. Jesús nos dice que El es luz, pero también nos enseña cómo nosotros tenemos que ser luz. ‘Vosotros sois la luz del mundo’, una luz que tiene que iluminar, que colocarse bien alto, que ha de brillar a través de nuestras obras. ‘Así ha de ser vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo’.
Hoy nos dice Jesús que sin esa luz estaremos en tinieblas, o más bien nos dice que siguiéndole a El no estaremos en tinieblas sino todo lo contrario en la región de la luz y de la vida verdadera. ‘El que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida’. Seguir a Jesús, creer en Jesús, aceptar a Jesús como única y verdadera luz de nuestra vida.
No siempre es fácil porque pareciera que muchas veces preferimos las tinieblas a la luz. No queremos la luz porque quizá con ella se vería la verdad de nuestra vida, de nuestras obrar y muchas veces nuestras obras no son de luz, sino de muerte. Quien está manchado o desfigurado en la vida no querrá acercarse a la luz, para que no se vean sus manchas o su mala vida. Las tinieblas quieren cautivarnos, encerrarnos en su círculo de no-luz.
Ya lo anunciaba el mismo evangelista Juan en el principio de su evangelio. ‘La vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron’. Es dramático el que prefiramos las tinieblas a la luz. Pero esa es nuestra condición pecadora. Y Dios sigue ofreciéndonos su luz, queriendo iluminar nuestras tinieblas.
Pidamos a Dios que podamos tener esa luz de la vida, que nos dejemos iluminar por su luz, que no nos dejemos engañar por las obras de la muerte que quieran presentársenos como si fueran obras de la luz y de la vida. Muchas veces nos cegamos, pero no con las obras de la luz, sino son las obras del mal y de las tinieblas. Nunca la luz de Jesús nos cegará, sino todo lo contrario. En El vamos a encontrar la total plenitud.
Vayamos hasta Jesús. Queramos ponernos en camino para seguirle. Busquémosle con toda sinceridad. Sepamos oír su voz para seguirle.

