Que nos llenemos de la alegría del Espíritu porque sepamos tener un corazón puro, humilde y sencillo para abrirnos a Dios y a los demás
Baruc
4, 5-12. 27-29; Sal
68; Lucas,
10, 17-24
A todos nos gusta la alegría; queremos estar contentos,
queremos ver la gente a nuestro lado llena de alegría, ansiamos y deseamos ser
felices y eso lo expresamos en la alegría de nuestros ojos y en múltiples
expresiones y signos exteriores. No todos lo viven y expresan de igual manera.
Como también sabemos que podemos expresar signos exteriores de alegría, pero
sin embargo no la haya en nuestro interior, o que la busquemos en sucedáneos y
no en aquello que nos dé una alegría honda profunda, que nos conduzca por
verdaderos caminos de felicidad. Podemos tener incluso actitudes egoístas en la
manifestación de nuestra alegría porque solo la busquemos para nosotros no
importándonos las tristezas o las amarguras que pudiera haber en nuestro
entorno.
¿Dónde buscamos y podemos encontrar esa verdadera
alegría? Para comenzar decir que tiene que nacer de lo más hondo de nosotros
buscando satisfacciones profundas que de verdad llenen nuestro espíritu. No nos
podemos quedar en una alegría superficial, cuando dentro de nosotros no reina
la paz, prevalecen los malos sentimientos, nos encerramos en nosotros mismos,
no sabemos apreciar lo bueno y lo bello que hay en la misma vida que vivimos y
también alrededor nuestro.
Qué satisfacción más grande sentimos tras el deber
cumplido, tras el desarrollo pleno de nuestras responsabilidades; qué gozo sentimos
cuando somos capaces de superar retos y obstáculos; qué alegría también cuando
vemos que podemos poner nuestro granito de arena para hacer felices a los
demás. Una verdadera alegría nunca nos aísla de los demás, nos llevará al
compartir nuestra alegría para contagiarla a los demás y para que los demás
vivan también en nuestra alegría.
Muchas cosas podríamos seguir reflexionando en torno a
ello. He querido comenzar por estas breves pinceladas para introducirnos en el
texto del evangelio de hoy. Se nos habla en él de la alegría. Por una parte nos
habla de la alegría y satisfacción interior con que volvieron los apóstoles y discípulos
después de cumplir con la misión encomendada por Jesús. ‘Los setenta y dos volvieron muy contentos y dijeron a Jesús: Señor,
hasta los demonios se nos someten en tu nombre’. Habían podido realizar la
obra que Jesús les había encomendado de anunciar el Reino y habían visto como
se realizaban las señales anunciadas por Jesús. La Palabra que anunciaban en
nombre de Jesús era una Palabra de salvación con la que se iba liberando -
salvando - del mal a quienes la escuchaban y acogían en su corazón. Y Jesús les
dice que estén contentos porque sus nombres están inscritos en el libro de la
vida.
Pero a continuación el evangelio nos habla de la
alegría de Jesús. ‘Lleno de la alegría
del Espíritu Santo’, nos dice el evangelista. No es una alegría cualquiera,
es la alegría del Espíritu. Dios se nos revela, y se revela de manera especial
a los pequeños y a los sencillos. Los de corazón humilde saben abrirse a Dios,
escuchar a Dios. Los de corazón puro podrán conocer y contemplar el misterio de
Dios. El llamará dichosos a los pobres, a los pequeños, a los de corazón
humilde y sencillo, a los puros de
corazón, para ellos es el Reino de Dios, a ellos se les manifiesta Dios, podrán
contemplar a Dios. Recordemos las bienaventuranzas. Y si en las
bienaventuranzas los llamará dichosos, felices, es la felicidad y la alegría
que Jesús siente ahora en su corazón.
Que encontremos nosotros el camino de esa verdadera
alegría porque así vayamos viviendo en la vida con un corazón puro, humilde,
sencillo. Podremos saborear de verdad las cosas bellas; podremos llenarnos de
Dios; podremos sentir verdadera paz en nuestro corazón; aprenderemos a abrirnos
a Dios pero a abrirnos necesariamente también a los demás; trabajaremos así
porque reine la verdadera alegría en nuestro mundo.