Rom. 11, 1-2.11-12.25-29
Sal. 93
Lc. 14, 1.7-11
Sal. 93
Lc. 14, 1.7-11
En la vida andamos muy llenos de vanidades y apariencias. El enemigo malo nos tienta y nos quiere seducir atacándonos precisamente por esos caminos de orgullo y vanidad. Prestigios, reconocimiento, sueños de grandeza ocultan quizá la realidad pobre que llevamos por dentro.
Aunque no tengamos, aparentamos tener; rodeamos la vida de brillos de oropeles ocultando quizá la pobreza de nuestro ser. Cuando no tenemos esa riqueza interior del ser en sí mismo, nos cubrimos de oropeles, de falsos brillos de oro que nada son y que pronto pasan y se desvanecen.
Cuando se nos quiere hacer pensar para que nos demos cuenta de lo que verdaderamente es importante en la vida, se nos dice que es más importante el ser que el tener. Lo que somos en nosotros mismos vale muchísimo más que todo lo que podamos poseer en lo exterior. Pero en nuestros sueños ambiciosos gastamos toda nuestra vida en tener y cuando no podemos tener en apariencias, pero no empleamos el más mínimo esfuerzo en cultivar nuestro ser interior.
Me ha dado pie a estos pensamientos lo que contemplamos hoy en el evangelio y lo que Jesús quiere enseñarnos. Lo habían invitado a comer ‘en la casa de un fariseo principal’ y observa cómo el resto de invitados poco menos que se da de codazos para ocupar los puestos de honor en la mesa del banquete.
Ya sabemos que el que lo había invitado era un fariseo muy importante y, como es de suponer, el resto de invitados tenían que amigos de este hombre y de su partido. Por otra parte, deduciendo de otros momento del evangelio, sabemos también cuál era el estilo de aquella gente; les gustaba las reverencias y reconocimientos, se ponían en pie en las sinagogas para rezar delante de todo el mundo y todos los vieran, poco menos que tocaban campanillas en las esquinas cuando iban a dar limosna para que todos supieran lo buenos y generosos que era, eran de los que buscaban primeros puestos y asientos de honor en cualquier reunión.
Jesús aprovecha la ocasión para darnos la lección; parte de la vida para dejarnos su mensaje. ‘Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal…’ les dice Jesús. ‘Vete a sentarte en el último puesto…’ ¡Qué vergüenza si te hacen ceder el puesto que has escogido porque hay otro más importante que tú! Si ocupas el último lugar puede venir el que te invitó y llevarte a un puesto mejor…
Y sentencia Jesús: ‘Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido’. Es el estilo de Jesús que tiene que ser el estilo del cristiano. Lo podemos contemplar en muchos textos y lugares del evangelio. ‘Venid y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón’, nos dice Jesús.
San Pablo nos habla de que siendo de categoría divina se despojó de su rango, se anonadó, se hizo como uno de tantos, se sometió a muerte de cruz… Y en la cena pascual lo vemos postrarse delante de los discípulos para lavarles los pies. ‘Me llamáis el Maestro y el Señor y en verdad lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, así tenéis que lavaros los unos a los otros…’ Cuando los discípulos se pelean por los primeros puestos les dice que hay que hacerse los últimos, los servidores y esclavos de todos.
No nos valen las apariencias ni las vanidades. Nuestro estilo es el de la sencillez, la humildad, el servicio. Esa es nuestra verdadera grandeza si queremos seguir a Jesús, si queremos vivir a Jesús, como tiene que ser nuestro ideal.