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sábado, 29 de enero de 2011

Vamos a la otra orilla, pero se desató un fuerte huracán

Hebreos, 11, 1-2.8-19;

Sal.: Lc. 1, 68-75;

Mc. 4, 35-40

‘Al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: vamos a la otra orilla. Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban’.

Con Jesús siempre en camino. Sea por tierra o sea por mar. En camino, a otro lugar, a algo nuevo, al encuentro con otras personas, a prolongar la misión en algo nuevo. Con Jesús siempre en camino. ‘Venid conmigo…’ es la invitación constante del Señor. Seguir a Jesús, nuestra tarea. Y ya sabemos con todas las consencuencias, porque no siempre es fácil.

Ahora iban en barca a la otra orilla, pero la travesía no iba a ser fácil. No sabían las tormentas con que se iban a encontrar, aunque los comentaristas nos digan que eran habituales por un montón de razones en aquel lago de Galilea. Que si los vientos que bajan del Hermón, que si el aire caliente de la depresión del Jordán. Lo de menos serían los vientos y las olas que levantaban y zarandeaban la barca. Se iba a poner a prueba su fe.

‘Se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua’. Pero no eran solo las olas y el viento. Es que Jesús parecía ajeno a todo aquello y dormía. ‘El estaba a popa, dormido sobre un almohadón’. Así que gritan los discípulos. ‘Lo despertaron diciéndole: ¿no te importa que nos hundamos?’ Dudaban, tenían miedo, les faltaba confianza.

Estamos en camino con Jesús, atravesamos el mar de la vida. Frases fáciles y bonitas palabras. Pero la vida nos zarandea. Las cosas no son tan fáciles como a veces nos gustaría. Las tentaciones nos acosan por todos lados. El mundo que nos rodea con su manera de ver las cosas nos es adverso. Algunas veces pudiera ser porque molestamos con nuestra presencia o nuestro testimonio. Otras veces hay quien se aprovecha de todo para sacarle tajada y ante la menor debilidad ya nos están cayendo encima. Están también nuestros fallos, las cosas que no hacemos bien. Y en ocasiones parece que nos sentimos solos. Solos porque quizá no encontramos el apoyo a nuestro alrededor que hubiéramos deseado. Terribles soledades. Solos porque parece como si el Señor se nos escondiera. ‘Estaba a popa dormido sobre un almohadón’. Son nuestras debilidades y nuestras dudas.

Pero el Señor está ahí. Aunque nos parezca que duerme, no duerme. El, aunque no lo veamos o sintamos en ocasiones, nos está llevando sobre la palma de sus manos. Aunque en las huellas del camino pareciera que son sólo nuestros pasos los que han dejado la señal, miremos bien porque quizá no son nuestras huelas sino la de los pies del Señor porque El en esos momentos duros nos está llevando en sus brazos o sobre sus hombres y las únicas huellas que veamos sean las suyas.

Espera nuestro grito, nuestra súplica, o que despertemos nuestra fe, para verle, para sentirle, para sentir la caricia de su amor que no nos abandona. ‘¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?’ recriminó Jesús a los discípulos que iban asustados en la barca. ¿Nos recriminará a nosotros también? Por eso decíamos que tenemos que despertar nuestra fe.

Lo escuchamos y lo reflexionamos como algo que nos atañe a nuestra vida personal. Pero podemos hacer una lectura por los momentos que pasa la Iglesia. Muchas cosas que nos hacen dudar y sufrir. Acciones pastorales que parece que no dan fruto, frialdad y desencanto muchas veces en los miembros de la misma Iglesia, ataques y guerras desde el exterior queriendo hundir a la Iglesia…

Quien guía a la Iglesia y la asiste en todo momento es la fuerza del Espíritu. Pasarán los vendavales, los malos momentos como han pasado otros a lo largo de la historia en todos los tiempos, y la nave de la Iglesia seguirá adelante porque el Espíritu suscita santos y profetas, hombres de Dios que la guíen, la lleven a buen puerto. No podemos perder la confianza, ni la esperanza. Ponemos toda nuestra fe en el Señor y seguimos caminando a su paso.

viernes, 28 de enero de 2011

Cada día sembremos una semilla de amor y de bondad

Cada día sembremos una semilla de amor y de bondad

Hebreos, 10, 32-39; Sal. 36; Mc. 4, 26-34

Una semilla echada en tierra que germina y va creciendo hasta dar fruto; un pequeño e insignificante grano de mostaza que nos dará una esbelta planta. Así compara Jesús el Reino de Dios, que tiene que nacer en nuestros corazones, crecer y dar fruto. Así es el misterio del Reino de Dios.

