Necesitamos
reenvangelizar nuestras fiestas de navidad para que el centro sea siempre la
buena nueva que nos trae Jesús de que Dios nos ama y nos hace sus hijos
Eclesiástico 24, 1-2. 8-12; Sal 147;
Efesios 1, 3-6. 15-18; Juan 1, 1-18
Estamos de fiesta. Seguimos de fiesta.
Parece que no queremos que la fiesta se acabe. Navidad, fin de año y año nuevo,
los Reyes, se concatenan unas y otras cosa con encuentros familiares y de
amigos, añoranzas de otros tiempos y regalos y más regalos que más bien
pareciera que se convierten en obligaciones que llevan su contrapartida y
pierden el sentido de la gratuidad de un regalo, y hasta quisiéramos
inventarnos más motivos de fiesta.
Es algo que llevamos tan impreso en
nuestra naturaleza humana que nos buscamos mil motivos para estar de fiesta,
aunque en ocasiones nos vemos tan envueltos en la vorágine de la misma fiesta,
de las cosas que hacemos para expresar y vivir la fiesta que terminamos
perdiendo el sentido que originó aquella fiesta. Porque pensemos seriamente si en
las fiestas de navidad que celebramos tenemos muy presente lo que hace esa
navidad y que tiene que ser lo que realmente celebremos. Casi con temor me
pregunto quién será el gran ausente de la navidad.
Pues bien, seguimos de fiesta y
seguimos con el espíritu de la Navidad. Y los cristianos que queremos en verdad
celebrarla con todo sentido y nos acercamos al menos cada festivo o cada
domingo a la celebración de la Eucaristía encontramos en la Palabra de Dios que
se nos proclama ese alimento de vida que nos haga permanecer en ese sentido
profundo de la Navidad.
‘El
Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el
mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino
a su casa, y los suyos no lo recibieron’. Es el principio del Evangelio de san Juan. De
una forma casi poética por las imágenes con que nos habla, pero de una
profundidad teológica y mística admirable podíamos decir que esta primera
página del evangelio de san Juan es como su relato de la Natividad.
No nos
hace un relato a la manera de Lucas o incluso Mateo abundando en descripciones
que podríamos llamar históricas de lugar y de familia, pero si nos está
trasmitiendo lo mismo que es la Encarnación de Dios que en el seno de María se
hizo hombre. Llega a su momento cumbre cuando nos dice: ‘Y el Verbo se hizo
carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del
Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad’.
El Verbo
que desde toda la eternidad estaba junto a Dios porque es Dios mismo, y que ‘por
medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho’
es el que planta su tienda entre nosotros, a quien contemplamos niño en Belén,
como hemos venido celebrando, y que es la verdadera luz que alumbra a todo hombre.
Pero es en
esas mismas palabras del evangelio donde se nos describe lo que podríamos
llamar el drama de la navidad y el drama que nosotros mismos vivimos o podemos
estar viviendo en nuestra forma de celebrar la Navidad. ‘En el mundo estaba…
y el mundo no lo conoció, vino a su casa y los suyos no lo recibieron, era la
luz verdadera, pero la tiniebla no la recibió…’
¿No será
lo que nos sucede o nos puede suceder a nosotros que nos envolvemos de tantas
luces en estos días pero no llegamos a recibir la luz verdadera? ¿No nos puede
suceder a nosotros, como antes decíamos, que celebramos la navidad y el gran
ausente de la Navidad es el mismo Jesús a quien decimos que queremos celebrar?
Nos vemos envueltos en tantas cosas externas de la fiesta que terminamos por
olvidar lo que es el verdadero motivo de la fiesta.
¿No
habremos escuchado estos días a algunos que nos dicen que la navidad para ellos
son tiempos de añoranzas y de recuerdos de otros momentos o de otras personas
que un día estuvieron con nosotros y que por eso estos días en cierto modo se
convierten en días de tristeza? A alguien escuché decir no hace mucho que ojalá
estos días de fiestas de navidad desaparecieran del calendario porque a el no
hacían sino llenarlo de tristeza. Me lo decía con una tristeza grande llena de
desesperanza. Es algo dramático, como antes insinuábamos, que llegue a suceder
esto así para muchos, que en eso se haya quedado la navidad. ¿No estaremos
necesitando un anuncio auténtico del evangelio?
Pero las
palabras del evangelio hoy nos llenan de esperanza. ‘Pero a cuantos lo
recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino
que han nacido de Dios’. Y es que la navidad para nosotros es un admirable
intercambio como se dice en la liturgia en algún momento. Viene el Hijo de Dios
que quiere tomar nuestra carne, nuestra naturaleza humana, pero ‘a los que
creen en su nombre les da el poder de ser hijos de Dios’.
Viene para
elevarnos, viene para levantar nuestra naturaleza humana y hacerla casi divina,
porque nos hace hijos de Dios. Ya podía decir Juan en sus cartas que la
maravilla grande no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Dios nos ha
amado y nos hace sus hijos, la maravilla de poder llamar a Dios Padre porque en
verdad somos sus hijos. ‘En verdad lo somos’, afirma categóricamente.
¿Y no es
un gozo el sentirnos amados así? Esta es la alegría grande que hemos de vivir
que está por encima de todas nuestras tristezas y añoranzas. Este tiene que ser
el sentido grande de nuestra fiesta de Navidad. Este es el evangelio que
tenemos que proclamar. Esa es la necesaria nueva evangelización que todos
necesitamos y en la que en verdad tenemos que embarcarnos.
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