Cuando
rodó la piedra quedando sellada la entrada del sepulcro todo quedó en silencio,
pero no con un silencio cualquiera, sino con la seguridad de la esperanza
Cuando rodó
la piedra quedando sellada la entrada del sepulcro todo quedó en silencio. Era
un silencio distinto, un silencio interior. Fuera podrían seguirse oyendo las
pisadas de los que se alejaban o los ruidos de la ciudad cercana. Pero había
silencio. La Palabra había quedado silenciada y hasta el corazón parecía
haberse detenido. Por los oídos podrían entrar sonidos ahora pero dentro no se
escuchaba nada.
El silencio
hace desfilar un montón de imágenes, de recuerdos, hasta el momento en que la
imagen puede quedar paralizada y poco a poco difuminarse. Era un silencio
distinto, un silencio interior que se llenaba de imágenes que iban y venían,
que podían igual sobreponerse unas a otras como difuminarse y quedar solo un
lejano resplandor. Es lo que sucede cuando el dolor invade el espíritu, un
dolor que es como una morfina que adormece pero que al momento vuelve a
despertar con nuevos recuerdos.
‘Padre, a
tus manos encomiendo mi espíritu’, fueron sus ultimas palabras escuchadas en lo alto
del patíbulo. Su alimento había sido hacer la voluntad del Padre. Su lema al
entrar en el mundo era cumplir su voluntad. Había pedido verse liberado de
aquella hora, pero fue como una tentación momentánea, porque pronto aceptaba
que se cumpliera, no su voluntad, sino la voluntad del Padre. Momentáneamente parecía sentirse solo y
abandonado pero no hicieron falta Ángeles especiales que vinieran a recordarle
la presencia para siempre del Padre junto a El.
Y nosotros
ahora nos quedamos en silencio rumiando sus palabras. Les damos vueltas una y
otra vez en nuestra mente y en nuestro corazón porque tienen que tener un sentido
grande para nosotros. Si se ponía en las manos del Padre aquella muerte no era
una derrota, luego tiene que haber esperanza en el corazón. Nos sentimos
derrotados tantas veces, no nos salen las cosas, la vida se nos vuelve del
revés, cuanto más queremos hacer las cosas bien y poner ternura en la vida,
parece que afloran más pronto las violencias y las desavenencias, con buena
voluntad queremos hacer las cosas en disponibilidad de servicio con todos y
recibimos respuestas airadas o encontramos rechazo y hasta burla por lo que
intentamos hacer. Pero si ponemos la vida, lo que somos y lo que hacemos en las
manos del Padre, no habrá derrota sino que un día volverá a resplandecer la luz
que hace nuevas todas las cosas.
No nos
queremos hundir en este silencio que cuando quedó rodada la piedra de la
entrada del sepulcro para que nos envolvió totalmente. Quizás necesitamos ese
silencio porque tenemos muchas cosas que rumiar para poder llegar a entender;
quizá necesitamos ese silencio para que no se nos metan en nuestro espíritu
otras sintonías que enturbien y entorpezcan la verdadera sintonía de Dios.
Es un
silencio de espera. Mientras estamos en espera no necesitamos ni voces ni
ruidos que nos distraigan. Es un silencio en que no podemos caer en la amargura
y la desesperanza. Esperamos el cumplimiento de las palabras de Jesús; aquellas
palabras que a los discípulos tanto les costaba entender cuando les hablaba de
la subida a Jerusalén; escuchaban lo de muerte, lo de entrega en manos de los
gentiles, pero oían pero no escuchaban el anuncio de que al tercer día
resucitaría; es lo que ahora esperamos, es lo que nos mantiene en silencio pero
con el alma en vilo.
Ojalá
pudiéramos encender las lámparas de la espera de aquellas doncellas; no
queremos dormirnos, no queremos estar entretenidos o preocupados por otras
cosas; preferimos ahora el silencio, porque estamos esperando con la certeza
que llevamos en el alma de que las palabras de Jesús se cumplirán. Es el
silencio del sábado santo, no un silencio de derrota sino de esperanza. Creemos
en la Palabra de Jesús. En manos del Padre nosotros queremos ponernos también.