Jesús nos propondrá otras parábolas que también nos hablan de la semilla que ha de encontrar buena tierra para que pueda dar fruto, o de la semilla que ha de crecer rodeada de malas plantas porque otros habrán sembrado malas semillas. Todo ello nos está hablando del misterio oculto del Reino de Dios plantado en nuestro corazón a través de la Palabra que nos llega. Misterio por otra parte de humildad y sencillez porque no hemos de buscar cosas grandiosas ni espectaculares para vivir ese Reino de Dios.

Ese Reino de Dios que se manifiesta en esos pequeños gestos de bondad y de paz que podemos tener cada día con los que nos rodean; esa humildad y sencillez de la que hemos de rodear nuestra vida; esa generosidad que ha de brotar de nuestro corazón para hacer el bien, para ayudar, para perdonar, para buscar la paz, para tener ese corazón misericordioso y compasivo que sabe compartir y que sabe hacer suyo el sufrimiento de los demás.

Ese Reino de Dios que nosotros hemos de ir sembrando también cada día en los que nos rodean con esa palabra buena y amable, con ese consejo que ayuda a hacer el bien, con ese perdón nacido del amor que siempre disculpa; ese Reino de Dios que sembramos cuando trasmitimos evangelio en nuestra vida, nuestras palabras y nuestros gestos buenos; ese Reino que vamos sembrando cuando hablamos de Dios a los demás, cuando queremos sembrar inquietud en los corazones con deseos de cosas grandes, cuando cultivamos virtudes en nuestra vida o luchamos por superarnos cada día más en los defectos o vicios que podamos tener.

Cuántas cosas buenas podemos hacer cada día para hacer más felices a los que están a nuestro lado; con cuántos resplandores de luz podemos iluminar a los otros para que descubran a Dios, para que lleguen a conocer la Buena Nueva del Evangelio. Recordemos lo que nos dice Jesús de que seamos luces que iluminemos con nuestras buenas obras para que los hombres puedan glorificar a nuestro Padre del cielo.

Que cada día sembremos una semilla; que cada día intentemos ser luz para los demás con nuestro amor. Esa pequeña semilla que nos puede parecer insignificante en ese pequeño gesto que podamos tener con el otro se puede multiplicar en muchos frutos. Si cada uno de verdad nos comprometiéramos a sembrar esa pequeña semilla cada día de nuestra bondad y nuestro amor, ¿habéis calculado cuantas obras buenas se realizarían cada día en nuestro entorno?

Qué felices podríamos ser porque crecería nuestro amor, nuestra buena convivencia, la armonía y la paz. Cuánto consuelo podríamos dar a los que lloran y sufren a nuestro lado y cuantas lucecitas podríamos encender en los corazones de los demás. Cómo se iluminaría el mundo con todas esas lucecitas encendidas juntas. Qué resplandor más grande podríamos dar. Sería el brillo del Reino de Dios en medio de nosotros.

Vamos a intentarlo. Haremos en verdad un mundo mejor.

jueves, 27 de enero de 2011

La Palabra que recibimos allá en lo escondido del corazón es para que salga a la luz


Hebreos, 10, 19-25;

Sal. 23;

Mc. 4, 21-25

El candil no se mete debajo de la mesa, sino que se pone en alto para que ilumine a todos y todos puedan beneficiarse de su luz. No tendría ningun sentido encender una luz para ponerla en un lugar oculto. Una imagen muy sencilla que tiene un hermoso significado.

Eso fue Jesús para todos cuando apareció por los caminos de Palestina, por los pueblos y aldeas de Galilea. ‘El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande’. Ya hemos escuchado como los discípulos recordaban lo anunciado por los profetas cuando Jesús comenzó a predicar. Y la gentes se sentían atraídas por esa luz.

Pero Jesús nos está diciendo más. Eso tenemos que ser nosotros cuando hayamos encontrado esa luz, cuando nos hemos llenado de esa luz. No podemos escondernos. No podemos esconderla. En otros lugares nos dirá Jesús que tenemos que ser luz para las gentes y que vean nuestras buenas obras para que glorifiquen al Padre del cielo. ‘Vosotros sois la luz del mundo; vosotros sois la sal de la tierra’.

