Sentirnos
levantados por una mano que nos llena de vida no solo para restablecer la salud
del cuerpo roto por la enfermedad, sino el espíritu condenado a estar muerto en
vida
1Juan 5, 5-13; Sal 147; Lucas 5, 12-16
¿Cómo te sentirías si acaso tu fueras
una persona que no es tenida en cuenta en la vida, sino más bien algunas veces
por circunstancias que te rodean de las que no puedes sentirse culpable más
bien eres una persona despreciada, a la que nunca no solo no se le tiene en
cuenta sino que más bien es excluida y casi no se le deja participar en los
actos de la vida comunitaria? Te sentirías humillado en esos desprecios y en
esa exclusión, pero si en un determinado momento te encuentras a alguien que
públicamente te manifiesta tu aprecio, eso haría subir en muchos grados tu
autoestima, y si además esa persona es de las que se consideran importantes y
llega y te echa el brazo por encima como en un abrazo y te invita a que
expreses tus opiniones y tengas incluso participación y responsabilidad en las
actividades de la comunidad, no solo te sentirías halagado sino que en cierto
modo lleno de orgullo y engrandecido al ver como cuentan contigo y serias capaz
de dar lo mejor de ti mismo por lo que sea y por quien sea con tal de ser
reconocido.
Hoy en el evangelio vemos que llega a
la presencia de Jesús un hombre que es leproso. Por el mero hecho de tener esta
enfermedad se le consideraba una persona impura y ya no podía participar en la
vida ni familiar ni de la comunidad; condenado en vida había de vivir en lugares
apartados, lejos de todo contacto humano con los que no estaban enfermos,
viviendo una vida de pobreza y degradación sin parangón. Eran unos condenados
en vida; ellos mismos habían de ir gritando que eran impuros para que nadie
pudiera acercarse a ellos. Una vida dura y cruel a la que estaban condenados
sin posibilidad de recuperación, como difícil podía ser el curarse entonces con
los pobres medios de los que se poseía de tan terrible enfermedad.
Pero aquel hombre se abrió paso hasta Jesús
sin encontrar resistencia, es más, Jesús tampoco lo rechaza, sino todo lo
contrario hace lo que nadie seria capaz de hacer, poner su mano sobre él. El
diálogo había sido breve. ‘Al ver
a Jesús, cayendo sobre su rostro, le suplicó diciendo: Señor, si quieres,
puedes limpiarme. Y extendiendo la mano, lo tocó diciendo: Quiero, queda
limpio. Y enseguida la lepra se le quitó’.
Tenía deseos como todo leproso de ser
curado, pero está tan acostumbrado a los desprecios y al ninguneo que casi no
se atreve a expresar lo que desea. Podrá o no podrá Jesús tener autoridad para
curar de la enfermedad, pero está acostumbrado a que nadie le hace caso, por
eso solamente se atreve a sugerir ‘Señor, si quieres puedes limpiarme’.
Qué humildad y qué valor, qué grandeza de su espíritu. Solo dirá ‘si
quieres…’
Pero ya estaba sintiendo cómo su alma
se regeneraba, porque de entrada no había encontrado rechazo, la primera vez
desde el comienzo de su enfermedad. Pero siente algo más que lo levanta a él
que en su humildad está postrado en tierra como tantas veces se había visto
tirado por tierra por quienes le rechazaban. Se siente levantado porque siente
una mano sobre él, una mano que llena de vida no solo para restablecer la salud
de aquel cuerpo roto por la enfermedad, sino para llenar de vida un espíritu
que está muerto, que está condenado por todos a estar muerto en vida. Es algo
más que la curación de unas llagas corporales lo que está sintiendo porque es
su alma la que se siente sanada y salvada, llena de vida nueva.
No podrá ya dejar de gritar a todos los
vientos lo que ha sucedido con él aunque le hayan prohibido hablar de ello.
Tiene que hablarlo, tiene que gritarlo, tiene que hacer que todo el mundo lo
sepa, porque para él ha comenzado una vida nueva.
¿Podremos nosotros hacer que alguien a
nuestro lado se sienta así resucitado cuando estaba muerto en vida? Creo que es
lo que Jesús nos está diciendo que comencemos a hacer, oportunidades muchas
tenemos. Alguien está esperando que le restituyas la autoestima perdida.