domingo, 21 de marzo de 2010

En la primavera de la Pascua flores nuevas tienen que florecer

Is. 43, 16-21;
Sal. 125;
Filp. 3, 8-14;
Jn. 8, 1-11

El evangelio de Jesús nos pide unas actitudes nuevas que apuesten por la vida; apuestas que tienen que pasar por el amor y por el perdón. Es lo que contemplamos en Jesús; es la buena nueva que El nos anuncia y no sólo con su palabra sino con toda su vida. El camino hacia la Pascua que estamos recorriendo es un camino hacia la vida, porque el Señor quiere arrancarnos de nuestras muertes, de nuestro pecado; porque cuando lleguemos a celebrar la Pascua estaremos celebrando la victoria sobre la muerte en la resurrección del Señor.
Las páginas del evangelio están llenas de momentos en los que vemos esa apuesta en Jesús. Y todo eso se convierte en un interrogante muy fuerte dentro de nosotros que puede cuestionar muchas cosas que hacemos en la vida dejándonos algunas veces arrastrar, casi sin darnos cuenta, por lo que contemplamos en el ambiente que nos rodea y que están bien lejos de las actitudes y posturas que nos enseña Jesús que hemos de tomar en la vida. Y es que, aunque nos parezca que es lo contrario, damos la impresión de que nos es más fácil la muerte que la vida, nos es más fácil acusar y condenar que amar y perdonar. Cuántas señales de muerte se van introduciendo en nuestro mundo. Y tenemos el peligro de contagiarnos. Tenemos que cambiar el chips de la vida.
El evangelio que hoy hemos escuchado tiene un hermoso mensaje pero también es una denuncia muy fuerte. ‘Jesús desde el amanecer se presentó de nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio y la colocan allí en medio’ a los pies de Jesús. tratan de comprometerlo para poder acusarlo. ‘La ley de Moisés manda apedrear a las adúlteras, tú, ¿qué dices?’
Es duro lo que escuchamos. Pero me cuestiono si la actitud de los fariseos que llevaron a la mujer adúltera ante Jesús acusándola y condenándola no estará muy lejos de muchas actitudes nuestras en las que también hacemos juicios de los demás y condenamos fácilmente a todo aquel que haya hecho lo que a nosotros nos parece mal. También nos cuesta perdonar y con qué facilidad condenamos a los otros.
Y esto pasa a todos los niveles, en la familia, entre amigos, entre vecinos, entre compañeros de trabajo, en el ámbito de la vida social y política… actitudes y posturas negativas en nuestra relación con los otros que se nos meten a todos incluso a los que estamos dentro de la Iglesia y nos llamamos creyentes y seguidores de Jesús.
Es necesario escuchar más en la voz de la Iglesia ese anuncio de misericordia y compasión para todo pecador sea quien sea y sea cual sea su pecado. La Iglesia tiene que ser siempre el rostro misericordioso de Dios. Hay situaciones duras y difíciles donde es tan importante tener ese rayo de luz y de esperanza que brota de la misericordia de Dios.
Hemos de reconocer que nos dejamos influenciar por las actitudes inmisericordes que afloran en el mundo que nos rodea. En una sociedad en medio de la cual vivimos donde la misericordia, la comprensión y el perdón no brillan de ninguna manera, nosotros, en lugar de ser evangelizadores de ese mundo, caemos en sus redes para hacer lo mismo que ellos y hasta nos parece lo más natural. ¿No es misión nuestra como cristianos anunciar y trasmitir los valores evangélicos del amor, la misericordia y el perdón? Condenemos el pecado y el mal, pero no olvidemos que tenemos que salvar al pecador. Cristo lo que quiere es transformar el corazón del hombre.
Cuando los fariseos se presentan a Jesús y le exigen una respuesta, ya sabemos cómo actúa Jesús. ‘Como insistían en preguntarle, se incorporó – antes se había inclinado y se había puesto a escribir en el suelo – y les dijo: El que esté sin pecado que tire la primera piedra’. ¿Cómo nos atrevemos a condenar si nuestro corazón está también lleno de pecado? Puede ser grande el pecado de adulterio de aquella mujer, pero no lo es menos el odio que dejamos meter en el corazón, la discriminación y el desprecio que podamos sentir por los otros, la prepotencia de creerme superior y mejor que los demás. ‘El que esté sin pecado que tire la primera piedra’.
¿Habremos experimentado de verdad en nosotros lo que es ser perdonado para que seamos capaces, hayamos aprendido a ser generosos para perdonar también nosotros a los demás? Es importante lo que vivamos en nuestro propio corazón. Si somos humildes para reconocer también nuestros fallos, nuestros errores, nuestras caídas y pecados, sentiremos también el gozo del perdón recibido. ¿No nos enseñará eso a ser también nosotros misericordiosos con los demás?
Jesús, sacramento del amor de Dios, libera de la muerte al pecador perdonándolo. Perdón que nace de la gratuidad del amor de Dios y que nos muestra la grandeza del corazón de Dios. Es lo que tenemos que aprender, esa gratuidad y esa generosidad de nuestro corazón porque además eso nos hace mejores, nos pone en camino de vivir esa nueva creación que Cristo quiere realizar en nosotros, ese hombre nuevo que quiere que nosotros seamos.
Cuando experimentamos lo nuevo que Dios crea en nosotros desde su amor y su perdón se abren ante nosotros nuevos caminos llenos de vida y de luz. Recordemos lo que nos decía el profeta en la primera lectura: ‘No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo…’ Quiere el Señor hacer que los desiertos de nuestra vida ya no sean desiertos porque florezcan flores de vida en nosotros prometedores de hermosos frutos. Son esas nuevas actitudes de vida que tienen que ir floreciendo en nosotros. Nunca ya el juicio ni la condena. Para siempre ya la generosidad, el perdón, el amor, la concordia, la paz, la dicha para todos. Son las flores que tienen que florecer en la primavera de esta Pascua que vamos a celebrar.
Cuando hemos pasado en la vida por esos momentos difíciles donde quizá vimos la negrura de nuestra maldad y nuestro pecado, pero donde no nos ha faltado la experiencia enriquecedora del amor de Dios, nos sentimos en verdad transformados, fortalecidos para emprender ese camino nuevo que nos conduzca a la santidad. Si ‘el Señor ha estado grande con nosotros’ como decíamos en el salmo, claro que nos llenamos de alegría y nuestra vida ya va a ser distinta para siempre.
¿Cómo se sentiría aquella mujer cuando Jesús le dice ‘yo tampoco te condeno, vete y no peques más’?