Es cierto que todo arrancará quizá allá en lo secreto de nuestro corazón. Porque será allá en lo más hondo de nosotros mismos donde sentiremos esa Palabra del Señor que nos habla, que nos ilumina, que nos hace recapacitar, que nos hará levantarnos de nosotros mismos con un sentido nuevo, con un valor nuevo, con una gracia nueva que nos habrá transformado profundamente. Qué importante abrir el corazón para escuchar la Palabra que se nos proclama.

Ahora mismo se nos está proclamando públicamente, en alta voz podíamos decir, la Palabra del Señor. No basta sólo que la oigamos como tantas otras palabras que oímos a lo largo del día o de la vida. No es una Palabra más ni una Palabra cualquiera. Es la Palabra del Señor que siempre es palabra de vida. Tendrá que ser una Palabra que dejemos penetrar allá en lo más hondo de nosotros mismos, escuchándola lejos de tantos otros ruidos. Con suavidad como mansa lluvia, o como espada penetrante que va hundiéndose en nuestro corazón hemos de dejar que llegue allá a lo más secreto de nuestro yo.

Ponemos nuestros sentidos o toda la fuerza de nuestro amor para escucharla, y dejar que nos hable, y nos diga cosas, y nos manifieste el amor de Dios, y nos interrogue por dentro, y nos señale cosas o pautas para nuestro camino. Es importante la actitud con que la acojamos. Nunca podemos dejarnos llevar por la rutina o el simple ritualismo de hacerlo porque hay que hacerlo y nada más. Es la Palabra de Dios que se nos proclama y que tenemos que saber escuchar.

Creo que también cuando la proclamamos en nuestra celebración tenemos que cuidar mucho en la manera de hacerlo el que pueda llegar esa palabra a lo más hondo de nosotros. Y es una lástima que no siempre se haga así. Y no podemos andar con prisas. Y no podemos temer los silencios para la reflexión, para masticar una y otra vez esa Palabra que el Señor nos dice. Hay gente que le tiene miedo al silencio, pero si no hacemos ese silencio difícilmente podremos escuchar ese susurro de amor de Dios que se nos comunica en la Palabra. Con generosidad grande abrimos el corazón a lo que el Señor quiera decirnos.

Pero todo eso que vamos a sentir por dentro no es para guardarlo ahí sólo para nosotros. Sino que será una luz que brille en nuestro interior pero que tendrá que reflejarse también en lo que vivamos por fuera. Porque con esa luz tenemos que ir a iluminar también a los demás. Es lo que nos está diciendo hoy Jesús en el evangelio. Porque con esa misma medida de generosidad tenemos que llevar esa luz a los demás. Eso que allá en lo escondido de nuestro corazón hemos sentido y hemos vivido, ‘es para que salga a la luz’, como nos dice Jesús.

miércoles, 26 de enero de 2011

Una fe nacida y alimentada en la familia y una fe compartida que nos lleva a comunión de Iglesia

2Tim. 1, 1-8; Tito, 1, 1-5;

Sal. 95;

Mc. 4, 1-20

Al día siguiente de haber celebrado la fiesta de la conversión de san Pablo la liturgia de la Iglesia nos ofrece celebrar la memoria de Timoteo y Tito, dos santos muy queridos y relacionados con el apóstol. Convertidos en sus colaboradores desde el momento de su incorporación a la fe finalmente les confía las Iglesias de Éfeso y Creta a uno y otro, como Obispos de aquellas comunidades.

El principio de la carta a Timoteo que hoy hemos escuchado, la segunda, es enternecedora por la ternura que se manifiesta del apóstol a su discípulo Timoteo. Si hubiéramos leído el principio de la carta a Tito que también nos ofrecía esa posibilidad la liturgia lo veríamos de la misma manera. Hijo querido llama a Timoteo, y verdadero hijo en la fe que compartimos le dice a Tito. En las diferentes cartas del apóstol y lo mismo en los Hechos de los Apóstoles aparecen repetidamente como colaboradores muy estrechos del actuar de san Pablo.

Tanto las dos cartas que dirige a Timoteo como la que dirige a Tito son llamadas cartas pastorales porque fundamentalmente en ellas el apóstol trata de orientar a ambos discípulos suyos que ha puesto al frente de las citadas iglesias sobre lo que podríamos llamar su gobierno pastoral.

