Hebreos, 11, 1-2.8-19;
Sal.: Lc. 1, 68-75;
Mc. 4, 35-40
‘Al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: vamos a la otra orilla. Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban’.
Con Jesús siempre en camino. Sea por tierra o sea por mar. En camino, a otro lugar, a algo nuevo, al encuentro con otras personas, a prolongar la misión en algo nuevo. Con Jesús siempre en camino. ‘Venid conmigo…’ es la invitación constante del Señor. Seguir a Jesús, nuestra tarea. Y ya sabemos con todas las consencuencias, porque no siempre es fácil.
Ahora iban en barca a la otra orilla, pero la travesía no iba a ser fácil. No sabían las tormentas con que se iban a encontrar, aunque los comentaristas nos digan que eran habituales por un montón de razones en aquel lago de Galilea. Que si los vientos que bajan del Hermón, que si el aire caliente de la depresión del Jordán. Lo de menos serían los vientos y las olas que levantaban y zarandeaban la barca. Se iba a poner a prueba su fe.
‘Se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua’. Pero no eran solo las olas y el viento. Es que Jesús parecía ajeno a todo aquello y dormía. ‘El estaba a popa, dormido sobre un almohadón’. Así que gritan los discípulos. ‘Lo despertaron diciéndole: ¿no te importa que nos hundamos?’ Dudaban, tenían miedo, les faltaba confianza.
Estamos en camino con Jesús, atravesamos el mar de la vida. Frases fáciles y bonitas palabras. Pero la vida nos zarandea. Las cosas no son tan fáciles como a veces nos gustaría. Las tentaciones nos acosan por todos lados. El mundo que nos rodea con su manera de ver las cosas nos es adverso. Algunas veces pudiera ser porque molestamos con nuestra presencia o nuestro testimonio. Otras veces hay quien se aprovecha de todo para sacarle tajada y ante la menor debilidad ya nos están cayendo encima. Están también nuestros fallos, las cosas que no hacemos bien. Y en ocasiones parece que nos sentimos solos. Solos porque quizá no encontramos el apoyo a nuestro alrededor que hubiéramos deseado. Terribles soledades. Solos porque parece como si el Señor se nos escondiera. ‘Estaba a popa dormido sobre un almohadón’. Son nuestras debilidades y nuestras dudas.
Pero el Señor está ahí. Aunque nos parezca que duerme, no duerme. El, aunque no lo veamos o sintamos en ocasiones, nos está llevando sobre la palma de sus manos. Aunque en las huellas del camino pareciera que son sólo nuestros pasos los que han dejado la señal, miremos bien porque quizá no son nuestras huelas sino la de los pies del Señor porque El en esos momentos duros nos está llevando en sus brazos o sobre sus hombres y las únicas huellas que veamos sean las suyas.
Espera nuestro grito, nuestra súplica, o que despertemos nuestra fe, para verle, para sentirle, para sentir la caricia de su amor que no nos abandona. ‘¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?’ recriminó Jesús a los discípulos que iban asustados en la barca. ¿Nos recriminará a nosotros también? Por eso decíamos que tenemos que despertar nuestra fe.
Lo escuchamos y lo reflexionamos como algo que nos atañe a nuestra vida personal. Pero podemos hacer una lectura por los momentos que pasa la Iglesia. Muchas cosas que nos hacen dudar y sufrir. Acciones pastorales que parece que no dan fruto, frialdad y desencanto muchas veces en los miembros de la misma Iglesia, ataques y guerras desde el exterior queriendo hundir a la Iglesia…
Quien guía a la Iglesia y la asiste en todo momento es la fuerza del Espíritu. Pasarán los vendavales, los malos momentos como han pasado otros a lo largo de la historia en todos los tiempos, y la nave de la Iglesia seguirá adelante porque el Espíritu suscita santos y profetas, hombres de Dios que la guíen, la lleven a buen puerto. No podemos perder la confianza, ni la esperanza. Ponemos toda nuestra fe en el Señor y seguimos caminando a su paso.