Es de destacar algo que le dice a Timoteo valorando su fe, y la fe de su abuela Loida y su madre Eunice. ‘He sabido de tu fe sincera, esa fe que tuvieron primero tu abuela Loida y tu madre Eunice y que, estoy seguro, tienes tu también’. Aunque el conocimiento de Jesús y su incorporación a la fe cristiana partió del anuncio del Evangelio de Pablo en sus viajes, sin embargo podemos deducir que vivía en un ambiente familiar de fe; fe en Dios recibida desde esa educación familiar, de su madre y de su abuela.

La familia el mayor caldo de cultivo donde puede nacer la fe en nuestros corazones. Qué importancia y qué responsabilidad de unos padres cristianos de trasmitir desde su propia vida esa fe a los hijos. De una familia cristiana que vive con intensidad su religiosidad y su fe cristiana allí en el seno del hogar no pueden sino surgir bendiciones para nuestras familias.

Pero cómo tristemente constatamos que ya muchas veces eso no se da en nuestros hogares. Quizá se sigue pidiendo el bautismo para los hijos recién nacidos, pero luego no aprenden a conocer el nombre de Dios en el seno del hogar. Algo que tiene que preocuparnos a todos, algo que preocupa hoy mucho a la iglesia que en su labor pastoral quiere trabajar mucho con las familias para que eso no suceda así. Creo que entre nosotros, al menos, tendría que ser preocupación y motivo para orar mucho al Señor por nuestras familias para que en su seno se viva en verdad la fe cristiana y se sepa trasmitir de una generación a la otra.

Y de la carta a Tito, aunque no la hayamos proclamado hoy, destacar algo que ya subrayamos más arriba cuando el apóstol llamaba Tito, ‘verdadero hijo mío en la fe que compartimos’. Eso, ‘la fe que compartimos’, que vivimos en comunión los unos con los otros. La fe, sí, esa respuesta personal que cada uno hemos de dar al amor de Dios, pero una fe que no vivimos aislados de los demás, sino que vivimos en comunión los unos con los otros; como dice hoy el apóstol, ‘la fe que compartimos’.

Así hemos de sentirnos unidos en una misma fe. Una característica fundamental de nuestra fe cristiana es que siempre nos lleva a la comunión con los hermanos, siempre nos conduce a vivirla en Iglesia. Algunas veces pareciera que cada uno vamos por nuestro lado con nuestra fe. Y eso no puede ser así. Creemos en el mismo Dios y Señor, creemos en el mismo Jesucristo que es nuestro Señor y nuestro Salvador y al creer también en el Espíritu Santo, en ese mismo Espíritu nos tenemos que sentir en profunda comunión con Dios y entre los unos y los otros. Repito, es nuestro sentirnos Iglesia.

martes, 25 de enero de 2011

Testigos, iluminados por la luz de la fe y encendidos en el fuego del amor para el servicio de la iglesia


Hechos, 22, 3-16;

Sal. 116;

Mc. 16, 15-18

‘Soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure…’ Son palabras que Jesús dijo a sus discípulos en la última cena, y palabras que toma la liturgia para acompañar la aclamación del aleluya del Evangelio en esta fiesta de la conversiön de san Pablo.

Palabras que vemos reflejadas también en lo que le dice Ananías a Saulo cuando este llega a Damasco después de la maravillosa experiencia que ha tenido de encuentro con el Señor. ‘El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conozcas su voluntad, para que vieras al Justo y oyeras su voz, porque vas a ser testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído’. Y vaya si iba a dar fruto abundante en la vida de Pablo y en bien de la Iglesia de Dios.

Elegido del Señor para ser su testigo. Saulo que había destacado – él mismo lo cuenta – por el fanatismo con el que perseguía a los que seguían el camino del Señor. ‘Yo perseguí a muerte este nuevo camino metiendo en la cárcel, encadenados, a hombres y mujeres’. Era la razón de su viaje a Damasco. Pero el Señor le había elegido y le había salido al paso en el camino. ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?... ¿Quién eres Señor?... Yo soy Jesús Nazareno a quien tu persigues’. Y su vida cambió. Cegado por el resplandor de la luz divina que como un relámpago hirió sus ojos, pronto comenzaría a ver otra luz. Al recibir el Bautismo sus ojos se abrirían para siempre.

Perseguía Saulo a todo el que creyera en el nombre de Jesús, pero era Jesús a quien perseguía. Como comenta san Agustín: ‘No dice Cristo: ¿Por qué persigues a mis siervos? Sino: ¿Por qué me persigues? La cabeza se quejaba por sus miembros y los transfigura en ella misma’. Nos recuerda lo dicho Jesús en otro lugar del evangelio ‘todo lo que hicisteis a uno de estos humildes hermanos, a mí me lo hicísteis’.

Conoce ahora Saulo lo que es la voluntad del Señor y tras esa experiencia viva de encuentro con Jesús, se convierte en testigo. ‘No podemos callar lo que hemos visto y oído’ dirían otros apóstoles cuando les prohiben hablar del nombre de Jesús. No podrá callar de ahora en adelante lo que Pablo, asi será su nuevo nombre, ha visto y ha oído. Es un testigo que irá hasta los confines del mundo. Ya conocemos sus viajes, sus caminos, su predicación de la Buena Nueva de Jesús por todas partes. Hasta nuestra tierra española la tradición lo trae a predicar el evangelio, porque ese deseo había manifestado en la carta a los cristianos de Roma. Es el cumplimiento del mandato de Cristo que hemos escuchado en el evangelio: ‘Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación’.

Algun comentarista ha dicho que hasta san Pablo se prolonga la Epifanía del Señor,- recordamos que hace poco celebrábamos la Epifanía como culminación de las fiestas de Navidad - y es que hoy estamos contemplando cómo Cristo resucitado se le manifiesta a Pablo en el camino de Damasco. Pero es que Pablo con su ardiente palabra se convertirá en Epifanía de Jesús porque por todas partes ira manifestando su nombre, proclamando su salvación, anunciando el camino nuevo del Reino de Dios.

En las oraciones de esta celebración hemos pedido que ‘como él lo ha sido, nos convirtamos nosotros en testigos de tu verdad ante el mundo’. Por otra parte hemos pedido que ‘nos ilumine el Espíritu Santo con la luz de la fe que impulsó siempre al apóstol Pablo a la propagación de tu evangelio’. Y finalmente que ‘estos sacramentos nos enciendan en el fuego de amor que abrasaba el corazón de Pablo y le impulsaba solícito al servicio de todas las iglesias’. Testigos, iluminados por la luz de la fe y encendidos en el fuego del amor para el servicio de la iglesia.

lunes, 24 de enero de 2011

La malicia del corazón nos impide el perdón


Hebreos, 9, 15.24-28;

Sal. 97;

Mc. 3, 22-30

Hay que ver cómo nos cegamos cuando dejamos meter la malicia en nuestro corazón. Malicia que es maldad, inclinación a hacer el mal, perversidad, intención malévola e disimulada, propensión a pensar mal. Al contemplar la malicia con que actúan los letrados contra Jesús en el texto que hemos escuchado, se me ocurrió ir al diccionario para buscar más exactamente el significado de esa palabra y esas son algunas de las acepciones que he encontrado. Por eso comenzaba diciendo cómo nos cegamos cuando dejamos llenar de malicia nuestro corazón. Y un corazón ciego y lleno de maldad cuánto daño puede hacer, a sí mismo y a los demás.

Hemos encontrado rechazo de Jesús, no entender las cosas que Jesús hacía e incluso llamarle blasfemo, pero ahora en su malicia vemos algo más. Intención malévola porque llegar a querer señalar que todo aquello bueno que Jesús hacía era obra del maligno. Quien no es capaz de ver la obra salvadora de Dios en Jesús, atribuyéndolo más bien al espíritu del mal, se está cerrando a esa salvación que Jesús nos ofrece, es un pecado muy fuerte contra el Espíritu Santo, como nos dice Jesús que no va a encontrar perdón, porque en esa maldad se está cerrando frente a ese perdón. La malicia en el corazón nos impide el perdón, porque no seremos incluso de ser capaces de reconocer ese mal en nosotros por el que pedir perdón.

Es dura la actitud de aquellos letrados contra Jesús. Por demás incomprensible en un corazón que quiere obrar con rectitud, porque además, como Jesús les hace ver, carecería de toda lógica y sentido. ‘Cómo va a echar Satanás a Satanás?’, se pregunta Jesús. Sería un reino en guerra civil, nos viene a decir Jesús, una familia dividida, es hacerse la guerra a sí mismo.

Pidámosle al Señor que no dejemos meter una maldad así en nuestro corazón. Que llenemos nuestros ojos de luz para saber apreciar y valorar cuanto de bueno hace el Señor con nosotros. Que nuestra fe nos ayude a descubrir las maravillas del Señor. Sepamos apreciar y valorar pero sepamos también darle gracias a Dios en todo momento que está junto a nosotros con ese regalo de su amor, con ese regalo de su salvación.

Pero creo, además, que esto puede enseñarnos mucho para las actitudes que hemos de tener en nuestra vida en relación a los demás. Primero para tener esos ojos luminosos para ver siempre primero lo bueno que hay en los otros. Claro, para no dejar meter esa malicia en nuestro corazón, porque es una tentación a la que nos vemos sometidos con demasiada frecuencia.

Cuando las personas no nos caen bien, o nos sentimos molestos por alguna cosa, que fáciles somos para ver lo negro y negativo, qué propensos a la sospecha y a la desconfianza, qué fácil ver malas intenciones o intenciones ocultas en lo que hacen los demás, qué malévolos nos volvemos, cómo podemos caer fácilmente por la pendiente de la perversidad. Cuánto daño hacemos a los demás, pero cuánto daño, tenemos que reconocer, nos hacemos a nosotros mismos.

No dejemos meter nunca esa malicia en nuestro corazón. Seamos siempre de relaciones limpias y de trato sincero y lleno de amor. No dejemos nunca introducir en nuestra mente la sospecha que nos hace desconfiar. Seamos siempre capaces de disculpar, de disimular, de perdonar, de amar, en una palabra.

Bien podríamos recordar aquí aquello que nos dice san Pablo en la carta a los corintios cuando nos habla de las cualidades del amor. ‘Es paciente y bondadoso, no tiene envidia, ni orgullo ni jactancia. No es grosero, ni egoísta, no se irrita y no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, sino que encuentra su alegría en la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta’. Ojalá esas cualidades brillaran siempre en nuestra vida.

domingo, 23 de enero de 2011

Con Jesús llega la luz y se disipan las tinieblas


Is. 8, 23-9, 3;

Sal. 26;

Mt. 4, 12-23

En la navidad escuchamos que ‘la Palabra era la Luz y que la Luz vino a las tinieblas…’ Ese ha sido un mensaje repetido desde entonces muchas veces de una forma o de otra en la Palabra que hemos ido escuchando y podríamos decir que de alguna manera es el mensaje que hoy escuchamos.

Vuelve a hablársenos de tinieblas y de luz, de manera que incluso la primera lectura de hoy, del profeta Isaías, es la misma que escuchamos en la noche del nacimiento del Señor. Y Mateo en el evangelio para hablarnos de lo que significó la aparición de Jesús anunciando el Reino de Dios en Galilea viene a citarnos también ese mismo texto. ‘El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte una luz les brilló’. Y continúa el evangelista diciéndonos: ‘Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos’.

Ha aparecido la luz que viene a disipar todas las tinieblas. Ha aparecido la vida que viene a arrancarnos de las sombras de la muerte. Comienza Jesús su predicación, los signos y las llamadas. ‘Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo’. Pero había pasado también por la orilla del lago y había invitado a los primeros discípulos. ‘Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres’.

Es todo un signo de gran significado que Jesús comience por Galilea y en concreto por Cafarnaún. Podía haber ido directamente al templo y hablar con los sacerdotes y los maestros de la ley donde se enseñaban las Escrituras; podría haber comenzado por buscar a personajes influyentes que le hicieran caso y así atrajera a mucha gente para el Reino de Dios que anunciaba. Sin embargo comienza por ‘la Galilea de los gentiles’, por Cafarnaún una zona en cierto modo históricamente muy paganizada. Allí estaban las tinieblas, y allí tenía que comenzar a brillar la luz.

Era el que se había desprendido de su categoría de Dios, no hacía alarde de su categoría de Dios, sino que se había hecho el último pasando por uno de tantos; había nacido entre los pobres como un desplazado que no tenía ni sitio en la posada para su nacimiento, y un día diría que el Hijo del hombre no tenía donde reclinar la cabeza; era el que se había escondido en la pequeña aldea de Nazaret perdida entre los valles de Galilea, y ahora se había venido a estar con los pequeños, los pobres, los que sufren, los pobres y sencillos pescadores del mar de Galilea.

Así brillaría la luz de Dios; la luz que un día había envuelto con su resplandor a los sencillos pastores de Belén en su nacimiento; la luz que comenzaría ahora brillar en la Galilea de los gentiles pero no desde la fuerza del poder o de las grandezas, sino desde la misericordia y el amor de quien se compadecía de los que andaban como ovejas sin pastor y de quien ofrecía ese amor y misericordia hecho salud, hecho perdón y hecho vida a quienes quisieran escucharle y seguirle.

¿Quiénes iban a ser sus primeros seguidores y compañeros de camino? Unos humildes pescadores que se entregaban con todo afán a sus tareas de la pesca, pero en cuyo corazón había comenzado a arder la esperanza cuando le escuchaban anunciar el Reino Nuevo que estaba llegando, y en quienes surgiría el fuego de la generosidad y de la entrega para dejarlo todo y seguirle porque comprendían que era algo grande lo que les anunciaba y a lo que les invitaba.

‘Pasando junto a la orilla del lago de Galilea vio a dos hermanos, a Simón al que llaman Pedro y a Andrés su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores… y más adelante, vio a otros dos hermanos; a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre… venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres…’

Las tinieblas comenzaron a disiparse en sus corazones porque en ellos nacía la generosidad y la disponibilidad. ‘Inmediatamente dejaron las redes y la barca y lo siguieron’. Comenzaba una tarea nueva para ellos, pero era algo luminoso porque era estar con Jesús. Tenía que haber una alegría nueva en sus corazones como decía el profeta: ‘Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia como gozan al segar…’

¿Será esa nuestra alegría también? ¿Sentiremos en verdad que Jesús es esa luz para nuestra vida que nos arranca de las tinieblas? Creo que al escuchar hoy esta Palabra del Señor a eso tendría que conducirnos. A encontrarnos con esa luz, a llenarnos de esa alegría; a disipar todo lo que sea tinieblas en nuestra vida desde el encuentro con Jesús. Y es que encontrarnos con Jesús y tener la disposición de seguirle es la alegría más grande que podamos alcanzar. Que sintamos de verdad la alegría de la fe, la alegría de seguir a Jesús.

Ojalá tuviéramos nosotros el ardor de la generosidad y de la disponibilidad que tuvieron aquellos primeros discípulos. No es fácil como no les fue a ellos, porque muchas veces los veremos a lo largo del evangelio aún con resabios de tinieblas en su vida cuando pensaban quizá en primeros puestos o estaban midiendo hasta donde llegaba su entrega y los beneficios que pudieran alcanzar. ‘Y a nosotros que lo hemos dejado todo por seguirte, ¿qué nos va a alcanzar, qué vamos a ganar?’, se preguntaban alguna vez. Y es que la tentación de las tinieblas siempre nos está acechando.

Pueden aparecernos muchas tinieblas que nos llenen de tristeza, pero sabemos que Jesús es nuestra luz y nuestra alegría. También como les sucedería a los discípulos en el largo camino que hicieron con Jesús a nosotros nos pueden aparecer las tinieblas de la duda, de la envidia, del orgullo, de las discordias, de las aspiraciones egoístas, del individualismo y hasta de las divisiones. San Pablo llama la atención de la Iglesia de Corinto en la que iban apareciendo cosas así. Pero que prevalezca la luz sobre la oscuridad en nuestra vida; que no abandonemos nuestra fe en Jesús y desde ahí encontremos fuerzas para mantenernos siempre en su luz.

Pero, bueno, intentemos ponernos en marcha tras Jesús para conocerle y seguirle, para aprender de su amor y amar con un amor como el de El, para llenar de verdad nuestro corazón de esperanza desde la Buena Nueva del Evangelio que escuchamos, para que lleguemos a comprender el camino de cruz que quizá tengamos que tomar. Pero aunque nos puedan aparecer las tinieblas de la duda, que al final nos reafirmemos en nuestro deseo de estar con Jesús, porque seamos capaces de decir como diría un día Pedro ‘Señor, ¿adónde vamos a acudir si tu tienes palabras de vida eterna?’

‘El Señor es mi luz y mi salvación'. ¿A quién temeré?... ¿qué me hará temblar?’ fuimos diciendo el salmo responsorial. Que gocemos en verdad de la dicha de su luz, de su presencia, de su vida.